En el siglo XVI, en plena época del Renacimiento literario español, un interesante debate perturba la paz de todos los círculos de intelectuales del país, nación, estado, territorio nacional o enclave común de culturas análogas, aunque en aquel tiempo no se llamaran intelectuales los intelectuales. Enunciémoslo como corresponde: Hombres de armas Vs. Hombres de letras.

La gloria era eso. Así se alcanzaba la gloria. Todo gran hombre deseaba ser una cosa o la otra: o un buen soldado o un buen poeta. Si, por voluntad o destino, alcanzabas la dicha de llegar a ser poeta y soldado, entonces te convertías en todo un ejemplo a seguir. Y así las cosas, un buen día, un jovencísimo don Miguel de Cervantes Saavedra entra en una posada de Madrid y se entera por vez primera de la existencia de esta singular disputa, e inmediatamente decide intervenir como si ya intuyese o sospechase su futura gloria. Tras unos minutos de reflexión, se decanta por el oficio de las armas y se hace militar. Poco después lucha en Lepanto y sale vencedor pero vencido. Se ha cubierto de esplendor patrio, pero sale manco y hacia el cautiverio. Varios años lo retendrán en Argel y, cuando por fin consigue la condicional o la preventiva, descubre espantado que nada le espera ya en el oficio de soldado.

No importa, se dice; me entregaré a las musas. Don Miguel de Cervantes escribe versos sin garbo ni destreza, y más tarde lamentará que el cielo no le concediera tan alta gracia. Mientras otros, como esos cabrones de los góngoras, los quevedos y los lopes, disfrutan del honor que a él no quiso concederle el cielo.

¿Cuál es el más grande?, se pregunta un día don Miguel. ¿Quién es el de mayor gloria? ¿Quién se deleita con lo que a mí se me niega? ¿A quién le conceden las mercedes que a mí todavía me adeudan?, se pregunta el manco rojo de ira, enfurecido al fin, a punto de estallar de frustración y fracaso. Y se responde que Lope, por supuesto. Quién si no. El aplaudido autor de comedias. Qué otro podría ser. Él y solo él. El Fénix de los Ingenios. Ese monstruo de la Naturaleza.

Cervantes se hace dramaturgo, autor de teatro, hijo del drama atrapado de tragedia. Pretende superar a Lope. Ambiciona ser como él, robarle el cetro. Quiere incluso ser Lope, pero sin dejar de ser él mismo, don Miguel de Cervantes Saavedra. Quiere ser el Fénix. Quiere la gloria. Pronto descubrirá que tampoco.

¿Qué más hace Lope de Vega?, se pregunta entonces el recién llegado, el iniciado, el aspirante, el aficionado. ¿Cantos bucólicos, amorosas églogas, entretenimientos pastoriles en un dulce vergel de paz, armonía y amor? Sin problemas. Yo haré una novela pastoril que será el espanto de su siglo. Y al poco saca La Galatea y la da al mundo. Ahí la tienen, La Galatea, al alcance de cualquiera. Ahí la tenéis, miradla y admiradla. ¿No era eso lo que queríais? Pues ahí la tenéis, de don Miguel de Cervantes, se dice.

¿Cuál es entonces la reacción del público, del gentío, de la plebe? Nada. Indiferencia. Desinterés. Displicencia y diría que hasta desprecio. E incluso un poco del cachondeíto fino de unos cuantos, para quienes la obra de Cervantes no se aproxima, ni por asomo, a las Dianas de Montemayor y Gil Polo, a quienes toma como modelo.

Cervantes se retira cansado. Decepcionado. Contrariado. Despechado lleno de despecho. Vencido pero entero, casi entero si no fuera por el brazo. El brazo que entregué, el brazo que perdí en Lepanto, en la más alta ocasión que vieran los siglos presentes y han de ver los venideros. O que  han de no ver.

Durante veinte años guarda silencio. Se traga el orgullo. No deja de escribir, pero apenas publica nada. Se cubre de nostalgia y conoce a los hombres. Los conoce muy bien, a los pobres y a los ricos, a los viles, a los miserables, a los cobardes, a los pusilánimes, a los mezquinos, a los envidiosos, a los muy hijos de puta. A todos los hombres. Y un día lo meten en la cárcel, otra vez, ya agotado, ya viejo, ya mermado por la existencia. Y se dice: heme aquí, en estas soledades, yo que me iba a cubrir de gloria. Y ya ves…

Es entonces cuando se ríe. Se ha sentido ridículo. Se ha avergonzado de sí mismo ante su ocurrencia, ante su amargura, ante su miseria. Sí, sí, se dice, ante mi miseria, ante mi rencor, ante mi envidia. Ha sido apenas una mueca. Un gesto breve que se parece al sarcasmo, pero que no lo es, y que le hace gracia. ¿Será esto la gracia? ¿Será al fin la Gracia? Y se ríe de nuevo. Más que una sonrisa. Casi un retozo socarrón  Y se dice: ¡Qué cojones me importará a mí ya que sea la Gracia! Y se vuelve a reír y esta vez es que se descojona. Se da cuenta de que se está riendo de sí mismo, pero también de los otros, de su sombra y de la de ellos, y hasta del lucero del alba. Y la risa es como un reconstituyente, un tónico, una medicina, un ansiolítico, un antidepresivo.

¿Cómo dice usted?, pregunta. Y se le responde: la panacea. ¿Será la risa la panacea? Y toda su antigua miseria se le vuelve piedad e ironía, hacia sí mismo y hacia los otros. Y se siente en paz. Más hombre. Menos vil. Más humano con menos rencor. Y decide tomar la pluma y dar testimonio de este hecho.

Pero no se le ocurre nada. No se me ocurre nada, se dice para sus adentros. Qué curioso que precisamente ahora me ocurra esto. Porque conozco a los hombres. Ahora soy más viejo que ayer, pero a la vez más sabio. Y sin embargo no se me ocurre nada. ¡Qué curioso!, se dice.

¿Qué estará escribiendo Lope ahora?, se pregunta de repente. ¿Con qué andará metido ahora el cabroncete? Cualquiera sabe, se responde. ¿En qué no ha estado metido ese? ¿De qué no es capaz, y de qué manera? ¿Qué es lo que no habrá hecho él? ¿Qué no habrá escrito ese monstruo de la naturaleza? Y se lo pregunta con admiración, sin amargura, sin odio, pero aún con un poco de rencor hacia Lope. ¿Será esto envidia? Y sí, se dice, es eso, lo sé, es la vieja envidia, mi vieja envidia. Pero está conforme. Es inevitable. ¿Quién que sea y quiera ser no envidiaría hoy a Lope?

Un libro de caballerías, se le ocurre de pronto. ¿Ha escrito Lope algún libro de caballerías? Y no, se dice, no ha escrito ninguno. De repente sorprendido. ¡Lope no ha escrito ninguno!, se alegra. Y al instante, envuelto en una extraña solemnidad rijosa, sentencia: ¡Mejor! ¡Perfecto! ¡Lo escribiré yo! Y entonces se pone. Y él cuando se pone, se pone.

Su héroe se llama Don Quijote y el libro le sale tocho. Pero no importa. Es igualmente inevitable. A ver, el libro tiene hondura y tiene historia, así que ustedes me dirán. Y acaba el libro y le complace. Se ha divertido escribiéndolo. Se lo ha pasado bien, ha hecho lo que ha querido, ha hecho lo que le ha dado la gana y ahí están los resultados, señores, ahí lo tienen vuesas mercedes, al aire, en libertad eterna, imperecedero, por don Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, libro inmortal y raro. Y ahí está todo. Pasen y vean, señores. Háganme ese honor. Háganme la merced.

Pasan los años y ahora el manco es menos manco. Ha vuelto al mundo, pero vive en soledad, ahora descreído, escéptico, heterodoxo. Del viejo ímpetu solo queda el recuerdo. Ya no le duele nada. Ahora lo soporta todo. Se apiada de los hombres. La aflicción se le ha convertido en socarronería, la amargura en sátira. Lo que alguna vez le dolía es ahora irónico, casi cómico. Ahora ríe más que nunca, todo le hace gracia, la vieja Gracia.

Y vuelve a las andadas, al autoplagio que dirán luego algunos, a repetirse, al más de lo mismo pero diferente, incluso a la autoficción, a las segundas partes a veces son muy buenas, y retoma a don Quijote y a Sancho, sin escrúpulos, sin complejos, porque sí, porque me da la gana. Y lo hace con más brío y con más fuerza. Y juega todo lo que quiere y más. Y se divierte. Tres cabalgan juntos. Comienza la segunda parte.

Pero ah! de la vida, nadie me responde, que diría angustiado el señor de Quevedo. Un mal día pasa por una calle y observa cómo algunos hombres se lo quedan mirando. Los conoce desde antiguo, pero ni los saluda al pasar. Los otros le vuelven la cara. Cabrones, se dice. Y añade: envidiosos…

Ahí va el manco, se ríen los otros en voz baja; ahí va Cervantes, el que quiso ser poeta, el que quiso ser el Fénix sin ser Lope; aquel, el de La Galatea, el recaudador para la Armada, el preso y el fugado, el de la hermana puta, quien tanto deseó partir hacia las Indias, ese del Quijote y su escudero, el del libro de caballerías que ahora lee la plebe, el pueblo, la masa ignorante. ¡Pobre hombre!, se lamentan algunos, pero lo hacen con cierto regocijo. No da para más, sentencian.

Cervantes llega a su casa y piensa en lo que ha oído sin quererlo oír, algo dolido, pero no mucho. Y al poco se descubre riendo, riéndose de sí mismo y de los otros. Y piensa en don Quijote y en Sancho y se ríe también de ellos. Y por primera vez desde hace muchos años relee todo lo que ha escrito sobre su ingenioso caballero y se ríe más que nunca. Se ríe tanto que se mea de la risa, y piensa en lo que un día fue y un día quiso, y piensa también en lo que es ahora, no muy distinto, pero sí bastante. Y piensa en sus viejas ambiciones y en sus viejos enemigos, y siente lástima.

Entonces se acuerda de Lope y recuerda su admiración por él, su envidia, el asombro que le siguen produciendo sus comedias. Y se dice que Lope no es el adversario. No es el enemigo. No sabe lo que es pero no es eso. Elude pronunciar un veredicto. Mejor que una verdad, una duda, se dice, y a continuación pregunta: ¿qué pensará Lope de don Quijote y de Sancho? ¿Qué pensará Lope de mi libro, de mi novela, yo que he sido el primero en novelar en lengua castellana? Y se responde: le ha gustado. Sé que le ha gustado, pero no me lo dice. Lo ha dado a entender, pero no lo ha dicho. ¿Por qué?, se pregunta. ¿Acaso por orgullo? ¿Acaso por envidia? Y si es por envidia, envidia por envidia.

Sigue todavía así un buen rato: ¿qué hará Lope ahora con su envidia?, se pregunta de manera absurda. Sé lo que yo he hecho con la mía, pero no puedo saber qué hará él con la suya. Pero seguramente nada. Sus comedias y sus problemas familiares lo han alejado de las rencillas literarias. Se ha vuelto hacia sí mismo. Se ha hecho religioso.

Y un poco después no puede evitar preguntarse: ¿qué hubiera hecho Lope con su envidia hace unos años? ¿Cómo habría combatido mi osadía? ¿Cómo habría enturbiado mi sombra que se alza implacable sobre su obra? Y se responde: habría ido a por mí. A su manera, con su pluma, con sus escritos. Y sonríe pensando en ellos dos, viejos geniales, y entonces se le ocurre la broma, una broma genial, igualmente imperecedera, una broma para él y para Lope, casi un juego más que una broma.

Entonces deja aparcado el libro que está escribiendo, su segunda parte, y empieza a escribir otro pensando también en don Quijote y Sancho, convertidos ahora en personajes pasados por Lope, por un Lope que no es Lope, que no es exactamente Lope. Hasta que se da cuenta de que no, de que no podría ser Lope, de que nunca podrá imitar a Lope. A Lope no, pero sí a algunos de esos de la escuela de Lope, esos mismos que unas horas antes se han reído de él. Y se dice: ahora voy a vengarme, voy a reírme de la envidia. Y comienza a escribir sobre otro don Quijote tal y como lo escribiría un admirador de Lope, del círculo de sus íntimos. Y piensa en ellos y repara en uno, en uno concreto, cuyo nombre conoce pero oculta, exactamente el que dijo aquello de: “ese del Quijote y su escudero, el del libro de caballerías que ahora lee la plebe, el pueblo, la masa ignorante”. Y escribe el nuevo libro como si lo escribiera el otro, al que ha decidido llamar Avellaneda. Y unos meses más tarde lo da a la imprenta con ese nombre, Alonso Fernández de Avellaneda, no con el suyo, y nadie sabe quién ha sido pero se barajan varios autores. Y Cervantes se ríe por lo bajo. Y luego tose.

Estoy enfermo, se dice un día Cervantes. Se acerca el fin. Adiós risas y adiós agravios. No me queda tiempo. No os veré más ni me veréis vosotros. Pero debo completar mi obra. Debo cumplir mi venganza, mi segunda parte. Y en un último esfuerzo retoma su libro por donde lo dejó y por fin lo termina, El ingenioso Caballero don Quijote de la Mancha. Yo me muero, pero tú te vienes conmigo, dice. Y aquí, entre los dos, entre tú y yo y nuestra amistad mutua se acaba todo. Y adiós ardor, adiós recuerdos.


Imagen destacada: Portada de la versión ilustrada de El Quijote, por  Gustave Doré, 1863.