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Artículo publicado en La Voz del Sur, 26/01/2019

Me sorprende lo mucho que se enfadan y lo rápidamente que se indignan. Y aún más me asombra la ligereza con la que juzgan. Me estoy refiriendo a cierta gente que parece no haber leído un libro en su vida.

Curioseo a menudo por las redes sociales, sin mojarme demasiado, y me alarma comprobar lo nervioso y alterado que está el personal, las ganas de bronca que fingen tener algunos y la mala baba que destilan muchos de sus comentarios. “Tranquilícese, hombre”, está tentado de decir uno muchas veces, “y mire las cosas desde otra perspectiva, que no es para tanto”.

Lo que pasa es que luego vuelvo a leer las conversaciones que se mantienen en Facebook o en Twitter, me sonrío de manera esquinada y me digo que para qué. Vete tú a saber lo que hay ahí, añado para mis adentros; igual el tipo tuvo un mal día y la realidad virtual a la que ha recurrido es la única manera que tiene de descargar la frustración que se le fue acumulando en el cuerpo. Aunque puede que existan otras muchas posibilidades.

 Lo mismo se ha estado tomando unas cañas con unos compañeros de trabajo, tan tranquilo, y ha habido un momento en el que ha agarrado el móvil, ha abierto la aplicación del pajarito, por ejemplo, ha leído un titular y se le ha disparado el automático. Y entonces es cuando ha escrito lo que ha escrito: una barbaridad, un insulto, una salida de tono, un juicio rápido o cualquier sandez destinada a injuriar a una persona a la que en realidad no conoce.

Lo mismo ha tardado treinta segundos exactos en teclear con los pulgares su mensaje de indignado frívolo y luego se ha vuelto a guardar el móvil, ha agarrado otra vez su copa y ha continuado echándose unas risas con los amigos. Tan tranquilo. Y toda esa indignación que ha dejado flotando en cualquier lugar del ciberespacio conocido no es más que una frivolidad que seguro que, en otras circunstancias, sería incapaz de sostener con hechos, cuando la realidad lo pusiera en el brete de decidir si mantiene, o no, lo que se ha atrevido a afirmar desde el cobijo de Internet, tantas veces de manera anónima.

Lo peor es cuando te encuentras con idénticas o parecidas actitudes en el desierto de lo real. Me pasó el otro día con un amigo, a propósito de un escritor francés al que le gusta moverse por el lado más controvertido de la vida. Venía indignadísimo mi amigo con el último libro que el afamado autor ha publicado recientemente. “¡Menuda porquería!”, soltó indignado. “¡Valiente bazofia!”, dictaminó iracundo. Y luego concluyó que el novelista debía de ser un personaje repugnante, a juzgar por algunas de las cosas que decían en el libro tanto el narrador como los personajes.


«Lo peor es cuando te encuentras con idénticas o parecidas actitudes en el desierto de lo real»

Ese escritor francés no me interesa demasiado, la verdad, pero como con algo ha de entretenerse uno decidí llevarle la contraria a mi amigo y, de paso, atraerlo a un terreno en el que me siento mucho más a gusto.

“Estás confundiendo realidad y ficción”, le dije. Y luego, para cabrearlo aún más, me puse en plan docente, que es una técnica que no falla nunca cuando se trata de enfadar a cualquiera.

Resultaba evidente que estaba confundiendo al autor con el narrador; es decir, al que escribe con el que cuenta; y, lo que aún es más grave, al escritor con sus personajes. “En el fondo”, le comenté, “la novela ha debido de atraparte mucho, porque te has metido tanto en la historia que has acabado viviendo esa ficción como si de una realidad se tratara. Te la has creído tanto, que has perdido la noción de lo que es real, y solo después, cuando la has acabado, has salido del estado de irrealidad en el que el autor te sumergió, y finalmente has reaccionado contra él al no poder hacerlo contra el narrador y los personajes”.

Es algo que les ocurre mucho a quienes son seducidos por la ficción. No solo ocurre con los libros. También sucede con el cine. Y aún más, últimamente, con las series de televisión. Conocido es el caso del infierno que vivió el actor que interpretaba al rey Joffrey en Juego de Tronos. El personaje resultaba tan odioso, que muchos fanáticos de la serie increpaban al actor por la calle como si él fuera responsable de la maldad del ser abyecto al que daba vida en la pantalla.

Se trata probablemente del mayor logro que puede alcanzar la persona que crea una ficción; hacer que de algún modo afecte a quien la recibe en la realidad. Alterar su punto de vista. Suprimir el plano de la invención hasta hacer que parezca real. Claro que luego pueden venir las consecuencias, siempre absurdas.

Por supuesto, mi amigo no podía aceptar aquello. Volvió a fingirse indignado, mostró su enfado y hasta recurrió al aspecto emocional para lograr vencer mi resistencia. ¿Qué lo estaba, tomando por imbécil?, llegó a preguntarme. Pues claro que ya él sabía todo eso. Pero es que no era así, trató de argumentar. Ni confusión ni nada. “Además”, me dijo, “no es solo lo que dice en esa novela. Es todo lo que escribe ese tío”. Y entonces me contó que, al parecer, hasta en artículos de opinión, y en algún ensayo, el escritor francés decía idénticas burradas, lo que venía a demostrar, según él, que aquellas eran verdaderamente sus creencias.


“uno es el que narra, otro el que escribe y otro el que es”

Roland Barthes

Decidí dejarlo y no insistir. No merecía la pena disputar tanto por nada. Pero desde entonces ando dándole vueltas al asunto y hoy he recordado una cita atribuida a Roland Barthes que explica muy bien el fenómeno del que estoy hablando. La leí hace tiempo en uno de los artículos que el escritor español Alberto Olmos dedicó a reflexionar sobre la libertad de expresión en la revista digital Zenda. Parece un galimatías, pero es en realidad un aforismo muy logrado. Y dice así: “uno es el que narra, otro el que escribe y otro el que es”.

La primera distinción creo que está bastante clara y la entiende cualquier lector acostumbrado, que sabe que nunca ha de confundirse al narrador de la historia con el autor del libro. En cuanto a la segunda distinción, puede que el ejemplo de quienes rabian en las redes sociales sirva para ilustrar el acierto del aforismo de Barthes; motivo por el que, quizás, no debiéramos tomarnos demasiado en serio tantas tonterías como se escriben.

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Imagen destacada:
Stevenson, R. (1886). “Chapter 2: The Search for Mr. Hyde”. The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde.

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