Artículo publicado en La Voz del Sur, 31/3/2019

Si uno examina con cuidado sus recuerdos, sin tratar de alterarlos ni corregirlos, descubre que la memoria los ha sometido a un implacable proceso de destilación, y que el destilado resultante es una especie de collage formado solo por pequeños detalles.

A menudo lo que recordamos es apenas una escena, una impresión, una imagen, un pequeño fragmento autobiográfico. O quizás una sensación, una mirada que se nos clavó en la retina, algo muy concreto que nos impresionó o que nos dio vergüenza. Pero también todo aquello que nos supuso un estímulo, que varió nuestra percepción de la realidad o alteró para siempre nuestro pensamiento.

Lo que recordamos de nuestra vida no es muy diferente, en realidad, a lo que recordamos de un libro que leímos con especial interés, por ejemplo. Mentiríamos si dijéramos que lo recordamos todo, porque no es cierto. Es imposible. Lo que guardamos de lo vivido es apenas una mínima porción de vida, y en el momento de traerlo a la memoria, a menos que introduzcamos ficción y literatura en nuestro relato, perfectamente podríamos dejarlo dicho en un breve apunte.

Quizá por eso me gustan tanto dos obras maestras de la literatura contemporánea que son, a la vez, dos obras maestras de las formas breves en literatura. Me estoy refiriendo al I remember de Joe Brainard y al Je me souviens de Georges Perec, dos libros aparentemente banales pero que, en realidad, proponen al lector la más activa participación durante la lectura, invitándolos a despertar la mente, a hacer memoria y a compartir recuerdos siguiendo un esquema de escritura de lo más sencillo; empezar cada oración con estas dos palabras: Me acuerdo.

De esta manera, a poco que se lo proponga, cualquiera puede hacerse con su personal libro de recuerdos breves. De hecho, la forma descubierta por Brainard, y continuada con especial acierto por Perec, se sigue practicando en numerosos talleres donde se imparten clases de escritura creativa. Y los resultados obtenidos ofrecen siempre el testimonio detallado de la experiencia vivida, cosa que, con frecuencia, es motivo de satisfacción para quien se entretuvo en aplicar el método.

El propio Perec, en la edición de su libro, tuvo la ocurrencia de dejar algunas páginas en blanco para que el lector pudiera escribir allí su propia colección de “me acuerdos”. Y les aseguro que es difícil sustraerse a la tentación de dejar pasar la oportunidad una vez leído el libro.

A modo de muestrario, les pondré un par de ejemplos de Brainard:

Me acuerdo de la única vez que he visto llorar a mi madre. Me estaba comiendo una tarta de albaricoque.

Me acuerdo de un profesor de historia que siempre estaba amenazando con tirarse por la ventana si no nos callábamos.

Y también, por qué no, un par de ejemplos de Georges Perec:

Me acuerdo del pan amarillo que hubo durante un tiempo después de la guerra.

Me acuerdo de que un amigo de mi primo Henri se pasaba el día entero en bata cuando estaba preparando sus exámenes.

Como ven, el método es sencillo. Basta con escribir Me acuerdo, dejar volar la mente unos segundos y descubrir la sorpresa que nos devolverá la memoria. Y si lo practican con frecuencia, advertirán atónitos las constantes que se van repitiendo, los temas recurrentes de nuestra memoria, el sonido libre y cambiante que nos trae nuestro recuerdo y hasta el zurcido de detalles olvidados que ha ido tejiendo en la mente de cada uno de nosotros aquello que vivimos.

Si hago repaso de mi personal colección de recuerdos, descubro que conservo muy buena memoria de mis primeros maestros, y que esa memoria es grata y amable, y también que, en muchos momentos, está impregnada de emoción y de agradecimiento.

Me acuerdo de las funciones teatrales que preparaba con nosotros don Eloy.

Me acuerdo de las clases de ajedrez de don Alfredo, y de las partidas que me echaba con él durante el recreo.

Me acuerdo del descubrimiento que supuso para mí el romance de La casada infiel de García Lorca el día que lo comentamos en clase de lengua con don Ernesto.

Me acuerdo de las chirigotas de Pepe cuando estábamos en octavo. Había una especialmente divertida dedicada a don Ernesto.

Me acuerdo de las risas que me echaba con mi amigo Poli en las clases de don Javier.

Me acuerdo del libro ilustrado que escribimos y dibujamos, en grupo, con la señorita de dibujo, que se llamaba Mª Dolores.

Son solo algunos de los que tengo escritos, pero también me acuerdo de don José Castillo y de don José Herrera y de don Miguel Ángel, que además era el padre de mi amigo Pedro. Y me acuerdo de la señorita Araceli y de don Enrique, con el que más tarde coincidí en un instituto de secundaria; y también de lo curioso que resultó comprobar cómo alguien que había sido mi maestro en la EGB se convertía en mi compañero de trabajo veinticinco años más tarde.

Y también me acuerdo de don Juan Corchado, que era el director del C.P. Las Granjas donde trabajaban, en los años 80, todos esos maestros a los que he mencionado y donde yo mismo empecé a formarme como persona. Y, por supuesto, me acuerdo también de Pepe el portero, que era toda una institución en aquel centro educativo del que tan buenos recuerdos guardo; y también del hecho fortuito de que uno de sus nietos llegara a ser un alumno de mi tutoría tantos años después, durante el segundo curso en el que yo ejercí la docencia.

A veces me pregunto si mis alumnos de mañana o de pasado mañana se acordarán de mí con el mismo grado de reconocimiento que yo les guardo a los maestros que contribuyeron, cada uno con su arte y desde su materia, a ser un poco lo que ahora soy. Y también me pregunto si mis antiguos compañeros recordarán a nuestros maestros de la misma forma en que yo lo hago.

Supongo que algunos sí, por supuesto. Soy consciente de que algunos sí. Pero también sé que otros no. Es inevitable. Quienes la ejercemos, sabemos también lo desagradecida que puede llegar a ser esta profesión nuestra. O, mejor dicho, el lado ineludible de ingratitud que conlleva a menudo el ejercicio de la docencia.

Antes he dicho que es inevitable, pero me niego a creer que sea realmente inevitable, como si se tratara de una especie de absurda fatalidad que sufre la profesión desde la más remota antigüedad porque fuese intrínseca a ella o algo parecido. En absoluto.

Sin olvidar el margen de responsabilidad que cada cual tiene en la manera de ser valorado por los otros, la forma en que una profesión como esta es percibida por la sociedad guarda una estrecha relación con el trato que esa profesión recibe por parte de los poderes públicos. Y en este episodio, creo que es bien sabido, ninguno de los partidos que ha gobernado este país durante las cuatro últimas décadas se ha esmerado lo más mínimo en impulsar un sistema educativo realmente ambicioso ni en diseñar una eficaz ley orgánica que perdure en el tiempo. Es más, sobran las evidencias para creer que el empeño ha sido el contrario: devaluar la profesión docente, destruir por completo las humanidades y guillotinar los conocimientos en favor de una especie de adiestramiento cada vez más tecnificado. Nuestra clase política al completo ha demostrado sobradamente, sobre todo en los últimos años, estar más preocupada en destruir la necesaria convivencia de la sociedad que en ponerse de acuerdo en una cuestión clave para esta como es la enseñanza de sus ciudadanos. Aún así, la profesión docente continúa estando entre las más valoradas por los españoles, si bien es verdad que viene resintiéndose en las últimas décadas y el prestigio de los maestros y profesores hace tiempo que dejó de ser el que era.

En esta última semana he tenido ocasión de leer dos noticias que han llamado poderosamente mi atención. La primera de ellas no deja de ser una triste ironía. Resulta que los grandes gurús de internet, de lo digital y de las nuevas tecnologías llevan a sus hijos a centros donde apuestan por el factor humano y limitan al máximo el uso de las herramientas tecnológicas que ellos mismos fabrican y venden. La razón es muy simple: “el problema de la relación de los niños y la tecnología es que el ritmo vertiginoso al que se transforma dificulta la reflexión y el estudio”, como ellos mismos saben mejor que nadie. Lo resumía muy bien, con su habitual contundencia, el juez Emilio Calatayud en su blog de internet hace unos días: “los jefes de internet no quieren internet en los colegios de sus hijos; la razón: son padres listos y nosotros tontos”.

La segunda noticia es de por sí un tremendo sarcasmo. Parece que ya existen los primeros robots diseñados para ser profesores del futuro. O que serán los próximos ayudantes de los profesores del futuro. Parece una broma, pero no lo es. Ya veremos cómo lo venden o lo plantean esos modernos pedagogos cuya máxima aspiración desde hace treinta años es diseñar, improvisando, estrategias novedosas que aplicar en el aula; siempre y cuando no sean ellos quienes tengan que aplicarlas, por supuesto.

De lo que siempre se olvidan es del factor humano; de algo tan sencillo como que trabajamos con personas y ni una máquina ni un software pueden llegar a sustituir esto. Una máquina puede ser una herramienta útil en un momento dado, no digo que no, pero no te puede comprender, no te puede animar. Una maquinita podrá evaluarte, e incluso valorar tus progresos, pero nunca podrá tenerte en alta estima y mucho menos reírse contigo, hacer una obra teatral con sus alumnos, llevárselos de excursión y mostrarles otras realidades, comprender sus problemas o dar un consejo.

Claro que con una máquina se puede jugar al ajedrez como don Alfredo hacía conmigo hace ya treinta y cinco años, por poner un simple ejemplo. Y hasta te podrá enseñar aperturas, a resolver problemas varios y hasta a cómo plantearle una celada a tu contrincante. Pero lo que nunca podrá hacer es tenderte la mano cuando la partida acabe, hayas ganado o hayas perdido.