Artículo publicado en La Voz del Sur, 17/3/2019

Lo pensé el otro día al observar la vestimenta de mi hijo mayor, al que ahora le ha dado por ir de negro, escuchar música métal y adoptar una estética entre decadente y atormentada. Lo pienso también a veces observando las poses de mis alumnos. Necesitamos fingir que somos diferentes al resto de la manada. Pero, a la vez, procuramos buscar a otros que se nos parezcan para sentirnos comprendidos y hermanados. Es lo que han hecho siempre los adolescentes: adoptar una determinada estética como modo de afirmación personal. Pero también como estrategia para ser aceptados entre sus iguales. Se disfrazan para congregarse.

El problema surge cuando se abandona la cándida adolescencia y perviven los actos de afirmación personal con que pretendemos, a la vez, distinguirnos y obtener el beneplácito o la aceptación de nuestros semejantes. Y lo que es aún peor: cuando mezclamos las desinteresadas cuestiones estéticas con los avariciosos intereses éticos, morales, sociales o políticos.

Lo que en un adolescente es un capricho disculpable y hasta simpático, puede llegar a convertirse, en un adulto, en una táctica despreciable. Aquello que durante la adolescencia no es más que una sincera necesidad de sentirse aceptado, en la vida adulta suele transformarse en una dinámica de dominio destinada a imponer unos determinados criterios.

Lo que, en un adolescente, acepto como una inocente postura vital que irá madurando con el paso del tiempo, en un adulto, sin embargo, me parece el falso postureo con que se aspira a poseer una cuota cada vez mayor de influencia sobre los otros.

Especialmente visible resulta esta forma de postureo entre nuestra clase política, sin que importe lo más mínimo la tendencia a la que se haya adscrito cada cual, la sigla a la que pertenezca, el color que le defina o el lado hacia el que tienda al caminar, sea este el derecho o el izquierdo. Y mucho más en los tiempos que corren, en los que, pese a tanto disimulo, ni los partidos políticos ni sus miembros tienen en realidad una ideología política rectora, sino meramente táctica, destinada solo a mantener o alcanzar el poder.

Lo que vengo describiendo como postureo es también lo que podríamos denominar con el término de impostura. Se trata de una mera fiesta de disfraces. O, en todo caso, de un juego de constante duplicidad en el que unos actores interpretan el papel que a cada cual se le ha repartido en la función, a la vez que la cruda realidad sirve de escenario, los medios informativos afines se ocupan de la publicidad y las masas de futuros votantes servimos a modo de extras.

En las próximas semanas van a sobrar ocasiones en las que poder observar el postureo que exhibirán a diario nuestros líderes políticos. Veremos cómo se muestran virtuosos y decentes, equitativos e igualitarios, agradables y simpáticos, aduladores y serviles. Pero quizá convendría no dejarse engañar demasiado. Detrás de todo ello hay, como es sabido, un gran aparataje de planificación, sutiles maniobras de engaño, sesudos estudios de marketing y propaganda, astutos asesores de imagen en permanente estado de cautela, agudo pensamiento táctico y ocultas estrategias de seducción de masas.

¡Qué ganas de que comience el espectáculo!