Creo que una de las causas del creciente
fanatismo que observamos en tanta gente es la tendencia a confundir
resentimiento social con ideario político.
Dicho de otra manera: hay demasiada
gente que cree que sus razonamientos responden a los principios de una
determinada ideología, cuando, en realidad, son respuestas dictadas por el
resentimiento social que les mueve.
Resulta muy fácil reconocerlos. Son los
que solo repiten consignas; los aficionados al eslogan pegadizo y viralizable;
los que adoptan poses y posturas recomendadas por aquellos que, con tal de
medrar en política, vieron la ocasión de dirigir todo el resentimiento social
que había ido acumulando la gente en los últimos años; son también quienes
popularizan nuevos términos para imponer esa especie de neolengua que en
realidad nadie habla, pero que obliga, sin que nos demos cuenta, a dirigir el
pensamiento hacia una determinada dirección ideológica.
Es muy difícil razonar con esta gente. Puede que imposible.
En cuanto oyen o leen tres palabras que se alejan un poquito de la consigna que
se han aprendido de memoria y sin razonarla, su cabeza cortocircuita. No lo
entienden. No quieren entenderlo. No lo van a entender.
Por eso no admiten la discrepancia.
No aceptan los matices.
Ni siquiera el más mínimo matiz.
En su limitada y fanática manera de
pensar, todo es blanco o negro. No hay colores. No ven la realidad en todo su
esplendor, con toda su complejidad. Para la gente que así razona, solo hay dos
posibilidades: o eres de los suyos o eres de los otros. No hay más opciones.
Los míos y los otros… ¡Qué pobreza
mental!
Y la verdad es que estoy rodeado de
gente así. Cada vez hay más. Y por todas partes.
Para sobrellevarlo con humor y no
frustrarme más de la cuenta, confesaré que me he inventado un juego que me
divierte mucho, y que recomiendo encarecidamente para mantener la salud mental.
El juego consiste en no discutir
demasiado. Solo un poquito, pero de manera escalonada. Primero finges que estás
de acuerdo con quien ya sabes que es un fanático y luego, cuando menos se lo
espere, introduces un pequeño matiz. Una mínima discrepancia.
La estrategia es esta:
Primera fase de la operación, o fase de fingimiento: Procura utilizar muchas expresiones encaminadas a crear una sólida empatía con el fanático emisor; del tipo: “claro, claro”; “que sí, que sí…”, “por supuesto”, y por ahí más o menos.
Segunda fase de la operación, o fase porculera: Sin previo aviso, para cogerlo desprevenido, introduce en la conversación, cada dos o tres minutos, conectores de oposición de este tipo: “pero”, “sin embargo”, “no obstante” o similares, más algún que otro argumento destinado a enriquecer el diálogo con un matiz discordante, diferente o potencialmente controvertido, sin que importe demasiado si realmente te lo crees o no. ¡Qué más da! Se trata solo de poner a prueba la templanza y el talante democrático de nuestro receptor. ¡Pero cuidado! Sin pasarte. No se trata de introducir en la disputa toda nuestra artillería pesada, sino solo parte de ella; la puntita nada más. Recomiendo introducir solo un 10% de desacuerdo.
Tercera fase o fase de observación: Probablemente la más divertida. Observa al fanático con atención y estudia las reacciones que provocan en él ese darse cuenta de que no encajas en el único perfil ideológico que él es capaz de aceptar: silencio espeso, mirada pétrea, temblor de labios, decepción en las mejillas, rictus de sorpresa, de desencanto, de resentimiento, de odio, de asco…
Última fase o fase de aguantar el chaparrón: A decir verdad, y para ser justos, no todos los fanáticos llegan a este cuarto estadio de involución del raciocinio. Lo normal es que se queden en la fase de observación, juzgándote en silencio y alimentando sus prejuicios hacia ti. Pero quienes sí se aventuran por los territorios insultantes de la cuarta fase, además de los insultos y los prejuicios, suelen echar mano de las otras dos lacras de nuestro tiempo: el uso mendaz del victimismo como única forma de tener razón, y el recurso tóxico a la emocionalidad de corte pasivo-agresivo con el fin de hacerte sentir culpable y que evites expresar libremente tu opinión, tan distinta a la de ellos.
Que no te amedrenten. Nunca te amilanes
ante estos nuevos fanáticos que nos legó la primera década de este siglo. Tienen
los días contados. Al igual que el Coronavirus, esa forma de fanatismo tan de
moda en estos últimos años, pasará.
Ese modo de disfrazar el resentimiento
social detrás de una ideología, que además pretenden que aceptemos en lote
completo y sin matices, también es un virus. Y sospecho que juegos como el que
he expuesto anteriormente pueden servir para inmunizarnos contra él. Llegará el
día en el que ya no nos afectarán ni sus insultos ni sus estrategias para
oprimir la libertad de expresión. Porque de eso se trata; de restringir la
libre circulación de pensamiento.
Más pronto o más tarde, al igual que
con el Coronavirus, encontraremos la vacuna definitiva para combatir,
pacíficamente, tanto resentimiento y tanto fanatismo.
Y que nadie se equivoque. A lo largo de
la Historia, el fanatismo siempre utilizó los mismos ropajes; el mismo disfraz.
Los fanáticos suelen creerse seres superiores. Se revisten con la fastuosidad
engañosa de la virtud. Siempre dicen ser virtuosos y de moralidad intachable. Y
siempre, siempre, parecen inofensivos.
También el Coronavirus iba a ser
inofensivo. ¿Lo recuerdan todavía, o es que ya se han impuesto las consignas y los
eslóganes en tantas y tantas cabezas? Lo decían hace tan solo un par de
semanas. A esto que se ha convertido en una pandemia de proporciones
planetarias, pretendieron disfrazarlo con los ropajes de una simple gripe.
Contraviniendo, por cierto, las recomendaciones de las autoridades sanitarias
más prestigiosas.
¿Alguna vez han
tratado de imaginar cómo debió de ser la conquista del Paraíso en pleno siglo
XVI? ¿En alguna ocasión sintieron la curiosidad de saber cómo fueron aquellos
hombres que se embarcaban hacia un destino incierto en lo que ahora conocemos
como América, pero que ellos conocieron como las Indias españolas? Si resulta
que sí, ahora tienen la ocasión de dejarse seducir por la historia de Diego
Castellanos, uno de los protagonistas de aquellos sucesos inimaginables hasta
entonces. La literatura también puede servir para eso. Sirve de hecho para eso;
para abolir el tiempo y el espacio y dejarse guiar por las palabras de los que
nos precedieron, pero también para adentrarse en la aventura e ir descubriendo
de primera mano algunas verdades vivas que aún no ha logrado borrar el paso de
los siglos.
Jesús Velasco practica en esta primera novela suya, Castellanos, a la mano del Paraíso, una literatura sin concesiones. Con singular fortuna, se mete en la piel de su protagonista y nos narra en primera persona las aventuras de un español de los de entonces, caballero de fortuna, comunero, navegante y conquistador, además de ahijado del célebre autor del Amadís de Gaula, Garci Rodríguez de Montalvo, y hombre de confianza de Bernal Díaz del Castillo e incluso del mismísimo Hernán Cortés. Pero, sobre todo, hombre de bien, amigo de sus amigos y testigo lúcido de los complejos avatares de una época en la que se cruzaron los límites de lo concebible.
Para lograr esa sensación de verdad que nos permite conocer la Historia en cada momento, la novela está escrita al modo de las clásicas memorias de probanza, en las que un personaje honorable hacía memoria de sus aventuras para reivindicarse a sí mismo y obtener la recompensa por sus hazañas. El héroe de la historia es Diego Castellanos, quien dirige su escrito y cuenta su caso al señor Gobernador de la Nueva Galicia, don Nuño Beltrán de Guzmán, quien fuera enemigo acérrimo de Hernán Cortés. Lo hace desde la prisión en la que se halla confinado, en un poblado de indios que están siendo cristianizados por Fray Nervando de Ortigosa, el humilde franciscano que le cuida y acompaña durante su cautiverio y, en mi opinión, uno de los grandes aciertos en un libro que abunda en personajes espléndidos, muchos de ellos rigurosamente históricos.
Fiel a la
historiografía, pero sin olvido de una ficción perfectamente ejecutada,
sorprende en esta novela el manejo de un lenguaje que imita de forma brillante
el castellano claro y diáfano del siglo XVI, una época en la que todo el mundo
escribía bien. Con un estilo renacentista, pero totalmente comprensible para el
lector de hoy, logra desde las primeras páginas trasportarnos a un pasado en el
que quedaron desdibujadas las fronteras entre civilización y barbarie. Como en
toda narración verdaderamente honesta sobre el controvertido asunto del
descubrimiento y la conquista de las Indias españolas, en la novela que ha
escrito Jesús Velasco se nos da una visión realista de lo acaecido, con sus
luces y sus sombras, sus desmedidas ambiciones y sus inevitables miserias.
De la mano de su
protagonista, el lector atento asistirá sorprendido a multitud de aventuras y
hazañas; las vividas por su protagonista desde su Medina del Campo natal, durante
el levantamiento de las Comunidades de Castilla en tiempos del emperador Carlos
V, hasta los descubrimientos y exploraciones en las costas de California, sin
duda el paraíso al que alude el título de la novela, pasando por las guerras de
Navarra y Flandes o las campañas de Cuba y Guatemala.
La destreza del
autor puede con todo ese material y nos conduce hacia un final imprevisto que nos
envuelve y nos atrapa. El poder de seducción de la historia que se nos cuenta
es tan intenso que, ya desde las primeras páginas, queda olvidada la
posibilidad misma de que Diego Castellanos sea solo un personaje de ficción
creado por Jesús Velasco. Para el lector seducido por la historia que se nos
cuenta, casi da igual si nunca existió. Otros muchos parecidos a él sí que
existieron. En todo caso, merecía la pena inventarlo y conocer la historia de
su vida, tan real.
Lean la novela. Se la recomiendo encarecidamente. Sin duda llegarán a comprender e imaginar cómo debió de ser la conquista del Paraíso en la Tierra.
Si
uno examina con cuidado sus recuerdos, sin tratar de alterarlos ni corregirlos,
descubre que la memoria los ha sometido a un implacable proceso de destilación,
y que el destilado resultante es una especie de collage formado solo por pequeños detalles.
A
menudo lo que recordamos es apenas una escena, una impresión, una imagen, un
pequeño fragmento autobiográfico. O quizás una sensación, una mirada que se nos
clavó en la retina, algo muy concreto que nos impresionó o que nos dio
vergüenza. Pero también todo aquello que nos supuso un estímulo, que varió
nuestra percepción de la realidad o alteró para siempre nuestro pensamiento.
Lo
que recordamos de nuestra vida no es muy diferente, en realidad, a lo que
recordamos de un libro que leímos con especial interés, por ejemplo.
Mentiríamos si dijéramos que lo recordamos todo, porque no es cierto. Es
imposible. Lo que guardamos de lo vivido es apenas una mínima porción de vida,
y en el momento de traerlo a la memoria, a menos que introduzcamos ficción y
literatura en nuestro relato, perfectamente podríamos dejarlo dicho en un breve
apunte.
Quizá
por eso me gustan tanto dos obras maestras de la literatura contemporánea que son,
a la vez, dos obras maestras de las formas breves en literatura. Me estoy
refiriendo al I remember de Joe
Brainard y al Je me souviens de
Georges Perec, dos libros aparentemente banales pero que, en realidad, proponen
al lector la más activa participación durante la lectura, invitándolos a
despertar la mente, a hacer memoria y a compartir recuerdos siguiendo un
esquema de escritura de lo más sencillo; empezar cada oración con estas dos
palabras: Me acuerdo.
De
esta manera, a poco que se lo proponga, cualquiera puede hacerse con su
personal libro de recuerdos breves. De hecho, la forma descubierta por
Brainard, y continuada con especial acierto por Perec, se sigue practicando en
numerosos talleres donde se imparten clases de escritura creativa. Y los
resultados obtenidos ofrecen siempre el testimonio detallado de la experiencia
vivida, cosa que, con frecuencia, es motivo de satisfacción para quien se
entretuvo en aplicar el método.
El
propio Perec, en la edición de su libro, tuvo la ocurrencia de dejar algunas páginas
en blanco para que el lector pudiera escribir allí su propia colección de “me acuerdos”. Y les aseguro que es
difícil sustraerse a la tentación de dejar pasar la oportunidad una vez leído
el libro.
A
modo de muestrario, les pondré un par de ejemplos de Brainard:
Me acuerdo de la única vez que he visto llorar a mi madre. Me estaba comiendo una tarta de albaricoque.
Me acuerdo de un profesor de historia que siempre estaba amenazando con tirarse por la ventana si no nos callábamos.
Y
también, por qué no, un par de ejemplos de Georges Perec:
Me acuerdo del pan amarillo que hubo durante un tiempo después de la guerra.
Me acuerdo de que un amigo de mi primo Henri se pasaba el día entero en bata cuando estaba preparando sus exámenes.
Como
ven, el método es sencillo. Basta con escribir Me acuerdo, dejar volar la mente unos segundos y descubrir la
sorpresa que nos devolverá la memoria. Y si lo practican con frecuencia, advertirán
atónitos las constantes que se van repitiendo, los temas recurrentes de nuestra
memoria, el sonido libre y cambiante que nos trae nuestro recuerdo y hasta el
zurcido de detalles olvidados que ha ido tejiendo en la mente de cada uno de
nosotros aquello que vivimos.
Si
hago repaso de mi personal colección de recuerdos, descubro que conservo muy
buena memoria de mis primeros maestros, y que esa memoria es grata y amable, y
también que, en muchos momentos, está impregnada de emoción y de
agradecimiento.
Me
acuerdo de las funciones teatrales que preparaba con nosotros don Eloy.
Me
acuerdo de las clases de ajedrez de don Alfredo, y de las partidas que me
echaba con él durante el recreo.
Me
acuerdo del descubrimiento que supuso para mí el romance de La casada infiel de García Lorca el día
que lo comentamos en clase de lengua con don Ernesto.
Me
acuerdo de las chirigotas de Pepe cuando estábamos en octavo. Había una
especialmente divertida dedicada a don Ernesto.
Me
acuerdo de las risas que me echaba con mi amigo Poli en las clases de don
Javier.
Me
acuerdo del libro ilustrado que escribimos y dibujamos, en grupo, con la
señorita de dibujo, que se llamaba Mª Dolores.
Son
solo algunos de los que tengo escritos, pero también me acuerdo de don José
Castillo y de don José Herrera y de don Miguel Ángel, que además era el padre
de mi amigo Pedro. Y me acuerdo de la señorita Araceli y de don Enrique, con el
que más tarde coincidí en un instituto de secundaria; y también de lo curioso
que resultó comprobar cómo alguien que había sido mi maestro en la EGB se
convertía en mi compañero de trabajo veinticinco años más tarde.
Y
también me acuerdo de don Juan Corchado, que era el director del C.P. Las
Granjas donde trabajaban, en los años 80, todos esos maestros a los que he
mencionado y donde yo mismo empecé a formarme como persona. Y, por supuesto, me
acuerdo también de Pepe el portero, que era toda una institución en aquel
centro educativo del que tan buenos recuerdos guardo; y también del hecho
fortuito de que uno de sus nietos llegara a ser un alumno de mi tutoría tantos
años después, durante el segundo curso en el que yo ejercí la docencia.
A
veces me pregunto si mis alumnos de mañana o de pasado mañana se acordarán de
mí con el mismo grado de reconocimiento que yo les guardo a los maestros que
contribuyeron, cada uno con su arte y desde su materia, a ser un poco lo que ahora
soy. Y también me pregunto si mis antiguos compañeros recordarán a nuestros
maestros de la misma forma en que yo lo hago.
Supongo
que algunos sí, por supuesto. Soy consciente de que algunos sí. Pero también sé
que otros no. Es inevitable. Quienes la ejercemos, sabemos también lo
desagradecida que puede llegar a ser esta profesión nuestra. O, mejor dicho, el
lado ineludible de ingratitud que conlleva a menudo el ejercicio de la docencia.
Antes
he dicho que es inevitable, pero me niego a creer que sea realmente inevitable,
como si se tratara de una especie de absurda fatalidad que sufre la profesión
desde la más remota antigüedad porque fuese intrínseca a ella o algo parecido. En
absoluto.
Sin
olvidar el margen de responsabilidad que cada cual tiene en la manera de ser valorado
por los otros, la forma en que una profesión como esta es percibida por la
sociedad guarda una estrecha relación con el trato que esa profesión recibe por
parte de los poderes públicos. Y en este episodio, creo que es bien sabido, ninguno
de los partidos que ha gobernado este país durante las cuatro últimas décadas se
ha esmerado lo más mínimo en impulsar un sistema educativo realmente ambicioso ni
en diseñar una eficaz ley orgánica que perdure en el tiempo. Es más, sobran las
evidencias para creer que el empeño ha sido el contrario: devaluar la profesión
docente, destruir por completo las humanidades y guillotinar los conocimientos
en favor de una especie de adiestramiento cada vez más tecnificado. Nuestra
clase política al completo ha demostrado sobradamente, sobre todo en los
últimos años, estar más preocupada en destruir la necesaria convivencia de la
sociedad que en ponerse de acuerdo en una cuestión clave para esta como es la
enseñanza de sus ciudadanos. Aún así, la profesión docente continúa estando
entre las más valoradas por los españoles, si bien es verdad que viene
resintiéndose en las últimas décadas y el prestigio de los maestros y profesores
hace tiempo que dejó de ser el que era.
En esta última semana he tenido ocasión de leer dos noticias que han llamado poderosamente mi atención. La primera de ellas no deja de ser una triste ironía. Resulta que los grandes gurús de internet, de lo digital y de las nuevas tecnologías llevan a sus hijos a centros donde apuestan por el factor humano y limitan al máximo el uso de las herramientas tecnológicas que ellos mismos fabrican y venden. La razón es muy simple: “el problema de la relación de los niños y la tecnología es que el ritmo vertiginoso al que se transforma dificulta la reflexión y el estudio”, como ellos mismos saben mejor que nadie. Lo resumía muy bien, con su habitual contundencia, el juez Emilio Calatayud en su blog de internet hace unos días: “los jefes de internet no quieren internet en los colegios de sus hijos; la razón: son padres listos y nosotros tontos”.
La segunda noticia es de
por sí un tremendo sarcasmo. Parece que ya existen los primeros robots
diseñados para ser profesores del futuro. O que serán los próximos ayudantes de
los profesores del futuro. Parece una broma, pero no lo es. Ya veremos cómo lo
venden o lo plantean esos modernos pedagogos cuya máxima aspiración desde hace
treinta años es diseñar, improvisando, estrategias novedosas que aplicar en el
aula; siempre y cuando no sean ellos quienes tengan que aplicarlas, por
supuesto.
De lo que siempre se
olvidan es del factor humano; de algo tan sencillo como que trabajamos con
personas y ni una máquina ni un software pueden llegar a sustituir esto. Una
máquina puede ser una herramienta útil en un momento dado, no digo que no, pero
no te puede comprender, no te puede animar. Una maquinita podrá evaluarte, e
incluso valorar tus progresos, pero nunca podrá tenerte en alta estima y mucho
menos reírse contigo, hacer una obra teatral con sus alumnos, llevárselos de
excursión y mostrarles otras realidades, comprender sus problemas o dar un
consejo.
Claro que con una
máquina se puede jugar al ajedrez como don Alfredo hacía conmigo hace ya
treinta y cinco años, por poner un simple ejemplo. Y hasta te podrá enseñar
aperturas, a resolver problemas varios y hasta a cómo plantearle una celada a
tu contrincante. Pero lo que nunca podrá hacer es tenderte la mano cuando la
partida acabe, hayas ganado o hayas perdido.
Lo pensé el otro día al observar la
vestimenta de mi hijo mayor, al que ahora le ha dado por ir de negro, escuchar
música métal y adoptar una estética
entre decadente y atormentada. Lo pienso también a veces observando las poses
de mis alumnos. Necesitamos fingir que somos diferentes al resto de la manada.
Pero, a la vez, procuramos buscar a otros que se nos parezcan para sentirnos
comprendidos y hermanados. Es lo que han hecho siempre los adolescentes:
adoptar una determinada estética como modo de afirmación personal. Pero también
como estrategia para ser aceptados entre sus iguales. Se disfrazan para congregarse.
El problema surge cuando se abandona la
cándida adolescencia y perviven los actos de afirmación personal con que
pretendemos, a la vez, distinguirnos y obtener el beneplácito o la aceptación
de nuestros semejantes. Y lo que es aún peor: cuando mezclamos las
desinteresadas cuestiones estéticas con los avariciosos intereses éticos,
morales, sociales o políticos.
Lo que en un adolescente es un capricho
disculpable y hasta simpático, puede llegar a convertirse, en un adulto, en una
táctica despreciable. Aquello que durante la adolescencia no es más que una
sincera necesidad de sentirse aceptado, en la vida adulta suele transformarse
en una dinámica de dominio destinada a imponer
unos determinados criterios.
Lo que, en un adolescente, acepto como una
inocente postura vital que irá madurando con el paso del tiempo, en un adulto,
sin embargo, me parece el falso postureo
con que se aspira a poseer una cuota cada vez mayor de influencia sobre los
otros.
Especialmente visible resulta esta forma
de postureo entre nuestra clase política, sin que importe lo más mínimo la
tendencia a la que se haya adscrito cada cual, la sigla a la que pertenezca, el
color que le defina o el lado hacia el que tienda al caminar, sea este el
derecho o el izquierdo. Y mucho más en los tiempos que corren, en los que, pese
a tanto disimulo, ni los partidos
políticos ni sus miembros tienen en realidad una ideología política rectora,
sino meramente táctica, destinada solo a mantener o alcanzar el poder.
Lo que vengo describiendo como postureo es
también lo que podríamos denominar con el término de impostura. Se trata de una
mera fiesta de disfraces. O, en todo caso, de un juego de constante duplicidad
en el que unos actores interpretan el papel que a cada cual se le ha repartido en
la función, a la vez que la cruda realidad sirve de escenario, los medios
informativos afines se ocupan de la publicidad y las masas de futuros votantes
servimos a modo de extras.
En las próximas semanas van a sobrar
ocasiones en las que poder observar el postureo que exhibirán a diario nuestros
líderes políticos. Veremos cómo se muestran virtuosos y decentes, equitativos e
igualitarios, agradables y simpáticos, aduladores y serviles. Pero quizá
convendría no dejarse engañar demasiado. Detrás de todo ello hay, como es
sabido, un gran aparataje de planificación, sutiles maniobras de engaño,
sesudos estudios de marketing y propaganda, astutos asesores de imagen en
permanente estado de cautela, agudo pensamiento táctico y ocultas estrategias
de seducción de masas.
Vivimos tan concentrados en el presente
que casi no nos damos cuenta. Hemos aceptado con tal grado de asunción lo que
nos ha tocado vivir, que a menudo pasamos por alto lo que, de utopía negativa, tiene
nuestra sociedad. O mejor aún, lo que de realidad distópica hay en esta manera
nuestra de estar en el mundo.
Pensé en todo esto el otro día, después de leer la entrevista que Manuel Ángel Méndez le hizo en El Confidencial a la abogada, auditora de sistemas y consultora en ciberseguridad, Paloma Llaneza. El propio titular elegido no ofrecía dudas de por dónde iban a ir los tiros: “Borra WhatsApp, es lo más parecido a tener a alguien al lado leyendo lo que piensas”.
No se trata, por supuesto, de una voz en el desierto. El propio Jaron Lanier, que es una de las figuras más punteras en el campo de las modernas tecnologías, además de la persona que acuñó la acertada expresión de “realidad virtual”, viene desde hace años previniéndonos, sin que le hagamos caso, sobre las perversas maniobras de los imperios basados en redes sociales, que él prefiere llamar “imperios de modificación de la conducta”. Y al menos dos de sus libros, Contra el rebaño digital y Diez razones para borrar tus redes sociales, desarrollan por extenso el curioso fenómeno, solo vivido por nosotros a escala planetaria, según el cual, poco a poco, y casi sin darnos cuenta, vamos entregando voluntariamente nuestra libertad hasta convertirnos en “autómatas o muchedumbres aturdidas que ya no actúan como individuos”.
Puede parecer una exageración, pero no lo
es. Puede que parezca el argumento de una novela de ciencia ficción, pero es el
aquí y el ahora, nuestro día a día y este presente tan confuso que, aun con
tantas dificultades, aún creemos poder controlar.
Unos meses antes de morir, George Orwell
dejó escrito lo siguiente sobre su novela 1984:
“No creo que la sociedad que he descrito en 1984 necesariamente llegue a ser una realidad, pero sí creo que puede llegar a existir algo parecido”.
Supongo que todo el que haya leído con el
debido entusiasmo el conocidísimo libro de Orwell, estará de acuerdo conmigo si
afirmo que 1984 (que fue escrita en
1948, al menos su última versión) es la mayor utopía negativa de todos los
tiempos; y su autor, el sumo sacerdote del género distópico, que, por cierto,
tan de moda está en nuestros días.
Pues bien, a mí no me cabe la menor duda
de que ese “algo parecido” al que se refería Orwell es esta sociedad nuestra
que tan bien creemos conocer. O más bien es este “algo” en que vivimos y todo
lo que nos queda por vivir.
Cuánto hay, me pregunto, en la sátira
social escrita por George Orwell, que no se haya cumplido con creces. Por
supuesto, ni se me ocurre pensar que soy el primero en hacerme esta pregunta.
Ya en su día, en 1949, que es el año en el que la novela fue publicada, sus
lectores pudieron observar que Orwell no solo había escrito un libro de ciencia
ficción recurriendo al género distópico, sino que, sobre todo, había hecho una
lectura bastante acertada de los totalitarismos que asolaron el mundo durante
dos décadas y que aún amenazaban con dejar su impronta en la sociedad, quizá de
forma permanente. De hecho, en su día resultó inevitable no ver en las figuras
del Hermano Mayor y de su archienemigo Goldstein el trasunto ficticio del
enfrentamiento entre Stalin y Trotski, al igual que, con anterioridad, había
hecho con los dos cerdos enfrentados de Rebelión
en la Granja, Napoleón y Snowball.
En este sentido, todo parece indicar que
lo que hizo Orwell en 1984 es
imaginar un posible mundo futuro construido con todas las herramientas
totalitarias que ya habían sido utilizadas en un pasado muy reconocible.
Quizá por ese motivo la novela de Orwell
nunca pasará de moda, porque, aunque proyectada hacia un futuro que ya superamos,
fue escrita con elementos del pasado que nunca han desaparecido del todo.
Hace treinta y cinco años, cuando al fin
llegó la fecha que anunciaba la obra (que volvió a reeditarse de manera
compulsiva, e incluso a leerse y estudiarse como libro mítico y visionario) fueron
muchos los que dictaminaron que el 1984 de Orwell ya había llegado, y no solo
al calendario.
Lo notable del caso, sin embargo, es que,
treinta y cinco años más tarde, todas y cada una de las visiones de Orwell
siguen estando de actualidad, y puede que con más vigencia que nunca.
¿Qué es hoy el Hermano Mayor? ¿Qué es la
habitación 101? ¿Cómo se practica en nuestros días la corrección continua de la
historia que aparece descrita en la novela? ¿Qué es ahora la Neolengua y que
uso se le da? ¿Continúa habiendo una policía del pensamiento? ¿Sigue existiendo
el crimental y el paracrimen? ¿Hemos dejado atrás, acaso, los intentos de
adoctrinamiento masivo? ¿Y los instrumentos de propaganda y de control
ideológico? ¿Hemos superado la práctica perversa del doblepensar? ¿Y la
pedagogía del odio?
Quizá merezca la pena reflexionar, en una segunda parte de este artículo, sobre la plena vigencia que todos estos conceptos tienen aún en nuestra época. Lo cierto, en todo caso, es que, setenta años después de haber publicado su novela en 1949, George Orwell continúa previniéndonos de los peligros que ocultan las ideas totalitarias. Volvamos a leerla. Que no se diga que no fuimos advertidos.
A
propósito del artículo de la semana pasada, que quedó inconcluso, en estos días
he mantenido, con un amigo de toda la vida, una interesante conversación que ha
venido a desbaratar buena parte de las elucubraciones que tenía pensado volcar
en el escrito de hoy.
El
motivo es bien sencillo. Con su fiera capacidad de persuasión, mi amigo logró
convencerme de que 1984, la distopía de
George Orwell, no basta por sí misma para entender las sutilezas ocultas que
rigen el funcionamiento del mundo de hoy, tal y como yo había creído hasta ese
momento.
“Yo es que soy mucho más de Huxley”, me dijo.
Y a continuación expuso sus razones, tan convincentes, lo que me va a obligar a
posponer una semana más el final de estas reflexiones.
No
obstante, creo que, si complementamos las visiones de Orwell con las de Aldous
Huxley en Un mundo feliz, quizá
obtengamos una panorámica aproximada de lo que acontece en la actualidad.
¿Qué es hoy el Hermano Mayor?,
me preguntaba yo la semana pasada. En la novela de Orwell es el omnipresente
líder, el Big Brother que controla y vigila a los ciudadanos a través de las
telepantallas que lo inundan todo con su presencia, invadiendo incluso las
esferas más privadas de la vida, en una continua inspección de los pensamientos
y las emociones de la gente. Y aunque es cierto que hoy en día no existe un
equivalente exacto a esa forma de opresión impuesta e invasiva, no deja de
haber un inquietante paralelismo entre las telepantallas descritas en 1984 y la proliferación de artefactos de exposición con los que nos creamos el
ensueño de estar unidos en un mundo cada vez más globalizado. La
diferencia, claro está, radica en que, aparentemente, nadie nos obliga a ello.
Somos
nosotros mismos quienes lo buscamos. Nuestras vidas también están repletas de
pantallas que quizá cumplen el mismo cometido, pero nosotros lo aceptamos
voluntariamente. Estamos permanentemente
online. A través del teléfono móvil, de la televisión, de un ordenador
conectado a internet o por medio de redes sociales, ofrecemos sin excusa
posible nuestros más íntimos pensamientos y emociones, exhibimos lo que nos
gusta, informamos de aquello que nos anima, publicamos lo que pensamos, lo que
hacemos, lo que queremos, lo que somos, nuestros sentimientos, nuestras
pasiones y hasta nuestros más ocultos temores. Pero nadie nos obliga a ello,
aunque el efecto sea muy parecido: un trasvase de datos que entrega buena parte
de nuestra intimidad a los grandes imperios que controlan la información.
¿Qué es hoy la habitación 101?
¿Acaso existe en nuestra época una cámara de tortura destinada a quebrar la
voluntad de las víctimas? Es evidente que no, pero sí existe el propósito que
anima a los torturadores de la novela de Orwell, que no buscan tanto infligir
castigo como lograr el control de la voluntad de los torturados.
Entiéndaseme
bien. Ahora nadie nos tortura. Nadie nos amenaza. Pero, ¿estamos seguros de no
estar entregando parte de nuestra voluntad, de no estar modificando nuestra
conducta al ritmo que las nuevas tecnologías nos van proponiendo, a la vez que
permitimos que anulen nuestra capacidad de pensar de manera autónoma?
¿Cómo se practica en nuestros días la
corrección continua de la historia que aparece descrita en la novela de Orwell?
Ahora no tenemos ningún Ministerio de la
Verdad que corrija a diario, y según convenga, los acontecimientos ya
ocurridos, pero fíjense en cómo funcionamos y el modo en que nos creemos las
historias que nos cuentan. El pasado se
nos ha vuelto versátil. Según quién escriba y para quién, la historia es una
y a la vez su contraria. Piensen, si no, en nuestra Guerra Civil. Es lo que se
denomina, en la novela de Orwell, la
mutabilidad del pasado. No solo se manipula; también se corrige.
En
estos mismos días, a propósito de la muerte de Xabier Arzalluz, hemos podido
oír a políticos del PNV afirmar sin pudor alguno que su llorado líder se oponía
enérgicamente a la violencia de ETA. Figúrense. Xabier Arzalluz. El del árbol y
las nueces, ¿recuerdan? Ahora va a resultar que fue un valiente luchador contra
la violencia de ETA. Cualquier día nos dicen lo mismo de Otegi. Y seguro que habrá
quien se lo crea.
“Quien
controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el
pasado”, decía una de las consignas del partido
totalitario que rige los destinos de la gente en el mundo imaginario de 1984.
¿Existe ahora algo parecido al Newspeak imaginado por Orwell,
una nuevalengua o un modo de decir
exclusivo que reduzca el léxico y la sintaxis para reducir de paso la riqueza
de las ideas? No me voy a extender sobre este particular asunto. Prefiero
dejarlo a la reflexión de los lectores. ¿Pero de verdad no saben de qué les
estoy hablando? ¿No? ¿Así, así? No me lo
creo. Mírenme a los ojos y díganme que en realidad no saben de lo que les estoy
hablando. Lo fascinante del caso de la nuevalengua,
en 1984 y en el mundo de hoy, es que
en realidad nadie la habla. Nadie la utiliza. O nadie la utiliza todo el
tiempo. Ni ellos ni ellas. Es imposible. Pero, aun así, sobrevuela sobre
nuestras cabezas. Es una presencia permanente que regula nuestro comportamiento
pretendiendo aplicar, de paso, una constante corrección de lo dicho o lo pensado.
En realidad, se trata de una simple
estrategia de poder destinada a dirigir nuestro pensamiento hacia una
determinada dirección.
Existe
un método infalible para advertir la farsa que se oculta detrás de cualquier
intento de imponer una nuevalengua, y
es este: localicen a cualquier defensor o defensora de nuevalengua y luego síganle la pista en las redes sociales;
comprobarán que, detrás de la apasionada defensa, no hay una aplicación
práctica y decidida de lo dicho. Es imposible. Ni sus más conspicuos valedores
la practican.
Relacionado
con el Newspeak se encuentra el concepto del doblepensar o doblepiensa;
en mi opinión, uno de los mayores hallazgos de Orwell. Se trata de una especie
de disciplina mental consistente en crear dos verdades contradictorias a un
mismo tiempo. Es también, incluso en nuestros días, una manera sutil de
asegurarse la absoluta subordinación de las creencias individuales a los
intereses de un colectivo.
“Saber y no saber”,
nos dice Orwell en un rapto de absoluta perspicacia en un momento de su libro, “tener plena conciencia de algo que sabes
que es verdad y al mismo tiempo contar mentiras cuidadosamente elaboradas,
mantener a la vez dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer en
ambas, utilizar la lógica en contra de la lógica, repudiar la moralidad en
nombre de la moralidad misma, creer que la democracia era imposible y que el
Partido era el garante de la democracia, olvidar lo que hacía falta olvidar y
luego recordarlo cuando hacía falta, para luego olvidarlo otra vez”.
Si
después de esta larga cita aún no están convencidos de la plena vigencia del doblepensar, cavilen sobre los sofisticadísimos
discursos de nuestra vaporosa clase política. O mejor; entresaquemos algunos
ejemplos de nuestro tiempo: apelar a la igualdad, verbigracia, para crear
nuevas desigualdades sociales; reivindicar la diversidad, pongamos por caso, y
promover a la vez el pensamiento único, la uniformidad de criterios; apelar a
la tolerancia para ejercer una tolerancia cero; defender a bombo y platillo la
libertad de expresión y, a la vez, ejercer la “pedagogía del odio” hacia todo
el que se atreva a disentir, por pequeño que sea el porcentaje de desacuerdo;
cualquiera diría que si no hay una aceptación del 100% de los lotes ideológicos,
a derecha e izquierda del plano político, te conviertes en enemigo acérrimo de
los postulados que pretenden defender.
Y
todo el párrafo anterior nos conduce de manera inevitable a la pedagogía
del odio, al crimental y a la policía del pensamiento.
A
diferencia de lo que ocurría en la novela de George Orwell, ahora a nadie se le
mete en una sala para practicar los “Dos Minutos
de Odio” contra el enemigo público número uno, llamado Goldstein. Ahora no
existe un único responsable de todos los males de la sociedad, pero cualquiera
puede llegar a convertirse, cualquier día o el día menos pensado, al menos durante
unas horas, en el enemigo público número uno que reciba la reprimenda de los
rebaños ideologizados que responden, con ira, a la convocatoria de odio con que
castigan los líderes de opinión y buena parte de esos profesionales de la
mentira a los que denominamos “políticos”.
Si
les parece una exageración, observen bien el panorama y luego ábranse una
cuenta de Twitter y lean. Comprobarán todo el odio y toda la inquina que pueden
caber en 140 caracteres.
“Lo más horrible de los Dos Minutos
de Odio”, nos dice el narrador de la novela de Orwell, “no era que la participación fuese
obligatoria, sino que era imposible no participar. Al cabo de treinta segundos,
se hacía innecesario fingir. Un espantoso éxtasis de temor y afán de venganza,
unos deseos de asesinar, torturar y aplastar caras con un mazo parecían
recorrer a todo el mundo como una corriente eléctrica, y lo convertían a uno,
incluso en contra de su voluntad, en un loco furioso”.
Sin
necesidad de llegar a esos extremos de delirio, quienes participan en los
linchamientos digitales tan de moda en nuestra época, quizá debieran plantearse
qué clase de reivindicación los anima a ello y qué pretenden conseguir de ese
modo.
Al
igual que en el mundo imaginado por Orwell, quienes así actúan tal vez no
adviertan el factor de manipulación libremente aceptada que hay en dichos
comportamientos. Sin darse cuenta, a modo de rebaño, se han dejado conducir por
la policía del pensamiento en contra de la persona que no acepta los postulados
del líder de turno. O, simplemente, contra aquel que tuvo la osadía de cometer crimental, por seguir con la
terminología orwelliana.
Pero,
¿qué es el crimental en nuestra época? Respuesta: lo que fue siempre. El
delito esencial que incluye todos los demás delitos; el libre razonar; el abandono
de cualquiera de las perniciosas ideologías identitarias; la caída en picado en
la heterodoxia; el alejamiento de la norma que se pretenda imponer en cada
momento; el pensamiento que se aparta del camino de baldosas amarillas, querida
Dorothy, que trazan para nosotros aquellos a los que vamos permitiendo que se
conviertan en peligrosos líderes, en lugar de exigirles que sean, únicamente,
lo que deberían ser dentro de un estado de derecho: quienes gestionen, de
manera temporal y bajo auditoría permanente, las limitadas parcelas de poder
público.
En
una única cuestión de peso, y con esto termino por hoy, considero que erró el
tiro Orwell en el diagnóstico que nos legó con su novela. Horrorizado por las
ideas totalitarias, de derechas y de izquierdas, que sufrió en su tiempo, Orwell
temía que, al final, acabaran imponiéndose dichas ideas, por medio del terror,
al deseo del ser humano por ser libre, de ahí que 1984 pueda ser considerado un alegato contra cualquier forma de
tiranía.
En
cambio, y paradójicamente, después de haber disfrutado, durante varias décadas,
de unas cotas de libertad nunca antes alcanzadas, de nuevo estamos asistiendo,
en nuestros días, ante el avance de los
totalitarismos que creíamos haber dejado atrás, a la entrega paulatina,
pero voluntariamente aceptada, de buena parte de esas libertades.
En la voluntariedad con que se está realizando la entrega es donde radica la paradoja. Pero de todo ello hablaremos la semana que viene, al hilo de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en la tercera y última entrega de esta serie dedicada a la realidad distópica.
A diferencia de Orwell, que nos advirtió
de los peligros de la tiranía, Aldous Huxley imaginó un mundo donde resulta innecesario
ejercer ninguna forma de opresión porque ya esta ha sido libremente asumida por
los ciudadanos. En la realidad imaginada por Orwell, la libertad se encuentra apresada
por quienes detentan el poder. En la de
Huxley, en cambio,la libertad no existe
porque el ser humano es ya incapaz de concebir toda su complejidad.
Los habitantes de la distopía que formuló
Orwell viven cautivos en un sistema totalitario que se les ha impuesto por
medio del terror. En la formulada por Aldous Huxley, sin embargo, viven felices porque ignoran que han sido
sometidos por el más eficaz de los estados totalitarios. Y es precisamente
en esa forma de aceptar la felicidad, y hasta de crearla, en donde podemos
encontrar las mayores similitudes entre la obra de Huxley y nuestro mundo
actual. Y ese es también el motivo por el que sigue estando vigente el mensaje
que nos transmite Un mundo feliz.
Lo inquietante, vino a decirnos Aldous Huxley,
no reside tanto en el temor a que vengan a privarnos, por medio de la fuerza, de
la posibilidad de adquirir conocimientos, tal y como temía Orwell. Lo realmente inquietante es que se reduzca nuestro
pensamiento de tal modo que ya no deseemos adquirir los conocimientos que nos
hacen más humanos.
Lo alarmante no es que manipulen o alteren
la Historia tal y como ocurría en 1984,
sino que llegue a parecernos irrelevante lo que nos pueda aportar el
conocimiento de nuestra propia Historia.
Lo que nos amenaza no es ya el peligro de
que a cualquier sátrapa le dé por prohibirnos la lectura de determinados
libros, sino que la lectura de determinados libros ya no suponga un peligro
para ningún sátrapa, bien porque ya nadie los lea o, lo que es peor, porque ya
nadie los entienda en caso de leerlos.
Lo
que empieza a resultar terrible no es que la tecnología amenace con destruir
nuestro mundo, sino que acabe infantilizándolo;
una posibilidad que cada vez resulta menos descabellado imaginar.
Lo realmente perturbador no es ya, como
sucedía en el pasado, que nos vuelvan a limitar el derecho de libre reunión
colectiva, sino que poco a poco se vaya diluyendo nuestra individualidad dentro
de las colectividades identitarias.
Y, por último, y este es probablemente el
mayor acierto del libro de Huxley, lo sorprendente es saber que lo que va limitando nuestra singularidad
como individuos no proviene de fuera, sino que somos nosotros mismos quienes
vamos entregándola voluntariamente.
No hay excusa posible. Ya no hay, como en 1984, grandes terrores que amenacen con
infligirnos dolor para tenernos controlados. Lo que hay, como en Un mundo feliz, es un permanente
condicionamiento de nuestros comportamientos emocionales a base de suministrarnos,
en grandes dosis, todo aquello que tanto nos gusta.
El mundo imaginado por Aldous Huxley en
1932, que fue el año en que se publicó su novela, es un mundo perfectamente
estable. De hecho, la divisa del Estado Mundial que condiciona el comportamiento
de la gente es precisamente esta: “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.
Los grandes líderes mundiales que crearon
ese mundo tan feliz se dieron cuenta de que nada se conseguía por medio del
terror y de la fuerza, salvo que la gente acabara rebelándose. Y, por ese
motivo, decidieron adoptar métodos mucho más lentos, pero infinitamente más
seguros, como la Ectogenesia o el condicionamiento neopavloviano, entre otros.
A este respecto, no debemos olvidar que se
trata de una novela de ciencia ficción. Pero ojito; el hecho de que sea ficción
no impide que nos hable de nuestra propia realidad.
Claro que ahora no se practica la
Ectogenesia que encontramos en Un mundo
feliz, o que pudimos apreciar visualmente, hace unos años, en aquellos
enormes campos de cultivos que aparecían en la película Matrix. Los seres humanos seguimos siendo vivíparos; un término,
por cierto, que provoca pudor en el mundo del que venimos hablando y cuya
utilización se evita en el libro de Huxley, al igual que las palabras madre, padre, hogar o familia, entre otras muchas, por
considerar que son palabras obscenas, al haber sido desheredadas del
vocabulario de la gente feliz que vive en una realidad muy distinta. Aún no
hemos llegado a la ectogénesis y puede que nunca lleguemos, pero, ¿estamos seguros de no estar siendo
condicionados mediante estrategias neopavlovianas, por ejemplo?
Estoy convencido de que todos ustedes se
acuerdan de Pavlov y su perrito. Cómo olvidarlo, ¿verdad? Todos hemos estudiado
a Pavlov en el cole. Uno de los padres de la psicología conductista, nos
dijeron. El primero que formuló la ley del reflejo condicional, un tipo de
aprendizaje asociativo basado en el modelo estímulo-respuesta. Verbigracia, se
coge a un perro y se observa su comportamiento. Se le pone comida y vemos que
saliva. Y luego nos hacemos preguntas motivadoras. Como esta: ¿qué pasa si cada
vez que le ponemos comida tocamos una campanita? Respuesta: pues que el perro
termina asociando el sonido de la campanita con la comida, de modo que acabará
dando una respuesta (la salivación) a un determinado estímulo (la campanita).
¿Y qué ocurre si un día hacemos tocar la campana, pero no le damos de comer?,
siguieron preguntándose. Pues que el perro saliva igualmente, descubrieron. ¿Y
qué pasa si el método lo aplicamos a un ser humano?, se preguntaron entonces. Y
hasta hoy.
El feliz y maravilloso mundo del
conductismo, claro, con todas sus variaciones y complejidades, sus bondades y
sus excesos. La modificación de las conductas, pongamos por caso. El análisis
experimental del comportamiento. Las teorías del aprendizaje social. Las
terapias de aversión. Las de aceptación y compromiso. El conductismo social,
qué buen ejemplo. La filosofía de la ciencia de la conducta de las personas. Y,
cómo no, la ingeniería del comportamiento y hasta la ingeniería social a la
búsqueda siempre del cambio que haga posible la cohesión de la sociedad. “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.
Ya lo dijo el propio Aldous Huxley, con
ánimo de prevenirnos ante peligros futuros, en un prólogo que escribió, en 1947,
para una nueva edición de Un mundo feliz:
“Un
Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos
todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de
esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto
amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los
actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores
de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son
toscos y acientíficos”.
Han pasado setenta y dos años desde que
fueran escritas estas palabras, y no estoy seguro de que los métodos actuales
sigan siendo tan toscos y acientíficos como le parecían a Huxley los de su
época.
En todo caso, volver a leer obras clásicas como 1984 o Un mundo feliz, entre otras muchas, quizá nos ayude a darnos cuenta de nuestra realidad, pero también a conocer con más profundidad nuestro pasado y a imaginar mejor nuestro futuro, ahora que vivimos tan concentrados en nuestro presente.