Artículo publicado en La Voz del Sur, 9/2/2019

En el año 1988, el historiador italiano Carlo M. Cipolla publicó un libro que debería leer cualquier persona medianamente sensata. Se titula Allegro ma non troppo e incluye uno de los ensayos más lúcidos, inteligentes y divertidos que yo he leído en mi vida. Abarca toda la segunda parte de la obra, se titula “Las leyes fundamentales de la estupidez humana y no solo trata de demostrar cuán abundante es el número de las personas a las que podemos considerar estúpidas, cuán devastadora la influencia que tienen en el mundo y cuán inabarcable su poder, sino que, además, lo consigue con inusitada facilidad y argumentos que resultan irrebatibles.

Frustrado ante la avalancha de análisis políticos que se publican a diario en la prensa, y que a duras penas llegan a explicar lo que está ocurriendo en el mundo, esta semana he vuelto a releer la obra de Cipolla y he salido de ella con el convencimiento de que los amables lectores de esta página no pueden pasar ni un día más sin conocer las verdades que ese libro atesora, motivo por el cual he decidido reseñarlo hoy.

El tema de las íntimas relaciones entre la estupidez y el ser humano ha contado, a lo largo de los siglos, con abundantes e ilustres analistas. La bibliografía, a estas alturas de la Historia, es ya abundantísima. De hecho, para quienes quieran profundizar en el asunto, yo les recomendaría que complementaran la lectura de Cipolla con el ya canónico Elogio de la locura (1511) de Erasmo de Rotterdam, que sigue siendo, a pesar de la distancia de siglos, la más aguda sátira que se ha escrito sobre la humana tontería; y que, a esta, añadan la poética lectura de El barco de los Necios (1494) de Sebastian Brandt. Y, por supuesto, la imprescindible Historia de la estupidez humana (1959), del escritor húngaro Paul Tabori.

Pero si de lo que se trata es de vislumbrar la mecánica que rige los comportamientos humanos, reconocer las causas de tantos desastres y aprender a prevenirlos, y todo ello de una manera científica, sin duda bastará con la lectura del ensayo de Cipolla, que además se lee en una tarde y de una sola tacada.

La primera ley fundamental enunciada por el italiano es en sí misma una afirmación categórica, pero también un aviso a la cautela y hasta una advertencia que no hay que pasar frívolamente por alto. Dice así:

Siempre, e inevitablemente, cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo.

Para comprender en su totalidad esta afirmación, y no abrigar ideas preconcebidas, ante todo conviene desprenderse de cualquier clase de prejuicio y llegar a comprender que Cipolla nunca fue ni un elitista ni un reaccionario. Es más, sus tesis demuestran de manera definitiva, tras arduos años de observación y recogida de pruebas experimentales, que, con independencia del sexo, el color de la piel, la nacionalidad de cada cual, el ambiente social en que se haya criado, la educación recibida, los factores culturales que nos condicionen, las tendencias sexuales que nos motiven o cualquier otro elemento identitario que se pueda esgrimir para reconocernos, cualquier individuo de la especie humana puede ser incluido en una de estas cuatro categorías, que Cipolla denomina fundamentales; a saber: los incautos, los inteligentes, los malvados y los estúpidos.

En este sentido, los grupos sociales más abiertamente sensibles a toda tendencia discriminatoria o insultante pueden estar absolutamente tranquilos, pues la segunda ley enunciada por Cipolla es, a este respecto, férrea y no admite excepciones. Dice así:

La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona.

Ahora bien, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de incautos, malvados inteligentes y estúpidos? Muy sencillo.

Por incauta debemos considerar a toda aquella persona que lleva a cabo una acción que termina reportándole un beneficio a otra persona y un perjuicio a sí misma.

De modo contrario, el malvado es aquel que, tras realizar una acción, obtiene una ganancia perjudicando a otro.

La persona inteligente, en cambio, sería aquella que obtiene un rédito provechoso para sí, pero cuya manera de actuar no solo no perjudica a nadie, sino que también resulta beneficiosa para otras personas.

A poco que pensemos en todo esto, llegaremos a la conclusión de que, en nuestro devenir diario, tales casos ocurren continuamente, cosa que sin duda tiene una importante utilidad práctica y puede servir para reconocer con facilidad la clase de persona con la que estamos tratando. Pero, y es en este “pero” donde radica la razón de ser del ensayo de Cipolla, habremos de admitir igualmente que dicho análisis no representa la totalidad de los acontecimientos que definen las relaciones que mantenemos con nuestros semejantes, lo que nos lleva a la necesidad de dar a conocer la tercera ley fundamental de la estupidez humana.

Así pues, ¿qué es un estúpido? Oigamos de nuevo a Cipolla:

Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.

Reflexionemos un segundo sobre esta verdad incontestable. Es posible que, a usted, que sin duda es una persona inteligente y razonable (y prueba de ello es que aún continúa leyendo este artículo), esta tercera ley fundamental le parezca discutible y, a lo mejor, incluso incomprensible. No se preocupe. Es normal. Según Cipolla, cualquier persona racional y sensata reacciona de manera instintiva con escepticismo e incredulidad ante una afirmación semejante. ¿Cómo va a ser esto así?, se estará preguntando. Pero piénselo de nuevo. Muy probablemente usted mismo se ha topado en alguna ocasión con alguien que le privó de algún bien que usted apreciaba, o incluso de tranquilidad, energía, tiempo o buen humor, sin que la persona que le causó dicha pérdida obtuviera nada a cambio. Simplemente ocurrió así. Usted acabó frustrado, molesto o en dificultades a causa del comportamiento errático, absurdo e incomprensible de una persona a la que solo podemos calificar (reconozcámoslo) como estúpida, pues dicha persona no obtuvo con ello ningún beneficio. Es así. No es posible entenderlo. No hay manera de explicar por qué esa persona ha actuado de modo tan ilógico e irracional. O la explicación, como venimos diciendo, es así de simple: dicho individuo, sencillamente, es estúpido.

Pero, ¡cuidado! Ojito con menospreciar o infravalorar el daño que una persona estúpida puede llegar a causar a una persona o a un grupo de personas. En el seno de una sociedad tan compleja como la nuestra, el potencial de daño que una persona estúpida maneja puede llegar a ser incalculable, sobre todo cuando el estúpido ocupa un lugar de influencia o autoridad en dicha sociedad. Es lo que Cipolla denomina “el poder de la estupidez”, y cuya ejemplificación más inmediata debemos ir a buscarla en las cuestiones políticas, lo que aparece claramente sintetizado en la cuarta ley fundamental, que afirma lo siguiente:

Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que, en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error.

De todo ello se deriva una serie de consideraciones finales sobre las condiciones necesarias para el bienestar social, entendido este como la suma algebraica de las condiciones de bienestar individual.

No es posible mantener una actitud de prevención y alarma contra la estupidez si no se entiende cabalmente la quinta y última ley que se enuncia en este ensayo:

La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe.

Mucho más que el malvado; ojo con esto. Una sociedad con un altísimo número de personas malvadas, o incluso donde todos fuesen malvados, afirma Cipolla, sería una sociedad estancada, por supuesto, pero no se producirían grandes desastres. O al menos estos se verían compensados por la propia acción de otros malvados. Habría, en todo caso, una alternancia en las transferencias de beneficios entre malvados, pero la sociedad en sí, como suma, se hallaría en un estado de perfecta estabilidad.

Muy distinto sería el caso de una sociedad con un elevado porcentaje de personas estúpidas, porque son precisamente los estúpidos quienes provocan las grandes calamidades que perjudican a todos, incluso a ellos. Ante una situación así, la sociedad entera se empobrecería. Nos encontraríamos en una situación desastrosa, que se vería agravada por el posible comportamiento permisivo de los otros miembros.

Efectivamente, y esto que voy a decir es una constante histórica suficientemente demostrada a lo largo de los siglos, en toda sociedad que camina hacia la ruina, los estúpidos, ante la actitud permisiva y condescendiente de los no estúpidos, se vuelven más activos y suelen ocupar preeminentes puestos de poder e influencia, lo que termina provocando también una temible proliferación de malvados que, en busca siempre de su propio beneficio, hará que aumente exponencialmente el número de los incautos en detrimento del de los inteligentes que, en minoría, se verán incapaces de producir para ellos mismos, y para toda la sociedad, las ganancias, beneficios y bondades suficientes como para que esta continúe avanzando.