Especialmente dedicada a mi amigo Manuel Couceiro, que tanto me hace pensar sobre política.

En ocasiones estoy tentado de echar el cierre a toda forma de pensamiento político y dejarme guiar por algunos viejos maestros de la amargura y el escepticismo que solventaron la cuestión con felices definiciones. Es el caso de Ambrose Bierce, por ejemplo, que en su Diccionario del Diablo nos dejó, en forma de aforismos, estas dos perlas para toda la vida:

Política: s. Lucha de intereses disfrazada de debate de principios. Gestión de los asuntos públicos con vistas al beneficio privado.

Política: s. Medio de ganarse la vida preferido por la parte más degradada de nuestras clases delictivas.

Pero como no poseo ni el talento sintético, ni el entusiasmo lexicográfico, ni la comicidad satírica de Bierce, y mucho menos he alcanzado aún, sin duda por escasa reflexión y no por falta de afinidad, su lúgubre nihilismo, hoy me ha dado por pasar a limpio algunas de las convicciones que he ido atesorando en los últimos años, no demasiadas, y que nada tienen que ver con enfoques ideológicos y, mucho menos, con posiciones partidistas. Son estas:

  •  No creo que se deba sacralizar ninguna forma de pensamiento político. Me niego a aceptar la idea, cada vez más extendida, de que en política pueda haber algo intocable, algo que esté por encima de la crítica, algo que pueda merecer tanto nuestro respeto, o nuestro temor, como para limitar nuestra libertad de sopesarlo, examinarlo, analizarlo y cuestionarlo.
  • Me parece peligrosa esa tendencia adolescente a buscar líderes con los que identificarse, para luego subirlos a un pedestal en el que puedan acomodarse convenientemente, deseando ser aclamados, y desde el que poder practicar la insultante arrogancia con que acompañan cada una de sus decisiones.
  • Relacionada con la anterior, pienso que no se debe descartar el juicio detenido y atento de las individualidades; del carácter, la personalidad y la trayectoria personal de los dirigentes, porque si bien los sistemas políticos se basan en programas y proyectos, quienes aplican estos suelen ser las personas.
  •  Desconfío de las tendencias ideológicas que precisan de pequeños gestos identificativos para definirse, y por medio de los cuales agrupar a sus seguidores. No importa la insignificancia de la mímica que traen aparejada, sea esta el alzamiento de un brazo a la romana, el levantamiento de un puño apretado, el simpático guiño de un dedo irónico que sube hasta una ceja o cualquier otra. Si algo nos ha enseñado la Historia es que dichas tendencias tienden peligrosamente a la segregación de la sociedad, a dividir a las personas, tras un juicio caprichoso y superficial, entre quienes acogen con entusiasmo tales gestos y quienes se niegan a ello, multiplicando así las injusticias sociales.
  • Sospecho de los extremismos fácilmente etiquetables, de derechas y de izquierdas, que escarban en la Historia en busca de absoluciones o venganzas extemporáneas por culpas o virtudes propias o ajenas.
  • Recelo de esa máxima, consejo o superstición que afirma, sin necesidad de mayores explicaciones o argumentos, que la unidad hace la fuerza. No necesariamente. En política hay alianzas que más que hacer avanzar, frenan. Hay coaliciones y ligas que tienden redes que envuelven, absorben y asfixian.
  • Pienso, y voy ya terminando de pensar, que la dialéctica política exige en todo momento y lugar, bajo cualquier circunstancia, el estudio comedido de la mayor paradoja que oculta en su seno mamá Libertad, porque si bien no todas las opiniones son respetables, sí debemos evitar la tentación malsana de tratar a quienes mantienen una posición contraria a la nuestra como a un enemigo, respetando su derecho a argumentar y exigiéndole, en debate civilizado, la responsabilidad de estar bien informado sobre aquello de lo que discute.
  • Y creo, por último y por ahora, que también debemos mantenernos alerta ante la perversa paradoja que encubre disimuladamente mamá Igualdad, porque a menudo, quienes ejercen el poder político esgrimiendo con un brillante halo de virtud ese delicado concepto, acaban practicando una curiosa forma de injusticia. Efectivamente, tratar a todos por igual equivale a ignorar ladinamente sus diferencias y, por tanto, a elevar al menos capaz y rebajar al más apto, de modo que cuando se impone la realidad y hay que redistribuir las recompensas, los privilegios y hasta los derechos, dicho reparto tiende a hacerse de modo caprichoso, al antojo de quienes ejercen en cada momento el poder. Y esto, sencillamente, es muy peligroso.