Estoy  perfectamente capacitado para comprender, e incluso disculpar, la actitud del pícaro individuo que por falta de escrúpulos, tenencia de elásticas tragaderas, deseo de medro personal o mera supervivencia, decide retozar activamente, como un gorrino, en la promiscua cama redonda de la política de partidos. Como le dijo, palabras más, palabras menos, Don Vito Corleone a Virgil Sollozzo en ocasión gloriosa: «me es indiferente lo que la gente haga para vivir».

A quien soporto con dificultad, en cambio, es al supuesto espíritu puro que está convencido de lo que cree, al creyente ciego que, con ánimo proselitista, trata de convertirte a la nueva ideología «verdadera» y mira con sorpresa, asco, conmiseración u odio al «infiel» que aún no ha abrazado la novedosa doctrina del líder de turno; el que sea.

Basta que detecte los sutiles mecanismos de coerción que el credo ha implantado en su comportamiento para que yo lo considere un fanático, un tipo peligroso con el que hay que andarse con ojo, pues le creo capaz de cruzar, llegado el momento, los límites de la racionalidad con tal de ver realizados los sueños que su ideología le tiene prometidos, tanto más nocivo cuanto que sus actos están dictados por la irracionalidad de la fe en política.