Nací en Jerez de la Frontera en 1974. Me crié en un barrio obrero y tuve una infancia feliz, sin traumas profundos. Estudié en un colegio público y conservo de mis primeros maestros un recuerdo entre nostálgico y agradecido. Por suerte para mí, tuvieron el acierto de enseñarme a leer muy pronto y desde entonces no recuerdo un día en el que yo no haya leído. No solo me proporcionaron el mejor medio para descubrir por mí mismo cómo es el mundo, sino que me dieron un instrumento esencial con el que luego he llegado a ganarme la vida. Lo considero un motivo más que suficiente para la gratitud.

De mis primeros años conservo una amplia memoria. Fui un niño alegre y confiado, de mitología libre, con pocos pero muy selectos amigos, y por fortuna nunca encontré razones para no considerarme uno más. En cuanto a mis padres, pienso que tuvieron el acierto de no tenerme siempre metido en casa, circunstancia que me otorgó el privilegio y la ocasión de conocer las saludables leyes de la calle, que siempre enseña.

Como creo que le ocurre a cualquier persona nacida en el seno de una familia numerosa, nunca destaqué especialmente en nada. Protegido por la gente que tenía a mi alrededor, durante años viví en la más absoluta despreocupación, y, a diferencia de lo que le ocurre a la mayoría de los niños, nunca supe lo que quería ser de mayor. Ni la más remota idea.

Mi primer encuentro serio con la realidad no lo tuve hasta los catorce años. Con motivo de la muerte de mi madre viví algunos años prácticamente recluido, encerrado en casa, negándome la oportunidad de vivir una adolescencia saludable, leyendo de manera obsesiva los libros que terminarían contaminando una mirada que precisa, aún hoy, del soporte de la ficción. Creo que es a esta época, y no a las azarosas leyes de la genética, a la que le debo el semblante que ahora tengo.

Los años en el instituto están envueltos en una niebla de olvido. Apenas recuerdo nada de aquel tiempo, y la escasa memoria que conservo de aquellos días no puedo asegurar no habérmela inventado. Los considero un paréntesis, una interrupción, un inciso; algo así como una aburrida pausa digresiva en una novela que todavía se está escribiendo. Aun así, pienso que a pesar de todo tuve suerte, al haber estudiado en una época en la que la infame y tolondrona casta de los psicólogos y pedagogos aún no habían tomado los centros escolares, imponiendo una tiranía de bienintencionados sin escrúpulos comprometidos únicamente con su propia causa. Hoy doy gracias al cielo por no haber tenido a nadie empeñado en gestionar mis emociones durante la cándida adolescencia. Muy al contrario, considero que merece la pena esperar a que el caos vital de una persona, al igual que ocurre con el caos del universo, se regule por sí mismo. A cada cual lo suyo, y que dios y el diablo se jueguen nuestro destino a los dados.

La salida de la burbuja se produjo alrededor de los dieciocho años. Algunos chavales del barrio habían creado una emisora de radio y quise participar en aquella aventura. Para mí fue una ocasión magnífica. Fue entonces cuando empecé a escribir. Primero fueron guiones de radio, pero pronto se convirtieron en pequeños relatos que luego leía, supongo que para mí mismo, en los programas que hacía siempre de madrugada.

Como seguía sin saber a lo que me quería dedicar cuando ingresara en la edad adulta, pero tenía muy claro ya lo que me gustaba, cuando me tocó decidir lo que debía estudiar no tuve dudas. Ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras de Cádiz y me matriculé en Filología Hispánica. Y todavía recuerdo muy bien la presentación que nos hizo el primer día el señor decano, quien, con una jovialidad no exenta de sorna, nos aseguró que habíamos ido a parar a una fábrica de parados. Pero, contra todo pronóstico, el inestable horizonte que se abría ante mí me encantó. Fueron cinco años estupendos. Dos de ellos los pasé en un piso de estudiantes con dos amigos, y hoy los recuerdo como los dos años más disparatados y absurdos que he vivido. Luego, con veintiuno, me fui a vivir con mi novia, y aún no he regresado.

Fue en estos años universitarios en los que se fortaleció en mí el deseo de seguir escribiendo, a la vez que surgía un pudor aún no superado ante lo que ello implicaba. Para escribir me bastaba con tener a mano un cuaderno y un bolígrafo, y algo más tarde un ordenador. La palabra “escritor”, sin embargo, me venía demasiado grande. Los escritores, para mí, eran gente como Stendhal, Dumas, Tolstoi, Dostoievski, Galdós, Víctor Hugo, Stevenson o Cervantes. Y por eso, durante muchos años, el ejercicio de la escritura fue una actividad clandestina, algo que llevaba en secreto.

Para mí fue una sorpresa y un horror comprobar que en la facultad había compañeros que también escribían. Algunos de ellos se consideraban poetas y, lejos de avergonzarse de ello, como me ocurría a mí, se exhibían muy ufanos, lo que no dejaba de asombrarme, y hasta mostraban sin pudor alguno sus primeros textos a todo aquel que sintiera una mínima curiosidad por lo que hacían. Ellos fueron los primeros escritores vivos con los que tuve alguna clase de trato. Conocerlos fue una experiencia traumática. Sencillamente, me resultaba ridículo y pretencioso. La imagen que proyectaban de ellos mismos era grotesca. Que anduvieran todo el rato, sin el menor sonrojo, en busca de la opinión ajena me parecía el colmo de la presunción. Que montaran de vez en cuando sus encuentros de jóvenes escritores, y hasta sus primeras y afectadas revistas literarias, me parecía de una pedantería sublime. Y no sé si me equivoqué, pero decidí que si en eso consistía ser un joven escritor, yo no quería ser un joven escritor, lo que no me impidió seguir escribiendo.

Acabé la carrera universitaria en 1997 y, aunque ese mismo año realicé los cursillos del CAP (Certificado de Aptitud Pedagógica), resolví no prepararme oposiciones para ser profesor de secundaria, que suele ser la salida profesional inmediata de todo aquel que estudia lo que yo había decidido estudiar.

En 1998 me fui a Madrid y allí me quedé hasta mediados del año 2003. Hoy creo que aquellos fueron los años de verdadera formación. Sin asideros firmes, me entregué a toda clase de oficios que me permitieran pagar el alquiler y las facturas, viviendo a salto de mata, una experiencia que no me canso de recomendar a todo el que quiera oírme, aunque nunca he tenido demasiado éxito con mis consejos. En 1999 me casé con Alejandra Ramírez, a la que todos llamamos Sandra, y aquel mismo año comencé a trabajar, en régimen de free-lance, para una empresa de servicios editoriales en la que realizaba labores de redacción de textos y corrección de estilo. Así fue como comencé a tener una relación profesional con el ejercicio de la escritura. Mal pagado, es cierto, pero era la primera vez que me pagaban por hacer lo que en realidad me gustaba y no me pareció mal.

Por aquel mismo tiempo, y sin mi permiso, a Sandra se le ocurrió enviar uno de mis cuentos, que a ella le gustaba mucho, a un concurso literario. Para mi sorpresa, el relato en cuestión obtuvo el primer premio en el I Certamen Nacional Fernando Quiñones, una eventualidad que me hizo comprender la extraña vida de los textos literarios. Uno puede escribir un relato y guardarlo en un cajón, considerarlo un escrito fallido y creer que ahí se acaba todo, en el disfrute ocasional que produjo su elaboración, e incluso que las horas invertidas en esa tarea permanecen enterradas para siempre. Y sin embargo no es así; años después, la mano caprichosa de alguien puede hacer que recobren nueva vida y nuevo sentido. El relato ganador, titulado Limpia de Luto, se publicó años después en una antología que muy poca gente habrá leído, pero gracias al interés que mostró por él una lectora que trabajaba en una humilde editorial conseguí que me hicieran mi primer encargo. Y esto tiene para mí una significación asombrosa, porque ahora, siempre que pienso en ello, no puedo evitar descubrir una sinuosa línea del azar que conecta la agradable tarde de julio de 1996, en la que yo escribí aquel cuento, con la mañana de febrero del año 2000 en la que una voz femenina me encargó escribir un libro de curiosidades históricas.

Animada por la inesperada fortuna de haber cantado línea a la primera, Sandra se impuso la tarea, durante los años de Madrid, de enviar los relatos que yo escribía a todos los concursos literarios de los que iba teniendo noticia. El resultado de este empeño fue el siguiente:

Mención especial del jurado en el Concurso de Cuentos Ortzadar del diario DEIA. Bilbao, año 2000.

Primer Premio en el XX Concurso de Cuentos del Ayto. de Carreño. Año 2000.

Mención Especial del Jurado en el I Premio Literario ARTÍfice de relato corto del Ayto. de Loja. Año 2000.

Accesit de la III Edición del Concurso de cuentos Jorge de Ortúzar. Segovia, año 2001.

Premio Internacional de relato Unión Latina. París, año 2002.

En cuanto a la actividad de escribir libros por encargo, no me causa el menor sonrojo confesar que me he dedicado a ella durante diez años con absoluto entusiasmo. Visto con el debido desapasionamiento, considero que se trata de una manera digna de cultivar la mente y disciplinar la mano. Y estoy convencido de que, sin ese impulso, jamás me habría interesado por estudiar la variada serie de temas a los que me he entregado gracias a ellos. Más que una obligación profesional, esos libros los he considerado una invitación y un estímulo. Y hasta un regalo, si tenemos en cuenta la absoluta libertad que siempre me dieron para escribirlos, sin imponerme pautas ni dirigir mi voluntad. Y sinceramente, sin el acicate de una entrega, sin ese compromiso, sé que nunca me hubiese decidido a entregar a la imprenta el fruto de mis esfuerzos. Con toda probabilidad, de no haber contado con el arbitrio del encargo editorial, creo que nunca hubiera superado el castrante pudor que durante años me tuvo paralizado.

En el año 2005 nació mi hijo Darío, y al año siguiente, convertido ya en un responsable padre de familia, decidí prepararme unas oposiciones para el cuerpo de profesores de enseñanza secundaria, oposiciones que aprobé con un ejercicio sobre la novela de los Siglos de Oro, y más concretamente sobre la novela picaresca, un tema que siempre me interesó especialmente.

¿Fue la mía una decisión tomada tras el descubrimiento de una vocación tardía? Evidentemente, no. A mi modo de ver, la vocación, esa disposición de ánimo de los individuos muy espirituales, está sobrevalorada. Muy al contrario, yo no creo en ninguna clase de vocación y, de entrada, tiendo a sospechar de los que alardean de tan vaporoso don, tan propensos al desánimo en cuanto descubren que aquello que tanto anhelaban conseguir, una vez conseguido no se parece en nada a lo que tantas veces habían deseado. Más que por la vocación, yo me rijo por el sentido de la profesionalidad, término que entiendo como el empeño en hacer bien lo que se hace, con independencia de la actividad desempeñada. Y en esas estoy.

En la actualidad imparto clases de lengua y literatura españolas en un instituto de secundaria de Jerez de la Frontera, y me siento feliz de poder compaginar el ejercicio de la docencia con el de la escritura, dos de las actividades más hermosas a las que se puede dedicar una persona.

En cuanto a mi filosofía personal, y con esto acabo este improvisado autorretrato, procuro siempre tener muy presentes las palabras con que inicia sus Memorias uno de los pensadores del siglo XVIII que más me interesan:

“Comienzo declarando al lector que, en todo cuanto he hecho en el curso de mi vida, bueno o malo, estoy seguro de haber merecido elogios y censuras, y que, por tanto, debo creerme libre”.