Artículo publicado en La Voz del Sur, 16/2/2019

Estaba yo el otro día, tan tranquilo, corrigiendo exámenes en la sala de profesores del instituto donde me gano el pan, cuando oí a mis compañeros del heroico departamento de Filosofía hablar sobre el tema del concurso de debates que han organizado para nuestro alumnado de bachillerato; a saber: los límites de la libertad de expresión. Y aunque suelo ir bastante a lo mío sin meterme en conversaciones ajenas, al escuchar aquello no pude reprimir el impulso de ponerme en pie, acercarme a aquellos nobles pensadores y decirles, palabras más, palabras menos: “quietos ahí, que eso me interesa”. Y tan palpable debió de ser el interés que mostré por el asunto, tanta la insistencia con que les di la murga hasta saber con pelos y señales la mecánica del evento, que hasta me cogieron para formar parte del jurado encargado de valorar la interesante disputa dialéctica que habría de tener lugar, aquel mismo día, en la sala de usos múltiples.

Que en un instituto de secundaria y bachillerato se organicen actividades encaminadas a desarrollar el tan noble como olvidado arte de la argumentación, no solo me parece un síntoma de buena salud educativa, sino que lo creo imprescindible para que también las nuevas generaciones practiquen el diálogo y el talante democrático, que decía el otro.

Tres horas más tarde, en el salón de actos, pude comprobar con qué celo, imparcialidad y transparencia habían organizado mis compañeros aquel interesante evento. Imagínenselo; varios grupos de alumnos motivados y una controvertida cuestión sobre la que debatir: ¿conviene que se le pongan límites a la libertad de expresión?

Para hacer más interesante la cosa, las reglas estaban claras desde el principio. Con anterioridad al debate, el alumnado, distribuido paritariamente en grupos, debía investigar sobre el tema propuesto y encontrar razones a favor y en contra, para luego poder reflexionar con criterio propio sobre la conveniencia, o no, de ponerle límites a la libertad de expresión. Pero solo en el momento del debate, y tras sorteo público, sin trampa ni cartón, sabrían qué postura habrían de defender frente al público y el jurado que estaba deseando oírlos argumentar.

Me parece la más inteligente manera de enseñar a la ciudadanía a ponerse en el lugar del otro. Es decir, que con independencia de las ideas que cada uno de aquellos chavales tuviera sobre el asunto, podría verse en el trance de tener que defender la postura contraria, si es que quería hacer un buen papel sobre el escenario y pasar a la siguiente fase del concurso.

Se trataba, por supuesto, de un ejercicio dialéctico encaminado, precisamente, a cultivar la humana capacidad del diálogo. Sin dogmatismos. Sin consignas. Sin directrices que coarten.

Considero que no hay forma más pacífica de aprender a escuchar con el debido respeto a aquel que opina de modo diferente a como lo hacemos nosotros. Atender a la opinión contraria. Oír los argumentos y las razones sin deshumanizar a quien las emite. Disciplinar la mente para tratar de entenderlas. Y solo luego, una vez conocidas las posturas contrarias, entonces sí: rebatirlas, discutirlas o enfrentarlas. Oponer incluso, si se quiere, una resistencia férrea frente a determinadas ideas, pero sin mordazas. Y, sobre todo, sin criminalizar a nadie solo por pensar de modo distinto.

La actuación del alumnado me pareció impecable. Cada uno en su papel, con riguroso respeto, moderados por una profesora que repartía equitativamente los turnos y los tiempos, fueron defendiendo las ideas y rebatiendo las posturas que se les oponían, pero sin robarse en ningún momento la palabra ni menospreciar a quienes tenían delante.

Finalizado el acto, tuve ocasión de felicitar a algunos de aquellos alumnos. Los encontré alegres, pero no satisfechos. Se les habían quedado tantas cosas por decir que algunos aún continuaban debatiendo, buscándole punta a los argumentos hasta exprimirlos, autoevaluando ellos mismos su trabajo, dirimiendo aún los pros y los contras del ejercicio pleno de la libertad de expresión; y, finalmente, concluyendo sobre cuál de las dos posturas planteadas resultaba más fácil defender. O más difícil.

Lo que me llamó la atención, a lo que aún sigo dándole vueltas, es que la mayoría de ellos pensara que la postura más cómoda de mantener es la que defiende que se le deben poner límites a la libertad de expresión. ¡Cuidado! No estoy diciendo que esa sea la postura que defienden los alumnos con los que hablé. Afirmo solo lo que he dicho y repito: que esa era la postura que les parecía más cómoda de mantener. La más fácil, si se quiere. La menos compleja o problemática. Aquella sobre la que, en apariencia, más argumentos a favor se podrían esgrimir.

Durante el camino de regreso a casa, fui pensando en todo esto. Tenía aún muy presentes las palabras que había oído; que era más cómodo y más fácil defender la necesidad de poner límites que la plena libertad de expresión. Me costaba creerlo, pero era así. Cabizbajo, a solas y para mí solo, pensé en lo poco que habíamos avanzado o en lo mucho que habíamos retrocedido en estos pocos años del siglo XXI.

Y entonces me acordé de Juan Soto Ivars y del ensayo que publicó hace un par de años en la editorial Debate. Se titula Arden las redes, analiza lo que él mismo ha denominado la “poscensura” y comienza con esta perla de antología: “George Orwell escribió que «si la mayoría de la gente está interesada en la libertad de expresión, habrá libertad de expresión, incluso si las leyes la persiguen». Sin retorcer sus palabras, se puede extraer la conclusión inversa: si la mayoría de la gente deja de estar interesada en la libertad de expresión, dejará de haber libertad de expresión, incluso aunque las leyes la permitan”.

Al final, me dije, va a ser verdad que tenía razón Ambrose Bierce en su amarga definición de la palabra libertad:

 “Libertad, s. Una de las posesiones más preciosas de la imaginación.”

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Imagen destacada: Manifestación contra la ley mordaza, en una imagen de archivo. Foto: Manu García.

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