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Giacomo Casanova. El ritual de la Impostura

Giacomo Casanova

La curiosidad es su vida. Más allá del anecdotario genial de este genial personaje. Para quienes nos hemos leído las miles de páginas que tienen las Memorias de Giacomo Casanova casi da igual que sus conquistas fueran miles o cientos. Hay quien se ha dedicado con paciencia y falso rigor a ir anotando los amoríos de sus páginas para dictar un veredicto fiable, como si ese adjetivo pudiera tener relevancia al hablar de este sincero impostor. Unos dicen que ciento veinticinco, otros que ciento dieciséis. Pero ya digo que no tiene importancia, fueron muchas. Y si hemos de creerle, y yo le creo, a todas las hizo felices, y de ninguna de ellas hizo una histérica, lo que tiene mucho mérito; su sentido común se lo prohibía.

Resulta irrelevante que ninguna pudiera retenerlo. Casanova fue un inconstante, un cínico, un vividor realista demasiado consciente. Engañó a las mujeres y se dejó engañar por ellas como una fatalidad inevitable o una ley vital con la que es ridículo enemistarse. “Por lo que toca a las mujeres, se trata de engaños recíprocos que no entran en la cuenta, porque cuando el amor se mete por medio, es cosa común que los unos se engañen a los otros”, nos dice en el prefacio de sus memorias.

Así es toda su vida, un ventarrón de libertad que supo hacer la burla de toda una época. Según él mismo no hizo otra cosa en toda su vida que dejarse llevar por el viento que soplaba. Esta independencia de método le acarreó éxitos y fracasos y es ahí donde radica la libertad engolfada del personaje. Su vida fue puro juego, todo peripecia.

Para los aficionados a las anécdotas curiosas digamos por ejemplo que gustaba de las ostras y abusaba de ellas, que se inventó la lotería nacional de Francia, que por una famosa estafa en 1755 dio con sus huesos en la temible e inexpugnable prisión de los Plomos, condenado por los tribunales de la inquisición veneciana, siendo el primero y probablemente único en escapar de aquellas fétidas mazmorras, que a sus amantes les introducía en la vagina una canica de oro de 60 gramos para evitar que quedaran embarazadas, que en España conoció la cárcel y que por poco hace valer ante el rey Carlos III un proyecto suyo para repoblar Sierra Morena con católicos colonos suizos, que fue amigo de Voltaire y Mozart, a quien recomendaba viajar para no ser un pobre hombre, que a pesar de su espíritu pacífico se batió en duelo y mató en Polonia al conde Branicki, o que varios años después de su aventura en los Plomos tuvo el ingenio y el cinismo de ser Angelo Pratolini, autor de unas denuncias y confidencias a los tribunales de la Inquisición de la Serenísima República de Venecia, donde elogiaba la buena vida que hacían los presos en aquella prisión de “habitaciones ventiladas”.

El ritual de la impostura

Giácomo Casanova vivió sólo para cultivar el goce de sus sentidos. Fue un vitalista estoico y un sufrido epicúreo. Las contradicciones le vienen bien a su retrato. Su vida fue una impostura, un continuo parecer, el fullero juego de un tahúr con un as siempre en la manga. No escatimó medios para estafar a los poderosos y a los necios, a los ricos y a los ambiciosos. En algún lugar de sus memorias nos lo confiesa sin tapujos: “he vaciado el bolsillo de mis amigos para atender a mis caprichos, porque estos amigos tenían proyectos quiméricos y, al hacerles confiar en el éxito, esperaba curarles de ellos desengañándolos. Yo les engañaba para volverlos prudentes, y no me creía culpable, porque nunca actuaba por avaricia. Empleaba en pagar mis placeres las sumas destinadas a conseguir posesiones que la naturaleza hace imposibles. Me sentiría culpable si hoy fuera rico; pero no tengo nada, todo lo he tirado, y esto me consuela y me justifica. Era dinero destinado a locuras: no he cambiado, pues, su destino al utilizarlo para las mías”.

He aquí una magistral lección de vida práctica, de saber vivir y saber estar sin descomponer el gesto. Su peripecia vital recorre toda Europa, estuvo en todas las cortes, se codeó con los enciclopedistas, se hizo adorar por mujeres de toda condición, desde la noble condesa que lo requería en su habitación tras una partida de naipes a una prostituta de los bajos fondos londineses. Fue un amante tumultuoso; en Turquía y Corfú vivió una vida digna de Las mil y una noches, fue secretario del cardenal Acquaviva, religioso y militar, un gamberro en Venecia y un caballero en París, practicó la cábala, divagó como filósofo, regentó un casino, desenmascaró al conde de Saint-Germain, gran impostor, tuvo varios hijos naturales y amistad con dos Papas, se dejó amar cuanto quiso y amo cuanto le dejaron, que no fue poco, y pasó sus últimos días en la biblioteca del conde Waldstein, en un castillo del Dux, en la perdida Bohemia, donde escribió sus prodigiosas Memorias, uno de los mayores monumentos literarios que ha concebido la mente de un hombre.

Memorias de Casanova


De Historias Curiosas, Agustín Celis Sánchez, Ed. Añil, Madrid, 2001.

El abate Marchena. Retrato de un provocador

Abate Marchena

Detesto la expresión enfant terrible. Demasiadas veces se ha aplicado a individuos despreciables cuyo única vía para la notoriedad la encontramos en la egolatría desenfrenada, la histeria nerviosa o la capacidad blasfemadora. O bien a niños mimados cuyos dudosos méritos se esconden detrás del impudor y la falta de escrúpulos. O bien a poetastros cuya ingenuidad nunca reconocida les hace creer que unos versitos suyos pueden provocar los destrozos de una bomba nuclear. Niños terribles que patalean contra Dios y sus familias y el mundo cruel que no les comprende. En fin.

Y sin embargo, si no detestara yo tanto esta fórmula, diría que José Marchena, el tantas veces llamado abate Marchena, fue un enfant terrible en su época, aunque sé de sobra que este comentario repara más en la leyenda del personaje que en su propia condición.

Para quienes nunca hayan oído hablar del abate Marchena diré que se trata de uno de los personajes más apasionantes de la literatura española, uno de los más desconocidos y sin duda de los que más controversias han causado entre los curiosos que todavía se interesan por los papeles. El título de heterodoxo se lo dio Don Ramón Menéndez Pelayo, uno de sus primeros biógrafos y el culpable en buena medida de la imagen estereotipada que tantas veces se ha tenido del personaje. Y aún así esta imagen es tan atractiva, tan jugosa, tan de personaje de ficción que casi no merece la pena desvelar el misterio de su vida y seguir considerándolo un abanderado de la libertad total, un revolucionario histérico, un mixtificador lleno de talento y hasta un follador incansable.

Desde luego yo no pretendo en esta semblanza contar la verdad, sino hacer el retrato de la visión seguramente merecida de un heterodoxo, de un continuo provocador, de un personaje de vida accidentada, humanista cultísimo y probablemente el único español con algo de protagonismo en la Revolución Francesa. A quienes les interese de verdad el personaje y quieran conocer con todo lujo de detalles la biografía política e intelectual de José Marchena, les recomiendo el magnífico estudio de Juan Francisco Fuentes nombrado en la bibliografía. Ahí encontrarán un rastreo riguroso de su vida y una explicación coherente a las muchas contradicciones que hay en la peripecia vital del personaje.

Nació en la localidad de Utrera, provincia de Sevilla, en 1768, y murió en Madrid en 1821. Vivió por tanto esa época crítica de la historia de España en la que los intelectuales tenían que decantarse entre ser enfervorecidos españoles enemigos del poder y el influjo de los gabachos, o ser un afrancesado y sufrir el desprecio de sus compatriotas y la persecución bajo la acusación de traidor a la patria.

Ante esta disyuntiva se declaró en favor de las corrientes de libertad que venían de Francia, considerando que éste era el país más civilizado de Europa, amante de la revolución, y el que finalmente iba a instaurar un gobierno del pueblo que acabara por fin con el indeseable Antiguo Régimen. El abate Marchena consideraba en su juventud que el pueblo podría ser “el mejor de los amos”.

En España sufrió la persecución del Santo Oficio. Según el expediente inquisitorial abierto a Marchena, se le acusaba de propagar ideas no acordes con la moral establecida y por las “muchas proposiciones heréticas” que se podían rastrear en su obra.

En Madrid lanza un periódico independiente a la calle para expresar sus ideas libertarias y hacer la crítica a la intolerancia y el despotismo. Será El Observador, del que tan sólo consigue sacar seis números, y no son pocos si tenemos en cuenta la valentía de sus proposiciones. En él se declara independiente del lujo y el favor de los poderosos y critica las costumbres de los españoles y el estado bochornoso de nuestro teatro, divaga sobre el amor y los afectos y concluye que la razón última de todo sentimiento es la búsqueda del placer y la satisfacción personal, satiriza la intolerancia religiosa, los vicios de la universidad española y la actitud de los militares, y por último hace la burla jocosa del casticismo y la literatura escolástica. No deja títere con cabeza. Se ganó sobradamente la persecución y la censura, razón por la cual se exilió a Francia, buscando una libertad que tampoco allí encontró.

Retrato de un provocador

Repasando calificativos que puedan definir al abate, que por cierto no fue abate, ni clérigo ni diácono ni nada de eso, nos encontramos con los adjetivos revolucionario, girondino, humanista, pequeño, feo, alma ardiente y enérgica, estudiantón perdulario, medio loco, amante excepcional, exaltado y por ahí.

Según él mismo, era “un patriota puro y un esclarecido amigo de la libertad”. Otros lo describen como “jorobado, cuerpo torcido, nariz aguileña, patituerto, vivaracho de ojos aunque corto de vista, de mal color y peor semblante”. Parece cierto que debió de ser un hombre poco agraciado, realmente feo, escaso de cuerpo y no muy aseado. La célebre Madame de Staël lo describe como una “falta de ortografía de la naturaleza”, y Chateaubriand lo consideraba un “sabio inmundo y aborto lleno de ingenio”.

Nos ha llegado una nota de la  policía francesa de 1798 en el que se le describe como “muy pequeño de estatura, cara delgada y morena, color aceituna, los ojos vivos y el aspecto atrevido”. Así debió de ser realmente, lo que no impidió que tuviese numerosas amantes y una prodigiosa capacidad amatoria. Gregorio Marañón incide mucho en esta idea, y considera que la figura de Marchena “corresponde a cierta especie de enanos en los cuales la exigüidad de la talla tiene otras compensaciones anatómicas, que les permite extrañas victorias en la amorosa lid”. Pero esto es capítulo aparte.

En Francia sufrió la persecución de La Montaña durante los años del terror como declarado girondino que era, conoció la cárcel y, según reza la leyenda, llegó a enfrentarse con el mismísimo Robespierre en una carta desde la Conciergerie de París en que le decía “tirano, me has olvidado”, en claro desafío para que tomara también con él las medidas quirúrgicas y correctivas de moda en la época: guillotina y decapitación. Dicen también que tanto fascinó a Robespierre el gesto del abate que quiso tenerlo entre sus hombres. Pero es probable que pertenezca a la leyenda. Lo que sí es verdad, o al menos así lo cuenta Jean Baptiste Louvet en sus memorias, es que Marchena desafió en reiteradas ocasiones a Fouquier, el acusador público, en estos términos: “me está usted olvidando. Estoy aquí para que me guillotinen”.

Tras los años del terror nos encontramos con que la mirada de Marchena ha evolucionado. Sus obsesiones siguen siendo las mismas, su insistente lucha también.  Sigue en permanente estado de guardia contra la intolerancia, la superstición, el despotismo, el lujo y la guerra, pero ya no es aquél que creía que el pueblo podía ser el mejor amo.

La Revolución Francesaha mostrado su lado más pútrido, y el protagonismo adquirido por las capas populares lo decepcionan. Ahora el pueblo es “el vulgo vil”, “el pueblo envilecido”, “el pueblo malhadado”. Abandona un poco la agitación política y en los años siguientes se entrega a la reflexión teórica, la filosofía, las matemáticas y el estudio de la economía, hace la crítica de los abusos de la Revolución, publica otro periódico de corta vida, Le Spectateur Français, y se dedica a interpretar los fenómenos políticos y sociales.

Lo vemos durante varios años en Alemania como inspector de contribuciones tras la llegada al poder de Napoleón, donde se entrega además a una fecunda actividad literaria, y más tarde por fin en España, cumpliendo por completo el papel de afrancesado como funcionario en el ministerio de interior de José I. Son años de cierto reposo para nuestro hombre, vive holgadamente con un sueldo y una pensión dignas de un hombre de letras, colabora asiduamente en periódicos de la época y estrena su Polixena y su Hipócrita, dos obras de teatro que no han merecido mayores recuerdos. Y así llegamos a agosto de 1813, año en el que se ve obligado a un nuevo exilio tras la proclamación de las Cortes de Cádiz, la primera constitución española y la desbandada de los franceses.

Los últimos años

Los últimos años de su vida los vive en su segundo exilio francés hasta su regreso a España poco antes de morir. Son años como traductor e historiador de la literatura. En ellos escribe sus Lecciones de Filosofía moral y elocuencia, uno de los estudios más curiosos de literatura española que se han escrito, traduce a Voltaire y Rousseau y soporta la dura existencia del perdedor que se pasó la vida luchando por la instauración de un nuevo orden social que debía acabar por fin con la intolerancia, la superstición y el despotismo.

Sólo volvería a España en 1820 gracias a la amnistía otorgada a los exiliados políticos tras el levantamiento de Riego y el triunfo del liberalismo. Murió el 31 de enero de 1821.

Obras del abate Marchena


De Historias Curiosas, Agustín Celis Sánchez, Ed. Añil, Madrid, 2001

Un curioso aniversario

Ayer hizo cinco meses que escribí por última vez en este blog. Otros asuntos me han tenido ocupado, alejado y disperso. Para qué, me he preguntado en más de una ocasión. Y aunque a veces he estado tentado de retomarlo, acicateado por la realidad, al final siempre me ha terminado venciendo la pereza, la desgana y el cansancio. También la indiferencia. Esta noche, sin embargo, he regresado a casa con ganas de ponerme a escribir. Hace un rato venía en el coche pensando en ello. Regresaba de una fiesta de Halloween en Sanlúcar, donde he pasado la tarde y la noche, como acostumbro hacerlo siempre en esta fecha, en compañía de unos amigos. Mi hijo Darío y mi sobrina Cristina iban detrás dormidos, agotados de tanta risa y tanto miedo como han gastado hoy. Yo iba solo conduciendo delante, de camino a casa, atento a los peligros de la carretera sin una sola alma, pensando.

Hoy es aún 31 de octubre. Esta noche es Halloween. Mañana será el día de todos los santos. Inevitable no pensar en algunos ausentes. En los más recientes sobre todo: en Melero, en Maruchi, en mi primo Javier. Iba conduciendo pensando en ellos. También en la fiesta en la que he estado, en la casa del terror en la que me he adentrado llevando de la mano a mi sobrina, que estaba deseosa de que le dieran un susto. Darío se quedó fuera con un amigo porque le daba demasiado pavor; esa mezcla de fascinación y miedo que experimenta un niño de cinco años que empieza a sentir la atracción por lo abominable. Bendita atracción.

En todo eso pensaba hace un rato de camino a casa, en el coche, cuando de manera caprichosa, a traición, sin preverlo ni buscarlo, se me ha impuesto una fecha que ahora ya aquí, en casa, gracias a San Google, patrón de los perdidos, ha convertido esta noche en la noche en la que se cumple un curioso aniversario que me apetece recordar aquí y ahora.

Pensaba escribir sobre lo mucho que me gusta la milenaria fiesta pagana de Halloween y por qué me parece digna de celebración, pero creo que lo voy a dejar para otra ocasión, para otro año. En su lugar voy a festejar este momento. El momento en el que he descubierto y recordado que esa fecha que ha cruzado por mi cabeza era exacta y banal. 31 de Octubre de 1971. Supongo que nadie recuerda ya ese día ni lo que en él ocurrió. Pero yo sí, porque ese día tuvo lugar un suceso que hace algo más de diez años me entretuvo ocupado unas horas buscando información para un texto que luego formaría parte del primer libro que yo escribí. Y aunque ese libro ahora me parece muy malo, algunas de sus páginas me siguen divirtiendo y es bueno que así sea. Hoy sé que no las escribiría, pero a la vez me alegro de haberlas escrito. Qué sé yo…, me resulta curioso que alguna vez me llegara a interesar un asunto como el que hoy quiero recordar en esta entrada, por banal que resulte.

El 31 de octubre de 1971 tuvo lugar la insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona. Y cuarenta años más tarde, por esas cosas que pasan, me ha resultado extraño, curioso y extravagante descubrir que, si a San Google se le pregunta por el suceso en cuestión, lo primero que sale es el texto que yo escribí para mi libro de curiosidades.

 

El Cipote de Archidona

Camilo José Cela y Alfonso Canales calificaron este suceso como La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona. El episodio resulta espectacular y por eso lo refiero en esta colección de curiosidades. Para una mayor y más detallada información sobre el caso remito al lector al divertidísimo libro antes mencionado.

Ocurrió en Archidona, provincia de Málaga, el 31 de Octubre de 1971. Era ya de noche y en el cine del pueblo una pareja de novios disfrutaban viendo juntos una película musical de moda en la época. No ha quedado constancia de los motivos que incitaron a la protagonista a hacer lo que hizo, pero se sospecha que quizá la música, o alguna escena o incluso el encanto del momento propiciaron que ella tomara aquella decisión. Más tarde declaró que no sabía el cómo ni el porqué. Quizá a su novio no le sorprendió tanto que la mano de ella hurgase en su cremallera aquella noche, quizá ya era un hábito que habían adquirido e incluso una costumbre. El chico, a quien llamaremos A.A.M. tal y como aparece en el fallo que dictaminó el juez, debía de ser consentidor y hasta generoso. No opuso el menor obstáculo cuando a ella se le ocurrió comenzar los toqueteos, se dejó hacer complacido, probablemente arrellanado en el asiento, que debía de ser cómodo. No previó las consecuencias que el laborioso ejercicio de su acompañante, a quien llamaremos P.B.A, podía tener. Todo parece indicar que la voluntad de ambos se hallaba exclusivamente centrada en el goce. No hay dudas al respecto; la ejecución de ella fue espléndida. A menudo en este caso se ha tendido a olvidar el importantísimo papel que jugó la chica para mayor gloria de su novio, a quien Cela llamó muy acertadamente “honra y prez de la patria y espejo de patriotas”. Debemos reivindicar no obstante el celo apasionado y la vehemencia desprendida con que ella remató tan delicada tarea.

Me parece conveniente copiar las palabras con que Alfonso Canales resume el momento culminante de la noche. Aparecen en una carta que dirigió a Cela el 3 de febrero de 1972:

“El caso es que, en arribando al trance de la meneanza, vomitó por aquel caño tal cantidad de su hombría, y con tanta fuerza, que más parecía botella de champán, si no geiser de Islandia”.

Como este asunto fue llevado esa misma noche a la judicatura, ha quedado escrito que el chaparrón seminal salpicó a los espectadores de la fila trasera e incluso a los de la posterior. Comenzaron los gritos de extrañeza, alguien encendió la luz, identificaron la naturaleza indudable de las manchas y se hizo el escándalo. La novia que enrojece al verse sorprendida in fraganti, el novio avergonzado que trata de ocultar sin conseguirlo el cuerpo del delito, un prestigioso industrial que se queja del espectáculo al ver que su terno recién estrenado ha sido víctima de la eyaculación, una señora de la alta sociedad archidonense que estalla en gritos de histeria tras descubrir gotas de semen en su cabello, y por todo el cine voces indignadas, insultos malsonantes, palabras de indecencia en las bocas de los afectados, preguntas sin respuesta y seguro que más de una sonrisa jocosa en labios comprensivos.

Lo que resta del suceso tiene un color semejante a un auto de fe: una causa que se abre, un proceso que se estudia a conciencia, un juez que dicta sentencia y una moral que de nuevo impone su ley con el matrimonio honesto, intuitivo y urgente de los inculpados.

Tres décadas después, y visto con perspectiva, este glorioso suceso quizá no sea otra cosa que una anécdota simpática de los últimos años del franquismo en España. Pero en su día fue todo un escándalo con abundante publicidad, el libro que hizo Cela y el rodaje posterior de una película, por cierto, malísima.

Hago mías las palabras de Don Camilo en su carta respuesta a Alfonso Canales del 7 de febrero de 1972:

“¡Bendito sea Dios Todopoderoso, que nos permite la contemporaneidad con estos cipotes preconciliares y sus riadas y aun cataratas fluyentes! Amén. ¡Viva España! ¡Cuán grandes son los países en los que los carajos son procesados por causa de siniestro!”

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Publicado en Historias Curiosas, Ed. Añil, Madrid, 2001

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Enlace web: Cela comenta la insólita hazaña

Érase una vez en América


En 1492 Cristóbal Colón descubrió las tierras que más tarde serían bautizadas con el nombre de América. Según dicen, él no llegó a saber nunca que donde había llegado era una tierra nueva, virgen, nunca pisada antes por el pie del hombre occidental. Creía solo haber demostrado con su aventura que la tierra era redonda y que viajando hacia occidente se podía llegar a las Indias Orientales. Y lo demostró. Llevaba dos décadas estudiando esta posibilidad y hay pruebas fiables que demuestran que antes de emprender su viaje ya sabía con seguridad que avistaría tierra firme.

En 1477 Cristóbal Colón viajó por Inglaterra e Islandia, tierra de vikingos, y no es extraño que allí le fueran reveladas las famosas sagas de Erik el Rojo, donde se narra cómo su hijo Leif descubrió unas tierras fértiles al oeste de Groenlandia y a las que él dio el nombre de Vinlandia, por la abundancia de vides que en ellas crecían. Esto ocurrió en algún momento entre el año 997 y el 1003, casi quinientos años antes que Colón.

La historia comienza con la expansión territorial de los vikingos a través del atlántico norte, desde sus tierras noruegas. Esta expansión fue posible gracias a un cambio climático que suavizó las temperaturas y facilitó que los vikingos iniciaran la colonización de Islandia hacia el año 870, donde se establecieron definitivamente y donde constituyeron la primera asamblea democrática de la Europa medieval, el Althing.

Vinland

 

Cuentan que alrededor del año 975 llegó a Islandia un individuo de pelo rojizo y malas pulgas llamado Erik el Rojo, procedente de Noruega, de donde fue expulsado por homicidio, y que se estableció en aquellas tierras con su familia hasta que el Althing decidió su destierro en el 982 por un nuevo caso de asesinato. Al parecer se le fue la mano con un vecino que le disputaba la propiedad de una vaca. Erik el Rojo decidió navegar hacia el oeste, en busca de las tierras descritas por marineros que se habían extraviado a consecuencia de los vientos del Atlántico. Y así fue que pudo establecerse en Brattahlid, en el extremo sudoriental de Groenlandia. Su destierro duró tres años, y en el año 985 volvió a Islandia con la noticia de estas nuevas tierras descubiertas, llevando consigo a colonos con los que pobló la isla y con quienes creó los primeros puestos de avanzada.

Estaban iniciando una nueva vida en Groenlandia cuando llegaron noticias de un marinero que había avistado tierra un poco más al oeste, cruzando una zona salpicada de glaciares. Este marinero se llamaba Bjarni Herjolfsson. Fue él quien contó la historia de unas tierras verdes, ricas en cereales y vides, y quien describió su travesía al hijo mayor de Erik el Rojo.

Leif Eriksson

Leif Eriksson. Sello emitido en Estados Unidos en 1968. Albergado en Wikimedia Commons bajo dominio público.

¿Se llamaba Leif Erikson el primer hombre en llegar a Norteamérica? ¿O debemos considerar a Bjarni como el descubridor de esas tierras? No lo sabemos. De cualquier modo fue Leif el primero en embarcarse con el propósito de explorar las tierras occidentales descritas por Bjarni. En su viaje hizo escala en Helluland, probablemente la tierra de Baffin,  en Markland, probablemente Labrador, y finalmente en Vinlandia, seguramente Terranova, aunque hay quienes han creído equivocadamente que podía corresponder a Nueva Escocia o Nueva Inglaterra.

Aunque esta historia se conocía desde hacía mucho tiempo gracias a las sagas islandesas, hasta 1960 no se descubrió el asentamiento nórdico en el pueblo pesquero de L’Anse aux Meadows, precisamente en Terranova. La pista del hallazgo lo dio un mapa islandés de hacia 1670 donde aparecía cerca de este pueblo un lugar llamado Promontorium Winlandiae, y que se rebeló efectivamente no como “el campamento indio”  que creían los lugareños, sino como ruinas de la era vikinga que posteriormente, al ser sometidas a las pruebas del carbono 14, resultaron fechadas entre el 980 y el 1020, coincidiendo así con las fechas en que Leif Erikson realizó su viaje a lo que él llamó Vinlandia.

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Publicado en Historias Curiosas, Agustín Celis, Ed. Añil, 2001.

Vlad III Tepes. El Empalador


Todos los países tienen sus héroes. El pueblo tiende a recordar en su folclore las hazañas de algunos elegidos. Es el caso del Cid en España, de Carlomagno en Francia o del rey Arturo en Inglaterra. No parece importar demasiado el modo con que el tiempo desvirtúa a sus héroes, al pueblo no le importa. Uno diría incluso que le satisface renunciar a la verdad histórica en favor de la leyenda o de la pura invención. A veces ni siquiera es necesario que el personaje en cuestión haya existido, basta con la posibilidad de su existencia, como parece ser el caso del rey Arturo. El pueblo precisa de un salvador, de un tirano, de un caballero noble, de un intocable, de un invicto… Al pueblo le gusta reconocerse en las actitudes de quienes él ha elegido como representantes de su propia identidad, y a menudo sorprende descubrir el recuerdo que de ellos se guarda, o cómo el tiempo ha limado la figura de estos personajes o cómo el capricho y el talento de otros hombres han nublado la imagen, la han rehecho o la han inventado.

Es el caso de Vlad Tepes, príncipe de Valaquia, en Rumania. Para el pueblo rumano es un héroe nacional, un valiente guerrero del s. XV que resistió a los  turcos y defendió la soberanía nacional contra el poder de los húngaros, el último príncipe de Valaquia con alguna independencia real tras la invasión otomana. Fue apodado «El Empalador» por ser esta su manera preferida de intimidar a los enemigos. Se hizo famoso por la inhumana crueldad de sus crímenes, pero ha pasado a la historia, sobre todo, como inspirador de una de las más inquietantes historias de terror de todos los tiempos, el Drácula de Bram Stoker.

De todas formas, hasta que Stoker no estableció un vínculo inseparable entre la figura del empalador y el vampirismo, nunca antes se había relacionado a Vlad Tepes con el mito legendario del vampiro. Que ahora el nombre de Drácula sea casi sinónimo de vampiro se debe solo a un genial capricho literario.

El nombre de Drácula, aunque también significa “demonio” en rumano, derivaba del apodo del padre de Vlad, que fue distinguido por su valor en la lucha contra los turcos, razón por la cual se le otorgó la Orden del Dragón, en rumano “dracul”, como fue llamado desde entonces. Al parecer al príncipe Vlad le gustaba hacerse llamar “Drakula” o “Drakulya” como homenaje a su adorado padre, que fue asesinado por uno de sus rivales con ambición de poder. Esto era muy frecuente en la época y más aún en el principado de Valaquia, cuyo trono era hereditario, pero no por las leyes de progenitura.

Vlad III Tepes

Vlad Tepes (pintura al óleo, Austria, c. 1560). Albergado en Wikimedia Commons bajo dominio público.

Estamos en la época medieval, en pleno siglo XV, en la zona de los Balcanes, en un territorio estratégicamente situado entre dos irreconciliables vecinos sumamente poderosos. Hay que recordar  que en 1453 cayó Constantinopla  en poder del turco, y con ella todo el Imperio Romano Oriental. Las fuerzas otomanas del sultán Mohamed El Conquistador penetraron hasta los Balcanes, quedando así el reino húngaro como principal defensor de la cristiandad en aquella zona. Valaquia no era más que un punto fronterizo entre dos poderosos enemigos, una codiciada tarta a cuyos gobernantes, tanto los otomanes como los húngaros, quisieron mover a su antojo. Bien mirado, Vlad Tepes no fue sino un defensor de la libertad nacional frente a unos y a otros. Que ahora se considere que excedió las formas con que mantuvo a sus enemigos a raya durante su corto gobierno solo forma parte de la historia universal del escrúpulo.

Eran tiempos difíciles. La ley imponía que el gobernante de Valaquia tenía derecho a elegir a su sucesor entre varios candidatos seleccionados previamente para tal fin. Esto propiciaba las políticas de terror y el frecuente asesinato de los rivales. Había dos clanes enfrentados, el de los Denesti, descendientes del príncipe Dan, y el de los descendientes del príncipe Mircea, El Viejo. Drácula pertenecía a éste último clan y no ignoraba el peligro que suponía ser candidato al gobierno de Valaquia; su propio padre había muerto a manos de un Denesti. Desde mediados del s. XV los príncipes de Valaquia se sucedían en el trono según el capricho y el apoyo de húngaros y turcos. Vlad III llegó a gobernar en tres ocasiones separadas, la primera con apoyo turco; la segunda bajo la protección de los húngaros; y la tercera con la ayuda de moldavos y transilvanos. Su primer gobierno duró dos meses, durante el otoño de 1448, hasta que le fue arrebatado por Vadislav III, del clan de los Denesti. No volvería a ser príncipe de Valaquia hasta 1456, año en que los húngaros le retiraron el favor a Vadislav y apoyaron a Drácula hasta 1462. En este año cayó en desgracia y fue hecho prisionero por Matthias Corvinus, rey de Hungría. No volvería a dirigir los destinos de su patria hasta catorce años después, en 1476, y solo por espacio de un mes. Murió cerca de Bucarest en diciembre de este mismo año tras una arrolladora ofensiva turca que deshizo su ejército. Mientras gobernó Valaquia impuso un auténtico estado de terror.

No parecen probable muchas de las leyendas y anécdotas que se cuentan sobre Vlad III Tepes, El Empalador. Me refiero a los pic-nics antropófagos, a los baños en sangre, a los festines de cabezas turcas previamente cocinadas y otras barbaridades escatológicas que tenían a la sangre como principal condimento. Pero no me parece descabellado considerar que efectivamente se llevaron a cabo crímenes brutales, torturas inhumanas y ejecuciones sorprendentes. Basta con especular sobre formas de sufrimiento imaginadas y seguro que acertamos: escalpar, desollar, empalar, hervir, desangrar, mutilar, quemar, estrangular, cegar… Pero sin duda el empalamiento era su preferida. Nada mejor para intimidar a los turcos que la exhibición abrumadora de miles de cadáveres empalados. Se cuenta que en una ocasión el Sultán Mohamed II  dio media vuelta y regresó enfermo a Constantinopla ante la visión de veinte mil cuerpos pudriéndose en las afueras de Trigoviste, la capital de Drácula. El día de San Bartolomé de 1459 treinta mil mercaderes y boyardos fueron empalados en la ciudad de Brasov. Se ha conservado un grabado en madera sobre esta brutal matanza en la que aparece Drácula festejando con los verdugos la muerte de sus enemigos. Y en 1460 diez mil hombres fueron empalados en la ciudad transilvana de Sibio y abandonados a la inclemencia del tiempo durante meses.

Solo son algunas de sus hazañas. Su currículum es espeluznante. El deseo de fortalecer su poder lo convirtió en un criminal sanguinario. La venganza hizo de él un enfermo. Parece indudable que estas acciones estaban motivadas por un placer morboso y perverso más allá de las necesidades políticas de control.

A su muerte, en diciembre de 1476, su cabeza sirvió de trofeo al sultán, que tuvo el capricho de exhibirla clavada en una estaca como prueba de que había finalizado el estado de auténtico pavor creado por Vlad Tepes.


Publicado en Historias Curiosas, Agustín Celis, Ed. Añil, Madrid, 2001.


 

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