Página personal de Agustín Celis

Etiqueta: Crítica literaria

La Santa María de Onetti, de Alberto Tenorio

Tres cuentos de Onetti


Onetti en mi vida

Tardé muchísimo tiempo en pillarle el punto a Juan Carlos Onetti. Creo que lo primero que me llamó la atención fue ese apellido que parece italiano pero que en realidad es de origen irlandés. Estoy hablando de lo que me ocurría hace veinte años. Me atraía el apellido y me gustaba su sonoridad vocálica. Lo conocía, por supuesto, pero no lo había leído. Entre los conocimientos de cultureta fino que poseemos todos los que hemos estudiado filología en una facultad de Filosofía y Letras, se encuentra el interminable listado de autores a los que conviene leer. Mucho antes de leerlos a todos ya conocemos sus nombres porque aparecen en los manuales de literatura y en los horrorosos apuntes que nos dan en la facultad y que, más que como invitación a adentrarnos en sus obras, sirven para disuadirnos de cualquier intentona de profundizar en sus escritos. Onetti figuraba en la nómina de los autores del boom, lo que no es exacto; por la sencilla razón de que Onetti en muy anterior al boom. En realidad es una fuente de agua pura de la que beben los autores de ese inaudito big bang que se dio entre las décadas del sesenta y setenta del siglo XX. Casi se podría decir que Onetti es el átomo que explota y origina y hace posible lo que luego serían las novelas del llamado boom. Uno de los átomos, al menos. Hay por ahí incluso quien afirmó en su día que Onetti es el “padrino oculto de la literatura latinoamericana”. Me parece una definición perfecta.

El caso es que, pese a la atracción que me provocaba el personaje, tardé bastante en decidirme a leerlo y, cuando por fin lo hice (comencé por Juntacadáveres), no terminé de entenderlo. No fue un amor a primera página, la verdad. Valoré la pulcritud de su prosa, la perfección de su escritura, el lirismo y la ternura de las imágenes, la crueldad de esa lucidez que no se amilana ante la fiera realidad y el humor de desollado vivo que encontraba en muchas de sus páginas, pero me faltó ese clic que le suena a uno en la cabeza cuando queda subyugado por una obra literaria. Una especie de interruptor que se enciende en el cerebro e ilumina las neuronas aportando una nueva visión del mundo.

Cuando leí por primera vez El astillero me pasó lo mismo, pero esta vez comprendí que había algo en mi manera de leer a Onetti que no estaba en armonía con su obra. El libro que tenía entre las manos y la forma de leerlo no concordaban, no iban de la mano. Y me di cuenta de que a Onetti no se le puede leer como a la mayoría de los autores. Ocurre a veces. Hay escritores que exigen una atención y un esmero especiales. Pienso, por ejemplo, en António Lobo Antunes, con el que me pasó lo mismo. Son como cajas fuertes que solo se pueden abrir dedicándoles un mimo muy personal, olvidándose del mundo, a base de concentración exclusiva en la ruedecilla que hay que hacer girar de un lado a otro, buscándoles la combinatoria, hasta que por fin oímos el clic y basta una última vuelta de tuerca para que la puerta se abra y podamos acceder al tesoro que la caja contiene.

Fue un cuento que para mí es muy especial el que me descubrió la manera de leer a Onetti. El que me hizo merecedor de su obra. Y lo digo sin recurrir a ninguna forma de exageración. Tú puedes hacer lo que quieras, pero la obra de Onetti hay que merecerla, y la única forma de merecerla es la que te digo; entregarse a ella con una atención total y exclusiva, sin imponerle esas tontas condiciones del lector pasivo que se cree que le está haciendo un favor al autor por leerlo. Eso no sirve. Porque leer a Onetti en condiciones es un honor y un privilegio del que uno debe hacerse merecedor con absoluta humildad; “con las rodillas de la mente dobladas”.

Hay muy pocos autores de los que uno pueda decir que ha leído y releído toda su obra. En mi caso, Onetti es uno de ellos. Vuelvo a Onetti continuamente. No pasa un año sin que no relea algo de él, y cada nueva lectura es un nuevo descubrimiento. Su obra es inagotable; no por amplia o abundante, sino por lo intensa que resulta, por lo sabia, por las múltiples posibilidades que ofrece de ampliar nuestro horizonte mental.

Por eso me he decidido a escribir esta entrada en el blog. Me apetecía recomendarte algo de Onetti. No una cualquiera de sus novelas, sino algún cuento que ofrezca las claves de su lectura, que te enseñe a leer a Onetti y te convierta en lector suyo. En lector de verdad, me refiero.

Como no quiero incurrir en el tópico del Top Ten, he pensado solo en tres de sus mejores cuentos. ¿Son mis tres cuentos preferidos de Onetti? No sabría decirte. Seguramente no. Pero en cualquier caso son tres cuentos perfectos, lo que no es decir poco. Repito: son tres cuentos perfectos, de la primera a la última palabra. No hay manera de encontrarles un pero, una falla, una zona de sombra…

Y un último apunte para terminar. Esto es una invitación, no una crítica literaria. No te alarmes, no voy a reseñarlos ni a comentar de qué van. Solo voy a procurar despertar tu interés. Me daré por satisfecho si logro que abras el google y hagas una búsqueda rápida de cada uno de ellos. Ignoro si están o no en Internet completos, pero tampoco me extrañaría. Tú mismo…

Bienvenido, Bob

¿Alguna vez te sentiste humillado por alguien? ¿En alguna ocasión viviste el drama de ser herido por alguien que estaba completamente equivocado y que aún no lo sabía? ¿Padeciste el dolor y la tragedia de una pérdida por culpa de la intervención caprichosa de un prejuicio que se encarna en un enemigo que no mereces? Si resulta que sí, seguro que sentiste el impulso de la rabia y la venganza. Es lo más normal del mundo, no te sientas mal por ello. Pero como a lo mejor resulta que eres una persona pacífica y comprensiva incapaz de actuar con violencia, pero con la suficiente crueldad en tu mente como para querer devolver el daño, quizás aprendas en este cuento la perversa forma que puede adoptar el desagravio sin perjudicar tu moralidad.

El infierno tan temido

Ya solo el título es envidiable. El infierno tan temido, ojalá se me hubiera ocurrido a mí. Y no solo el título. También la estructura, la forma de narrar, el escondido juego de voces que oculta la narración. Un cuento para gente engañada. Es decir, un cuento para todos. Fue El infierno tan temido el relato que me enseñó a leer a Onetti.

Presencia

Probablemente el último gran cuento que escribió Onetti, ya en su exilio madrileño, cuando tuvo que huir de los horrores en masa de la América Latina de los últimos años setenta del siglo XX. Algo de eso hay también en este relato. Mucho en realidad. Más bien en los márgenes, pero está presente, como una presencia invisible que nutriera la obra de significados ocultos. Se trata, con toda probabilidad, de su última obra maestra dentro del género de la narración breve. No es en absoluto un cuento de fantasmas, pero a mí me encanta considerarlo un cuento de fantasmas. Los fantasmas de los sueños y las mentiras a los que nos aferramos para mantener la ilusión y la cordura.

Juro que algún día escribiré un pequeño ensayo sobre esta maravilla del relato corto. Estoy convencido de que si hiciera un Top Ten con los títulos de los mejores relatos que me he leído en mi vida, de cualquier autor y de cualquier época, entre esas diez obras maestras estaría esta. Sin su existencia, sin su lectura obsesiva, sin su ejemplo nutritivo,  estoy seguro de que nunca hubiese escrito mi relato Mujer de terciopelo negro, que me sigue gustando bastante y que tanto le debe.

Onetti


Imagen destacada: La Santa María de Onetti, de Alberto Tenorio


Baile y sueño, de Javier Marías

Memoria de la Guerra Civil en Tu rostro mañana


De nuevo la conveniencia o inconveniencia de saber y contar

Hace ahora un año, en el XII Simposio Internacional de la Fundación Luis Goytisolo, que versaba sobre la digresión en la narrativa actual, leí una comunicación titulada “Los motivos de Javier Marías: una lectura personal de Tu rostro mañana I, donde analicé los cuatro impulsos que, en mi opinión, habían llevado a Javier Marías a la creación de su última obra. Utilicé para ello una vieja terminología acuñada por George Orwell, quien, en su ensayo “Por qué escribo”, defendió que todo autor valioso tiene cuatro motivos para escribir en prosa, a saber: egoísmo agudo, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político.

El año pasado tuve ocasión de poder discutir mis opiniones, en una de las tutorías, con la profesora Elide Pitarello, gran conocedora de la obra de Javier Marías, que había sido invitada como conferenciante al Simposio, donde leyó una conferencia sobre el mismo autor. La charla con ella fue amena y enriquecedora, intercambiamos impresiones y puntos de vista, se mostró de acuerdo con los dos primeros motivos, dudó si aceptar el tercero como válido, y estuvo en absoluto desacuerdo con el cuarto, precisamente aquel del que yo estoy más convencido, el “propósito político”, pues en mi opinión Tu rostro mañana es fundamentalmente una novela política. No lo entendía así la profesora Pitarello, quien después de exponerme sus razones al respecto y comprobar que no quedaba yo muy convencido, me sugirió que lo consultara personalmente con el autor, quien sin duda estaría encantado de despejar mis dudas.

No he tenido ocasión de hacerlo, otros asuntos me han tenido ocupado. Pero sí he vuelto a leer la obra y he reforzado mi opinión con la lectura del segundo volumen, Baile y sueño. Eso sí, me doy cuenta de que en el escrito del año pasado no aclaré una cuestión que resulta fundamental, así que lo haré ahora: por supuesto, este “propósito político” del autor nada le debe a la llamada literatura comprometida de los años 50 y 60. En absoluto. Evidentemente, Javier Marías no puede ser considerado un autor comprometido en este sentido. Yo mismo me lo imagino huyendo despavorido de cualquier compromiso.

Ahora bien, la tenacidad con que la profesora Pitarello se resistía a aceptar mi tesis resulta mucho más difícil de rebatir, lo que convierte su obstinación en un estímulo para defender mi aserto. En su conferencia, titulada Javier Marías: “Tengo el día errático y la cabeza dispersa”, encuentro esta interesante reflexión:

“Lo importante, para este escritor, es cuidar los detalles que desvían hacia la reflexión inesperada y dejar el discurso desarticulado e inconcluso, rehuyendo del enfoque ideológico como sistema de planteamiento y solución de problemas. Entonces la escritura, nacida con la razón para que deje testimonios duraderos e instrumentos de saber, se desarma en contra de sí misma. Comparada con la vida de la que deja constancia, la narración escrita es algo definitivo, el soporte que guarda la que fue “la huella del animal” (es decir del escritor vivo) y que luego se convierte en una metafórica inscripción sepulcral. La página como la losa de una tumba. Contar historias, entonces, puede ser una forma de necrofilia, según leemos en Negra espalda del tiempo”.

Y sí, es cierto. El autor mima el detalle y se desliza hacia la reflexión espontánea hasta darnos un discurso desarticulado e inconcluso que rehúye el enfoque ideológico para sostener sus planteamientos. De acuerdo. Pero este particular punto de vista, deudor de la personalísima reinvención literaria que Javier Marías hace de la figura del fantasma como estrategia narrativa, no impide que en Tu rostro mañana haya un nada inocente propósito político y hasta una más que evidente intencionalidad ética. Y lo aclaro.

El propósito político que yo encuentro en la obra de Javier Marías, intercalado en las numerosas reflexiones a que se entregan sus personajes, Jaime y Juan Deza, Peter Wheeler y Bertram Tupra, no es de naturaleza partidista, y ni siquiera tiene una intención pedagógica, instructiva, ilustrativa y, mucho menos, dogmática. Rehúye el enfoque ideológico, que diría la profesora Pitarello. Y aún más, y esta es una cuestión delicada y muy discutible (y lo digo a sabiendas de que lo es), no pretende resultar aprovechable. Se sostiene en un discurso que en realidad no va a ningún sitio. O para ser más exacto; tiene vocación de grito en el desierto. O para decirlo de otro modo; es un susurro emitido en medio de una muchedumbre, destinado a perderse en el griterío que ensordece a esa misma muchedumbre. Y me explico. Como sabemos, cada reflexión en la obra está sometida a la idea de querer llegar a más. ¿Qué más se puede decir? ¿Qué más se puede pensar sobre cualquier asunto propuesto? El de Javier Marías, el de sus personajes, es un discurso que nunca se mantiene en los límites de lo vigente, porque tampoco acepta lo vigente. Rehúye la limitación impuesta por las pautas generales que refuerzan la validez de aquello que el mundo acepta como provechoso. Por tanto, estamos ante un discurso infiel; infiel a lo establecido, a lo sabido, a lo ya dicho, a lo que cree o cree saber el mundo. Podríamos decir, incluso, que muchas de sus reflexiones resultan subversivas, pese a que nunca se pretende subvertir ningún orden, y mucho menos que nadie se amotine. Como el término subversivo es susceptible de llevar a muchos errores, prefiero utilizar una palabra aún más delicada; las suyas son las reflexiones de un lúcido. Buscan un diagnóstico, se entretienen en conocer la enfermedad, a fondo, penetra en ella, se regodea, la palpa, la huele, la analiza, incluso la diagnostica, pero se queda ahí, y habiendo ido tan lejos no cede a la tentación pedagógica, tiernamente humanitaria y moralizante, de buscar un remedio o proponer una cura. Y tampoco hace causa del logro alcanzado, sino que sigue buscando.

En general, todas las reflexiones que se hacen en Tu rostro mañana, y en particular las que se refieren al tema de la guerra, son absolutamente desinteresadas, lo que no impide (y no es paradoja) que haya en ellas una evidente intencionalidad. Podríamos preguntarnos: ¿para qué estas reflexiones? ¿Con vistas a qué especulan tanto los personajes? ¿Qué pretenden? Y aún más, ¿qué pretende el autor con ellas? ¿Acaso quiere convencernos de algo? Y si es así, ¿de qué quiere convencernos?

No creo que sea fácil responder a estas preguntas, pues el discurso de la lucidez carece de finalidad, de propósito y hasta de provecho, salvo para aquel que lo enuncia, y en todo caso, para cualquier otro lúcido que haya quedado hambriento después de zamparse con glotonería lo que el mundo o la sociedad le ha querido enseñar o imponer, pero tales criaturas no abundan. Su ansiedad no tiene límites, y lo convierte en un obsesionado que sigue buscando, que sigue corriendo para pensar más, para poder decir más y de modo diferente. El lúcido tiene una solitaria en la mente, que lo apremia y le exige alimento, una exigencia que puede llegar a ser intolerable, cuando el resultado de la reflexión sea incompatible o entre en conflicto con la visión impuesta por lo aceptado en el mundo.

Se puede llegar así, de tanto ver, al escepticismo más radical, de ahí lo subversivo de que hablábamos antes. Pero cuidado, también el escepticismo se puede convertir en dogma. El lúcido, y los personajes de Javier Marías lo son, rechazará esta clase de escepticismo, tan actual. Vivimos en una época tan paradójica que, extrañamente, los escépticos son los que más pontifican desde sus atalayas laicas o eclesiásticas. Falsos escépticos, habría que añadir, escépticos fanatizados, y, por eso, porque el vocablo escepticismo se ha extendido tanto y tal mal, o tan edulcorado, para comprender a los personajes de Javier Marías tal vez haya que utilizar otro más adecuado, y se me ocurre éste: desencanto, o más bien desengaño, entendiendo el desengaño como el dolor ante la pérdida de las certezas. Puede que eso sean los personajes de Javier Marías, al menos en Tu rostro mañana, lúcidos desengañados que vuelven a plantearse una vez más, también en esta obra, el tema de la conveniencia, o inconveniencia, de saber y contar lo sabido. Pero el de ellos es un desengaño sin histeria, sin tontorrona amargura, sin violencia. Es un desengaño absolutamente pacífico, de ahí que resulte excesivo utilizar la palabra “subversivo”. Es tal el desengaño de los personajes, que a menudo resulta incompatible con la vida, y por eso al lector le queda esa impresión de que los personajes de Javier Marías apenas viven, o que sólo piensan.

Debido a este desengaño, sus personajes saben que hay que estar prevenido contra las mentiras derivadas de los relatos, de cualquier relato, pero sobre todo de aquellos que refieren un horror, los relatos de la guerra, por ejemplo, tan fácilmente manipulables.

“Seguramente es el destino de todo horror y de toda guerra, pensé, acabar embellecidos y abstractos por la repetición del relato y alimentar fantasías juveniles o adultas, al cabo del tiempo, más rápidamente si la guerra es extranjera, quizá la nuestra ya sea para muchos de fuera tan literaria y remota como la Revolución Francesa y las campañas napoleónicas, o quién sabe si como el sitio de Numancia y aun el de Troya. Y sin embargo mi padre había estado a punto de morir en ella con el uniforme de la República en nuestra ciudad asediada, y había sufrido a su término simulacro de proceso y prisión franquistas, y a un tío mío lo habían matado en Madrid a los diecisiete años y a sangre fría los del otro bando –el bando partido en tantos, lleno así de calumnias y purgas-, los milicianos sin control ni uniforme que daban el paseo a cualquiera, lo habían matado por nada a la edad en que casi sólo se fantasea y no hay más que ensueños, y su hermana mayor, mi madre, había buscado su cadáver por esa misma ciudad sitiada sin encontrarlo, sólo la burocrática y minúscula foto de ese cadáver, yo la he visto y yo ahora la guardo. Quizá también en mi país todo aquello se iba haciendo ficticio y no me había dado cuenta, todo es cada vez más veloz, menos duradero, y se da de baja y se archiva más pronto, y nuestro pasado se hace cada vez más denso y amontonado y nutrido porque se decreta –y aun llega a creerse- que el ayer es ya caduco y el anteayer sólo historia, e inmemorial lo de hace un año”.

El lúcido, de mirada implacable, advierte ya de entrada el carácter ilusorio del cuento, y al advertirlo lo está ya negando. Él sabe que es tan sólo apariencia.

“(…) nada es nunca objetivo y todo puede ser tergiversado y distorsionado, de que ningún mérito ni valor lo son en sí mismos sin un reconocimiento ajeno que las más de las veces es puramente arbitrario, de que los hechos y las actitudes dependen siempre de la intención que se les atribuya y la interpretación que quiera dárseles, y sin esa interpretación no son nada, no existen, son neutros o pueden sin más ser negados”.

Sin embargo, si el lúcido cae en la tentación de volver a contar lo que ha llegado a saber, inevitablemente su relato tendrá mucho de denuncia, de insolente denuncia. No se permite el lujo de engañarse, evita el consuelo de la máscara, querrá desmontar el artificio construido alrededor de la historia que ha conocido. Su comprensión no tiene sombras. Es lo que ocurre en el episodio de Andreu Nin, largamente evocado en Fiebre y Lanza. El dictamen es rotundo.

“Y aunque no fue ángel ni santo ni siquiera inofensivo (quién pudo serlo en aquella guerra), su asesinato y el de sus camaradas (algún historiador cifraba en centenares y algún otro en millares los miembros del POUM y anarquistas de la CNT enviados a la fosa por Orlov y sus acólitos españoles y rusos), así como la difamación difundida y creída por demasiados y que ni siquiera cesó tras su supresión física y el aplastamiento de su partido, constituyeron, según casi todas las voces que escuché en las páginas de aquella noche silenciosa junto al río Cherwell, la mayor y más dañina vileza cometida por un bando contra gente de su propio bando durante la Guerra”.

Quien denuncia las apariencias sabe que aquí no hay santos ni diablos, que aquí no hay buenos ni malos, y por eso se aleja de las versiones oficiales como si de una peste se tratara. No se casa con nadie. No duerme en cama ajena. Y ni siquiera se enorgullece de su postura. Para él es tan simple como mirar un cuadro y verlo en toda su complejidad.

“en el 36, cuando la sublevación militar y la ‘revolución’ simultáneas del 18 de julio convirtieron los días y semanas siguientes en un absoluto caos aprovechado por ambos bandos (cada uno en los territorios bajo su dominio) para ajustar rápidas e irreversibles cuentas y matar a mansalva sin control alguno”.

Lo que sí le queda, y esto es inevitable e inherente o inseparable de su condición de analista desapasionado, es la duda. La duda de por qué ocurrió y qué sentido tuvo, y será precisamente la solución a esta duda lo que lo conduzca a contar o a callar, dos trámites igualmente absurdos y sin importancia, una vez conocidas las conveniencias e inconveniencias de dar cumplimiento al relato. Un buen ejemplo es el caso del tío de Jaime Deza, asesinado al inicio de la guerra.

“Quién sabe por qué lo prendieron los que se lo llevaron a la cheka de la calle Fomento junto con una amiga que lo acompañaba y que corrió su mismo negro destino prematuro y raudo. Acaso porque él se hubiera puesto por la mañana una insensata corbata y no les vieran suficiente pinta revolucionaria (…), o porque no saludaron con el puño en alto, o porque una imprudente crucecita o medalla le colgara a ella del cuello, culpas así eran motivo para recibir un tiro en la sien o una descarga en el pecho en aquellos días de la suspicacia aguda como coartada para el asesinato superfluo, lo mismo que en el otro lado no alzar el brazo a la fascista o la nazi, u ofrecer un aspecto de deliberación proletaria, o haber sido lector de los periódicos republicanos, o tener fama de pasar de largo ante las innumerables iglesias peninsulares, las del suelo patrio”.

El lúcido se resiste a tomar partido. Como todo observador implacable, renuncia a convertirse a una causa, de ahí que en Tu rostro mañana los personajes de Javier Marías repasen lo ocurrido en la guerra civil en ambos bandos, y ninguno de esos dos bandos sale bien parado. A nada se adhieren y de nada abjuran. Puede que a veces sientan la tentación de coincidir con algo, una postura, por ejemplo, o una idea o una conclusión, pero de repente vuelve a aparecer el desengaño que los coloca en el lugar en donde siempre estuvieron. El horror de lo que comprenden los sume de nuevo en la nada a la que está forzado el lúcido, condenado sólo a ver o a saber.

“Durante los primeros meses de la Guerra uno veía detenciones por doquier, a empellones y a culatazos a veces, o cacerías en las casas, sacaban y se llevaban a las familias enteras y a quienes estuvieran allí de visita, podía uno cruzarse  con una persecución o un tiroteo en la esquina menos pensada, y oía de noche las descargas de los fusilamientos en las afueras, los llamados paseos, o disparos secos y aislados, de los pacos en las azoteas al atardecer o muy de mañana, sobre todo los primeros días (los francotiradores, ya sabes), o si sonaban de madrugada eran tiros a quemarropa en la sien o en la nuca, junto a las cunetas o no siempre allí, a veces hasta lo veía uno si tenía muy mala pata, veía saltar los sesos de alguien arrodillado, no es metafórico, o salir masa encefálica. Lo mejor era seguir, no mirar, alejarse rápido, no podía uno hacer nada, después de verlo, y si lo veía sólo de reojo podía darse con un canto en los dientes. Había verdugos que empezaban al anochecer, les daba pereza alejarse si no tenían coche disponible o andaban cortos de combustible, así que se metían en un callejón con escaso tránsito y allí liquidaban, se impacientaban y no eran capaces de esperar que la ciudad medio durmiese, porque del todo ya nunca volvió a dormir, durante tres largos años de asedio, hambre y frío ni tampoco después, a partir del 39 la policía de Franco irrumpía en plena noche en las casas, en los mismos años en que la Gestapo lo hacía en el resto de Europa, eran primos hermanos. Más organizados, muchos fusilamientos los llevaban a cabo directamente en los cementerios, después del cierre o los cerraban al efecto; así que en algunas zonas se siguieron oyendo descargas en mitad de la noche durante bastante tiempo, tiempo de paz proclamada. No había mucha paz todavía, o sólo para los de ese bando, ellos sí dormían tranquilos. Nunca me explicaré cómo podían estarlo tanto, con toda aquella matanza. Es más. Había algunos decentes, pero la mayoría estaban ufanos”.

Tan ufanos en uno como en otro bando, si es que de verdad hubo sólo dos bandos y no tantos como criminales participaron en aquella barbarie que duró tres años, y cuya onda expansiva llega hasta nuestros días. Tan ufanos como aquella madrileña de la que nos habla en Baile y Sueño, el segundo volumen de la obra. Tan ufanos como aquella republicana, tan de izquierdas ella, tan revolucionaria, tan subversiva, que se jactaba en un autobús de una hazaña vil.

“Mira, ahí vivían unos ricos que nos los llevamos a todos y les dimos el paseo. Y a un crío pequeño que tenían, lo saqué de la cuna, lo agarré por los pies, di unas cuantas vueltas y lo estampé allí mismo contra la pared. Ni uno dejamos, a la mierda la familia entera”.

Y la sola recuperación de este episodio, su simple enunciación, elegida de entre otras tantas posibles, es ya una denuncia, y en su recuerdo o rescate del olvido hay ya un propósito político evidente, como lo hay también en aquella otra anécdota que le refiere Juan Deza a su hijo, el protagonista y narrador de la obra, aquella muerte con toreo y lidia incluida de un tal Emilio Marés en la que participó un escritor muy franquista y muy fascista que sin embargo no tuvo ningún reparo luego, cuando la santa transición, en pasar por muy de izquierdas, con clara manipulación de su propia historia. La manipulación de lo ocurrido en la guerra también como forma de salvarse. Así de fácil resulta salvarse en tiempos de paz, en contraste con lo difícil que le resultaba a cualquier persona honesta salvarse en tiempos de horror y barbarie. Era difícil, era casi un milagro, toda una suerte.

“Así que ya lo creo que tuvo suerte mi padre, dentro de todo, al acabar la Guerra, cuando muchos de los vencedores pensaban sólo en desquitarse, de cosas como la de mi tío y aún de otras muchas peores, y también de los miedos pasados o de la frustración padecida o de las debilidades mostradas o de la compasión recibida, o de lo imaginario o de nada en numerosos casos –tan propicio el clima para la venganza, la usurpación, el resarcimiento, y para el cumplimiento increíble de los más quiméricos sueños del despecho y la envidia y la rabia-, y cuando algunos con más cerebro abrigaban otra idea más amplia y abarcadora, menos pasional y más abstracta, pero de resultados igualmente sangrientos al quererse llevar a la práctica: la de la eliminación total del enemigo, la del derrotado, y luego la del sospechoso, y la del neutral y el ambiguo y la del no fanático y la del no entusiasta, y luego la del moderado y el remiso y el tibio, y siempre la del que les cayó antipático”.

La media España que muere de la otra mitad, según el famoso dictamen de Larra; las dos Españas que le han de helar el corazón al españolito que viene al mundo ignorando que debe desear que dios le guarde, según dejó dicho, palabras más, palabras menos, don Antonio Machado.

Y luego puede que esté el deseo de comprender los móviles de esas dos Españas en continuo enfrentamiento, si es verdad (y lo diré de nuevo aun a sabiendas de que me repito) que existen o alguna vez existieron sólo dos, y no son más bien muchas Españas, tantas como españolitos que vienen al mundo con su despecho, su envidia y su rabia, a dar rienda suelta, a la menor ocasión que tengan, a la venganza, la usurpación y el resarcimiento. ¿Cuánto tiempo no se habrá perdido en tratar de comprender a los unos y a los otros? Y ¿para qué?, se pregunta el lúcido. ¿Para qué comprenderlos?

“Hay una obsesión por comprender lo odioso, en el fondo hay una malsana fascinación por ello, y a los odiosos se les hace con esto un inmenso favor. Yo no comparto esa curiosidad infinita de nuestro tiempo por lo que en ningún caso tiene justificación, aunque se le encontrasen mil justificaciones distintas, psicológicas, sociológicas, biográficas, religiosas, históricas, culturales, patrióticas, políticas, idiosincrásicas, económicas, antropológicas, lo mismo da. Yo no puedo perder mi tiempo en indagar sobre lo  malo y lo pernicioso, su interés es mediano siempre en el mejor de los casos y a menudo nulo, te lo aseguro, he visto mucho. El mal suele ser simple, aunque a veces no tan simple, si eres capaz de apreciar el matiz. Pero hay indagaciones que manchan, y hasta las hay que contagian sin dar nada valioso a cambio”.

Quizá lo mejor (está siempre tentado de pensar el desengañado), lo más inteligente sería no saber, mantenerse en la más completa ignorancia, no descubrir, no entender, no oír lo que vengan a contarnos. Tampoco contar nunca nada. Y ni siquiera ver, y mucho menos mirar. No saber nunca nada para estar a salvo.

“como si hubiera tenido repentina conciencia de que uno no es responsable de lo que ve pero sí de lo que mira, de que lo segundo puede rehuirse siempre –puede elegirse- tras la visión inevitable primera, la que es traicionera, involuntaria, fugaz, la llegada por sorpresa, uno puede cerrar los ojos o tapárselos con la mano en el acto, o volver la cara, o elige pasar velozmente una página sin detenerse en ella (‘Pásala, pásala, que yo no quiero tu horror ni tu sufrimiento. Pásala, y entonces sálvate’)”.

Pero puede, a su vez, que tampoco esto sea un buen plan. ¿No sería una inconveniencia, un freno, un lastre que nos impida conocer el mundo? ¿No sería más conveniente el recuerdo de lo acaecido? ¿De verdad es una solución pasar la página y no leerla, no saber de su existencia? ¿De verdad no se debe conservar memoria de los hechos? No. Tampoco es prudente ni favorable ignorar lo pasado.

“No sé yo ahora, hay esa tendencia a encerrar a los niños en una burbuja de felicidad entontecedora y sosiego falso, a no ponerlos en contacto ni siquiera con lo inquietante, y a evitar que conozcan el miedo y hasta que sepan de su existencia, creo que circulan por ahí, que hay quienes les dan a leer o les leen versiones censuradas, amañadas o edulcoradas de los cuentos de Grimm y de Perrault y Andersen, desprovistas de lo tenebroso y cruel, de lo amenazador y siniestro, a lo mejor hasta de los disgustos y los engaños. Una estupidez descomunal desde mi punto de vista. Padres ñoños. Educadores irresponsables. Yo eso lo consideraría un delito, por desamparo y por omisión de ayuda. Porque a los niños los protege mucho percibir el miedo ajeno, y así concebirlo con serenidad, desde su seguridad de fondo; experimentarlo vicariamente, a través de otros, sobre todo por personajes de ficción interpuestos, como un contagio de corta duración, y además sólo prestado, y no tanto como fingido. Imaginarse algo es empezar a resistirlo, y eso es también aplicable a lo ya sucedido: uno resiste mejor las desgracias si después logra imaginarlas, después de haberlas sufrido. Y claro, el recurso más común de la gente para eso es relatarlas”.

¿No deberíamos relatar, por tanto, los episodios de nuestra Guerra Civil, aun los más tenebrosos y crueles? ¿No deberíamos conocerlos y contarlos, aun a pesar de nuestra inicial precaución o deseo de no querer saber y no querer contar nunca nada? ¿No estaríamos menos desamparados en el mundo conociéndolos? ¿No estaríamos cometiendo un delito de lesa humanidad por omisión de ayuda si, sabiendo de ellos, nos los calláramos? Quizá esto implique ya un cierto compromiso con la realidad, una realidad tantas veces abocada a una repetición perversa. ¿Podríamos, acaso, evitar esa repetición conociendo la violencia pasada? Pero no, tal vez no, quizá no podríamos, y en tantos casos ni sabríamos ni querríamos. Y aún peor, al no saber y no querer, ni siquiera podríamos comprender lo ocurrido, por desastroso que haya podido ser. Y aún más, aún mucho peor, ni siquiera nos avergonzaríamos por el horror que hemos provocado o alentado. Y así, en la actualidad, puede que nuestra generación, que no ha conocido ninguna guerra, ni siquiera sepa ya lo que es la violencia real, esa que ocurre en sitios lejanos y conocemos tan sólo por la televisión y las películas, una violencia que nos parece inocua de tan lejana como la vemos. Nuestra ignorancia de lo que es de verdad una guerra, inevitablemente nos ha alterado la visión de lo que es la verdadera violencia, y así ocurre que nos hemos quedado sin recursos, y por tanto impelidos a volver a ser violentos con total frivolidad.

“Pero mira si han variado las cosas, y las actitudes: cuando se le declaró la Guerra a Hitler, y quizá no ha habido ocasión en que se hiciera más necesaria y justificable una guerra, el propio Churchill escribió al respecto que el mero hecho de haberse llegado a aquel punto y a aquel fracaso convertía a los responsables, por honrosos que fueran sus motivos, en culpables ante la Historia. Se estaba refiriendo al gobierno de su país y al de Francia, entiendes, y por extensión a sí mismo, aunque él bien habría querido que esa culpa y ese fracaso los hubieran alcanzado antes, cuando la situación no les era tan adversa ni habría sido tan cruento y grave librar esa posible guerra. “En esta amarga historia de juicios erróneos efectuados por personas capaces y bienintencionadas…”, así dijo”.

Y sin embargo aquí estamos nosotros, completamente desmemoriados, o están los descendientes de Churchill, los que ahora gobiernan el mundo, a quienes quizá resulte excesivo llamar personas capaces y bienintencionadas, quienes ahora:

“desatan guerras innecesarias, interesadas, sin ningún motivo honroso, evitando otros recursos si es que no torpedeándolos. Y a diferencia de Churchill, ni siquiera se avergüenzan de ellas. Ni siquiera las deploran. Ni por supuesto se disculpan, hoy no existe eso en el mundo…”.

Quizá no sea tan malo saber y contar. Pero conviene también estar alerta sobre la clase de conocimiento de que se hace gala. Y en cuanto a contar lo sabido, ¿cómo distinguir lo que se puede y lo que no se puede contar? ¿Y cuándo contar lo que sí es conveniente que se sepa? Y sobre todo, a quién contarlo, porque no todo el mundo está dispuesto a escuchar, y mucho menos a saber, o al menos a saber según qué cosas, qué historia, que versión de los hechos. La historia siempre tan fácil de manipular.

“Tenía razón Toby en eso, hay cosas que ya no pueden contarse aunque hayan pasado, o difícilmente. Los hechos de guerra suenan pueriles en los tiempos de relativa paz, y que algo haya ocurrido no es suficiente para admitir su relato, no basta con que sea cierto para resultar plausible. La verdad se vuelve inverosímil a veces con el paso del tiempo; se aleja, y entonces parece fábula, o ya no más la verdad. A mí mismo me parecen ficticios episodios que yo he vivido. Episodios importantes, pero de los que el tiempo que sigue comienza a dudar, quizá no tanto el propio, el de uno, cuanto las épocas, son las épocas nuevas las que rebajan lo anterior y lo que ellas no vieron, no sé, casi como si le tuvieran celos. A menudo el presente infantiliza el pasado, tiende a convertirlo en fantasioso y pueril, y así nos lo deja inservible, nos lo estropea”.

Es lo que ocurre en nuestro días con la Guerra Civil española. Son muchos, la mayoría, los que se niegan a aceptar la barbarie que en aquellos años se llevó a cabo, indistintamente en uno y otro bando. Setenta años después resulta inconveniente contar la historia mirándola de frente. Sería una inconveniencia. Se prefieren las versiones sesgadas, el relato manipulado, la interpretación parcial, la narración light que dé para una serie de televisión de sobremesa o para alguna película anual que muestre pero no acuse, y si acusa que no los acuse a todos, sólo a unos cuantos, a los malos que acabaron con los buenos, o a los buenos que resultaron después no ser tan buenos, dualismo maniqueo que se pierde en la dicotomía que obliga a poner la cámara en una de las dos Españas, planteamiento intercambiable según el criterio de la facción que produce y rueda, o que escribe. En todo caso, explicaciones ñoñas que a nada conducen. Para eso mejor no contar nada y guardar silencio.

Cómo contar, se pregunta el desengañado o el hombre honesto, una historia de la guerra civil donde nadie sale bien parado, ninguno de los dos bandos. ¿Quién querría eso en nuestros días tan frívolos, ñoños, olvidadizos y manipuladores. Con total seguridad no le gustaría a nadie una visión que viniera avalada por un juicio imparcial por lúcido, y por lúcido inconveniente, obstinado, insolente y disolvente, que ni remedia ni cura, ni falta que hace, que no se casa con nadie, incorregiblemente acusador a diestro y siniestro, que no repara en ángeles y demonios, republicanos o nacionales, rojos o azules, de bandera bicolor o tricolor. La guerra Civil española como lo que fue, una salvajada protagonizada por la rabia, el rencor, la insania, y por supuesto, los dos vicios nacionales que arrastra el español por lo menos desde el siglo XV, a saber, la envidia y la delación, el espíritu del malsín, tan español, del que nos habló por extenso, ya en su día, don Américo Castro. ¿No fue, acaso, por envidia y vicio delator que fue vilmente acusado, y por un viejo amigo, el padre del protagonista de Tu rostro mañana, trasunto de don Julián Marías?

Cómo decirles a los españoles, a la cara, de frente, mirándoles a los ojos, que aquella guerra y todos nuestros enfrentamientos, también los presentes, son fruto de nuestra necedad, de nuestra ignorancia, de la visión mostrenca y cerril que tenemos del mundo. Imposible. Y si para nuestra desgracia quisiéramos gritarlo, si no pudiéramos contener nuestra onda expansiva, nuestro grito tendría que ser un grito mudo, sin palabras, tal y como ocurre con el alarido que no oímos pero vemos en la pintura negra que Goya nos legó, aquel Duelo a garrotazos que es quizá el mejor retrato que se ha hecho nunca de lo que nos empeñamos inútilmente en considerar las dos Españas, igualmente fanatizadas, que se dan de hostias hundidas hasta las rodillas en el barro, es decir, en su miseria moral, en su necedad.

“Nuestros tiempos se han hecho ñoños, melindrosos, en verdad mojigatos. Nadie quiere ver nada de lo que hay que ver, ni se atreve a mirar, todavía menos a lanzar o arriesgar una apuesta, a precaverse, a prever, a juzgar, no digamos a prejuzgar, que es ofensa capital, oh, es de lesa humanidad, atenta contra la dignidad: del prejuzgado, del prejuzgador, de quién no. Nadie osa ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo esta ahí, quizá callado o quizá muy lacónico, pero manifiesto. Nadie quiere saber; y a saber de antemano, bueno, a eso se le tiene horror, horror biográfico y horror moral. Se requieren para todo demostraciones y pruebas; el beneficio de la duda, lo que así se ha llamado, lo ha invadido todo, sin dejarse una sola esfera por colonizar, y ha acabado por paralizarnos, por hacernos formalmente ecuánimes y escrupulosos e ingenuos, y en la práctica idiotas, completos necios”.

Y un poco más adelante, quien así habla, el octogenario, pero aún lucidísimo Peter Wheeler, aclara esta concepción de la necedad para que nadie se ofenda o para que se ofendan todos.

“Necios en sentido estricto, en el sentido latino de nescius, el que no sabe, el que carece de ciencia, o como dice vuestro diccionario, ¿conoces la definición que da? ‘Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber’, te das cuenta: lo que podía o debía saber, es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehúye enterarse y abomina de aprender. El satisfecho insipiente”.

Quizá la mayor lacra de nuestro tiempo. Y aquí hay otra denuncia, otra costra que por qué no levantar con la uña. ¿Por qué no habría que señalarla? Generalizada y peligrosamente extendida pese a esa aparente preocupación educadora de nuestros gobiernos.

“Y es así, para necia, como se educa a la gente desde la niñez, en nuestros países tan pusilánimes. No es una evolución ni una degeneración naturales, no es casual, sino algo procurado, deliberado, institucional. Todo un programa para la formación de conciencias, o para su anulación”.

Así que ante este panorama, ante tamaña estupidez, el lúcido, el desengañado, está una y otra vez tentado de decirse “calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla y entonces sálvate”. Quizá sea verdad, pero sólo quizá, que “no debería uno contar nunca nada”, porque:

“Nadie está dispuesto por tanto a saber con certeza nada, porque las certezas se han abolido, como si estuvieran apestadas. Y así nos va, y así va el mundo”.


Ponencia publicada en las Actas del XIII Simposio Internacional sobre Narrativa Hispánica Contemporánea de la Fundación Luis Goytisolo, Guerra y Literatura, 2005.


Fiebre y Lanza, de Javier Marías

Los motivos de Javier Marías


Una lectura de Tu rostro mañana, I

Como sabe todo el que ha leído Fiebre y Lanza, titulo del primer volumen de la última novela de Javier Marías, el libro se abre con un aforismo que sorprende al lector, y  que lo obliga a cuestionarse ya de entrada, desde el inicio, el propósito que mueve al personaje narrador a contar lo que va a contar. La novela arranca con las siguientes palabras:

“No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido”.

Como sabrá también todo el que haya seguido la obra de Javier Marías, la suya es una literatura fundamentalmente digresiva, es decir, tendente a la reflexión libre y especulativa, al razonamiento discursivo. No obstante, conviene destacar que la digresión practicada por este autor no es sólo una dilación o una interrupción en el discurso narrativo, sino sobre todo un impulso o un envite, una estrategia expresiva dentro de la narración, una herramienta que se utiliza para que la historia ruede y avance. En una entrevista reciente concedida al diario El País, Javier Marías defiende su tendencia a la digresión de este modo:

“mi intención es que ante mis dilaciones literarias cada interrupción tenga un interés en sí mismo aun a riesgo de olvidar dónde estamos. Me gustaría ser el tipo de escritor como los que me gustan a mí: que me dé igual de lo que hablen, quiero sólo que sigan hablando.”

Y un poco más adelante concluye:

“Ojalá prevalezca la voz persuasiva de lo que se está contando y que cada cosa tenga interés”.

Es decir, que cada reflexión tenga interés en sí misma. Y he aquí que en la última novela el narrador comienza su historia con una reflexión como ésta: “no debería uno contar nunca nada”, lo que resulta paradójico en una novela que va a constar finalmente de tres volúmenes y más de un millar de páginas. Es más, a medida que el lector se adentra en Tu rostro mañana se va percatando de que al narrador lo sacude un constante deseo de narrar y de que los otros sepan, y piensen y reflexionen sobre aquello que él ha llegado a saber y se atreve a contar, lo que es ya una constante en los libros de Marías, que tanto ha reflexionado sobre la necesidad y la conveniencia, o no, de saber y de revelar lo sabido a los otros.

Conviene recordar también que quien nos cuenta la historia en la última novela es Jaime Deza (o Jacobo, o Jacques, o Jack o incluso Iago), el mismo narrador de Todas las almas, aunque en esta última no se revelara su nombre. Como todos ustedes saben, este personaje ha sido identificado en más de una ocasión con el propio autor, como una especie de alter egoal que ha prestado vivencias, pensamientos y una muy parecida visión de la realidad y de los hombres. Y aún más, incluso la memoria familiar es parecida, por no decir semejante. Por poner sólo un ejemplo, el padre de Jaime Deza fue víctima de la misma infamia y la misma traición que el padre del autor, don Julián Marías, recién terminada la guerra.

Con toda probabilidad, Tu rostro mañana es la más digresiva de todas las digresivas novelas de Javier Marías y, de modo inevitable, al terminar de leerla, como lector no tuve más remedio que hacerme la siguiente pregunta: ¿cuáles son los motivos que han llevado al narrador a divagar sobre tantos temas y a hacernos partícipes de las divagaciones de otros personajes sólo por él conocidos, olvidando su precaución inicial de no contar nunca nada?

Para responderme a esta pregunta he recurrido a un viejo artículo de George Orwell, donde este autor reflexiona sobre los motivos de los que se vale todo escritor valioso para atreverse a escribir y, por tanto, a contar. Pero téngase en cuenta que el título de este ensayo no es “Los motivos de Jaime Deza”, sino “Los motivos de Javier Marías”. Se me podrá acusar de incurrir en uno de los más graves errores que puede cometer un lector, y en el que sólo incurren los malos lectores, a saber: la identificación del narrador con el autor. Pero no; sabemos de sobra que Jaime Deza no es Javier Marías, pero como el propio Marías viene jugando con esta identificación desde Todas las almas, prestándole parte de su memoria y experiencia a este personaje, considero legítimo que el lector participe también en el juego que el autor le propone, para una mayor comprensión de los propósitos del escritor y de su obra.

Así pues, siguiendo la certera terminología acuñada por George Orwell en su ensayo titulado “Por qué escribo”, afirmo que los motivos de Javier Marías son cuatro: egoísmo agudo, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político.

Quiero dejar claro que el calificativo de egoísta agudo no es ningún insulto. De hecho, el propio Marías, en un artículo de 1990 titulado “Elogio del egoísta” recogía más o menos, y hasta defendía, esta manera de entender el egoísmo. Según Orwell, y según yo mismo, los egoístas agudos son “los bien dotados, los voluntariosos decididos a vivir su propia vida hasta el final”, sin inmiscuirse por ello en la de los demás, a quienes observan con lucidez. Muchas de las reflexiones que recoge el libro, sobre todo las que tratan sobre la soledad, la vejez, las certezas, el desprecio de que es objeto actualmente la intimidad, o incluso las que tratan sobre la vida en pareja responden a este egoísmo agudo. De hecho, en la segunda parte de Fiebre y Lanza, el informe que se hace sobre Jaime Deza para valorar su incorporación al servicio secreto que acabará convirtiéndolo en un “intérprete de vidas”, un “traductor de personas” o un “anticipador de historias” capaz de ver la verdad que ocultan los rostros de los otros, no es otra cosa que una radiografía del perfecto egoísta agudo. En su artículo de 1990, Javier Marías ya decía esto del egoísta:

“Es una de las pocas y agradables figuras que, por suerte, no intenta convertir ni salvar a nadie. Y es por ello, en última instancia, el único capaz de ver la verdad”.

Por entusiasmo estético entendemos la belleza lograda, el placer que provoca el impacto de cada una de las palabras en la novela, el relato bien construido, pero también la aspiración de compartir con los otros una historia que creemos valiosa. A estas alturas, nadie duda de la alta calidad estilística de la obra de Javier Marías. No hay que olvidar que sus digresiones siempre resultan muy cuidadas. Sus personajes, aun cuando están dialogando, no sólo se limitan a decir cosas muy interesantes, sino que las dicen muy bien. Son esmerados estilistas en la exposición de sus pensamientos. Ello quizá se deba al deseo del autor de que sus digresiones tengan interés por sí mismas, con independencia de la trama en la que están inscritas.

En palabras de George Orwell, el impulso histórico es el “deseo de ver las cosas como son para hallar los hechos verdaderos y almacenarlos para la posteridad”. Hoy por hoy, a esto se le llama deseo de recuperar la memoria histórica (téngase en cuenta que digo “recuperar”, no “revisar”).  Y sobran los ejemplos en todo el libro. Éste es el más constante de los propósitos de la novela. Ese deseo de “ver las cosas como son” recorre, de principio a fin, Tu rostro mañana. Cuando Jaime Deza es contratado para trabajar en los servicios secretos británicos dependientes del MI6, lo que se le encarga es precisamente eso: que vea las cosas tal y como son, no sólo en el momento de la visión, en el presente actual, sino también en el futuro; que sea capaz de anticipar, con sólo mirar un rostro, las traiciones, delaciones e infamias que puede cometer cualquier individuo, porque en sí lleva las “probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y de circunstancias que por fin las conduzca a su cumplimiento”. Lo que se le encomienda al personaje no es sólo que vea el verdadero rostro de hoy, sino también el rostro de mañana. Todo el capítulo dedicado al secuestro, la tortura y la muerte de Andreu Nin responde también a esta actitud, al igual que la reivindicación de la figura del padre del narrador, trasunto de don Julián Marías, y muchos de los comentarios del profesor Peter Wheeler amplían y estudian este particular.

Por último, el propósito político. En su ensayo, George Orwell utiliza la palabra “político” en el sentido más amplio posible, y de este modo debemos entender también la última obra de Javier Marías, que tiene mucho de novela política. Este propósito responde al “deseo de empujar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea que tienen los demás sobre la clase de sociedad que deberían esforzarse en conseguir”. Por poner un solo ejemplo, el repaso que hace el profesor Peter Wheeler a la Guerra Civil Española y a la Segunda Guerra Mundial ofrece una lúcida visión política no sólo de esa época pasada, sino también de ésta como consecuencia de aquélla. No salen demasiado bien parados los gobiernos actuales, a los que se tacha de corruptos. Esos mismos gobiernos que con todo tipo de injustificables excusas han iniciado una peligrosa restricción de las libertades tras el atentado terrorista del 11S. En un momento de la novela, el octogenario profesor concluye uno de sus parlamentos con la siguiente afirmación:

“Y aunque no seamos ya muchos los vivos que participamos activamente en la Segunda Mundial, para nosotros es una ofensa y una burla grave lo que en nombre de la seguridad, oh prehistórico pretexto, se proponen hacer e imponer estos tontos a la vez pusilánimes y autoritarios. No luchamos contra quienes querían controlar todos y cada uno de los aspectos de la vida de los individuos para que ahora vengan nuestros nietos a dar taimado pero cabal cumplimiento a las fantasías chifladas de los enemigos que ya vencimos”.

Y concluyo. Aunque son muchos los temas sobre los que reflexiona Javier Marías en Tu rostro mañana, todos ellos responden a estos cuatro motivos. Lo dicho sobre la muerte, la vejez, las certezas, el mal, la delación, los secretos, la memoria y el olvido, lo que se debe contar y lo que conviene callar, el conocimiento y la ignorancia, las ficciones que se terminan viviendo y las realidades inventadas, las amenazas que acechan a la integridad, los peligros que corre el hombre honesto, el silencio, la charlatanería de los ignorantes, la ñoñería y la soberbia de la época en que vivimos, la mediocridad de una sociedad en la que triunfan tantos mamarrachos o la corrupción generalizada de los gobiernos, participan de un modo u otro del egoísmo agudo, el entusiasmo estético, el impulso histórico y el propósito político que han llevado a Javier Marías a la realización de su última novela.

Y aunque nunca se deba contar nada, como también dice Jaime Deza, o es el propio Marías quien lo afirma, “contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento”.


Bibliografía:

Javier Marías, Tu rostro mañana I. Fiebre y lanza, Ed. Alfaguara, Madrid, 2002.
George Orwell, “¿Por qué escribo?”, en A mi manera, Ed. Destino, Madrid, 1976.
Javier Marías, “Elogio del egoísta”, Pasiones Pasadas, Ed. Alfaguara, Madrid, 1999
Entrevista de Ángeles García, El País, 3 de Octubre de 2004.

Ponencia publicada en las Actas del XII Simposio Internacional sobre Narrativa Hispánica Contemporánea de la Fundación Luis Goytisolo, La novela digresiva en España, 2004.


El escritor y sus súbditos

La imposible rebeldía de los personajes en Antonio Soler y Juan Carlos Onetti

 Hay escritores complacidos que mantienen con sus personajes una relación de igual a igual, como dos presos que comparten sin convicción la misma celda y escuchan por cortesía las miserias del otro mientras esperan su turno para confesar. Son aquellos que afirman, muy seriamente y sin el menor asomo de pudor, que llega un momento en el relato, poco importa que sea novela o cuento, en que los personajes creados por ellos cobran vida propia e independiente y se les rebelan, que comienzan de pronto a hacer y decir lo que quieren, sin que el autor pueda hacer nada para impedirlo. Por asombroso que esto pueda parecer, no son pocos los autores que afirman haber padecido en sus obras este tipo de rebeliones, y la verdad es que no escasean las malas novelas donde el lector atento tiene la impresión de que el autor no llega a controlar los disparates que cometen sus criaturas.

 Juan Carlos Onetti, uno de los dos autores estudiados en este trabajo, nos refirió en su día una divertida anécdota que ilustra adecuadamente este asunto y la opinión que a nosotros nos merece. En una reunión de intelectuales a la que él asistió, una amiga escritora contó muy ufana y perpleja que en su nueva novela los personajes habían comenzado ya a hacer de las suyas y que ella, incapaz de controlarlos, se limitaba a trasladar al papel lo que ellos le iban dictando, convencida como estaba de que el novelista debe escuchar y atender las revelaciones que le hacen a diario sus personajes. En una situación como ésta, yo me imagino a Onetti haciendo acopio de toda su piedad e ironía para mantenerse en silencio y no soltar un sarcasmo ante tamaño disparate. Cuando unos meses después recibió por fin la esperada novela dedicada de su amiga escritora, Onetti pudo comprobar tras la primera lectura que, efectivamente, un extraño fenómeno había ocurrido en aquella obra. Sin duda alguna los personajes actuaban por propia voluntad, y seguramente, en algún momento del proceso creativo habían celebrado reuniones clandestinas y organizado un verdadero complot entre todos para estropearle la novela que, como no podía ser de otro modo, era malísima.

Juan Carlos Onetti

Juan Carlos Onetti

Resumo así la tesis principal de este trabajo: el buen escritor, el autor dominante que controla su obra y no se deja avasallar por otra ambición que la que le dicta el deseo de alcanzar la excelencia, mantiene con sus personajes una relación de superioridad dictatorial; debe ser el demiurgo tirano que decide por sí mismo el destino de sus personajes, el creador que en sus relatos trata de emular a Dios y hace sólo lo que le dicta su voluntad, el rey que castiga y recompensa a sus súbditos desde su trono haciendo valer en todo momento su poder absoluto.

Para defender esta postura me valgo de los relatos de dos autores de indudable calidad: Juan Carlos Onetti y Antonio Soler.

Son muchas las similitudes entre uno y otro. Pertenecen por méritos propios a la estirpe de los novelistas de la fatalidad, en el sentido en el que lo pueda ser también un Faulkner o un Kafka. En ambos persiste la conciencia extenuante de la precariedad de la condición humana. En los dos hay una continua indagación en los límites más oscuros de la conciencia. Quizá con mayor lucidez y experiencia en Onetti. Tal vez en Antonio Soler con mayor atención al ejercicio de memoria que realizan los personajes, que en ambos autores son seres exhaustos, aislados, al borde de sí mismos, con poca o ninguna capacidad de elección, que no se rebelan ante el destino implacable que les amenaza, que aceptan con indiferencia y pasividad las desgracias a las que sucumben, que admiten sin rebeldía su irremediable condición de piltrafa humana, sin salida posible, con el fracaso y la desilusión como únicos finales. La derrota como destino. Lo comentaba el propio Onetti en una entrevista con María Esther Gilio:

Todos los personajes y todas las personas nacieron para la derrota[1].

 Tanto uno como otro hilvanan en sus libros todo un condensado sistema de relaciones entre personajes, anécdotas, referencias y situaciones, lo que confiere a sus obras el carácter de un proyecto creador ampliamente meditado, donde los personajes se muestran al lector de modo sesgado en cada una de las obras, por lo que el autor exige de sus lectores una atención especial, una relectura continua y una fidelidad absoluta hacia sus libros. Proyectos de tal magnitud y complejidad imposibilitan ese supuesto libre albedrío que algunos escritores candorosos creen que los personajes pueden poseer.

En las narraciones que conforman la saga de Santa María, y también en el resto de su obra, Onetti impuso a sus personajes una aventura marcada por la visión cruda y amarga que él mismo tenía sobre el hombre y su existencia, acorralándolos así en historias que circunvalan sus propias obsesiones y fantasmas sin otra salida que la lucidez. En Antonio Soler observamos el mismo fenómeno; de nuevo el creador se vale de sus súbditos para expresar su negrísima tinta  interior. Los personajes se convierten en simples marionetas cuyos hilos están en manos de sus creadores. En buena medida, son proyecciones de la visión que de la realidad va teniendo el creador que controla sus destinos.

Se trata, en definitiva, de dos escritores con ambición totalizadora. Nada más controlador que una ficción que pretende relacionar episodios y situaciones a lo largo y ancho de las distintas obras. La rebelión es imposible en unos personajes que fueron concebidos para vivir sin libertad, supeditados al destino inmodificable que el autor concibió para ellos. No es posible la desobediencia ante la profunda voluntad unificadora que rige las relaciones de los personajes en Onetti y Soler.

Antonio Soler

Antonio Soler

Un relato de Antonio Soler, titulado El triste caso de Azucena Beltrán, contiene en síntesis una explicación de esta manera de entender la literatura, donde el escritor cumple su función de caprichoso destino, dotado con los mecanismos de manipulación de las vidas de sus personajes, con albedrío para escoger sólo una de entre las muchas soluciones posibles. En su larga reflexión sobre los sucesos que marcaron la vida de varios personajes veinte años atrás, el Rata, el limpiabotas que arrastra su fracaso por los territorios de la obra de Soler, elucubra al final de su narración, casi como un entendido, sobre las posibilidades que ofrece la creación literaria:

 Todas las historias posibles habrían parecido obra del destino, pero sólo existió una verdadera, ésta, y las demás sólo existirán en los sueños, en otros mundos. La tarea del destino es la de escoger a ciegas una versión entre las infinitas posibles, sólo una[2].

 Es lo que hace el escritor ante las varias posibilidades que le brinda una historia. Algunas líneas más abajo, Solé, con tilde y sin “r”, el narrador de varias historias de Antonio Soler, y a quien el Rata ha ido con el cuento para que lo ponga por escrito, le explica al limpiabotas las razones de este ingrediente de la cocina literaria:

 …son muchas las versiones que existen de cada hecho y que todas crecen y cohabitan a la vez, y que la verdad vive parcialmente en todas y en ninguna de ellas por completo.[3]

 Pero el Rata ha de interpretar su papel inmodificable de personaje literario, como no puede ser de otro modo, y de ahí su incredulidad tan reconocible, su encadenamiento a la realidad impuesta:

 Y me cuenta Solé más sofismas y me enreda con su plática y me da diez interpretaciones nuevas que también parecen verdades y que sólo se sabe que son mentiras por incompatibilidad con las demás versiones.[4]

 Con voz propia, Antonio Soler utiliza en este relato una estrategia muy frecuente en Onetti. La apelación a otro personaje de la serie, el hacer partícipe de su historia a otro, convierte la relación de los hechos en un juego de narradores que exige del lector una atención muy especial. El narrador del relato es el Rata, que cuenta su encuentro con el policía Machuca para referirnos una historia que acabó en crimen veinte años antes, así como sus consecuencias y amarguras. Pero el que de verdad está narrando, y no sólo transcribiendo, es otro, y así lo aclara el propio personaje:

 Y para que ésta quede bien recogida, para que de tarde en tarde alguien que sepa descifrar las letras con soltura me lea lo que ha ocurrido y reviva lo que he disfrutado y el miedo que he sentido delante de Machuca, para mi gloria y recuerdo, he venido con el cuento a Solé, el viejo que me escribía las cartas cuando aún vivía mi hermano, para que él, Solé, con sus maneras, recoja y califique y le dé el sello que merece a esta historia seleccionada por el destino, desmereciendo todas las demás, que sólo pertenecen a la imaginación y a lo supuesto.[5]

PORTADA DE EXTRANJEROS EN LA NOCHE

 De este tipo de juegos literarios, verdaderos guiños entre los personajes que recorren con su presencia las distintas obras, están plagados los libros de Onetti, y en buena medida suponen también una forma de hacer partícipe al lector fiel que quiera entender cabalmente los propósitos del autor. Son dos las obras donde Onetti exhibe estos trucos con mayor maestría. Se trata de Los adioses y de Para una tumba sin nombre. Aquí ya no se trata sólo de narrar. El control absoluto sobre la historia que el uruguayo exhibe en estos dos libros no afecta sólo a la manipulación que ejerce sobre los personajes, sino que va encaminado a alterar el entendimiento del lector. Por decirlo de un modo simplista, lo que intenta Onetti en estos dos relatos es engañar a sus propios personajes y al lector. Y los engaña, por supuesto. ¿La técnica utilizada? El punto de vista.

Lo dice Hugo Verani en uno de sus ensayos sobre el autor uruguayo:

«Para una tumba sin nombre» es un libro que testimonia, como única certidumbre, la primacía del lenguaje y el carácter subjetivo de toda afirmación humana[6].

 Estamos de acuerdo con este estudioso en su interpretación del libro de Onetti. Añadiremos tan sólo que ese carácter subjetivo proporciona la posibilidad de alargar hasta el infinito el argumento de la historia según el capricho o la voluntad de su autor.

La historia que se nos propone es muy simple; tanto, que en ello radica la esencia de su propuesta creadora. Se nos habla de Rita, una muchacha que mendiga en Buenos Aires acompañada de un chivo. Se nos dirá que se prostituye, que cae enferma y que al fin muere. Asimismo sabremos que Rita trabajó como criada en la casa de los padres de Jorge Malabia, que fue sirvienta de su cuñada Julita y amante de Marcos Bergner, el hermano de ésta, lo que nos devuelve también al mundo imaginado en Juntacadáveres. Poco más. Lo que ocurre es que esta simple anécdota se alarga y distorsiona en cinco versiones distintas según los deseos de cinco narradores diferentes: el comisionista Godoy, el doctor Díaz Grey, un jovencísimo Jorge Malabia, su amigo Tito Perotti y un narrador en tercera persona que en el tercer capítulo elucubra sobre un posible origen del chivo y la evolución de la vida de Rita con el animal.

PORTADA DE PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE

A lo que asiste el lector a medida que lee, de modo inevitable, es a ese carácter subjetivo de historia inventada dentro de la ficción, de mentira continua, de farsa hábilmente elaborada entre todos los personajes que participan de un modo o de otro en la narración y que Onetti, con mano maestra, interpone entre el lector y una historia que se modifica a medida que avanza. Los personajes no sólo no se le rebelan al autor, sino que obedecen ciegamente sus mandatos, orientados esta vez a constituir una metáfora de un centenar de páginas sobre la creación literaria.

Aquí habría que colocar un “sin duda alguna”. No es prudente cuestionar esto. Ni esto, ni la conciencia que tienen los distintos narradores de estar participando en un acto creador. Casi al final del libro, se lo revela Jorge Malabia a Díaz Grey en los siguientes términos:

 Toda la historia de Constitución, el chivo, Rita, el encuentro con el comisionista Godoy, mi oferta de casamiento, la prima Higinia, todo es mentira. Tito y yo inventamos el cuento por la simple curiosidad de saber qué era posible construir con lo poco que teníamos: una mujer que era dueña de un cabrón rengo, que murió, que había sido sirvienta en casa y me hizo llamar para pedirme dinero. Usted estaba casualmente en el cementerio y por eso traté de probar en usted si la historia se sostenía. Nada más. Esta noche, en casa, le hubiera dicho esto o hubiera ensayado una variante nueva. Pero no vale la pena, pienso. La dejamos así, como una historia que inventamos entre todos nosotros, incluyéndolo a usted. No da para más, salvo mejor opinión.[7]

 En Los adioses, novela que no forma parte de la saga de Santa María, Onetti nos propone un desafío distinto. Aquí el narrador es un testigo accidental, mediocre, malintencionado, cargado de prejuicios morales que no sabe mucho más que el lector de la historia que está contando. Y en estas circunstancias nos habla de un hombre que está enfermo, que acude a una clínica para tuberculosos en la sierra y que terminará suicidándose. Pero al no saber nada del protagonista su versión de los hechos es ambigua y, aunque en un principio el lector acepta como creíble lo que el narrador le cuenta (a qué dudar de él, o de ella), pronto comienza a sospechar que es legítimo y hasta razonable desconfiar de su punto de vista.

Algunos años después de aparecida la novela, y refiriéndose al papel del narrador, el propio autor confesó sus intenciones y la propuesta que le hace al lector en los siguientes términos:

 …el lector no tiene otro camino que aceptar su versión. Y jugar al descarte. El lector tiene que meterse en la historia, tiene que participar, como se dice ahora, y nunca estará seguro de nada, salvo de los hechos primarios. Pero, ¿qué significan los hechos en su crudeza total, en su desnudez? Nada. Son simples gestos que es preciso traducir, descifrar, darles sentido. No hay trampa en la novela. El lector se convierte en cómplice.[8]

PORTADA DE LOS ADIOSES

 Pero éstas son palabras de un Onetti burlón y bastante irónico, porque sí que hay trampa en la novela, y mucha, en tanto el narrador se mueve en una zona llena de ambigüedad. Todo el relato está cargado de expresiones dudosas, de afirmaciones suspicaces que revelan un posible sentido engañoso. El lector se ve obligado a mantener una doble atención. Por una parte, debe atender y entender la historia que el narrador le está contando; por otra, en un sentido más profundo, debe descubrir la historia que se deduce a partir de lo que se le cuenta.

Da un poco de pudor afirmarlo con tal rotundidad teniendo en cuenta lo evidente del asunto, pero forma parte de la tesis que venimos defendiendo. En Los adioses, los personajes no sólo no se le rebelan al autor, sino que ni siquiera conocen íntegramente la verdad  última de la historia que están contando.

En numerosas ocasiones a lo largo de toda su obra, los personajes de Onetti parecen aceptar su condición de súbditos, de criaturas sin libertad; se someten a la voluntad de su creador, al que ellos llaman Brausen, Dios Brausen. Otras veces, incluso, parecen ser conscientes de su condición de personajes de ficción en manos de un demiurgo caprichoso. En Dejemos hablar al viento, el comisario Medina le pregunta a Díaz Grey por el Colorado, y éste le comenta:

 – Oh, historia vieja. Estuvimos un tiempo en una casa en la arena. Tipo raro. Hace de esto muchas páginas. Cientos.[9]

 Esa alusión a las cientos de páginas despeja muchas de las dudas que los lectores de Onetti puedan tener sobre la verdadera dimensión de los personajes de sus libros. Estamos ante una literatura que se alimenta de sí misma. La ficción es la única patria de los personajes, y es saludable que a ella regresen de vez en cuando a través de un ejercicio de memoria. En los dos autores comentados nunca dejan de volver. Cada nuevo libro amplía los horizontes de la creación, pero en ninguno de ellos se da por concluida la aventura del personaje, la aventura del hombre, que diría Onetti. En un relato de Soler titulado Las puertas del Infierno, el narrador reflexiona sobre este asunto con  estas palabras:

 Vuelto a la pluma y a su manejo para contar la historia del ciego Rinela y para escribir por encargo del Rata su encuentro con Machuca, al avanzar por los sucesos de otro tiempo me he dado cuenta de que al ponerlos en el papel uno tiene la sensación de vivirlos por vez primera en toda su plenitud, que aquel esbozo de vida que tuvimos no es más que un apunte, un primer calco necesitado de un repaso para cobrar su verdadera dimensión y relieve.[10]

 Cuando la literatura se convierte en un ejercicio de poder, cuando la labor de un escritor se concibe como la afirmación de una soberanía, un autor experimentado y consciente de su labor se lo puede permitir todo. Con estas palabras se lo confesaba Onetti a Rodríguez Monegal:

Las personas que han seguido mi obra, que me conocen desde hace años, saben que mañana, a lo mejor, resucito un chivo enterrado donde se me ocurra, y donde me dé la gana.[11]

Creemos que es la máxima afirmación que podía hacer Onetti sobre sus intenciones. En otra ocasión, y ya en su exilio definitivo en Madrid, durante una conferencia, Onetti reveló al auditorio lo siguiente:

 Lo que realmente sé es que por un oscuro arrebato maté a Larsen en El astillero y no me resigno a su muerte. Si el tiempo me lo permite estoy seguro que Larsen reaparecerá, indudablemente más viejo, posiblemente agusanado y disfrutando los triunfos de que fue despojado en las anteriores novelas.[12]

 Son las palabras de uno de los escritores más exigentes y lúcidos del siglo XX. Podríamos decir que Antonio Soler es uno de sus herederos más aventajados. Sin ninguna clase de dudas es un seguidor de esta manera de hacer onettiana. No nos parece descabellado afirmar que en el futuro inmediato aún nos ha de contar las muchas historias sin rebeliones que les esperan a sus personajes. El policía Machuca, el hombre bala, el sargento Villegas, el reflexivo Solé, Luisito Sanjuan, el niño Bedoya,  el fotógrafo Rovira, el ciego Rinela y otros tantos, están destinados a ser conocidos nuestros, como ya lo son para siempre el viejo Lanza, el doctor Díaz Grey, Petrus y su hija, el comisario Medina, Jorge Malabia y tantos más.

Y concluyo. Con estos pocos comentarios he querido demostrar una cuestión que me resulta una perogrullada, pero que deja de serlo cada vez que surge un autor ingenuo afirmando muy resuelto que los personajes se le rebelan cuando la novela va por la mitad, más o menos.

Los personajes no se rebelan. Ni pueden ni deben rebelárseles a un escritor auténtico. Si un escritor sospecha en algún momento que un personaje urde alguna clase de insurrección contra él, ahí falla algo.

En la obra acabada de Onetti nunca ocurre esto. A Onetti nunca le ocurrió esto. En la obra en marcha de Soler tampoco sucede.

ONETTI, SELLO

Los ejemplos comentados son sólo eso, unos pocos ejemplos. Pero mañana, o pasado mañana, cuando yo lea y relea cualquiera de los relatos de Onetti o de Soler, surgirán otros tantos ejemplos que podrían servir para ampliar infinitamente este trabajo. Lo dejamos así. El tiempo del que dispongo para abusar de la paciencia de ustedes no da para más, salvo mejor opinión[13].


[1] María Esther Gilio, “Onetti y sus demonios interiores”, Marcha, 1º de julio de 1966, p. 25.
[2] Antonio Soler, “El triste caso de Azucena Beltrán”, en Extranjeros en la noche, Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1999, p. 126.
[3] Ibid, pp. 126-127.
[4] Ibid, p. 127.
[5] Ibid, p. 126.
[6] Hugo Verani, Onetti, el ritual de la impostura, Monte Ávila editores, Caracas, 1981, p. 44.
[7] Juan Carlos Onetti, Para una tumba sin nombre, en Obras Completas, Prólogo de Emir Rodríguez Monegal , Ed. Aguilar, México, 1970, p. 1044.
[8] Omar Prego Gadea, “Onetti”, Ahora, 3 de junio de 1973, 2ª sección, p. 1.
[9] Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento, Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1999, p. 193.
[10] Antonio Soler “Las puertas del Infierno”, op. Cit., p. 163.
[11] Emir Rodríguez Monegal,  “Conversaciones con J.C. Onetti”, en Onetti, Biblioteca de Marcha, Colección Puño y Letra, 1973.
[12] Juan Carlos Onetti, “Por culpa de Fantomas”, Cuadernos Hispanoamericanos Nº 284 (1974), p. 228.
[13] Ponencia leída en el XI Simposio Internacional sobre Narrativa Hispánica Contemporánea de la Fundación Luis Goytisolo. Puerto de Santa María, 13 de Noviembre de 2003.

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