Página personal de Agustín Celis

Categoría: Leyendas Página 1 de 2

El hombre que perdió su sombra

(Basada en una célebre leyenda castellana)

Hay versiones que afirman que este hombre fue don Enrique de Villena durante sus años mozos en Salamanca, donde invariablemente se cuenta la historia y donde el curioso peregrino aún puede visitar la cueva de San Cipriano, sitio en el que se operó el prodigio. Otros autores nombran a don Juan de Atarrabio, el cura de la parroquia de Goñi que ofreció en sacrificio su corazón a Dios, cortado de un sólo tajo por el sacristán. ¿Quién lo sabe con seguridad? Lo cierto es que al menos durante un día de los siglos pasados el diablo quedó burlado por la sagacidad de un hombre, que perdió su sombra. Yo no puedo imaginarme unos ojos más despiertos, una nariz más afilada, un mentón tan pronunciado y liso, tan acabado en una barba antigua y señorial. No he conocido una frente más reflexiva ni creo que pueda haber una mirada tan huidiza y gastada por pensamientos que no requieren ninguna clase de confirmación. Y sin embargo este hombre existió y dejó recuerdo de su memoria para que unos y otros y ahora de nuevo yo recreen su historia y un poco también la inventen.

La Cueva de Salamanca en una imagen actual. En realidad, antigua cripta de lo que fuera la Iglesia de San Cipriano o San Cebrián.

La Cueva de Salamanca en una imagen actual. En realidad, antigua cripta de lo que fuera la Iglesia de San Cipriano o San Cebrián.

En la cueva se aprendían toda clase de saberes heréticos. Pocos maestros  puede haber tan instruidos en estas disciplinas como el propio Satán. Allí acudían los jóvenes de las familias más ociosas  para unir a su inquietud su miedo, alternando las clases de la famosa universidad con aquellas otras en la cueva, sabedores de que al final del curso uno de ellos tendría que entregar su alma al maestro como compensación por las enseñanzas recibidas. Así lo quería él. Y ellos, como suele ocurrir siempre con los hombres, comenzaron a temer la llegada del día de San Juan, fecha fatídica en que finalizaría la instrucción y debía confirmarse la entrega. ¿Cuál de ellos sería el infortunado? ¿Cuántos valientes darían un paso al frente y pronunciarían la palabra “yo”?

No sobró el coraje aquella noche. No hubo voluntarios que accedieran de buen grado a ser discípulos incondicionales de Satán. Pero todos habían hecho la promesa y uno de ellos, todos lo sabían, no saldría aquella noche de la cueva.

Ocurrió entonces que nuestro hombre ideó el plan que pondría a salvo a todo el grupo y a él mismo. A la anochecida irían saliendo todos en fila de a uno y conforme el diablo fuera solicitándoles que se quedaran, uno a uno irían pronuciando la misma e invariable frase: “quédate con el que viene detrás”, de modo que fuera el último de la fila quien debiera entregar el alma.

El último puesto lo ocupó don Juan, o don Enrique, que para el caso es lo mismo, y a medida que todos iban pronunciando temerosos y precavidos aquella frase huían de la cueva jurándose a sí mismos no volver a coquetear con los saberes mágicos de su antiguo mentor. Y cuando al fin le tocó su turno a nuestro hombre, la mirada alerta y pensativa, también esta vez pronunció el diablo su oferta:

-Quédate tú – le dijo.

Y él, que tenía muy meditada la respuesta, no vaciló en contestar lo que todos, aunque con mínima variación.

– Quédate con el que viene detrás, que es el último.

Y el diablo interpuso su espada para impedir que la figura que dejaba ver la tenue luz de las velas pudiera increparle de igual forma. Escapó don Juan, o don Enrique, pero no su sombra, que quedó burlando a su dueño.

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Con numerosas variaciones y un tono distinto, que se desliza hacia lo infantil, este texto, o su hermano,  se publicó en la antología Cuentos de Terror, de la Ed. Libsa, 2011, una selección de relatos clásicos adaptados para niños.

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El paje que se enamoró de Elisenda de Montcada

Tumba de Elisenda de Montcada en el Monasterio de Pedralbes

(Basada en una conocida leyenda catalana)

De niño la pidió en matrimonio y ella le respondió no. Ni siquiera cuando fueran mayores, le aseguró, porque dos niños no debían hablar de las cosas que preocupan a los adultos, y él, que sólo era el hijo de uno de los pajes del padre de ella, supo esperar a la adolescencia para requerir de nuevo su amor.

Por segunda vez fue rechazado. Ella, Elisenda, que para entonces era una hermosa doncella, había descubierto ya en palacio las diferencias de rango y posición. Ella, casi una princesa, la hija de un caballero en la corte de un rey, era demasiado consciente de la imposibilidad del amor con un villano. Se sabía destinada por nacimiento al matrimonio con un noble, dignidad que habían obtenido algunos por el solo hecho de haber nacido, y que otros alcanzaban solo descollando con valor en las batallas que su señor mantenía en la lucha contra los moros.

El paje encontró en el ejército una solución a su situación desesperada y, sabiendo que los honores militares podían auparle a la nobleza de clase, se entregó con valor en la guerra contra el enemigo musulmán. Algunos años después regresó al castillo de Montcada convertido en todo un caballero. Pidió audiencia con Elisenda y de nuevo le manifestó sus intenciones.

Ella se sintió halagada, pero la respuesta fue no. El propio rey había solicitado su mano, y la que podía llegar a ser reina no podía rechazar aquella soberana petición por la de un simple caballero a su servicio.

Ante este nuevo rechazo y sabiendo ya imposible su amor por Elisenda, el que en otro tiempo había sido paje y ahora era caballero regresó a la lucha esperando encontrar la muerte con su actitud temeraria. Pero no murió. Pasaron los años y continuó acumulando honores solo destinados a aumentar su fracaso, pues ya nunca podría convertir a Elisenda en su mujer.

Pero todavía quiso el destino brindarle una cuarta oportunidad. Cuando había perdido ya toda esperanza de ver cumplidos sus deseos, ocurrió que llegó a su campamento la noticia de la muerte del rey, y entonces se dijo que tal vez ahora Elisenda aceptaría por fin ser su esposa.

Ella aceptó de buen grado la entrevista con el afamado caballero, e incluso lo escuchó con atención y cierto deje de coquetería, pero su firmeza fue irreductible. La viuda de un rey debía guardar luto y silencio por el difunto y entrar en un convento para servir a Dios.

La decisión estaba ya tomada y nada pudo hacer el caballero, condenado a ver cómo de nuevo se le escapaban sus ilusiones, a la vez que la mujer por la que tanto tiempo había esperado tomaba los hábitos religiosos e ingresaba en el monasterio de Pedralbes, donde con el tiempo llegó a ser abadesa.

Abatido por este último golpe fatal, resolvió tomar él también los hábitos y hacerse fraile. Y aunque esta decisión le valió para escapar de las fatigas del mundo no le ayudó a olvidar a la mujer de la que había estado enamorado toda su vida. Así que un día, algunos años después, decidió ponerse en camino hacia el monasterio de Pedralbes y proponerle a la abadesa ser su confesor.

Cuando llegó, le abrió la puerta, medio llorando, una de las hermanas del monasterio, quien, al ser preguntada por la madre abadesa, la que un día fue reina y respondió al nombre de Elisenda de Montcada, confesó que esta acababa de morir.

La casa deshabitada

Soldado de la guardia de Corps, 1901.

(Basada en una conocida leyenda castellana)

Aquella noche don Antonio Chenique paseaba como tantas otras por la callejuela de San Justo, en Madrid, vistiendo elegantemente su uniforme de los guardias de Corps de Carlos IV, muy ufano porque a esa misma hora lo estaría esperando ya una joven a la que había conquistado varias semanas atrás con la ayuda de la criada de esta, que propiciaba los encuentros secretos de los dos amantes.

Estamos en pleno siglo XIX, en un ambiente propicio para las historias románticas, con un apuesto joven al que no evitaremos describir con su bigotito fino y un clavel en el ojal, un decorativo espadín al cinto y en la boca una o dos ligerezas aprendidas en los libros para halagar a una dama. Es orgulloso y va abstraído por las calles pensando en la mejor manera de librarse de la bella enamoradiza que con tanta ligereza se le había entregado y de la que ya obtuvo los favores que su vanidad demandaba.

Aquella noche sería la última noche que pasaría con aquella mujer, que ya le hastiaba. Lo tenía decidido. Ocurrió entonces que al pasar por delante de la iglesia pontificial vislumbró un ligero resplandor que iluminaba su fachada, lo que le pareció extraño, pues muchas veces había cruzado aquella callejuela y nunca había visto luz en aquel balconcillo donde ahora ardía misteriosamente una vela.

Nuestro hombre no apuró el paso, pese a que ya se le hacía tarde el encuentro con la joven que lo esperaba. Se ocultó tras una esquina y durante un buen rato se entregó a la observación de aquel balcón que parecía abierto e iluminado solo para él aquella noche. Vio a través de la ventana una sombra, la misma que portaba el candil, y descubrió en ella un contorno femenino que poco a poco se fue asomando al balcón para mostrar su belleza. Una dulce voz pronunció su nombre y quedó atravesado. La misteriosa mujer lo llamaba desde su altura invitándolo a subir. Don Antonio salió de su escondite y de nuevo la voz pronunció su nombre y de nuevo lo invitó a su alcoba. La curiosidad se apoderó de él y atravesó la calle hasta la vieja fachada. Un portón de herrajes antiguos se abrió con un sonido de años pasados en los que no reparó nuestro hombre. En el umbral lo esperaba la dama del balcón vestida de blanco, apenas un camisón de encaje que prometía una noche única.

Nada tenía que ver aquella belleza con la hermosura de todas las mujeres con las que él había estado hasta esa noche. La dama lo condujo por pasillos ricamente adornados que negaban el aspecto exterior de aquella casa que días antes parecía abandonada. Tanta era la confusión de nuestro hombre, y tanto el deseo de llegar a los aposentos de la joven, que no reparó en la decoración ya anticuada, aunque majestuosa, de aquel caserío. Y allí nada dijo ella. Nada preguntó él. Las horas pasaron veloces y la mañana lo sorprendió despierto y abrazado a aquella inquietante muchacha desconocida.

Apenas tuvo tiempo de despedirse de ella. Afuera lo esperaba su guardia en el palacio real. No podía retrasarse. Recogió su ropa y se vistió. La dama lo condujo de nuevo por los pasillos y de nuevo abrió el portón, que otra vez dejó escapar su inconfundible sonido de años.

La calle Mayor lo esperaba vacía de gente a aquella hora. Don Antonio iba abstraído en sus propios pensamientos, todavía emocionado por la increíble experiencia vivida con la más hermosa de las mujeres. Ya se estaba reponiendo del esfuerzo de la noche pasada cuando a la altura de la Plaza reparó en la ausencia de su espadín. Sin duda se lo había dejado olvidado encima de la mesilla junto a la cama de su nueva amante. Consciente de que no se podía presentar sin él en su puesto, corrió el camino de vuelta hasta la callejuela de San Justo y, sin demora, golpeó la pesada aldaba, que le ensució las manos con el óxido verde del bronce. Tres veces repitió esta operación hasta que la puerta cedió al paso de un anciano con uniforme de viejo criado. Confundido ante la presencia del viejo, don Antonio explicó que necesitaba recuperar el espadín que tan solo media hora antes se había dejado olvidado en aquella casa. No hizo alusión a la joven vestida de blanco con la que había pasado la noche. No quiso comprometer su honor confiando en que la muestra de impaciencia serviría para persuadir a aquel servidor uniformado. El anciano se mostró afable y le dijo que no había inconveniente en dejarle pasar, pero también le advirtió que sin duda se hallaba en un error, y que no debía de ser aquella la casa de la que había salido, pues esta estaba deshabitada y él era el guardián desde hacía muchos años.

Fue el propio anciano el que condujo a don Antonio Chenique por los mismos pasillos que solo unas horas antes estaban ricamente adornados y que ahora se hallaban cubiertos por el abandono de los años. Una pátina de polvo ya asentado lo envolvía todo, también la estancia donde había pasado la noche, y la cama en la que hacía solo media hora antes había estado abrazando a aquella mujer misteriosa, y hasta la mesilla en la que había dejado su espadín estaba ahora mordida por la carcoma y el deterioro.

Nunca hasta entonces había visto el guardián aquel espadín, lo que decía mucho en favor de la historia que le había contado aquel joven tan confundido. Don Antonio reconoció en ella su arma: sin duda era la misma vaina, la misma hoja, la misma empuñadura que tantas veces había decorado su cinto, pero parecía tener un siglo y llevar allí y en aquella misma posición muchos años, no tocada desde hacía tiempo por la mano del hombre, para siempre deteriorada por la herrumbre y el moho.

La otra muerte del señor de Villena

Cápitulos CLXXVI y CLXXVII de la «Crónica del Halconero de Juan II»: ‘De la muerte de don Enrrique de Villena» y ‘Del estado que alcançó e perdió este don Enrrique»

Lo cierto es que murió en Madrid, pero muchos autores insisten en situar su muerte en la ciudad de Toledo. Poco importa el lugar en el que se desarrolle esta historia fantástica; a la leyenda le basta con saber que ocurrió en algún lugar de España durante el siglo XV, época sombría en la que se persiguió con saña la afición de algunos hombres por los sucesos sobrenaturales.

Uno de estos hombres fue don Enrique de Villena, figura de cierta relevancia en la época, conde de Cangas y Tineo y maestre de Calatrava, curioso escritor y brujo ocasional. Nuestros autores del Siglo de Oro repararon en su figura para hacerle protagonista de algunas leyendas que han llegado hasta nuestros días. Esta es una de ellas.

* * *

Cuando don Enrique de Villena supo que iba a morir decidió poner en práctica algunos de los conocimientos que había adquirido a lo largo de su vida. Versado como estaba en la sabiduría alquímica, no desconocía los estudios que algunos científicos habían desarrollado sobre la inmortalidad y la resurrección de los muertos a partir de la manipulación de cadáveres.

El señor de Villena tenía un esclavo negro que merecía toda su confianza, y al que pensaba libertar como premio a sus cuarenta años de fiel servicio. En aquella época era un lujo propio de la aristocracia poseer un criado africano, y don Enrique esperaba ganarse la admiración de todos mediante este acto de liberalidad, del mismo modo que años atrás había sabido ganarse la aprobación de la mayoría bautizando a su lacayo.

Un buen día, cuando ya lo tenía todo dispuesto para abandonar este mundo, don Enrique llamó a su criado y lo condujo a su laboratorio, donde le reveló sus planes. En aquel cuarto misterioso el criado fue testigo de una revelación escandalosa, tan contraria a los preceptos de la religión católica que ambos profesaban que solo por miedo a que se descubrieran las heréticas intenciones de su señor accedió a hacer lo que don Enrique le estaba pidiendo.

Quedó establecido que el día que el señor de Villena falleciera nadie debía percatarse de tal acontecimiento. Acordaron que el propio criado vestiría sus ropajes y saldría a la calle aparentando ser él, calándose hasta los ojos el sombrero del conde y cubriéndose el cuerpo con su capa. Todos los días, y durante varias horas, debía fingir su habitual paseo por las calles de la ciudad, simulando sus andares y sin hablar con los vecinos que con él se cruzaran. Solo un estudiado movimiento de cabeza debía servir de respuesta a los saludos que le prodigasen. Y todo esto durante nueve meses, el tiempo que don Enrique necesitaba para volver a hacer su aparición en el mundo.

En cuanto al destino que debía correr el cuerpo de don Enrique, las instrucciones eran minuciosas y debían llevarse a cabo con metódica perfección. El criado negro sabía que cualquier fallo durante la ejecución de aquel plan daría al traste con las esperanzas del señor de Villena.

Así que el día que este murió, el criado negro cerró a cal y canto las puertas de la mansión, condujo el cadáver hasta el laboratorio, lo colocó sobre una mesa y  se entregó a la delicada tarea que le había sido encomendada. Tras unos rápidos preparativos, amputó el cuerpo de don Enrique y lo redujo a miles de trozos minúsculos. Con máximo cuidado para no desperdiciar ni una gota de sangre, introdujo el resultado de aquella  carnicería en un matraz que su señor había mandado fabricar para este fin algunos meses antes, y que durante semanas había llenado con un elixir fecundante que él mismo había fabricado. Una vez hecho todo esto, taponó con cera aquel vaso de vidrio y lo depositó bajo un montón de estiércol de caballo, que fue aumentando con los meses.

Pasadas las cuarenta semanas, el esclavo negro debía conducirse con la máxima precisión, romper aquel recipiente y sacar al niño que en él se debía haber gestado.

Durante semanas el criado se caló capa y sombrero y fingió ser el propio señor de Villena. Durante semanas, y a pesar de las notables diferencias de altura y corpulencia, ningún vecino se percató del trueque, y ni siquiera se extrañaron del comportamiento del conde, siempre tan ausente y silencioso. Sin duda, sus conocidos creyeron que don Enrique estaba pasando una etapa de máxima misantropía, seguramente absorbido por el estudio de algún caprich nigromántico.

La mala suerte no quiso que se cumpliera la resurrección de aquel raro y genial espécimen de nuestro siglo XV. Por aquel entonces prevalecía en España la costumbre de detenerse ante el viático cuando este pasaba por las calles. Los viandantes, al ver venir al sacerdote, revestido y portando el copón con las formas consagradas para dar la extremaunción a los moribundos, solían quitarse el sombrero, e incluso arrodillarse a su paso como muestra de respeto. Pues bien; se puede decir que fue esta tradición tan arraigada en el pueblo la que precipitó el desastre.

Ocurrió que un día sonó la campanilla del viático justo detrás de la espalda del criado, y este, temeroso de ser descubierto, no se descubrió a su paso. Todos quedaron perplejos ante aquella osadía del que creían el señor de Villena. Enseguida todos los ojos aparentemente distraídos se fijaron en aquella figura aún cubierta y vestida de negro. Incluso un vecino se acercó para reprocharle su comportamiento y, ante la negativa del señor de Villena a descubrirse, le arrojó al suelo el sombrero de un manotazo.

Allí se acabó el engaño. Inmediatamente repararon en un posible acto criminal. Inmediatamente fue el criado duramente interrogado y llevado ante la institución judicial. Los hermanos de la Suprema fueron persuasivamente inflexibles, y los duros métodos que emplearon sirvieron para que se descubriera todo el plan de don Enrique, a la vez que el criado, por temor, se avenía a conducirlos hasta las cuadras donde se ocultaba el matraz en el que el cuerpo del conde iba adquiriendo ya la forma de un embrión humano.

Escandalizado por aquel espectáculo herético, uno de los inquisidores dio la orden de romper el recipiente. Los alguaciles, sorprendidos,  aún dudaron unos segundos si cumplir o no la orden antes de llevarla a cabo.

La Serrana de la Vera

La leyenda dice que era de Garganta la Olla, en la Vera de Plasencia, Cáceres, y que por unos amores fraudulentos se echó al monte y allí vivió como una alimaña acosando a todo hombre desprevenido que anduviera por la sierra.

Debió de ser una mujer de armas tomar, hermosa, rubia, rasgada de ojos y llena de peligros. Demasiada mujer. Un día se enamoró del hidalgo que le prometió el anillo y terminó vencida. Le puso la miel en los labios y le enseñó después que no se metió en su cama para quedarse. La historia de siempre: la pobre pastorcilla, hija de labriegos, que se encapricha del buen mozo que la burla y la ofende después de la gozadera y los sueños. Lástima que no hubiera por allí un buen pastor que compensara el ultraje. O no lo encontró.

La chica se lo tomó a mal y huyó para esconderse en los bosques. Eran otros tiempos. Nuestros autores del Siglo de Oro lo dejaron escrito con diversas variantes que yo ahora reinvento. Cualquiera que se haya interesado por los romances conoce el fin de la historia.

Pasó el tiempo y por el pueblo se difundió la creencia de que todo hombre que se adentraba en la sierra desaparecía de modo misterioso. Ya pocos recordaban a la joven burlada años atrás que huyó a la sierra acosada por el desengaño. Nadie la siguió ni la echó de menos. Ninguno en el pueblo le dijo “quédate”. Todos la olvidaron.

La serrana de la Vera

La Serrana de la Vera

La historia nos llegó por un viajero que escapó a su acoso y vino con el cuento y hasta entró en detalles.

Caía ya la noche en el bosque cuando por sorpresa se encontró a la mujer. Le pareció hermosa y decidió seguirla. Enseguida llegaron las confidencias y lo vio claro. Quizá ella fue generosa y lo invitó a su cueva. Por el camino le anticipó algo de lo que vendría después y terminó convencido.

Ya a cubierto, le dio yesca y pedernal para que encendiera el fuego. A la luz de la brasa, el caminante reparó en las intenciones de la bella: las paredes del refugio estaban cubiertas con las calaveras de los hombres a los que allí mismo había dado comida y lecho.

Luego vino la abundante cena y la buena noche. La serrana se mostró ducha y cariñosa y el caminante se dijo que bueno, que ya que tenía que morir en aquellas extrañas circunstancias más valía hacerlo satisfecho y aliviado. Así que se entregó en los brazos del peligro sin reservas, o así al menos dejó dicho después. Se desfogó con la serrana con ese desprendimiento desesperado del que sabe que sólo dispone de una oportunidad, y tanto se entregó a ella que consiguió calmarla y complacerla y dormirla. Y todavía le sobraron algunas fuerzas para salir corriendo.

Cuando llegó al pueblo y contó la aventura todos comprendieron la atroz venganza de la joven y el destino que habían corrido todos los desaparecidos en la sierra. Hubo voces que clamaron al cielo exigiendo reparación. Se crearon grupos de exaltados que pronunciaron palabras de muerte. Y todos, conducidos por el viajero, se adentraron en la noche para aniquilar a la serrana como a un animal humillado incapaz de oponer resistencia.

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Para quienes quieran saber más sobre El mito de la Serrana de la Vera, aquí dejo el enlace a un curioso estudio de don José María Domínguez Moreno, publicado en el nº 52 de la Revista de Folklore de la Fundación Joaquín Díaz, en 1985.

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Romance de La Serrana de la Vera

Allá en Garganta la Olla
en la vera de Plasencia,
salteóme una serrana
blanca, rubia, ojimorena;
trae recogidos los rizos
debajo de la montera;
al uso de cazadora
gasta falda a media pierna,
botín alto y argentado
y en el hombro una ballesta

Sus cabellos destrenzados
con los arcos de sus cejas
flechas arrojan al aire,
y en el aire las flechas vuela

De perdices y conejos
sirvióme muy rica cena,
de pan blanco y de buen vino
y de su cara risueña
Si buena cena me dio
muy mejor cama me diera;
sobre pieles de venado
su mantellina tendiera
aguárdate, lindo mozo,
vuélvete por tu montera.

La montera es de buen paño,
¡pero aunque fuera de seda!
¡Ay de mí, triste cuitada,
por ti seré descubierta!
descubierta no serás
Hasta la venta primera.

Romance antiguo (Popular)

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