Página personal de Agustín Celis

Etiqueta: La voz del sur

Manifestación contra la ley Mordaza - Imagen de archivo - Foto: Manu García

Los límites de la libertad de expresión

Artículo publicado en La Voz del Sur, 16/2/2019

Estaba yo el otro día, tan tranquilo, corrigiendo exámenes en la sala de profesores del instituto donde me gano el pan, cuando oí a mis compañeros del heroico departamento de Filosofía hablar sobre el tema del concurso de debates que han organizado para nuestro alumnado de bachillerato; a saber: los límites de la libertad de expresión. Y aunque suelo ir bastante a lo mío sin meterme en conversaciones ajenas, al escuchar aquello no pude reprimir el impulso de ponerme en pie, acercarme a aquellos nobles pensadores y decirles, palabras más, palabras menos: “quietos ahí, que eso me interesa”. Y tan palpable debió de ser el interés que mostré por el asunto, tanta la insistencia con que les di la murga hasta saber con pelos y señales la mecánica del evento, que hasta me cogieron para formar parte del jurado encargado de valorar la interesante disputa dialéctica que habría de tener lugar, aquel mismo día, en la sala de usos múltiples.

Que en un instituto de secundaria y bachillerato se organicen actividades encaminadas a desarrollar el tan noble como olvidado arte de la argumentación, no solo me parece un síntoma de buena salud educativa, sino que lo creo imprescindible para que también las nuevas generaciones practiquen el diálogo y el talante democrático, que decía el otro.

Tres horas más tarde, en el salón de actos, pude comprobar con qué celo, imparcialidad y transparencia habían organizado mis compañeros aquel interesante evento. Imagínenselo; varios grupos de alumnos motivados y una controvertida cuestión sobre la que debatir: ¿conviene que se le pongan límites a la libertad de expresión?

Para hacer más interesante la cosa, las reglas estaban claras desde el principio. Con anterioridad al debate, el alumnado, distribuido paritariamente en grupos, debía investigar sobre el tema propuesto y encontrar razones a favor y en contra, para luego poder reflexionar con criterio propio sobre la conveniencia, o no, de ponerle límites a la libertad de expresión. Pero solo en el momento del debate, y tras sorteo público, sin trampa ni cartón, sabrían qué postura habrían de defender frente al público y el jurado que estaba deseando oírlos argumentar.

Me parece la más inteligente manera de enseñar a la ciudadanía a ponerse en el lugar del otro. Es decir, que con independencia de las ideas que cada uno de aquellos chavales tuviera sobre el asunto, podría verse en el trance de tener que defender la postura contraria, si es que quería hacer un buen papel sobre el escenario y pasar a la siguiente fase del concurso.

Se trataba, por supuesto, de un ejercicio dialéctico encaminado, precisamente, a cultivar la humana capacidad del diálogo. Sin dogmatismos. Sin consignas. Sin directrices que coarten.

Considero que no hay forma más pacífica de aprender a escuchar con el debido respeto a aquel que opina de modo diferente a como lo hacemos nosotros. Atender a la opinión contraria. Oír los argumentos y las razones sin deshumanizar a quien las emite. Disciplinar la mente para tratar de entenderlas. Y solo luego, una vez conocidas las posturas contrarias, entonces sí: rebatirlas, discutirlas o enfrentarlas. Oponer incluso, si se quiere, una resistencia férrea frente a determinadas ideas, pero sin mordazas. Y, sobre todo, sin criminalizar a nadie solo por pensar de modo distinto.

La actuación del alumnado me pareció impecable. Cada uno en su papel, con riguroso respeto, moderados por una profesora que repartía equitativamente los turnos y los tiempos, fueron defendiendo las ideas y rebatiendo las posturas que se les oponían, pero sin robarse en ningún momento la palabra ni menospreciar a quienes tenían delante.

Finalizado el acto, tuve ocasión de felicitar a algunos de aquellos alumnos. Los encontré alegres, pero no satisfechos. Se les habían quedado tantas cosas por decir que algunos aún continuaban debatiendo, buscándole punta a los argumentos hasta exprimirlos, autoevaluando ellos mismos su trabajo, dirimiendo aún los pros y los contras del ejercicio pleno de la libertad de expresión; y, finalmente, concluyendo sobre cuál de las dos posturas planteadas resultaba más fácil defender. O más difícil.

Lo que me llamó la atención, a lo que aún sigo dándole vueltas, es que la mayoría de ellos pensara que la postura más cómoda de mantener es la que defiende que se le deben poner límites a la libertad de expresión. ¡Cuidado! No estoy diciendo que esa sea la postura que defienden los alumnos con los que hablé. Afirmo solo lo que he dicho y repito: que esa era la postura que les parecía más cómoda de mantener. La más fácil, si se quiere. La menos compleja o problemática. Aquella sobre la que, en apariencia, más argumentos a favor se podrían esgrimir.

Durante el camino de regreso a casa, fui pensando en todo esto. Tenía aún muy presentes las palabras que había oído; que era más cómodo y más fácil defender la necesidad de poner límites que la plena libertad de expresión. Me costaba creerlo, pero era así. Cabizbajo, a solas y para mí solo, pensé en lo poco que habíamos avanzado o en lo mucho que habíamos retrocedido en estos pocos años del siglo XXI.

Y entonces me acordé de Juan Soto Ivars y del ensayo que publicó hace un par de años en la editorial Debate. Se titula Arden las redes, analiza lo que él mismo ha denominado la “poscensura” y comienza con esta perla de antología: “George Orwell escribió que «si la mayoría de la gente está interesada en la libertad de expresión, habrá libertad de expresión, incluso si las leyes la persiguen». Sin retorcer sus palabras, se puede extraer la conclusión inversa: si la mayoría de la gente deja de estar interesada en la libertad de expresión, dejará de haber libertad de expresión, incluso aunque las leyes la permitan”.

Al final, me dije, va a ser verdad que tenía razón Ambrose Bierce en su amarga definición de la palabra libertad:

 “Libertad, s. Una de las posesiones más preciosas de la imaginación.”

_____________________________________________________________________________

Imagen destacada: Manifestación contra la ley mordaza, en una imagen de archivo. Foto: Manu García.

_____________________________________________________________________________

Dr. Jekyll y Mr. Hyde

El que escribe, el que narra, el que es

______________________________________________________________________________

Artículo publicado en La Voz del Sur, 26/01/2019

Me sorprende lo mucho que se enfadan y lo rápidamente que se indignan. Y aún más me asombra la ligereza con la que juzgan. Me estoy refiriendo a cierta gente que parece no haber leído un libro en su vida.

Curioseo a menudo por las redes sociales, sin mojarme demasiado, y me alarma comprobar lo nervioso y alterado que está el personal, las ganas de bronca que fingen tener algunos y la mala baba que destilan muchos de sus comentarios. “Tranquilícese, hombre”, está tentado de decir uno muchas veces, “y mire las cosas desde otra perspectiva, que no es para tanto”.

Lo que pasa es que luego vuelvo a leer las conversaciones que se mantienen en Facebook o en Twitter, me sonrío de manera esquinada y me digo que para qué. Vete tú a saber lo que hay ahí, añado para mis adentros; igual el tipo tuvo un mal día y la realidad virtual a la que ha recurrido es la única manera que tiene de descargar la frustración que se le fue acumulando en el cuerpo. Aunque puede que existan otras muchas posibilidades.

 Lo mismo se ha estado tomando unas cañas con unos compañeros de trabajo, tan tranquilo, y ha habido un momento en el que ha agarrado el móvil, ha abierto la aplicación del pajarito, por ejemplo, ha leído un titular y se le ha disparado el automático. Y entonces es cuando ha escrito lo que ha escrito: una barbaridad, un insulto, una salida de tono, un juicio rápido o cualquier sandez destinada a injuriar a una persona a la que en realidad no conoce.

Lo mismo ha tardado treinta segundos exactos en teclear con los pulgares su mensaje de indignado frívolo y luego se ha vuelto a guardar el móvil, ha agarrado otra vez su copa y ha continuado echándose unas risas con los amigos. Tan tranquilo. Y toda esa indignación que ha dejado flotando en cualquier lugar del ciberespacio conocido no es más que una frivolidad que seguro que, en otras circunstancias, sería incapaz de sostener con hechos, cuando la realidad lo pusiera en el brete de decidir si mantiene, o no, lo que se ha atrevido a afirmar desde el cobijo de Internet, tantas veces de manera anónima.

Lo peor es cuando te encuentras con idénticas o parecidas actitudes en el desierto de lo real. Me pasó el otro día con un amigo, a propósito de un escritor francés al que le gusta moverse por el lado más controvertido de la vida. Venía indignadísimo mi amigo con el último libro que el afamado autor ha publicado recientemente. “¡Menuda porquería!”, soltó indignado. “¡Valiente bazofia!”, dictaminó iracundo. Y luego concluyó que el novelista debía de ser un personaje repugnante, a juzgar por algunas de las cosas que decían en el libro tanto el narrador como los personajes.


«Lo peor es cuando te encuentras con idénticas o parecidas actitudes en el desierto de lo real»

Ese escritor francés no me interesa demasiado, la verdad, pero como con algo ha de entretenerse uno decidí llevarle la contraria a mi amigo y, de paso, atraerlo a un terreno en el que me siento mucho más a gusto.

“Estás confundiendo realidad y ficción”, le dije. Y luego, para cabrearlo aún más, me puse en plan docente, que es una técnica que no falla nunca cuando se trata de enfadar a cualquiera.

Resultaba evidente que estaba confundiendo al autor con el narrador; es decir, al que escribe con el que cuenta; y, lo que aún es más grave, al escritor con sus personajes. “En el fondo”, le comenté, “la novela ha debido de atraparte mucho, porque te has metido tanto en la historia que has acabado viviendo esa ficción como si de una realidad se tratara. Te la has creído tanto, que has perdido la noción de lo que es real, y solo después, cuando la has acabado, has salido del estado de irrealidad en el que el autor te sumergió, y finalmente has reaccionado contra él al no poder hacerlo contra el narrador y los personajes”.

Es algo que les ocurre mucho a quienes son seducidos por la ficción. No solo ocurre con los libros. También sucede con el cine. Y aún más, últimamente, con las series de televisión. Conocido es el caso del infierno que vivió el actor que interpretaba al rey Joffrey en Juego de Tronos. El personaje resultaba tan odioso, que muchos fanáticos de la serie increpaban al actor por la calle como si él fuera responsable de la maldad del ser abyecto al que daba vida en la pantalla.

Se trata probablemente del mayor logro que puede alcanzar la persona que crea una ficción; hacer que de algún modo afecte a quien la recibe en la realidad. Alterar su punto de vista. Suprimir el plano de la invención hasta hacer que parezca real. Claro que luego pueden venir las consecuencias, siempre absurdas.

Por supuesto, mi amigo no podía aceptar aquello. Volvió a fingirse indignado, mostró su enfado y hasta recurrió al aspecto emocional para lograr vencer mi resistencia. ¿Qué lo estaba, tomando por imbécil?, llegó a preguntarme. Pues claro que ya él sabía todo eso. Pero es que no era así, trató de argumentar. Ni confusión ni nada. “Además”, me dijo, “no es solo lo que dice en esa novela. Es todo lo que escribe ese tío”. Y entonces me contó que, al parecer, hasta en artículos de opinión, y en algún ensayo, el escritor francés decía idénticas burradas, lo que venía a demostrar, según él, que aquellas eran verdaderamente sus creencias.


“uno es el que narra, otro el que escribe y otro el que es”

Roland Barthes

Decidí dejarlo y no insistir. No merecía la pena disputar tanto por nada. Pero desde entonces ando dándole vueltas al asunto y hoy he recordado una cita atribuida a Roland Barthes que explica muy bien el fenómeno del que estoy hablando. La leí hace tiempo en uno de los artículos que el escritor español Alberto Olmos dedicó a reflexionar sobre la libertad de expresión en la revista digital Zenda. Parece un galimatías, pero es en realidad un aforismo muy logrado. Y dice así: “uno es el que narra, otro el que escribe y otro el que es”.

La primera distinción creo que está bastante clara y la entiende cualquier lector acostumbrado, que sabe que nunca ha de confundirse al narrador de la historia con el autor del libro. En cuanto a la segunda distinción, puede que el ejemplo de quienes rabian en las redes sociales sirva para ilustrar el acierto del aforismo de Barthes; motivo por el que, quizás, no debiéramos tomarnos demasiado en serio tantas tonterías como se escriben.

______________________________________________________________________________

Imagen destacada:
Stevenson, R. (1886). “Chapter 2: The Search for Mr. Hyde”. The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde.

______________________________________________________________________________

Página 2 de 2

Funciona con WordPress & Tema de Anders Norén

error: Content is protected !!