El dudoso arte de hablar y escribir atropelladamente, sin atender realmente a lo que estamos diciendo, ha alcanzado tal grado de perfección en nuestros días que nos hemos visto obligados a inventar las redes sociales.
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No puedo resistir la tentación de preguntarme, en ocasiones, cómo es posible que siga habiendo gente, yo mismo, empeñada en mantener todavía la compostura.
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En esta guerra moral que nos ha tocado vivir, me resulta mucho menos peligrosa la verdad siempre clásica del malvado que las nunca renovadas mentiras del virtuoso.
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La saludable costumbre de ceder ante algún que otro arrebato que me haga blasfemar contra todo lo que se menea me causa tanta liberación, que no concibo cómo puede haber gente que practique las frustrantes recetas de felicidad que proponen los libros de autoayuda.
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No existe mayor impostura que la de haber comprendido lo que sucede y seguir empeñados en fingir que ponemos nuestro granito de arena en este gran simulacro de progreso y bienestar.
Angela
Je, je, je.