Enero de 1921. Milena Jesenská vive fascinada por Franz Kafka y así se lo hace saber, por carta, al amigo que tienen en común, Max Brod.
Pese a ser consciente de que se trata de un hombre enfermo, de un tipo débil e insociable en muchos sentidos, de un individuo triste y rígido, con tendencias a la autoaniquilación y casi desprovisto de toda esperanza futura, a la joven Milena Jesenská le fascina la personalidad neurótica y delirante de Kafka.
Ella no puede saberlo, pero sin darse cuenta ha caído en la habitual trampa amorosa, milimétricamente calculada, que Frank tiende a todas sus amantes. Ya leyó todos sus relatos. Ya quedó rendida por su talento. Ya trató de entender la torturada naturaleza del escritor. Ya trató de conocerlo. Ya recibió, en tropel, sus numerosas cartas. Ya lo invitó a su cama en Viena durante cuatro días y ya empezó a creer que, quizás, pero solo quizás, su entrega total podría salvar a ese tipo al que los fantasmas del miedo acechan más que a cualquier otro hombre al que ella haya podido conocer antes.
En ese momento de nuestra breve reflexión, en el invierno de 1921, la joven Milena Jesenská, al igual que les ocurrió a otras tantas, aún no acaba de comprender qué es lo que ha podido ocurrir para que Frank quiera alejarse de ella.
“No escribas e impide todo encuentro entre nosotros, cumple en silencio este único deseo mío, sólo eso puede darme la posibilidad de seguir viviendo de alguna manera, todo lo demás sigue destruyéndome”.
Son las palabras que ese hombre admirable le ha hecho llegar en una de sus últimas misivas.
¿Por qué?, se pregunta la joven Milena. ¿Por qué, si aquellos cuatro días fueron maravillosos? ¿Por qué, si yo había conseguido que un alma tan torturada conociese por unos días en qué consiste la felicidad?
Y efectivamente. Aquellos cuatro días que Frank pasó con Milena en Viena fueron de lo más apacibles. Tanto que hasta ella quedó muy sorprendida del efecto que tuvieron en él sus solícitas atenciones.
“Caminaba todo el día, subía, bajaba, marchaba a pleno sol, no tosió una sola vez, comía muchísimo y dormía como un lirón, gozaba simplemente de buena salud, y su enfermedad fue para nosotros durante esos días como un pequeño resfriado”.
¿Por qué entonces se aleja?, se pregunta una y otra vez Milena. ¿Por qué sigue destruyéndose? Y lo que resulta aún más torturante: ¿Qué es lo que ha pasado entre nosotros? ¿Qué es lo que yo he hecho? Porque sin duda debe ser culpa mía, no de él, tan bueno, tan dócil, tan sin malicia, tan imposibilitado para mentir y buscar el refugio que todos encontramos en las pequeñas mentiras con que llenamos nuestras vidas. Algo hay en mí o he hecho yo para que esta breve historia nuestra haya tenido este final tan precipitado y tan imprevisto. ¿Ha sido acaso por no haber querido abandonar a mi marido?
Pero no, se dice casi a continuación. No puede ser eso. Bien sé que una mujer y un matrimonio es lo último que Frank necesita para ser feliz. Pero qué entonces.
Y durante más de veinte años, hasta su muerte acaecida en el campo de concentración de Ravensbrück, Alemania, el 17 de mayo de 1944, se seguirá haciendo esa misma pregunta para la que no es posible hallar respuesta. ¿Qué fue lo que ocurrió?
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