Centro de gravedad permanente

Página personal de Agustín Celis

Foto de Manu García, Guante en el suelo

Resentimiento y Coronavirus

Artículo publicado en La Voz del Sur, 21/3/2020

Creo que una de las causas del creciente fanatismo que observamos en tanta gente es la tendencia a confundir resentimiento social con ideario político

Dicho de otra manera: hay demasiada gente que cree que sus razonamientos responden a los principios de una determinada ideología, cuando, en realidad, son respuestas dictadas por el resentimiento social que les mueve.

Resulta muy fácil reconocerlos. Son los que solo repiten consignas; los aficionados al eslogan pegadizo y viralizable; los que adoptan poses y posturas recomendadas por aquellos que, con tal de medrar en política, vieron la ocasión de dirigir todo el resentimiento social que había ido acumulando la gente en los últimos años; son también quienes popularizan nuevos términos para imponer esa especie de neolengua que en realidad nadie habla, pero que obliga, sin que nos demos cuenta, a dirigir el pensamiento hacia una determinada dirección ideológica.

Es muy difícil razonar con esta gente. Puede que imposible. En cuanto oyen o leen tres palabras que se alejan un poquito de la consigna que se han aprendido de memoria y sin razonarla, su cabeza cortocircuita. No lo entienden. No quieren entenderlo. No lo van a entender.

Por eso no admiten la discrepancia.

No aceptan los matices.

Ni siquiera el más mínimo matiz.

En su limitada y fanática manera de pensar, todo es blanco o negro. No hay colores. No ven la realidad en todo su esplendor, con toda su complejidad. Para la gente que así razona, solo hay dos posibilidades: o eres de los suyos o eres de los otros. No hay más opciones.

Los míos y los otros… ¡Qué pobreza mental!

Y la verdad es que estoy rodeado de gente así. Cada vez hay más. Y por todas partes.

Para sobrellevarlo con humor y no frustrarme más de la cuenta, confesaré que me he inventado un juego que me divierte mucho, y que recomiendo encarecidamente para mantener la salud mental.

El juego consiste en no discutir demasiado. Solo un poquito, pero de manera escalonada. Primero finges que estás de acuerdo con quien ya sabes que es un fanático y luego, cuando menos se lo espere, introduces un pequeño matiz. Una mínima discrepancia. 

La estrategia es esta: 

  1. Primera fase de la operación, o fase de fingimiento: Procura utilizar muchas expresiones encaminadas a crear una sólida empatía con el fanático emisor; del tipo: “claro, claro”; “que sí, que sí…”, “por supuesto”, y por ahí más o menos.
  2. Segunda fase de la operación, o fase porculera: Sin previo aviso, para cogerlo desprevenido, introduce en la conversación, cada dos o tres minutos, conectores de oposición de este tipo: “pero”, “sin embargo”, “no obstante” o similares, más algún que otro argumento destinado a enriquecer el diálogo con un matiz discordante, diferente o potencialmente controvertido, sin que importe demasiado si realmente te lo crees o no. ¡Qué más da! Se trata solo de poner a prueba la templanza y el talante democrático de nuestro receptor. ¡Pero cuidado! Sin pasarte. No se trata de introducir en la disputa toda nuestra artillería pesada, sino solo parte de ella; la puntita nada más. Recomiendo introducir solo un 10% de desacuerdo.
  3. Tercera fase o fase de observación: Probablemente la más divertida. Observa al fanático con atención y estudia las reacciones que provocan en él ese darse cuenta de que no encajas en el único perfil ideológico que él es capaz de aceptar: silencio espeso, mirada pétrea, temblor de labios, decepción en las mejillas, rictus de sorpresa, de desencanto, de resentimiento, de odio, de asco…
  4. Última fase o fase de aguantar el chaparrón: A decir verdad, y para ser justos, no todos los fanáticos llegan a este cuarto estadio de involución del raciocinio. Lo normal es que se queden en la fase de observación, juzgándote en silencio y alimentando sus prejuicios hacia ti. Pero quienes sí se aventuran por los territorios insultantes de la cuarta fase, además de los insultos y los prejuicios, suelen echar mano de las otras dos lacras de nuestro tiempo: el uso mendaz del victimismo como única forma de tener razón, y el recurso tóxico a la emocionalidad de corte pasivo-agresivo con el fin de hacerte sentir culpable y que evites expresar libremente tu opinión, tan distinta a la de ellos.

Que no te amedrenten. Nunca te amilanes ante estos nuevos fanáticos que nos legó la primera década de este siglo. Tienen los días contados. Al igual que el Coronavirus, esa forma de fanatismo tan de moda en estos últimos años, pasará. 

Ese modo de disfrazar el resentimiento social detrás de una ideología, que además pretenden que aceptemos en lote completo y sin matices, también es un virus. Y sospecho que juegos como el que he expuesto anteriormente pueden servir para inmunizarnos contra él. Llegará el día en el que ya no nos afectarán ni sus insultos ni sus estrategias para oprimir la libertad de expresión. Porque de eso se trata; de restringir la libre circulación de pensamiento.

Más pronto o más tarde, al igual que con el Coronavirus, encontraremos la vacuna definitiva para combatir, pacíficamente, tanto resentimiento y tanto fanatismo.

Y que nadie se equivoque. A lo largo de la Historia, el fanatismo siempre utilizó los mismos ropajes; el mismo disfraz. Los fanáticos suelen creerse seres superiores. Se revisten con la fastuosidad engañosa de la virtud. Siempre dicen ser virtuosos y de moralidad intachable. Y siempre, siempre, parecen inofensivos.

También el Coronavirus iba a ser inofensivo. ¿Lo recuerdan todavía, o es que ya se han impuesto las consignas y los eslóganes en tantas y tantas cabezas? Lo decían hace tan solo un par de semanas. A esto que se ha convertido en una pandemia de proporciones planetarias, pretendieron disfrazarlo con los ropajes de una simple gripe. Contraviniendo, por cierto, las recomendaciones de las autoridades sanitarias más prestigiosas.

Landing of Columbus, John Vanderlyn, 1847,

A la mano del paraíso

Artículo publicado en La Voz del Sur, 15/6/2019

¿Alguna vez han tratado de imaginar cómo debió de ser la conquista del Paraíso en pleno siglo XVI? ¿En alguna ocasión sintieron la curiosidad de saber cómo fueron aquellos hombres que se embarcaban hacia un destino incierto en lo que ahora conocemos como América, pero que ellos conocieron como las Indias españolas? Si resulta que sí, ahora tienen la ocasión de dejarse seducir por la historia de Diego Castellanos, uno de los protagonistas de aquellos sucesos inimaginables hasta entonces. La literatura también puede servir para eso. Sirve de hecho para eso; para abolir el tiempo y el espacio y dejarse guiar por las palabras de los que nos precedieron, pero también para adentrarse en la aventura e ir descubriendo de primera mano algunas verdades vivas que aún no ha logrado borrar el paso de los siglos.

Jesús Velasco practica en esta primera novela suya, Castellanos, a la mano del Paraíso, una literatura sin concesiones. Con singular fortuna, se mete en la piel de su protagonista y nos narra en primera persona las aventuras de un español de los de entonces, caballero de fortuna, comunero, navegante y conquistador, además de ahijado del célebre autor del Amadís de Gaula, Garci Rodríguez de Montalvo, y hombre de confianza de Bernal Díaz del Castillo e incluso del mismísimo Hernán Cortés. Pero, sobre todo, hombre de bien, amigo de sus amigos y testigo lúcido de los complejos avatares de una época en la que se cruzaron los límites de lo concebible.

Para lograr esa sensación de verdad que nos permite conocer la Historia en cada momento, la novela está escrita al modo de las clásicas memorias de probanza, en las que un personaje honorable hacía memoria de sus aventuras para reivindicarse a sí mismo y obtener la recompensa por sus hazañas. El héroe de la historia es Diego Castellanos, quien dirige su escrito y cuenta su caso al señor Gobernador de la Nueva Galicia, don Nuño Beltrán de Guzmán, quien fuera enemigo acérrimo de Hernán Cortés. Lo hace desde la prisión en la que se halla confinado, en un poblado de indios que están siendo cristianizados por Fray Nervando de Ortigosa, el humilde franciscano que le cuida y acompaña durante su cautiverio y, en mi opinión, uno de los grandes aciertos en un libro que abunda en personajes espléndidos, muchos de ellos rigurosamente históricos.

Fiel a la historiografía, pero sin olvido de una ficción perfectamente ejecutada, sorprende en esta novela el manejo de un lenguaje que imita de forma brillante el castellano claro y diáfano del siglo XVI, una época en la que todo el mundo escribía bien. Con un estilo renacentista, pero totalmente comprensible para el lector de hoy, logra desde las primeras páginas trasportarnos a un pasado en el que quedaron desdibujadas las fronteras entre civilización y barbarie. Como en toda narración verdaderamente honesta sobre el controvertido asunto del descubrimiento y la conquista de las Indias españolas, en la novela que ha escrito Jesús Velasco se nos da una visión realista de lo acaecido, con sus luces y sus sombras, sus desmedidas ambiciones y sus inevitables miserias.

De la mano de su protagonista, el lector atento asistirá sorprendido a multitud de aventuras y hazañas; las vividas por su protagonista desde su Medina del Campo natal, durante el levantamiento de las Comunidades de Castilla en tiempos del emperador Carlos V, hasta los descubrimientos y exploraciones en las costas de California, sin duda el paraíso al que alude el título de la novela, pasando por las guerras de Navarra y Flandes o las campañas de Cuba y Guatemala.

La destreza del autor puede con todo ese material y nos conduce hacia un final imprevisto que nos envuelve y nos atrapa. El poder de seducción de la historia que se nos cuenta es tan intenso que, ya desde las primeras páginas, queda olvidada la posibilidad misma de que Diego Castellanos sea solo un personaje de ficción creado por Jesús Velasco. Para el lector seducido por la historia que se nos cuenta, casi da igual si nunca existió. Otros muchos parecidos a él sí que existieron. En todo caso, merecía la pena inventarlo y conocer la historia de su vida, tan real.

Lean la novela. Se la recomiendo encarecidamente. Sin duda llegarán a comprender e imaginar cómo debió de ser la conquista del Paraíso en la Tierra.

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Imagen destacada: Landing of Columbus, de John Vanderlyn, 1847.

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Elogio triste del maestro

Elogio triste del maestro

Artículo publicado en La Voz del Sur, 31/3/2019

Si uno examina con cuidado sus recuerdos, sin tratar de alterarlos ni corregirlos, descubre que la memoria los ha sometido a un implacable proceso de destilación, y que el destilado resultante es una especie de collage formado solo por pequeños detalles.

A menudo lo que recordamos es apenas una escena, una impresión, una imagen, un pequeño fragmento autobiográfico. O quizás una sensación, una mirada que se nos clavó en la retina, algo muy concreto que nos impresionó o que nos dio vergüenza. Pero también todo aquello que nos supuso un estímulo, que varió nuestra percepción de la realidad o alteró para siempre nuestro pensamiento.

Lo que recordamos de nuestra vida no es muy diferente, en realidad, a lo que recordamos de un libro que leímos con especial interés, por ejemplo. Mentiríamos si dijéramos que lo recordamos todo, porque no es cierto. Es imposible. Lo que guardamos de lo vivido es apenas una mínima porción de vida, y en el momento de traerlo a la memoria, a menos que introduzcamos ficción y literatura en nuestro relato, perfectamente podríamos dejarlo dicho en un breve apunte.

Quizá por eso me gustan tanto dos obras maestras de la literatura contemporánea que son, a la vez, dos obras maestras de las formas breves en literatura. Me estoy refiriendo al I remember de Joe Brainard y al Je me souviens de Georges Perec, dos libros aparentemente banales pero que, en realidad, proponen al lector la más activa participación durante la lectura, invitándolos a despertar la mente, a hacer memoria y a compartir recuerdos siguiendo un esquema de escritura de lo más sencillo; empezar cada oración con estas dos palabras: Me acuerdo.

De esta manera, a poco que se lo proponga, cualquiera puede hacerse con su personal libro de recuerdos breves. De hecho, la forma descubierta por Brainard, y continuada con especial acierto por Perec, se sigue practicando en numerosos talleres donde se imparten clases de escritura creativa. Y los resultados obtenidos ofrecen siempre el testimonio detallado de la experiencia vivida, cosa que, con frecuencia, es motivo de satisfacción para quien se entretuvo en aplicar el método.

El propio Perec, en la edición de su libro, tuvo la ocurrencia de dejar algunas páginas en blanco para que el lector pudiera escribir allí su propia colección de “me acuerdos”. Y les aseguro que es difícil sustraerse a la tentación de dejar pasar la oportunidad una vez leído el libro.

A modo de muestrario, les pondré un par de ejemplos de Brainard:

Me acuerdo de la única vez que he visto llorar a mi madre. Me estaba comiendo una tarta de albaricoque.

Me acuerdo de un profesor de historia que siempre estaba amenazando con tirarse por la ventana si no nos callábamos.

Y también, por qué no, un par de ejemplos de Georges Perec:

Me acuerdo del pan amarillo que hubo durante un tiempo después de la guerra.

Me acuerdo de que un amigo de mi primo Henri se pasaba el día entero en bata cuando estaba preparando sus exámenes.

Como ven, el método es sencillo. Basta con escribir Me acuerdo, dejar volar la mente unos segundos y descubrir la sorpresa que nos devolverá la memoria. Y si lo practican con frecuencia, advertirán atónitos las constantes que se van repitiendo, los temas recurrentes de nuestra memoria, el sonido libre y cambiante que nos trae nuestro recuerdo y hasta el zurcido de detalles olvidados que ha ido tejiendo en la mente de cada uno de nosotros aquello que vivimos.

Si hago repaso de mi personal colección de recuerdos, descubro que conservo muy buena memoria de mis primeros maestros, y que esa memoria es grata y amable, y también que, en muchos momentos, está impregnada de emoción y de agradecimiento.

Me acuerdo de las funciones teatrales que preparaba con nosotros don Eloy.

Me acuerdo de las clases de ajedrez de don Alfredo, y de las partidas que me echaba con él durante el recreo.

Me acuerdo del descubrimiento que supuso para mí el romance de La casada infiel de García Lorca el día que lo comentamos en clase de lengua con don Ernesto.

Me acuerdo de las chirigotas de Pepe cuando estábamos en octavo. Había una especialmente divertida dedicada a don Ernesto.

Me acuerdo de las risas que me echaba con mi amigo Poli en las clases de don Javier.

Me acuerdo del libro ilustrado que escribimos y dibujamos, en grupo, con la señorita de dibujo, que se llamaba Mª Dolores.

Son solo algunos de los que tengo escritos, pero también me acuerdo de don José Castillo y de don José Herrera y de don Miguel Ángel, que además era el padre de mi amigo Pedro. Y me acuerdo de la señorita Araceli y de don Enrique, con el que más tarde coincidí en un instituto de secundaria; y también de lo curioso que resultó comprobar cómo alguien que había sido mi maestro en la EGB se convertía en mi compañero de trabajo veinticinco años más tarde.

Y también me acuerdo de don Juan Corchado, que era el director del C.P. Las Granjas donde trabajaban, en los años 80, todos esos maestros a los que he mencionado y donde yo mismo empecé a formarme como persona. Y, por supuesto, me acuerdo también de Pepe el portero, que era toda una institución en aquel centro educativo del que tan buenos recuerdos guardo; y también del hecho fortuito de que uno de sus nietos llegara a ser un alumno de mi tutoría tantos años después, durante el segundo curso en el que yo ejercí la docencia.

A veces me pregunto si mis alumnos de mañana o de pasado mañana se acordarán de mí con el mismo grado de reconocimiento que yo les guardo a los maestros que contribuyeron, cada uno con su arte y desde su materia, a ser un poco lo que ahora soy. Y también me pregunto si mis antiguos compañeros recordarán a nuestros maestros de la misma forma en que yo lo hago.

Supongo que algunos sí, por supuesto. Soy consciente de que algunos sí. Pero también sé que otros no. Es inevitable. Quienes la ejercemos, sabemos también lo desagradecida que puede llegar a ser esta profesión nuestra. O, mejor dicho, el lado ineludible de ingratitud que conlleva a menudo el ejercicio de la docencia.

Antes he dicho que es inevitable, pero me niego a creer que sea realmente inevitable, como si se tratara de una especie de absurda fatalidad que sufre la profesión desde la más remota antigüedad porque fuese intrínseca a ella o algo parecido. En absoluto.

Sin olvidar el margen de responsabilidad que cada cual tiene en la manera de ser valorado por los otros, la forma en que una profesión como esta es percibida por la sociedad guarda una estrecha relación con el trato que esa profesión recibe por parte de los poderes públicos. Y en este episodio, creo que es bien sabido, ninguno de los partidos que ha gobernado este país durante las cuatro últimas décadas se ha esmerado lo más mínimo en impulsar un sistema educativo realmente ambicioso ni en diseñar una eficaz ley orgánica que perdure en el tiempo. Es más, sobran las evidencias para creer que el empeño ha sido el contrario: devaluar la profesión docente, destruir por completo las humanidades y guillotinar los conocimientos en favor de una especie de adiestramiento cada vez más tecnificado. Nuestra clase política al completo ha demostrado sobradamente, sobre todo en los últimos años, estar más preocupada en destruir la necesaria convivencia de la sociedad que en ponerse de acuerdo en una cuestión clave para esta como es la enseñanza de sus ciudadanos. Aún así, la profesión docente continúa estando entre las más valoradas por los españoles, si bien es verdad que viene resintiéndose en las últimas décadas y el prestigio de los maestros y profesores hace tiempo que dejó de ser el que era.

En esta última semana he tenido ocasión de leer dos noticias que han llamado poderosamente mi atención. La primera de ellas no deja de ser una triste ironía. Resulta que los grandes gurús de internet, de lo digital y de las nuevas tecnologías llevan a sus hijos a centros donde apuestan por el factor humano y limitan al máximo el uso de las herramientas tecnológicas que ellos mismos fabrican y venden. La razón es muy simple: “el problema de la relación de los niños y la tecnología es que el ritmo vertiginoso al que se transforma dificulta la reflexión y el estudio”, como ellos mismos saben mejor que nadie. Lo resumía muy bien, con su habitual contundencia, el juez Emilio Calatayud en su blog de internet hace unos días: “los jefes de internet no quieren internet en los colegios de sus hijos; la razón: son padres listos y nosotros tontos”.

La segunda noticia es de por sí un tremendo sarcasmo. Parece que ya existen los primeros robots diseñados para ser profesores del futuro. O que serán los próximos ayudantes de los profesores del futuro. Parece una broma, pero no lo es. Ya veremos cómo lo venden o lo plantean esos modernos pedagogos cuya máxima aspiración desde hace treinta años es diseñar, improvisando, estrategias novedosas que aplicar en el aula; siempre y cuando no sean ellos quienes tengan que aplicarlas, por supuesto.

De lo que siempre se olvidan es del factor humano; de algo tan sencillo como que trabajamos con personas y ni una máquina ni un software pueden llegar a sustituir esto. Una máquina puede ser una herramienta útil en un momento dado, no digo que no, pero no te puede comprender, no te puede animar. Una maquinita podrá evaluarte, e incluso valorar tus progresos, pero nunca podrá tenerte en alta estima y mucho menos reírse contigo, hacer una obra teatral con sus alumnos, llevárselos de excursión y mostrarles otras realidades, comprender sus problemas o dar un consejo.

Claro que con una máquina se puede jugar al ajedrez como don Alfredo hacía conmigo hace ya treinta y cinco años, por poner un simple ejemplo. Y hasta te podrá enseñar aperturas, a resolver problemas varios y hasta a cómo plantearle una celada a tu contrincante. Pero lo que nunca podrá hacer es tenderte la mano cuando la partida acabe, hayas ganado o hayas perdido.

Teoría y práctica del postureo político

Teoría y práctica del postureo político

Artículo publicado en La Voz del Sur, 17/3/2019

Lo pensé el otro día al observar la vestimenta de mi hijo mayor, al que ahora le ha dado por ir de negro, escuchar música métal y adoptar una estética entre decadente y atormentada. Lo pienso también a veces observando las poses de mis alumnos. Necesitamos fingir que somos diferentes al resto de la manada. Pero, a la vez, procuramos buscar a otros que se nos parezcan para sentirnos comprendidos y hermanados. Es lo que han hecho siempre los adolescentes: adoptar una determinada estética como modo de afirmación personal. Pero también como estrategia para ser aceptados entre sus iguales. Se disfrazan para congregarse.

El problema surge cuando se abandona la cándida adolescencia y perviven los actos de afirmación personal con que pretendemos, a la vez, distinguirnos y obtener el beneplácito o la aceptación de nuestros semejantes. Y lo que es aún peor: cuando mezclamos las desinteresadas cuestiones estéticas con los avariciosos intereses éticos, morales, sociales o políticos.

Lo que en un adolescente es un capricho disculpable y hasta simpático, puede llegar a convertirse, en un adulto, en una táctica despreciable. Aquello que durante la adolescencia no es más que una sincera necesidad de sentirse aceptado, en la vida adulta suele transformarse en una dinámica de dominio destinada a imponer unos determinados criterios.

Lo que, en un adolescente, acepto como una inocente postura vital que irá madurando con el paso del tiempo, en un adulto, sin embargo, me parece el falso postureo con que se aspira a poseer una cuota cada vez mayor de influencia sobre los otros.

Especialmente visible resulta esta forma de postureo entre nuestra clase política, sin que importe lo más mínimo la tendencia a la que se haya adscrito cada cual, la sigla a la que pertenezca, el color que le defina o el lado hacia el que tienda al caminar, sea este el derecho o el izquierdo. Y mucho más en los tiempos que corren, en los que, pese a tanto disimulo, ni los partidos políticos ni sus miembros tienen en realidad una ideología política rectora, sino meramente táctica, destinada solo a mantener o alcanzar el poder.

Lo que vengo describiendo como postureo es también lo que podríamos denominar con el término de impostura. Se trata de una mera fiesta de disfraces. O, en todo caso, de un juego de constante duplicidad en el que unos actores interpretan el papel que a cada cual se le ha repartido en la función, a la vez que la cruda realidad sirve de escenario, los medios informativos afines se ocupan de la publicidad y las masas de futuros votantes servimos a modo de extras.

En las próximas semanas van a sobrar ocasiones en las que poder observar el postureo que exhibirán a diario nuestros líderes políticos. Veremos cómo se muestran virtuosos y decentes, equitativos e igualitarios, agradables y simpáticos, aduladores y serviles. Pero quizá convendría no dejarse engañar demasiado. Detrás de todo ello hay, como es sabido, un gran aparataje de planificación, sutiles maniobras de engaño, sesudos estudios de marketing y propaganda, astutos asesores de imagen en permanente estado de cautela, agudo pensamiento táctico y ocultas estrategias de seducción de masas.

¡Qué ganas de que comience el espectáculo!

Bienvenidos a la realidad distópica

Bienvenidos a la realidad distópica

Artículo publicado, en tres entregas, en La Voz del Sur.

Primera entrega

¿Prefieres leerlo en La Voz del Sur, 24/2/2019?

Vivimos tan concentrados en el presente que casi no nos damos cuenta. Hemos aceptado con tal grado de asunción lo que nos ha tocado vivir, que a menudo pasamos por alto lo que, de utopía negativa, tiene nuestra sociedad. O mejor aún, lo que de realidad distópica hay en esta manera nuestra de estar en el mundo.

Pensé en todo esto el otro día, después de leer la entrevista que Manuel Ángel Méndez le hizo en El Confidencial a la abogada, auditora de sistemas y consultora en ciberseguridad, Paloma Llaneza. El propio titular elegido no ofrecía dudas de por dónde iban a ir los tiros: “Borra WhatsApp, es lo más parecido a tener a alguien al lado leyendo lo que piensas”.

No se trata, por supuesto, de una voz en el desierto. El propio Jaron Lanier, que es una de las figuras más punteras en el campo de las modernas tecnologías, además de la persona que acuñó la acertada expresión de “realidad virtual”, viene desde hace años previniéndonos, sin que le hagamos caso, sobre las perversas maniobras de los imperios basados en redes sociales, que él prefiere llamar “imperios de modificación de la conducta”. Y al menos dos de sus libros, Contra el rebaño digital y Diez razones para borrar tus redes sociales, desarrollan por extenso el curioso fenómeno, solo vivido por nosotros a escala planetaria, según el cual, poco a poco, y casi sin darnos cuenta, vamos entregando voluntariamente nuestra libertad hasta convertirnos en “autómatas o muchedumbres aturdidas que ya no actúan como individuos”.

Puede parecer una exageración, pero no lo es. Puede que parezca el argumento de una novela de ciencia ficción, pero es el aquí y el ahora, nuestro día a día y este presente tan confuso que, aun con tantas dificultades, aún creemos poder controlar.

Unos meses antes de morir, George Orwell dejó escrito lo siguiente sobre su novela 1984:

“No creo que la sociedad que he descrito en 1984 necesariamente llegue a ser una realidad, pero sí creo que puede llegar a existir algo parecido”.

 Supongo que todo el que haya leído con el debido entusiasmo el conocidísimo libro de Orwell, estará de acuerdo conmigo si afirmo que 1984 (que fue escrita en 1948, al menos su última versión) es la mayor utopía negativa de todos los tiempos; y su autor, el sumo sacerdote del género distópico, que, por cierto, tan de moda está en nuestros días.

Pues bien, a mí no me cabe la menor duda de que ese “algo parecido” al que se refería Orwell es esta sociedad nuestra que tan bien creemos conocer. O más bien es este “algo” en que vivimos y todo lo que nos queda por vivir.

Cuánto hay, me pregunto, en la sátira social escrita por George Orwell, que no se haya cumplido con creces. Por supuesto, ni se me ocurre pensar que soy el primero en hacerme esta pregunta. Ya en su día, en 1949, que es el año en el que la novela fue publicada, sus lectores pudieron observar que Orwell no solo había escrito un libro de ciencia ficción recurriendo al género distópico, sino que, sobre todo, había hecho una lectura bastante acertada de los totalitarismos que asolaron el mundo durante dos décadas y que aún amenazaban con dejar su impronta en la sociedad, quizá de forma permanente. De hecho, en su día resultó inevitable no ver en las figuras del Hermano Mayor y de su archienemigo Goldstein el trasunto ficticio del enfrentamiento entre Stalin y Trotski, al igual que, con anterioridad, había hecho con los dos cerdos enfrentados de Rebelión en la Granja, Napoleón y Snowball.

En este sentido, todo parece indicar que lo que hizo Orwell en 1984 es imaginar un posible mundo futuro construido con todas las herramientas totalitarias que ya habían sido utilizadas en un pasado muy reconocible.

Quizá por ese motivo la novela de Orwell nunca pasará de moda, porque, aunque proyectada hacia un futuro que ya superamos, fue escrita con elementos del pasado que nunca han desaparecido del todo.

Hace treinta y cinco años, cuando al fin llegó la fecha que anunciaba la obra (que volvió a reeditarse de manera compulsiva, e incluso a leerse y estudiarse como libro mítico y visionario) fueron muchos los que dictaminaron que el 1984 de Orwell ya había llegado, y no solo al calendario.

Lo notable del caso, sin embargo, es que, treinta y cinco años más tarde, todas y cada una de las visiones de Orwell siguen estando de actualidad, y puede que con más vigencia que nunca.

¿Qué es hoy el Hermano Mayor? ¿Qué es la habitación 101? ¿Cómo se practica en nuestros días la corrección continua de la historia que aparece descrita en la novela? ¿Qué es ahora la Neolengua y que uso se le da? ¿Continúa habiendo una policía del pensamiento? ¿Sigue existiendo el crimental y el paracrimen? ¿Hemos dejado atrás, acaso, los intentos de adoctrinamiento masivo? ¿Y los instrumentos de propaganda y de control ideológico? ¿Hemos superado la práctica perversa del doblepensar? ¿Y la pedagogía del odio?

Quizá merezca la pena reflexionar, en una segunda parte de este artículo, sobre la plena vigencia que todos estos conceptos tienen aún en nuestra época. Lo cierto, en todo caso, es que, setenta años después de haber publicado su novela en 1949, George Orwell continúa previniéndonos de los peligros que ocultan las ideas totalitarias. Volvamos a leerla. Que no se diga que no fuimos advertidos.

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Segunda entrega

¿Prefieres leerlo en La Voz del Sur, 2/3/2019?

A propósito del artículo de la semana pasada, que quedó inconcluso, en estos días he mantenido, con un amigo de toda la vida, una interesante conversación que ha venido a desbaratar buena parte de las elucubraciones que tenía pensado volcar en el escrito de hoy.

El motivo es bien sencillo. Con su fiera capacidad de persuasión, mi amigo logró convencerme de que 1984, la distopía de George Orwell, no basta por sí misma para entender las sutilezas ocultas que rigen el funcionamiento del mundo de hoy, tal y como yo había creído hasta ese momento.

 “Yo es que soy mucho más de Huxley”, me dijo. Y a continuación expuso sus razones, tan convincentes, lo que me va a obligar a posponer una semana más el final de estas reflexiones.

No obstante, creo que, si complementamos las visiones de Orwell con las de Aldous Huxley en Un mundo feliz, quizá obtengamos una panorámica aproximada de lo que acontece en la actualidad.

¿Qué es hoy el Hermano Mayor?, me preguntaba yo la semana pasada. En la novela de Orwell es el omnipresente líder, el Big Brother que controla y vigila a los ciudadanos a través de las telepantallas que lo inundan todo con su presencia, invadiendo incluso las esferas más privadas de la vida, en una continua inspección de los pensamientos y las emociones de la gente. Y aunque es cierto que hoy en día no existe un equivalente exacto a esa forma de opresión impuesta e invasiva, no deja de haber un inquietante paralelismo entre las telepantallas descritas en 1984 y la proliferación de artefactos de exposición con los que nos creamos el ensueño de estar unidos en un mundo cada vez más globalizado. La diferencia, claro está, radica en que, aparentemente, nadie nos obliga a ello.

Somos nosotros mismos quienes lo buscamos. Nuestras vidas también están repletas de pantallas que quizá cumplen el mismo cometido, pero nosotros lo aceptamos voluntariamente. Estamos permanentemente online. A través del teléfono móvil, de la televisión, de un ordenador conectado a internet o por medio de redes sociales, ofrecemos sin excusa posible nuestros más íntimos pensamientos y emociones, exhibimos lo que nos gusta, informamos de aquello que nos anima, publicamos lo que pensamos, lo que hacemos, lo que queremos, lo que somos, nuestros sentimientos, nuestras pasiones y hasta nuestros más ocultos temores. Pero nadie nos obliga a ello, aunque el efecto sea muy parecido: un trasvase de datos que entrega buena parte de nuestra intimidad a los grandes imperios que controlan la información.

¿Qué es hoy la habitación 101? ¿Acaso existe en nuestra época una cámara de tortura destinada a quebrar la voluntad de las víctimas? Es evidente que no, pero sí existe el propósito que anima a los torturadores de la novela de Orwell, que no buscan tanto infligir castigo como lograr el control de la voluntad de los torturados.

Entiéndaseme bien. Ahora nadie nos tortura. Nadie nos amenaza. Pero, ¿estamos seguros de no estar entregando parte de nuestra voluntad, de no estar modificando nuestra conducta al ritmo que las nuevas tecnologías nos van proponiendo, a la vez que permitimos que anulen nuestra capacidad de pensar de manera autónoma?

¿Cómo se practica en nuestros días la corrección continua de la historia que aparece descrita en la novela de Orwell? Ahora no tenemos ningún Ministerio de la Verdad que corrija a diario, y según convenga, los acontecimientos ya ocurridos, pero fíjense en cómo funcionamos y el modo en que nos creemos las historias que nos cuentan. El pasado se nos ha vuelto versátil. Según quién escriba y para quién, la historia es una y a la vez su contraria. Piensen, si no, en nuestra Guerra Civil. Es lo que se denomina, en la novela de Orwell, la mutabilidad del pasado. No solo se manipula; también se corrige.

En estos mismos días, a propósito de la muerte de Xabier Arzalluz, hemos podido oír a políticos del PNV afirmar sin pudor alguno que su llorado líder se oponía enérgicamente a la violencia de ETA. Figúrense. Xabier Arzalluz. El del árbol y las nueces, ¿recuerdan? Ahora va a resultar que fue un valiente luchador contra la violencia de ETA. Cualquier día nos dicen lo mismo de Otegi. Y seguro que habrá quien se lo crea.

“Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”, decía una de las consignas del partido totalitario que rige los destinos de la gente en el mundo imaginario de 1984.

¿Existe ahora algo parecido al Newspeak imaginado por Orwell, una nuevalengua o un modo de decir exclusivo que reduzca el léxico y la sintaxis para reducir de paso la riqueza de las ideas? No me voy a extender sobre este particular asunto. Prefiero dejarlo a la reflexión de los lectores. ¿Pero de verdad no saben de qué les estoy hablando? ¿No? ¿Así, así?  No me lo creo. Mírenme a los ojos y díganme que en realidad no saben de lo que les estoy hablando. Lo fascinante del caso de la nuevalengua, en 1984 y en el mundo de hoy, es que en realidad nadie la habla. Nadie la utiliza. O nadie la utiliza todo el tiempo. Ni ellos ni ellas. Es imposible. Pero, aun así, sobrevuela sobre nuestras cabezas. Es una presencia permanente que regula nuestro comportamiento pretendiendo aplicar, de paso, una constante corrección de lo dicho o lo pensado. En realidad, se trata de una simple estrategia de poder destinada a dirigir nuestro pensamiento hacia una determinada dirección.

Existe un método infalible para advertir la farsa que se oculta detrás de cualquier intento de imponer una nuevalengua, y es este: localicen a cualquier defensor o defensora de nuevalengua y luego síganle la pista en las redes sociales; comprobarán que, detrás de la apasionada defensa, no hay una aplicación práctica y decidida de lo dicho. Es imposible. Ni sus más conspicuos valedores la practican.

Relacionado con el Newspeak se encuentra el concepto del doblepensar o doblepiensa; en mi opinión, uno de los mayores hallazgos de Orwell. Se trata de una especie de disciplina mental consistente en crear dos verdades contradictorias a un mismo tiempo. Es también, incluso en nuestros días, una manera sutil de asegurarse la absoluta subordinación de las creencias individuales a los intereses de un colectivo.

“Saber y no saber”, nos dice Orwell en un rapto de absoluta perspicacia en un momento de su libro, “tener plena conciencia de algo que sabes que es verdad y al mismo tiempo contar mentiras cuidadosamente elaboradas, mantener a la vez dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer en ambas, utilizar la lógica en contra de la lógica, repudiar la moralidad en nombre de la moralidad misma, creer que la democracia era imposible y que el Partido era el garante de la democracia, olvidar lo que hacía falta olvidar y luego recordarlo cuando hacía falta, para luego olvidarlo otra vez”.

Si después de esta larga cita aún no están convencidos de la plena vigencia del doblepensar, cavilen sobre los sofisticadísimos discursos de nuestra vaporosa clase política. O mejor; entresaquemos algunos ejemplos de nuestro tiempo: apelar a la igualdad, verbigracia, para crear nuevas desigualdades sociales; reivindicar la diversidad, pongamos por caso, y promover a la vez el pensamiento único, la uniformidad de criterios; apelar a la tolerancia para ejercer una tolerancia cero; defender a bombo y platillo la libertad de expresión y, a la vez, ejercer la “pedagogía del odio” hacia todo el que se atreva a disentir, por pequeño que sea el porcentaje de desacuerdo; cualquiera diría que si no hay una aceptación del 100% de los lotes ideológicos, a derecha e izquierda del plano político, te conviertes en enemigo acérrimo de los postulados que pretenden defender.

Y todo el párrafo anterior nos conduce de manera inevitable a la pedagogía del odio, al crimental y a la policía del pensamiento.

A diferencia de lo que ocurría en la novela de George Orwell, ahora a nadie se le mete en una sala para practicar los “Dos Minutos de Odio” contra el enemigo público número uno, llamado Goldstein. Ahora no existe un único responsable de todos los males de la sociedad, pero cualquiera puede llegar a convertirse, cualquier día o el día menos pensado, al menos durante unas horas, en el enemigo público número uno que reciba la reprimenda de los rebaños ideologizados que responden, con ira, a la convocatoria de odio con que castigan los líderes de opinión y buena parte de esos profesionales de la mentira a los que denominamos “políticos”.

Si les parece una exageración, observen bien el panorama y luego ábranse una cuenta de Twitter y lean. Comprobarán todo el odio y toda la inquina que pueden caber en 140 caracteres.

“Lo más horrible de los Dos Minutos de Odio”, nos dice el narrador de la novela de Orwell, “no era que la participación fuese obligatoria, sino que era imposible no participar. Al cabo de treinta segundos, se hacía innecesario fingir. Un espantoso éxtasis de temor y afán de venganza, unos deseos de asesinar, torturar y aplastar caras con un mazo parecían recorrer a todo el mundo como una corriente eléctrica, y lo convertían a uno, incluso en contra de su voluntad, en un loco furioso”.

Sin necesidad de llegar a esos extremos de delirio, quienes participan en los linchamientos digitales tan de moda en nuestra época, quizá debieran plantearse qué clase de reivindicación los anima a ello y qué pretenden conseguir de ese modo.

Al igual que en el mundo imaginado por Orwell, quienes así actúan tal vez no adviertan el factor de manipulación libremente aceptada que hay en dichos comportamientos. Sin darse cuenta, a modo de rebaño, se han dejado conducir por la policía del pensamiento en contra de la persona que no acepta los postulados del líder de turno. O, simplemente, contra aquel que tuvo la osadía de cometer crimental, por seguir con la terminología orwelliana.

Pero, ¿qué es el crimental en nuestra época? Respuesta: lo que fue siempre. El delito esencial que incluye todos los demás delitos; el libre razonar; el abandono de cualquiera de las perniciosas ideologías identitarias; la caída en picado en la heterodoxia; el alejamiento de la norma que se pretenda imponer en cada momento; el pensamiento que se aparta del camino de baldosas amarillas, querida Dorothy, que trazan para nosotros aquellos a los que vamos permitiendo que se conviertan en peligrosos líderes, en lugar de exigirles que sean, únicamente, lo que deberían ser dentro de un estado de derecho: quienes gestionen, de manera temporal y bajo auditoría permanente, las limitadas parcelas de poder público.

En una única cuestión de peso, y con esto termino por hoy, considero que erró el tiro Orwell en el diagnóstico que nos legó con su novela. Horrorizado por las ideas totalitarias, de derechas y de izquierdas, que sufrió en su tiempo, Orwell temía que, al final, acabaran imponiéndose dichas ideas, por medio del terror, al deseo del ser humano por ser libre, de ahí que 1984 pueda ser considerado un alegato contra cualquier forma de tiranía.

En cambio, y paradójicamente, después de haber disfrutado, durante varias décadas, de unas cotas de libertad nunca antes alcanzadas, de nuevo estamos asistiendo, en nuestros días, ante el avance de los totalitarismos que creíamos haber dejado atrás, a la entrega paulatina, pero voluntariamente aceptada, de buena parte de esas libertades.

En la voluntariedad con que se está realizando la entrega es donde radica la paradoja. Pero de todo ello hablaremos la semana que viene, al hilo de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en la tercera y última entrega de esta serie dedicada a la realidad distópica.

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Tercera entrega

¿Prefieres leerlo en La Voz del Sur, 10/3/2019?

A diferencia de Orwell, que nos advirtió de los peligros de la tiranía, Aldous Huxley imaginó un mundo donde resulta innecesario ejercer ninguna forma de opresión porque ya esta ha sido libremente asumida por los ciudadanos. En la realidad imaginada por Orwell, la libertad se encuentra apresada por quienes detentan el poder. En la de Huxley, en cambio, la libertad no existe porque el ser humano es ya incapaz de concebir toda su complejidad.

Los habitantes de la distopía que formuló Orwell viven cautivos en un sistema totalitario que se les ha impuesto por medio del terror. En la formulada por Aldous Huxley, sin embargo, viven felices porque ignoran que han sido sometidos por el más eficaz de los estados totalitarios. Y es precisamente en esa forma de aceptar la felicidad, y hasta de crearla, en donde podemos encontrar las mayores similitudes entre la obra de Huxley y nuestro mundo actual. Y ese es también el motivo por el que sigue estando vigente el mensaje que nos transmite Un mundo feliz.

Lo inquietante, vino a decirnos Aldous Huxley, no reside tanto en el temor a que vengan a privarnos, por medio de la fuerza, de la posibilidad de adquirir conocimientos, tal y como temía Orwell. Lo realmente inquietante es que se reduzca nuestro pensamiento de tal modo que ya no deseemos adquirir los conocimientos que nos hacen más humanos.

Lo alarmante no es que manipulen o alteren la Historia tal y como ocurría en 1984, sino que llegue a parecernos irrelevante lo que nos pueda aportar el conocimiento de nuestra propia Historia.

Lo que nos amenaza no es ya el peligro de que a cualquier sátrapa le dé por prohibirnos la lectura de determinados libros, sino que la lectura de determinados libros ya no suponga un peligro para ningún sátrapa, bien porque ya nadie los lea o, lo que es peor, porque ya nadie los entienda en caso de leerlos.

Lo que empieza a resultar terrible no es que la tecnología amenace con destruir nuestro mundo, sino que acabe infantilizándolo; una posibilidad que cada vez resulta menos descabellado imaginar.

Lo realmente perturbador no es ya, como sucedía en el pasado, que nos vuelvan a limitar el derecho de libre reunión colectiva, sino que poco a poco se vaya diluyendo nuestra individualidad dentro de las colectividades identitarias.

Y, por último, y este es probablemente el mayor acierto del libro de Huxley, lo sorprendente es saber que lo que va limitando nuestra singularidad como individuos no proviene de fuera, sino que somos nosotros mismos quienes vamos entregándola voluntariamente.

No hay excusa posible. Ya no hay, como en 1984, grandes terrores que amenacen con infligirnos dolor para tenernos controlados. Lo que hay, como en Un mundo feliz, es un permanente condicionamiento de nuestros comportamientos emocionales a base de suministrarnos, en grandes dosis, todo aquello que tanto nos gusta.

El mundo imaginado por Aldous Huxley en 1932, que fue el año en que se publicó su novela, es un mundo perfectamente estable. De hecho, la divisa del Estado Mundial que condiciona el comportamiento de la gente es precisamente esta: “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.

Los grandes líderes mundiales que crearon ese mundo tan feliz se dieron cuenta de que nada se conseguía por medio del terror y de la fuerza, salvo que la gente acabara rebelándose. Y, por ese motivo, decidieron adoptar métodos mucho más lentos, pero infinitamente más seguros, como la Ectogenesia o el condicionamiento neopavloviano, entre otros.

A este respecto, no debemos olvidar que se trata de una novela de ciencia ficción. Pero ojito; el hecho de que sea ficción no impide que nos hable de nuestra propia realidad.

Claro que ahora no se practica la Ectogenesia que encontramos en Un mundo feliz, o que pudimos apreciar visualmente, hace unos años, en aquellos enormes campos de cultivos que aparecían en la película Matrix. Los seres humanos seguimos siendo vivíparos; un término, por cierto, que provoca pudor en el mundo del que venimos hablando y cuya utilización se evita en el libro de Huxley, al igual que las palabras madre, padre, hogar o familia, entre otras muchas, por considerar que son palabras obscenas, al haber sido desheredadas del vocabulario de la gente feliz que vive en una realidad muy distinta. Aún no hemos llegado a la ectogénesis y puede que nunca lleguemos, pero, ¿estamos seguros de no estar siendo condicionados mediante estrategias neopavlovianas, por ejemplo?

Estoy convencido de que todos ustedes se acuerdan de Pavlov y su perrito. Cómo olvidarlo, ¿verdad? Todos hemos estudiado a Pavlov en el cole. Uno de los padres de la psicología conductista, nos dijeron. El primero que formuló la ley del reflejo condicional, un tipo de aprendizaje asociativo basado en el modelo estímulo-respuesta. Verbigracia, se coge a un perro y se observa su comportamiento. Se le pone comida y vemos que saliva. Y luego nos hacemos preguntas motivadoras. Como esta: ¿qué pasa si cada vez que le ponemos comida tocamos una campanita? Respuesta: pues que el perro termina asociando el sonido de la campanita con la comida, de modo que acabará dando una respuesta (la salivación) a un determinado estímulo (la campanita). ¿Y qué ocurre si un día hacemos tocar la campana, pero no le damos de comer?, siguieron preguntándose. Pues que el perro saliva igualmente, descubrieron. ¿Y qué pasa si el método lo aplicamos a un ser humano?, se preguntaron entonces. Y hasta hoy.

El feliz y maravilloso mundo del conductismo, claro, con todas sus variaciones y complejidades, sus bondades y sus excesos. La modificación de las conductas, pongamos por caso. El análisis experimental del comportamiento. Las teorías del aprendizaje social. Las terapias de aversión. Las de aceptación y compromiso. El conductismo social, qué buen ejemplo. La filosofía de la ciencia de la conducta de las personas. Y, cómo no, la ingeniería del comportamiento y hasta la ingeniería social a la búsqueda siempre del cambio que haga posible la cohesión de la sociedad. “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.

Ya lo dijo el propio Aldous Huxley, con ánimo de prevenirnos ante peligros futuros, en un prólogo que escribió, en 1947, para una nueva edición de Un mundo feliz:

“Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y acientíficos”.

Han pasado setenta y dos años desde que fueran escritas estas palabras, y no estoy seguro de que los métodos actuales sigan siendo tan toscos y acientíficos como le parecían a Huxley los de su época.

En todo caso, volver a leer obras clásicas como 1984 o Un mundo feliz, entre otras muchas, quizá nos ayude a darnos cuenta de nuestra realidad, pero también a conocer con más profundidad nuestro pasado y a imaginar mejor nuestro futuro, ahora que vivimos tan concentrados en nuestro presente.

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