A pesar de la edad, de ser tan joven, Lucía tiene ya un cuerpo en declive que sin embargo gusta mucho. A mí me gusta. Al portero del bloque donde tenemos nuestro nidito de amor sé que también le gusta, y he comprobado que cuando bajamos algunas tardes a la cafetería de la esquina los camareros la miran a ella con deseo y a mí con sospecha. Puede que me encuentre entonces entre el viejo verde y el padre superprotector, por la edad y seguro que también por el nudo de la corbata, ancho y perfecto como me enseñó mi tía a hacerlo antes de que tuvieran que ingresarla en un sanatorio para enfermos mentales. Y entonces, cuando el camarero trae la cuenta de mis dos cafés con leche y del sofisticado capuccino con moka y nata que se tomó Lucía, confirmo un deje de envidia en sus ojos, una huella de placer dudoso en el temblor de su mano, una sombra de amenaza frustrada en los labios juveniles que pronuncian sin asombro ni duda, pero con recelo,
su cuenta, señor.
Todos los lunes, miércoles y viernes nos vemos en el pisazo que le he puesto en pleno barrio de Salamanca, y allí nos contamos nuestros martes, jueves y sábados, nunca los domingos, el único día ajeno a mi vida con ella, independiente de ella, tal y como yo quise que fuera. Y allí, en nuestro nidito de amor, me entrego a la recuperación del tiempo que he ido perdiendo en mi impecable vida, sin tacha, de esposo y padre ejemplar. Tenemos ya establecido hasta nuestro ritual de apareamiento. Tres veces a la semana me arrullo en su pecho y le impongo el orden que precisan sus veinte años, su cultura de estilo cosmopólitan para la mujer diez, de opción política antiglobalizadora, formación preuniversitaria y futuro prometedor.
La chica promete. Desde que yo le compré el piso y dejó de vivir con sus padres no se imagina el cambio que ha dado. Con el dinero que le paso y que a ella le resbala amuebló toda la casa sin ostentación pero con personalidad. Yo no entiendo demasiado ese gusto suyo por los suelos rayados y las vigas vistas, pero como a ella le gustan no me meto. No sé ya ni cuántos catálogos lleva vistos para casi cualquier cosa; para el color de las paredes, para los pomos de las puertas, para la grifería del cuarto de baño, para que los estores de la salita estén a juego con la alfombra de sus sueños que encontró en una revista francesa para amantes de las superficies rugosas.
La veo feliz y me basta. Las cuatro horas que le robo los días impares son para mí un alivio reparador. Lo normal es que me reciba en ropa interior, con música étnica sonando desde la habitación del fondo, un montón de cojines por el suelo y unas tazas de té verde que ha preparado, en un instante, en el hornillo portátil que adquirió por un precio desorbitado en unas tiendas de estética oriental que destinan el cincuenta por ciento de sus beneficios, fíjese, a reparar el hambre de los niños hambrientos del tercer mundo.
Está viviendo una etapa receptiva. Según ella, en estos once meses conmigo ha descubierto el lado humano de los objetos. Está abierta a las múltiples influencias que le proporciona el mundo exterior. Ya no es más aquella niña asustada y suspicaz que, según me cuenta, un día fue. Ayer mismo se inscribió en un nuevo curso de esos que en quince días nos convierten en seres motivados capaces de enfrentar cualquier situación que se presente. Yo mismo le subí del buzón, la semana pasada, el folleto desplegable que anunciaba “la forma definitiva de ser usted mismo”. El reclamo no tiene desperdicio: “con el método astral de mentalismo en cinco fases AYUDÓN olvídese de sus complejos y sea el que siempre quiso ser”.
Eso es lo que yo hago con Lucía. Ella es mi personal método de autoayuda, desde casa y sin gastos extras de envío. Y por si fuera poco, por si no bastara con el encuentro de su piel contra la mía tres veces a la semana, para que no me venga abajo, para que confíe en el futuro y no me termine de convertir en el hombre envejecido y triste que voy siendo, para que confíe en mí y en ella y en los sucesivos cursos de mentalismo que tiene ya pensado hacer, cada día me lee el horóscopo en la cama después de haberla penetrado y de haber sentido nuevamente renovada esa juvenil efervescencia que a veces quiero encontrar en mi ánimo. Y el horóscopo, siempre condescendiente con el público lector, prevé para mí, piscis, el más sensible del zodiaco, “esa relación total con la persona de sus sueños”; y para ella, escorpio, la mejor amante, “un encuentro inesperado que te saque de la brutal rutina en la que te has instalado en los últimos meses”.
Ya ni siquiera intento hacer el amor con mi mujer. Ya ni siquiera me lo pide por las noches. No sé si se ha terminado de conformar con el beso sin ternura que le doy, con piedad y un poco por cumplir, justo antes de ponerme a leer en la cama, o si es que también ella se ha buscado un joven al que ponerle un piso, quizá en pleno barrio de Salamanca, y con el que practicar, previo pago, esa gimnasia adulta que recuerda nuestros encuentros de hace ya treinta años.
A mi mujer le dedico los cada vez más aburridos domingos de la semana. Los domingos de periódico, tele, sofá y espera. Los domingos de encontronazo con los familiares a quienes no conocemos. Los domingos cuyo único entretenimiento consiste en buscarle al cuerpo de mi mujer parecidos razonables. Imposible imaginarla ya encima de mí, penetrada, si no es como un grotesco animal de la era terciaria que apoya su barriga en mi barriga sosteniendo el peso de unos senos incapaces ya de endurecerse con el tirón de una caricia. Imposible concebir el desarrollo de una felación practicada por una boca que ha ido aumentando conforme el dentista ha ido corrigiendo las imperfecciones del tiempo, y cuya lengua tiene ya el tacto viscoso de un filete de hígado aún no cocinado. Y qué decir de los surcos de las patas de gallo disimuladas con potingues ecológicos de venta en farmacias. Y qué decir de las manos manchadas de años, del pelo ralo, de la piel enredada por los rastros de venas que han ido eliminando sus operaciones millonarias.
No me engaño. Tampoco yo poseo ya el entusiasmo idiota del veinteañero y a Lucía la encontré por primera vez en la hoja de anuncios breves de la edición madrileña de un periódico nacional, cuando todavía ella, según me ha confesado luego, no había descubierto sus verdaderas inquietudes. El anuncio iba dirigido a exquisitos sin límites y el reclamo era un lujo de mujer, sensible pero supermorbosa, penetración infinita, francés tragando y griego superprofundo. Nada que objetar. La chica dio lo que prometía y los encuentros se repitieron en semanas sucesivas hasta que la cosa se fue enredando y terminó convertida en mi puta por doce horas a la semana con un salario casi millonario.
No me engaño. Sé que los fines de semana de Lucía tienen los claroscuros de los de cualquier jovencita de su edad. Me lo dicen las ojeras de sus lunes. Me lo confirma cierto desorden en la casa que años atrás hubiera provocado el derrumbe de mi alma a los pies. Un día incluso encontré debajo de la cama, junto a la mesita de noche, un preservativo con nudo envuelto en un kleenex ya de cartón.
No se equivoque. No me importó. Aquel día, sin decir nada, yo mismo recogí la única prueba de su traición y sin mayores desvelos la tiré a la basura. ¿Qué quiere que le diga? Lucía está hecha a la medida de las ambiciones masculinas que desde hace cincuenta años llevo alimentando como cualquier macho de la era moderna. ¿Qué más puede desear un hombre de mi posición, con mi fortuna, que lo ha conseguido todo en la vida, que no se queja, que tiene una familia que lo quiere, una mujer y unos hijos, que tiene éxito y dos o tres amigos que lo respetan?
No, en serio, no se quede ahí callado, juzgándome. Dígame. ¿Qué otra cosa puede desear un hombre de mi edad que a una veinteañera sensible pero supermorbosa que cuando está a punto de correrse o de fingir que se corre me araña con las uñas y me susurra al oído, entre ahogos,
soy tu puta, soy tu puta,
a la vez que le sobrevienen los espasmos y mueve la cabeza de un lado a otro estremecida por el placer?
Venga, no se corte. Confiese que también a usted le gustaría ser un cornudo por un día a cambio de esa vanidad.
Entiéndame. No se equivoque con lo que le dije antes de mi mujer. Ella y Lucía son compatibles. No hay conflicto. A diferencia de otras, Lucía no le pide a mi dinero una credencial de posesión, no agobia con lo de ser mi amante, no me pide que deje a mi mujer. Y mi mujer, fíjese lo que le digo, no se mete demasiado en mi vida. ¿Qué más puede desear un hombre? La vida es más sencilla de lo que he tardado cincuenta años en entender. Este domingo, por ejemplo, hemos quedado con unos amigos para pasar la noche. Mi mujer va de estreno; un traje que se ha comprado esta semana según los patrones establecidos por la pasarela Cibeles para esta primavera verano, unos zapatos de ensueño y, cómo no, el bolso que va a ser la envidia de sus amigas, más el complemento de una o dos joyas que como a urracas que revolotean alrededor del brillo les dará para la única conversación de varias horas. Pero en casa yo veré lo de siempre. ¡Qué espectáculo presenciar cómo se pone la faja y los potingues encima de las correcciones y del colágeno inyectado! Y seguro que en el último minuto, mientras me avisa para que no se me olviden las llaves, se retocará una vez más, guapísima, el rímel y los enormes labios de silicona antes de salir para la Ópera.
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Este texto lo escribí en julio de 2001 como una especie de homenaje a António Lobo Antunes, a quien empecé a leer por aquel entonces. Pretendía ser un relato escrito según el patrón aprendido en sus crónicas.
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