Página personal de Agustín Celis

Categoría: Ficciones

Un acto de justicia

La primera bala le rompió el cuello y durante unos segundos me estuvo mirando con sorpresa y pesar. El segundo disparo dejó un punto negro en su frente y una mancha de sangre en la pared. Su rostro exhibió una mueca patética. Con saña, vacié el resto del cargador en su cuerpo tal y como me lo habían ordenado. Querían confundir a las autoridades haciéndoles creer que se trataba de un ajuste de cuentas. Algunas deudas de juego, algún marido despechado, algún asunto de drogas. Hay quienes solo conciben el asesinato como un acto de justicia. Se equivocan.

Durante unos minutos me quedé mirando su cuerpo derrumbado, inerte, chorreante. Tenía ya cincuenta años, mi misma edad, una edad en la que ya no se emprenden muchas cosas. No era una gran pérdida.

Hasta entonces se había desenvuelto en la vida según la estética del triunfador. Se dejó corromper por los halagos de una vida cómoda sin reparar en las constantes humillaciones que esa actitud implicaba. Como yo, como todos nosotros, entendió pronto que hay ocasiones en las que a un hombre le conviene dejarse insultar. Siguiendo este método había llegado a hacerse con una considerable fortuna. Ahora estaba muerto y a nadie le iba a importar demasiado los motivos que tuvo el criminal para hacer lo que hizo.

Me dijeron solo que debía matarlo en su casa, por la noche, con silenciador. No pregunté de dónde venía la orden, ni cuáles eran sus culpas, ni qué razones había para todo esto. Al fin y al cabo, pensé, Dios y la Muerte actúan de igual modo y todos se resignan.

Unas horas antes habíamos estado tomando unas copas con los amigos, como tantas veces, riéndonos de un mundo al que habíamos sabido burlar y del que habíamos sacado partido. Éramos tan parecidos que casi parecíamos una misma persona. Los otros nos confundían muchas veces. Yo mismo creía haberlo visto más de una vez en el espejo por las mañanas, mientras me afeitaba, cuando me hacía el nudo de la corbata o me lavaba los dientes. Nos parecíamos tanto que en ocasiones me daba miedo mirarle a los ojos. Al igual que yo, ya no esperaba nada de nadie.

En otro tiempo habíamos compartido a las mismas mujeres. Tuvimos idénticos deseos y conseguimos juntos todo lo que poseíamos. La ambición velaba nuestros sueños. Todo nos iba bien y llegamos a pensar que no nos necesitábamos.

Imperceptiblemente, sin que nos diéramos cuenta, en los últimos meses nos habíamos ido alejando el uno del otro. Ahora, a veces, tenía miedo de seguir siendo quien era. Me reprochaba que siguiera inventándome pasiones para sobrevivir. Se desesperaba ante la idea de tener que envejecer.

Me acompañó hasta casa borracho, amargado, tratando de convencerme de que su vida no había sido un absoluto fracaso. Me estuvo hablando de pérdidas y ganancias, haciendo repaso de nuestras vidas paralelas, ejercitándose inútilmente en recuperar una memoria que era común, o casi.

La casa estaba vacía y a oscuras. Me sirvió el último whisky y dejó que le advirtiera que no era sano ni prudente hacer demasiadas preguntas. Sacudió la cabeza como queriendo ahuyentar alguna idea funesta o simplemente contradictoria. Supe que era la incertidumbre. Aun con dudas, fingió mostrarse resuelto para hacer lo que hizo. Yo no podía impedirlo.

Cuando sacó la pistola vi que estaba llorando. Con desesperación, con rabia, con el orgullo herido, me apuntó y dejó que el dedo resbalara por el gatillo. No pude oír la detonación. Tampoco pude decir nada. La primera bala me rompió el cuello y la sangre me empapó la camisa y la corbata. Me sorprendió saber que tampoco él sabía de dónde había venido la orden. Me pesó que todo acabara de esta manera. Volvió a disparar una y otra vez hasta que el arma quedó hecha un juguete.

Derrumbado sobre el suelo del salón, muerto como nunca antes había estado, reparé en que las autoridades nunca encontrarían a mi asesino. Fue un crimen perfecto. A lo mejor es verdad que fue un acto de justicia.

El suicida, de Edouard Manet, 1877.

El suicida, de Edouard Manet (1877)

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Escrito en Enero de 2003, este texto fue publicado en la web del Proyecto Sherezade en junio de ese mismo año.

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Esta vergüenza, este miedo

 

Violencia machista

Para R. M. C., que me contó su historia.

Yo no quise incumplir el único consejo que tú me diste, abuela. Ni siquiera recuerdo bien cómo pasó el primer día y por qué estaba tirada en la cama si un segundo antes estaba de pie, junto a las cortinas, mirándolo. Ocurrió tan de repente, me dejó tan confundida, que cuando quise reaccionar él ya estaba en el salón viendo la tele y cambiando de canal cada treinta segundos. Solo pensé en ti, abuela, en tus setenta años de mujer apaleada y en tus palabras, en la cara que pondrías si supieras que tampoco yo he podido cumplirlo: “nunca dejes que un macho te ponga la mano encima, Carmen, mira en hacerte una mujer que no tenga que dar cuentas a ningún hombre”.

Siempre pensé que eso era algo que les ocurría a las otras. No a mí, abuela, nunca a la mejor de las nietas, a la más lista, a la más guapa, a la que fue a la universidad y se sacó su carrera para no dar cuentas a ningún macho. Todavía no he cumplido los treinta. Todavía no he tenido un hijo. Todavía no me he casado, abuela, vivo con mi novio en un apartamento alquilado que pagamos a medias y que encontramos muy baratito aquí mismo, en pleno centro, muy cerca de su trabajo y del mío. Estamos ahorrando para comprarnos un piso y podernos casar y tener un hijo. Yo también me quiero casar. Yo también quiero tener un hijo.

Ya sé que debería estar viviendo mis locos años veinte, abuela, pero es que no sabía que iba a sentir esta vergüenza, estas ganas de echarme en el sofá y apagar la luz, estas ganas de no ver a nadie con tal de que no sepan lo que me está pasando. Es como si estuviese muy cansada y siempre tuviera sueño. No quiero ver a mis amigas porque sé que no podré soportar sus miradas cuando les cuente que a mí también, que yo también. ¿Cómo les voy a contar esta vergüenza, esta humillación, esta culpabilidad sin culpa, este temor a que todo el que me conoce se sienta defraudado porque a mí también, porque yo también? ¿Con qué palabras les hablo del miedo por la noche, de las palabras con que después se arrastra y de mi perdón casi diario después del beso tembloroso que me estampa en la cara antes de dormirse en esta cama en la que follo poco y cada vez menos?

Me empieza a dar asco mirarme al espejo y reconocer en mí esta debilidad. Yo no quiero ser una de esas mujeres vencidas que salen por la tele, abuela. Yo no, la más lista, la más guapa, la que fue a la universidad y se sacó su carrera para no dar cuentas a ningún macho, la segura, la autosuficiente, la luchadora, la que nunca se iba a dejar pisotear y ahora se maquilla por las mañanas los moratones con un pegotón de crema, la que no consigue ocultar con el rímel la huella que me dejan sus insultos y después se contempla en el espejo, guapísima, antes de irse a trabajar deseando, por Dios, que él tenga hoy un buen día.

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Texto publicado en la web del Proyecto Sherezade en junio de 2004.

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