Solo ahora, cuando tan poco falta para que también yo pase a formar parte de esa cofradía, he entendido al fin lo que supone ser un fantasma. Se equivocan quienes tratan laboriosamente de alcanzar un testimonio, de conseguir una visión, una foto, de provocar un último contacto con los fantasmas ahora huidizos que fueron hace tiempo nuestros allegados. Y sin embargo existen y están próximos. O quizá sería mejor decir que siguen existiendo. Tras muchos años de arduas investigaciones, al fin he venido a saber que de nada sirven el esmero y la búsqueda, ni siquiera la paciencia. Toda una vida dedicada a invadir intimidades que me eran ajenas no me ha proporcionado la seguridad de reconocer ninguna presencia invisible. Postrado en mi cama veo pasar a diario todo el cortejo de mis deudos, familiares olvidadizos y hasta algún que otro amigo que regresa. He sido un hombre de trato difícil, aunque en el fondo muy querido, y me llegan visitas de muchas personas que aún se resisten a mirarme como a una figura de ayer, de quien ya hay que hablar casi en pasado.
La culpa de tantas equivocaciones la tiene ella, claro. Desde que murió, hace ahora treinta y cinco años, he tratado de encontrarla en los mil sitios donde estuvo. Siempre he querido preguntarle qué significaba aquello que escribió antes de hacer lo que hizo: “Y ahora, consuélate”.
¿De qué me tendría yo que consolar, acaso de su muerte suicida?
Mis pesquisas han sido vanas; mi búsqueda, inútil; mis deseos, frustrados. Sin embargo no he transigido, y he llegado finalmente a entender. No soy un inútil, no soy un débil. Soy infinitamente fuerte. Ella no lo entendió nunca, estaba demasiado preocupada en procurarse una satisfacción a su impaciencia histérica. Como los niños, era incapaz de vivir cualquier dilación. Lo quería todo, y lo quería en el mismo instante en que se le pasaba por la cabeza el quererlo. Así vivía, permanentemente instalada en un presente abrumador. Y así me exigía que yo viviera. Por supuesto estaba equivocada.
Se pasó la vida tratando de convencerme de que yo era el equivocado. Me humillaba públicamente, se reía de mis investigaciones, me aseguraba que no llegaría a nada nunca, a ninguna conclusión, se esforzaba en convencer a todos para que me convencieran de la necesidad de cejar en mi empeño, que me estaba absorbiendo, decían, que estaba abandonándolo todo por culpa de un capricho sentimental, que era una búsqueda inútil, que era un romántico condenado al fracaso que persigue un vago ideal, una abstracción irrisoria, una empresa abortada aun antes de ser emprendida.
Por supuesto estaba equivocada, aunque eso lo supo ella misma, estoy seguro, el mismo día de su muerte, cuando hizo repaso y contempló pensativa su pasado, por una vez en la vida. Quizá se suicidó al descubrir que era ella quien estaba en el error, que no hacía falta estar muerto para saberse un fantasma. Se atiborró de pastillas, estoy seguro, cuando supo que yo andaba en lo cierto. Después de tantas humillaciones como me había infligido, ¿cómo se iba a postrar ante mí para pedirme perdón, ella, que tanto vaticinó mi derrota? Era ella la que había finalmente perdido, y no podía soportarlo.
“Y ahora, consuélate”. Cuántos comentarios recriminatorios he sufrido por culpa de esa frase, que todos consideraron una sentencia, un veredicto de culpabilidad. Qué de críticas. Todos encontraban mil explicaciones, y todos me encontraban culpable: mi escasa dedicación a ella, mis continuas infidelidades, el tesón con que me sumergía en mi trabajo, el tributo que yo le rendía a mi afición favorita, y que ella no entendió nunca, hasta las explicaciones que yo le daba continuamente sobre la existencia de una realidad distinta de la que vemos, tratando de que también ella participara con pasión, fue considerado negativamente por todos, como reproches, como egoísmo, como desprecio. Si hubiesen conocido la verdad… Si hubiesen sabido cuáles eran las verdaderas razones que le dictaron las palabras, habrían comprendido lo equivocados que estaban. Ahora, en el lecho de muerte, descubro que con aquella sentencia me hizo dudar de mis convicciones. Ella murió, sí, pero dejó constancia de su inconformismo, y en mí instaló la incertidumbre ¿Me estaría engañando? ¿Sería cierto que mi incapacidad para afrontar de cara mi realidad tal cual era me predisponía para consolarme con la promesa de otras dimensiones? Qué de tiempo perdido por culpa de este titubeo. El miedo a que no fueran ciertas mis creencias, las que había tenido hasta ese momento, motivó en mí el deseo de obtener pruebas concluyentes. Por supuesto, éstas son imposibles de conseguir.
Somos muy pocos los que conocemos la verdad. He llegado a descubrirla demasiado tarde. Ya no me queda tiempo para poder disfrutar de este hallazgo. Toda la vida siendo un fantasma, y toda la vida perdido y buscando. Treinta y cinco años de rastreo vano por culpa de la suspicacia de una mujer que poseyó el secreto mucho antes que yo, y que vengó su suerte haciéndome depositario de un escrúpulo y de un prejuicio torpe.
Cómo se habrá reído durante todos estos años. Qué dulce habrá sido su venganza, contemplada impunemente desde las paredes de esta misma habitación. Su fantasma preside todos los lugares donde alguna vez estuvo, y me mira torvamente, como a un ser indefenso al que llevan a una pira para ser sacrificado. La imagino confundida con el olor de años de toda su ropa, que aún cuelga de unas perchas ya anticuadas en el ropero que sigue conservando su presencia de mujer solícita, pero no gratificada. Sus chaquetas mantienen todavía la forma de unos hombros a los que alguna vez cubrieron, y es imposible que nada de ellos perdure en esa tela inútil que se afana en mantenerse sin daño. No es casual que yo no haya querido deshacerme de ellos en todo este tiempo. Y aunque así fuese, nada podría borrar la huella del fantasma de su dueña. Me mirará con ironía o con lástima en mi lecho de muerte, con la autoridad crítica de quien ya ha pasado por un trance idéntico, y vivirá feliz con mi fantasma en su realidad sin dilaciones, como siempre quiso vivir, al fin vencedora.
Sé que cuando yo muera no tendré su fantasma, y vagaré sin consuelo buscando inválido lo que a ella no le dio tiempo de ser, murió pronto. Estaré atado a unos grilletes, y mi sábana intangible me recordará siempre su sentencia eterna, “y ahora, consuélate”, mientras ella deambula insomne con el fantasma de todo lo que no fui y ella quiso que fuera.
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Este texto, que antes denominaba cuento y ahora no sé cómo llamar, lo escribí en el mes de julio de 1998, durante uno de esos bajones que uno tenía en los tontos años veinte.
En el año 2001 fue incluido en una absurda antología que publicó una editorial de cuyo nombre no quiero acordarme.
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