Página personal de Agustín Celis

Baile y sueño, de Javier Marías

Memoria de la Guerra Civil en Tu rostro mañana


De nuevo la conveniencia o inconveniencia de saber y contar

Hace ahora un año, en el XII Simposio Internacional de la Fundación Luis Goytisolo, que versaba sobre la digresión en la narrativa actual, leí una comunicación titulada “Los motivos de Javier Marías: una lectura personal de Tu rostro mañana I, donde analicé los cuatro impulsos que, en mi opinión, habían llevado a Javier Marías a la creación de su última obra. Utilicé para ello una vieja terminología acuñada por George Orwell, quien, en su ensayo “Por qué escribo”, defendió que todo autor valioso tiene cuatro motivos para escribir en prosa, a saber: egoísmo agudo, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político.

El año pasado tuve ocasión de poder discutir mis opiniones, en una de las tutorías, con la profesora Elide Pitarello, gran conocedora de la obra de Javier Marías, que había sido invitada como conferenciante al Simposio, donde leyó una conferencia sobre el mismo autor. La charla con ella fue amena y enriquecedora, intercambiamos impresiones y puntos de vista, se mostró de acuerdo con los dos primeros motivos, dudó si aceptar el tercero como válido, y estuvo en absoluto desacuerdo con el cuarto, precisamente aquel del que yo estoy más convencido, el “propósito político”, pues en mi opinión Tu rostro mañana es fundamentalmente una novela política. No lo entendía así la profesora Pitarello, quien después de exponerme sus razones al respecto y comprobar que no quedaba yo muy convencido, me sugirió que lo consultara personalmente con el autor, quien sin duda estaría encantado de despejar mis dudas.

No he tenido ocasión de hacerlo, otros asuntos me han tenido ocupado. Pero sí he vuelto a leer la obra y he reforzado mi opinión con la lectura del segundo volumen, Baile y sueño. Eso sí, me doy cuenta de que en el escrito del año pasado no aclaré una cuestión que resulta fundamental, así que lo haré ahora: por supuesto, este “propósito político” del autor nada le debe a la llamada literatura comprometida de los años 50 y 60. En absoluto. Evidentemente, Javier Marías no puede ser considerado un autor comprometido en este sentido. Yo mismo me lo imagino huyendo despavorido de cualquier compromiso.

Ahora bien, la tenacidad con que la profesora Pitarello se resistía a aceptar mi tesis resulta mucho más difícil de rebatir, lo que convierte su obstinación en un estímulo para defender mi aserto. En su conferencia, titulada Javier Marías: “Tengo el día errático y la cabeza dispersa”, encuentro esta interesante reflexión:

“Lo importante, para este escritor, es cuidar los detalles que desvían hacia la reflexión inesperada y dejar el discurso desarticulado e inconcluso, rehuyendo del enfoque ideológico como sistema de planteamiento y solución de problemas. Entonces la escritura, nacida con la razón para que deje testimonios duraderos e instrumentos de saber, se desarma en contra de sí misma. Comparada con la vida de la que deja constancia, la narración escrita es algo definitivo, el soporte que guarda la que fue “la huella del animal” (es decir del escritor vivo) y que luego se convierte en una metafórica inscripción sepulcral. La página como la losa de una tumba. Contar historias, entonces, puede ser una forma de necrofilia, según leemos en Negra espalda del tiempo”.

Y sí, es cierto. El autor mima el detalle y se desliza hacia la reflexión espontánea hasta darnos un discurso desarticulado e inconcluso que rehúye el enfoque ideológico para sostener sus planteamientos. De acuerdo. Pero este particular punto de vista, deudor de la personalísima reinvención literaria que Javier Marías hace de la figura del fantasma como estrategia narrativa, no impide que en Tu rostro mañana haya un nada inocente propósito político y hasta una más que evidente intencionalidad ética. Y lo aclaro.

El propósito político que yo encuentro en la obra de Javier Marías, intercalado en las numerosas reflexiones a que se entregan sus personajes, Jaime y Juan Deza, Peter Wheeler y Bertram Tupra, no es de naturaleza partidista, y ni siquiera tiene una intención pedagógica, instructiva, ilustrativa y, mucho menos, dogmática. Rehúye el enfoque ideológico, que diría la profesora Pitarello. Y aún más, y esta es una cuestión delicada y muy discutible (y lo digo a sabiendas de que lo es), no pretende resultar aprovechable. Se sostiene en un discurso que en realidad no va a ningún sitio. O para ser más exacto; tiene vocación de grito en el desierto. O para decirlo de otro modo; es un susurro emitido en medio de una muchedumbre, destinado a perderse en el griterío que ensordece a esa misma muchedumbre. Y me explico. Como sabemos, cada reflexión en la obra está sometida a la idea de querer llegar a más. ¿Qué más se puede decir? ¿Qué más se puede pensar sobre cualquier asunto propuesto? El de Javier Marías, el de sus personajes, es un discurso que nunca se mantiene en los límites de lo vigente, porque tampoco acepta lo vigente. Rehúye la limitación impuesta por las pautas generales que refuerzan la validez de aquello que el mundo acepta como provechoso. Por tanto, estamos ante un discurso infiel; infiel a lo establecido, a lo sabido, a lo ya dicho, a lo que cree o cree saber el mundo. Podríamos decir, incluso, que muchas de sus reflexiones resultan subversivas, pese a que nunca se pretende subvertir ningún orden, y mucho menos que nadie se amotine. Como el término subversivo es susceptible de llevar a muchos errores, prefiero utilizar una palabra aún más delicada; las suyas son las reflexiones de un lúcido. Buscan un diagnóstico, se entretienen en conocer la enfermedad, a fondo, penetra en ella, se regodea, la palpa, la huele, la analiza, incluso la diagnostica, pero se queda ahí, y habiendo ido tan lejos no cede a la tentación pedagógica, tiernamente humanitaria y moralizante, de buscar un remedio o proponer una cura. Y tampoco hace causa del logro alcanzado, sino que sigue buscando.

En general, todas las reflexiones que se hacen en Tu rostro mañana, y en particular las que se refieren al tema de la guerra, son absolutamente desinteresadas, lo que no impide (y no es paradoja) que haya en ellas una evidente intencionalidad. Podríamos preguntarnos: ¿para qué estas reflexiones? ¿Con vistas a qué especulan tanto los personajes? ¿Qué pretenden? Y aún más, ¿qué pretende el autor con ellas? ¿Acaso quiere convencernos de algo? Y si es así, ¿de qué quiere convencernos?

No creo que sea fácil responder a estas preguntas, pues el discurso de la lucidez carece de finalidad, de propósito y hasta de provecho, salvo para aquel que lo enuncia, y en todo caso, para cualquier otro lúcido que haya quedado hambriento después de zamparse con glotonería lo que el mundo o la sociedad le ha querido enseñar o imponer, pero tales criaturas no abundan. Su ansiedad no tiene límites, y lo convierte en un obsesionado que sigue buscando, que sigue corriendo para pensar más, para poder decir más y de modo diferente. El lúcido tiene una solitaria en la mente, que lo apremia y le exige alimento, una exigencia que puede llegar a ser intolerable, cuando el resultado de la reflexión sea incompatible o entre en conflicto con la visión impuesta por lo aceptado en el mundo.

Se puede llegar así, de tanto ver, al escepticismo más radical, de ahí lo subversivo de que hablábamos antes. Pero cuidado, también el escepticismo se puede convertir en dogma. El lúcido, y los personajes de Javier Marías lo son, rechazará esta clase de escepticismo, tan actual. Vivimos en una época tan paradójica que, extrañamente, los escépticos son los que más pontifican desde sus atalayas laicas o eclesiásticas. Falsos escépticos, habría que añadir, escépticos fanatizados, y, por eso, porque el vocablo escepticismo se ha extendido tanto y tal mal, o tan edulcorado, para comprender a los personajes de Javier Marías tal vez haya que utilizar otro más adecuado, y se me ocurre éste: desencanto, o más bien desengaño, entendiendo el desengaño como el dolor ante la pérdida de las certezas. Puede que eso sean los personajes de Javier Marías, al menos en Tu rostro mañana, lúcidos desengañados que vuelven a plantearse una vez más, también en esta obra, el tema de la conveniencia, o inconveniencia, de saber y contar lo sabido. Pero el de ellos es un desengaño sin histeria, sin tontorrona amargura, sin violencia. Es un desengaño absolutamente pacífico, de ahí que resulte excesivo utilizar la palabra “subversivo”. Es tal el desengaño de los personajes, que a menudo resulta incompatible con la vida, y por eso al lector le queda esa impresión de que los personajes de Javier Marías apenas viven, o que sólo piensan.

Debido a este desengaño, sus personajes saben que hay que estar prevenido contra las mentiras derivadas de los relatos, de cualquier relato, pero sobre todo de aquellos que refieren un horror, los relatos de la guerra, por ejemplo, tan fácilmente manipulables.

“Seguramente es el destino de todo horror y de toda guerra, pensé, acabar embellecidos y abstractos por la repetición del relato y alimentar fantasías juveniles o adultas, al cabo del tiempo, más rápidamente si la guerra es extranjera, quizá la nuestra ya sea para muchos de fuera tan literaria y remota como la Revolución Francesa y las campañas napoleónicas, o quién sabe si como el sitio de Numancia y aun el de Troya. Y sin embargo mi padre había estado a punto de morir en ella con el uniforme de la República en nuestra ciudad asediada, y había sufrido a su término simulacro de proceso y prisión franquistas, y a un tío mío lo habían matado en Madrid a los diecisiete años y a sangre fría los del otro bando –el bando partido en tantos, lleno así de calumnias y purgas-, los milicianos sin control ni uniforme que daban el paseo a cualquiera, lo habían matado por nada a la edad en que casi sólo se fantasea y no hay más que ensueños, y su hermana mayor, mi madre, había buscado su cadáver por esa misma ciudad sitiada sin encontrarlo, sólo la burocrática y minúscula foto de ese cadáver, yo la he visto y yo ahora la guardo. Quizá también en mi país todo aquello se iba haciendo ficticio y no me había dado cuenta, todo es cada vez más veloz, menos duradero, y se da de baja y se archiva más pronto, y nuestro pasado se hace cada vez más denso y amontonado y nutrido porque se decreta –y aun llega a creerse- que el ayer es ya caduco y el anteayer sólo historia, e inmemorial lo de hace un año”.

El lúcido, de mirada implacable, advierte ya de entrada el carácter ilusorio del cuento, y al advertirlo lo está ya negando. Él sabe que es tan sólo apariencia.

“(…) nada es nunca objetivo y todo puede ser tergiversado y distorsionado, de que ningún mérito ni valor lo son en sí mismos sin un reconocimiento ajeno que las más de las veces es puramente arbitrario, de que los hechos y las actitudes dependen siempre de la intención que se les atribuya y la interpretación que quiera dárseles, y sin esa interpretación no son nada, no existen, son neutros o pueden sin más ser negados”.

Sin embargo, si el lúcido cae en la tentación de volver a contar lo que ha llegado a saber, inevitablemente su relato tendrá mucho de denuncia, de insolente denuncia. No se permite el lujo de engañarse, evita el consuelo de la máscara, querrá desmontar el artificio construido alrededor de la historia que ha conocido. Su comprensión no tiene sombras. Es lo que ocurre en el episodio de Andreu Nin, largamente evocado en Fiebre y Lanza. El dictamen es rotundo.

“Y aunque no fue ángel ni santo ni siquiera inofensivo (quién pudo serlo en aquella guerra), su asesinato y el de sus camaradas (algún historiador cifraba en centenares y algún otro en millares los miembros del POUM y anarquistas de la CNT enviados a la fosa por Orlov y sus acólitos españoles y rusos), así como la difamación difundida y creída por demasiados y que ni siquiera cesó tras su supresión física y el aplastamiento de su partido, constituyeron, según casi todas las voces que escuché en las páginas de aquella noche silenciosa junto al río Cherwell, la mayor y más dañina vileza cometida por un bando contra gente de su propio bando durante la Guerra”.

Quien denuncia las apariencias sabe que aquí no hay santos ni diablos, que aquí no hay buenos ni malos, y por eso se aleja de las versiones oficiales como si de una peste se tratara. No se casa con nadie. No duerme en cama ajena. Y ni siquiera se enorgullece de su postura. Para él es tan simple como mirar un cuadro y verlo en toda su complejidad.

“en el 36, cuando la sublevación militar y la ‘revolución’ simultáneas del 18 de julio convirtieron los días y semanas siguientes en un absoluto caos aprovechado por ambos bandos (cada uno en los territorios bajo su dominio) para ajustar rápidas e irreversibles cuentas y matar a mansalva sin control alguno”.

Lo que sí le queda, y esto es inevitable e inherente o inseparable de su condición de analista desapasionado, es la duda. La duda de por qué ocurrió y qué sentido tuvo, y será precisamente la solución a esta duda lo que lo conduzca a contar o a callar, dos trámites igualmente absurdos y sin importancia, una vez conocidas las conveniencias e inconveniencias de dar cumplimiento al relato. Un buen ejemplo es el caso del tío de Jaime Deza, asesinado al inicio de la guerra.

“Quién sabe por qué lo prendieron los que se lo llevaron a la cheka de la calle Fomento junto con una amiga que lo acompañaba y que corrió su mismo negro destino prematuro y raudo. Acaso porque él se hubiera puesto por la mañana una insensata corbata y no les vieran suficiente pinta revolucionaria (…), o porque no saludaron con el puño en alto, o porque una imprudente crucecita o medalla le colgara a ella del cuello, culpas así eran motivo para recibir un tiro en la sien o una descarga en el pecho en aquellos días de la suspicacia aguda como coartada para el asesinato superfluo, lo mismo que en el otro lado no alzar el brazo a la fascista o la nazi, u ofrecer un aspecto de deliberación proletaria, o haber sido lector de los periódicos republicanos, o tener fama de pasar de largo ante las innumerables iglesias peninsulares, las del suelo patrio”.

El lúcido se resiste a tomar partido. Como todo observador implacable, renuncia a convertirse a una causa, de ahí que en Tu rostro mañana los personajes de Javier Marías repasen lo ocurrido en la guerra civil en ambos bandos, y ninguno de esos dos bandos sale bien parado. A nada se adhieren y de nada abjuran. Puede que a veces sientan la tentación de coincidir con algo, una postura, por ejemplo, o una idea o una conclusión, pero de repente vuelve a aparecer el desengaño que los coloca en el lugar en donde siempre estuvieron. El horror de lo que comprenden los sume de nuevo en la nada a la que está forzado el lúcido, condenado sólo a ver o a saber.

“Durante los primeros meses de la Guerra uno veía detenciones por doquier, a empellones y a culatazos a veces, o cacerías en las casas, sacaban y se llevaban a las familias enteras y a quienes estuvieran allí de visita, podía uno cruzarse  con una persecución o un tiroteo en la esquina menos pensada, y oía de noche las descargas de los fusilamientos en las afueras, los llamados paseos, o disparos secos y aislados, de los pacos en las azoteas al atardecer o muy de mañana, sobre todo los primeros días (los francotiradores, ya sabes), o si sonaban de madrugada eran tiros a quemarropa en la sien o en la nuca, junto a las cunetas o no siempre allí, a veces hasta lo veía uno si tenía muy mala pata, veía saltar los sesos de alguien arrodillado, no es metafórico, o salir masa encefálica. Lo mejor era seguir, no mirar, alejarse rápido, no podía uno hacer nada, después de verlo, y si lo veía sólo de reojo podía darse con un canto en los dientes. Había verdugos que empezaban al anochecer, les daba pereza alejarse si no tenían coche disponible o andaban cortos de combustible, así que se metían en un callejón con escaso tránsito y allí liquidaban, se impacientaban y no eran capaces de esperar que la ciudad medio durmiese, porque del todo ya nunca volvió a dormir, durante tres largos años de asedio, hambre y frío ni tampoco después, a partir del 39 la policía de Franco irrumpía en plena noche en las casas, en los mismos años en que la Gestapo lo hacía en el resto de Europa, eran primos hermanos. Más organizados, muchos fusilamientos los llevaban a cabo directamente en los cementerios, después del cierre o los cerraban al efecto; así que en algunas zonas se siguieron oyendo descargas en mitad de la noche durante bastante tiempo, tiempo de paz proclamada. No había mucha paz todavía, o sólo para los de ese bando, ellos sí dormían tranquilos. Nunca me explicaré cómo podían estarlo tanto, con toda aquella matanza. Es más. Había algunos decentes, pero la mayoría estaban ufanos”.

Tan ufanos en uno como en otro bando, si es que de verdad hubo sólo dos bandos y no tantos como criminales participaron en aquella barbarie que duró tres años, y cuya onda expansiva llega hasta nuestros días. Tan ufanos como aquella madrileña de la que nos habla en Baile y Sueño, el segundo volumen de la obra. Tan ufanos como aquella republicana, tan de izquierdas ella, tan revolucionaria, tan subversiva, que se jactaba en un autobús de una hazaña vil.

“Mira, ahí vivían unos ricos que nos los llevamos a todos y les dimos el paseo. Y a un crío pequeño que tenían, lo saqué de la cuna, lo agarré por los pies, di unas cuantas vueltas y lo estampé allí mismo contra la pared. Ni uno dejamos, a la mierda la familia entera”.

Y la sola recuperación de este episodio, su simple enunciación, elegida de entre otras tantas posibles, es ya una denuncia, y en su recuerdo o rescate del olvido hay ya un propósito político evidente, como lo hay también en aquella otra anécdota que le refiere Juan Deza a su hijo, el protagonista y narrador de la obra, aquella muerte con toreo y lidia incluida de un tal Emilio Marés en la que participó un escritor muy franquista y muy fascista que sin embargo no tuvo ningún reparo luego, cuando la santa transición, en pasar por muy de izquierdas, con clara manipulación de su propia historia. La manipulación de lo ocurrido en la guerra también como forma de salvarse. Así de fácil resulta salvarse en tiempos de paz, en contraste con lo difícil que le resultaba a cualquier persona honesta salvarse en tiempos de horror y barbarie. Era difícil, era casi un milagro, toda una suerte.

“Así que ya lo creo que tuvo suerte mi padre, dentro de todo, al acabar la Guerra, cuando muchos de los vencedores pensaban sólo en desquitarse, de cosas como la de mi tío y aún de otras muchas peores, y también de los miedos pasados o de la frustración padecida o de las debilidades mostradas o de la compasión recibida, o de lo imaginario o de nada en numerosos casos –tan propicio el clima para la venganza, la usurpación, el resarcimiento, y para el cumplimiento increíble de los más quiméricos sueños del despecho y la envidia y la rabia-, y cuando algunos con más cerebro abrigaban otra idea más amplia y abarcadora, menos pasional y más abstracta, pero de resultados igualmente sangrientos al quererse llevar a la práctica: la de la eliminación total del enemigo, la del derrotado, y luego la del sospechoso, y la del neutral y el ambiguo y la del no fanático y la del no entusiasta, y luego la del moderado y el remiso y el tibio, y siempre la del que les cayó antipático”.

La media España que muere de la otra mitad, según el famoso dictamen de Larra; las dos Españas que le han de helar el corazón al españolito que viene al mundo ignorando que debe desear que dios le guarde, según dejó dicho, palabras más, palabras menos, don Antonio Machado.

Y luego puede que esté el deseo de comprender los móviles de esas dos Españas en continuo enfrentamiento, si es verdad (y lo diré de nuevo aun a sabiendas de que me repito) que existen o alguna vez existieron sólo dos, y no son más bien muchas Españas, tantas como españolitos que vienen al mundo con su despecho, su envidia y su rabia, a dar rienda suelta, a la menor ocasión que tengan, a la venganza, la usurpación y el resarcimiento. ¿Cuánto tiempo no se habrá perdido en tratar de comprender a los unos y a los otros? Y ¿para qué?, se pregunta el lúcido. ¿Para qué comprenderlos?

“Hay una obsesión por comprender lo odioso, en el fondo hay una malsana fascinación por ello, y a los odiosos se les hace con esto un inmenso favor. Yo no comparto esa curiosidad infinita de nuestro tiempo por lo que en ningún caso tiene justificación, aunque se le encontrasen mil justificaciones distintas, psicológicas, sociológicas, biográficas, religiosas, históricas, culturales, patrióticas, políticas, idiosincrásicas, económicas, antropológicas, lo mismo da. Yo no puedo perder mi tiempo en indagar sobre lo  malo y lo pernicioso, su interés es mediano siempre en el mejor de los casos y a menudo nulo, te lo aseguro, he visto mucho. El mal suele ser simple, aunque a veces no tan simple, si eres capaz de apreciar el matiz. Pero hay indagaciones que manchan, y hasta las hay que contagian sin dar nada valioso a cambio”.

Quizá lo mejor (está siempre tentado de pensar el desengañado), lo más inteligente sería no saber, mantenerse en la más completa ignorancia, no descubrir, no entender, no oír lo que vengan a contarnos. Tampoco contar nunca nada. Y ni siquiera ver, y mucho menos mirar. No saber nunca nada para estar a salvo.

“como si hubiera tenido repentina conciencia de que uno no es responsable de lo que ve pero sí de lo que mira, de que lo segundo puede rehuirse siempre –puede elegirse- tras la visión inevitable primera, la que es traicionera, involuntaria, fugaz, la llegada por sorpresa, uno puede cerrar los ojos o tapárselos con la mano en el acto, o volver la cara, o elige pasar velozmente una página sin detenerse en ella (‘Pásala, pásala, que yo no quiero tu horror ni tu sufrimiento. Pásala, y entonces sálvate’)”.

Pero puede, a su vez, que tampoco esto sea un buen plan. ¿No sería una inconveniencia, un freno, un lastre que nos impida conocer el mundo? ¿No sería más conveniente el recuerdo de lo acaecido? ¿De verdad es una solución pasar la página y no leerla, no saber de su existencia? ¿De verdad no se debe conservar memoria de los hechos? No. Tampoco es prudente ni favorable ignorar lo pasado.

“No sé yo ahora, hay esa tendencia a encerrar a los niños en una burbuja de felicidad entontecedora y sosiego falso, a no ponerlos en contacto ni siquiera con lo inquietante, y a evitar que conozcan el miedo y hasta que sepan de su existencia, creo que circulan por ahí, que hay quienes les dan a leer o les leen versiones censuradas, amañadas o edulcoradas de los cuentos de Grimm y de Perrault y Andersen, desprovistas de lo tenebroso y cruel, de lo amenazador y siniestro, a lo mejor hasta de los disgustos y los engaños. Una estupidez descomunal desde mi punto de vista. Padres ñoños. Educadores irresponsables. Yo eso lo consideraría un delito, por desamparo y por omisión de ayuda. Porque a los niños los protege mucho percibir el miedo ajeno, y así concebirlo con serenidad, desde su seguridad de fondo; experimentarlo vicariamente, a través de otros, sobre todo por personajes de ficción interpuestos, como un contagio de corta duración, y además sólo prestado, y no tanto como fingido. Imaginarse algo es empezar a resistirlo, y eso es también aplicable a lo ya sucedido: uno resiste mejor las desgracias si después logra imaginarlas, después de haberlas sufrido. Y claro, el recurso más común de la gente para eso es relatarlas”.

¿No deberíamos relatar, por tanto, los episodios de nuestra Guerra Civil, aun los más tenebrosos y crueles? ¿No deberíamos conocerlos y contarlos, aun a pesar de nuestra inicial precaución o deseo de no querer saber y no querer contar nunca nada? ¿No estaríamos menos desamparados en el mundo conociéndolos? ¿No estaríamos cometiendo un delito de lesa humanidad por omisión de ayuda si, sabiendo de ellos, nos los calláramos? Quizá esto implique ya un cierto compromiso con la realidad, una realidad tantas veces abocada a una repetición perversa. ¿Podríamos, acaso, evitar esa repetición conociendo la violencia pasada? Pero no, tal vez no, quizá no podríamos, y en tantos casos ni sabríamos ni querríamos. Y aún peor, al no saber y no querer, ni siquiera podríamos comprender lo ocurrido, por desastroso que haya podido ser. Y aún más, aún mucho peor, ni siquiera nos avergonzaríamos por el horror que hemos provocado o alentado. Y así, en la actualidad, puede que nuestra generación, que no ha conocido ninguna guerra, ni siquiera sepa ya lo que es la violencia real, esa que ocurre en sitios lejanos y conocemos tan sólo por la televisión y las películas, una violencia que nos parece inocua de tan lejana como la vemos. Nuestra ignorancia de lo que es de verdad una guerra, inevitablemente nos ha alterado la visión de lo que es la verdadera violencia, y así ocurre que nos hemos quedado sin recursos, y por tanto impelidos a volver a ser violentos con total frivolidad.

“Pero mira si han variado las cosas, y las actitudes: cuando se le declaró la Guerra a Hitler, y quizá no ha habido ocasión en que se hiciera más necesaria y justificable una guerra, el propio Churchill escribió al respecto que el mero hecho de haberse llegado a aquel punto y a aquel fracaso convertía a los responsables, por honrosos que fueran sus motivos, en culpables ante la Historia. Se estaba refiriendo al gobierno de su país y al de Francia, entiendes, y por extensión a sí mismo, aunque él bien habría querido que esa culpa y ese fracaso los hubieran alcanzado antes, cuando la situación no les era tan adversa ni habría sido tan cruento y grave librar esa posible guerra. “En esta amarga historia de juicios erróneos efectuados por personas capaces y bienintencionadas…”, así dijo”.

Y sin embargo aquí estamos nosotros, completamente desmemoriados, o están los descendientes de Churchill, los que ahora gobiernan el mundo, a quienes quizá resulte excesivo llamar personas capaces y bienintencionadas, quienes ahora:

“desatan guerras innecesarias, interesadas, sin ningún motivo honroso, evitando otros recursos si es que no torpedeándolos. Y a diferencia de Churchill, ni siquiera se avergüenzan de ellas. Ni siquiera las deploran. Ni por supuesto se disculpan, hoy no existe eso en el mundo…”.

Quizá no sea tan malo saber y contar. Pero conviene también estar alerta sobre la clase de conocimiento de que se hace gala. Y en cuanto a contar lo sabido, ¿cómo distinguir lo que se puede y lo que no se puede contar? ¿Y cuándo contar lo que sí es conveniente que se sepa? Y sobre todo, a quién contarlo, porque no todo el mundo está dispuesto a escuchar, y mucho menos a saber, o al menos a saber según qué cosas, qué historia, que versión de los hechos. La historia siempre tan fácil de manipular.

“Tenía razón Toby en eso, hay cosas que ya no pueden contarse aunque hayan pasado, o difícilmente. Los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, y que algo haya ocurrido no es suficiente para admitir su relato, no basta con que sea cierto para resultar plausible. La verdad se vuelve inverosímil a veces con el paso del tiempo; se aleja, y entonces parece fábula, o ya no más la verdad. A mí mismo me parecen ficticios episodios que yo he vivido. Episodios importantes, pero de los que el tiempo que sigue comienza a dudar, quizá no tanto el propio, el de uno, cuanto las épocas, son las épocas nuevas las que rebajan lo anterior y lo que ellas no vieron, no sé, casi como si le tuvieran celos. A menudo el presente infantiliza el pasado, tiende a convertirlo en fantasioso y pueril, y así nos lo deja inservible, nos lo estropea”.

Es lo que ocurre en nuestro días con la Guerra Civil española. Son muchos, la mayoría, los que se niegan a aceptar la barbarie que en aquellos años se llevó a cabo, indistintamente en uno y otro bando. Setenta años después resulta inconveniente contar la historia mirándola de frente. Sería una inconveniencia. Se prefieren las versiones sesgadas, el relato manipulado, la interpretación parcial, la narración light que dé para una serie de televisión de sobremesa o para alguna película anual que muestre pero no acuse, y si acusa que no los acuse a todos, sólo a unos cuantos, a los malos que acabaron con los buenos, o a los buenos que resultaron después no ser tan buenos, dualismo maniqueo que se pierde en la dicotomía que obliga a poner la cámara en una de las dos Españas, planteamiento intercambiable según el criterio de la facción que produce y rueda, o que escribe. En todo caso, explicaciones ñoñas que a nada conducen. Para eso mejor no contar nada y guardar silencio.

Cómo contar, se pregunta el desengañado o el hombre honesto, una historia de la guerra civil donde nadie sale bien parado, ninguno de los dos bandos. ¿Quién querría eso en nuestros días tan frívolos, ñoños, olvidadizos y manipuladores. Con total seguridad no le gustaría a nadie una visión que viniera avalada por un juicio imparcial por lúcido, y por lúcido inconveniente, obstinado, insolente y disolvente, que ni remedia ni cura, ni falta que hace, que no se casa con nadie, incorregiblemente acusador a diestro y siniestro, que no repara en ángeles y demonios, republicanos o nacionales, rojos o azules, de bandera bicolor o tricolor. La guerra Civil española como lo que fue, una salvajada protagonizada por la rabia, el rencor, la insania, y por supuesto, los dos vicios nacionales que arrastra el español por lo menos desde el siglo XV, a saber, la envidia y la delación, el espíritu del malsín, tan español, del que nos habló por extenso, ya en su día, don Américo Castro. ¿No fue, acaso, por envidia y vicio delator que fue vilmente acusado, y por un viejo amigo, el padre del protagonista de Tu rostro mañana, trasunto de don Julián Marías?

Cómo decirles a los españoles, a la cara, de frente, mirándoles a los ojos, que aquella guerra y todos nuestros enfrentamientos, también los presentes, son fruto de nuestra necedad, de nuestra ignorancia, de la visión mostrenca y cerril que tenemos del mundo. Imposible. Y si para nuestra desgracia quisiéramos gritarlo, si no pudiéramos contener nuestra onda expansiva, nuestro grito tendría que ser un grito mudo, sin palabras, tal y como ocurre con el alarido que no oímos pero vemos en la pintura negra que Goya nos legó, aquel Duelo a garrotazos que es quizá el mejor retrato que se ha hecho nunca de lo que nos empeñamos inútilmente en considerar las dos Españas, igualmente fanatizadas, que se dan de hostias hundidas hasta las rodillas en el barro, es decir, en su miseria moral, en su necedad.

“Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digamos a prejuzgar, que es ofensa capital, oh, es de lesa humanidad, atenta contra la dignidad: del prejuzgado, del prejuzgador, de quién no. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo esta ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral. Se requieren para todo demostraciones y pruebas; el beneficio de la duda, lo que así se ha llamado, lo ha invadido todo, sin dejarse una sola esfera por colonizar, y ha acabado por paralizarnos, por hacernos formalmente ecuánimes y escrupulosos e ingenuos, y en la práctica idiotas, completos necios”.

Y un poco más adelante, quien así habla, el octogenario, pero aún lucidísimo Peter Wheeler, aclara esta concepción de la necedad para que nadie se ofenda o para que se ofendan todos.

“Necios en sentido estricto, en el sentido latino de nescius, el que no sabe, el que carece de ciencia, o como dice vuestro diccionario, ¿conoces la definición que da? ‘Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber’, te das cuenta: lo que podía o debía saber, es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehúye enterarse y abomina de aprender. El satisfecho insipiente”.

Quizá la mayor lacra de nuestro tiempo. Y aquí hay otra denuncia, otra costra que por qué no levantar con la uña. ¿Por qué no habría que señalarla? Generalizada y peligrosamente extendida pese a esa aparente preocupación educadora de nuestros gobiernos.

“Y es así, para necia, como se educa a la gente desde la niñez, en nuestros países tan pusilánimes. No es una evolución ni una degeneración naturales, no es casual, sino algo procurado, deliberado, institucional. Todo un programa para la formación de conciencias, o para su anulación”.

Así que ante este panorama, ante tamaña estupidez, el lúcido, el desengañado, está una y otra vez tentado de decirse “calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla y entonces sálvate”. Quizá sea verdad, pero sólo quizá, que “no debería uno contar nunca nada”, porque:

“Nadie está dispuesto por tanto a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo”.


Ponencia publicada en las Actas del XIII Simposio Internacional sobre Narrativa Hispánica Contemporánea de la Fundación Luis Goytisolo, Guerra y Literatura, 2005.


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1 comentario

  1. Josefina

    Excelente esta nota. Y mi duda: ¿habrá existido el escritor franquista que cuenta al padre del protagonista el episodio de Emilio Merás, toreado?

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