Ha pasado tanto tiempo que ya nadie recuerda el motivo por el que la C se enfadó tanto con la A que hasta cayó enferma. Tampoco es que yo esté muy seguro de ello, pero aún así trataré de poner algo de luz en el asunto.
Quizá todo empezó el día en el que las 27 letras del alfabeto decidieron por unanimidad que fuera la A quien organizara y pusiera orden en aquella multitud que no lograba entenderse.
Ignoro, lo he olvidado o nunca lo supe, cómo fue que a la A se le ocurrió establecer aquel orden que tan fácil resulta de aprender, y que tan buenos frutos acabaría dando con el paso del tiempo:
A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K, L, M,
N, Ñ, O, P, Q, R, S, T, U, V, W, X, Y, Z
Debió de ser un rapto de lucidez, una inspiración sublime, tal vez una epifanía, porque al fin y al cabo, desde aquel preciso instante, todo cambió y aquellas 27 letras empezaron a trabajar juntas y a ponerse de acuerdo. Se establecieron como grupo cohesionado, fundaron una especie de sociedad e instauraron un modo propio de hacer las cosas la mar de sencillo. Mediante la combinación de unas y otras intuyeron que era posible nombrar la realidad y multiplicar el sentido del mundo, a la vez que comprendían que en sí llevaban la posibilidad infinita de desdoblarse y crecer; y que siguiendo este método tan simple cobraba sentido el papel que cada una de ellas jugaba en aquel lugar al que habían ido a parar.
¿Quién no iba a entender una propuesta tan transparente como la que la A les presentó a todas sus compañeras? La entendieron todas, y la entendieron a la primera. La entendieron incluso los dígrafos, con los que es verdad que la A tuvo que razonar bastante y dar más de una explicación para que no se sintieran excluidos.
En aquel lugar al que habían ido a parar había tan solo 5 dígrafos:
CH, LL, RR, GU, QU
Me acuerdo perfectamente del día en el que la A habló con todos ellos juntos y con cada uno de ellos por separado. No tenéis nada de qué preocuparos, vino a decirles, pero es verdad que no pertenecéis a la plantilla básica del alfabeto. ¿Tengo yo acaso culpa de eso?, les preguntó. Pero tranquilos, añadió, porque a efectos de organización y funcionamiento sois como todos los demás y cumplís idénticas funciones, con iguales deberes y derechos. Pero es verdad que pertenecéis a otra categoría y yo nada puedo hacer para evitarlo. Digamos que sois letras de régimen contractual, les aclaró, pero podéis estar seguros de que mientras sea yo quien organice esta asamblea de letras vosotros participaréis de la fiesta de la combinación tanto como las demás.
Y así fue. Y durante algún tiempo no hubo el más mínimo problema entre ellas, y la convivencia mejoró muchísimo en aquel lugar al que todas habían ido a parar. Para decirlo con todas las letras (si exceptuamos alguna que otra lógica disputa cada vez que hacían el análisis de la frecuencia con la que aparecía cada una de ellas en los textos) allí no había el más mínimo conflicto.
Es más, cierto grado de discusión podía resultar muy provechoso. Esta era al menos la teoría de la A, que quizá no comprendió del todo los riesgos que entraña recurrir a la argumentación verbal sin estar seguro antes de que el interlocutor nos sigue o no nos sigue en nuestras explicaciones. Si se entera de lo que se le está diciendo, quiero decir. O si no se entera o no se quiere enterar, que esa es otra.
Ya no recuerdo bien si fue la V la primera letra que llegó a quejarse de la escasa frecuencia con la que ella aparecía en los textos, pero puede que fuera ella, porque la V, aunque en realidad no es una letra violenta, sí que puede llegar a ser muy rencorosa.
Pero es que el análisis de frecuencia, explicaba la A, no se puede considerar un indicativo fiable de nuestra representatividad en los textos, puesto que el número de textos posibles es infinito y la valoración que hacemos es siempre limitada; por tanto, dependiendo del texto que cojamos como ejemplo de estudio, así será la frecuencia de nuestra representación. Y por tanto no vale como crítica. Y de todas formas, qué más da, decía la A. ¿Qué más da la frecuencia con la que aparezcamos en los textos si todas somos igual de importantes para crearlos?
Huy, huy, huy, empezaron a decir algunas. Demasiado complejo eso que esta dice. Demasiado oscuro. Aquí hay gato encerrado. Porque está clarísimo que algunas aparecen más que otras, y si no que se lo pregunten a la X, a la K y a la W. Pero ocurrió que cada vez que le preguntaban a una de estas la respuesta siempre era la misma:
– A mí dejadme tranquila que desde que aquí está la A organizando el asunto yo vivo muy bien y me entiendo con todo el mundo.
De todas formas, la brecha ya estaba abierta y los intereses enfrentados de unas y otras acabarían minando el proyecto común. Y aquel día la A supo que, tarde o temprano, algún desencuentro mal dirigido haría explotar la feliz convivencia que tanto esfuerzo había costado alcanzar. Volvería a prevalecer la confusión y la disputa. Y, para desgracia de todas, volverían a crearse otra vez las indeseadas camarillas que ningún fruto dan y que todo lo arruinan.
Lo que nunca pudo imaginar la A es que sería la C, precisamente la C, la letra que iba a capitanear el complot hasta lograr minar todo lo construido. La C, la tercera letra del alfabeto, en quien tanto había confiado la A, fue quien se reveló como la traidora que inevitablemente surge en todo colectivo. La que siembra la discordia. La que envenena las mentes. El elemento tóxico que pudre cuanto hay a su alrededor sin obtener ningún rédito a cambio.
Lo que desencadenó el conflicto fue, una vez más, los celos. Los celos de la C, por supuesto, aunque ella nunca llegara a reconocerlo. La sucia envidia que la C empezó a sentir por la B fue el detonante inicial de la ofensiva ruin que la C acometió contra la A.
“¿Por qué es la B la que ocupa el segundo lugar en el alfabeto?”, se empezó a preguntar la C, verde de cólera. “¿Por qué es la B la favorita que sigue a la A en la cadena de mando?”, se preguntaba. “¿Por qué no soy yo la letra más importante después de la A?”, rabiaba la C cada vez que pensaba en ello.
La verdad es que la A tuvo en este primer momento una paciencia infinita. Demasiada. En vano trató de hacerla entrar en razón. No había ninguna letra que fuera más importante que otra, le dijo. Todas somos igualmente esenciales. Y no existen favoritismos en la ordenación clave del alfabeto. Pero si de lo que se trataba es de la frecuencia con la que aparecía la una y la otra en los textos, argumentaba la A, debía de saber que la C tiene un porcentaje de presencia mayor que la B, insistía, superando la tercera a la segunda en varios puntos porcentuales.
La C se ponía negra con estas explicaciones. Que la A le hablara de frecuencias y porcentajes hacía que se saliera de sus cabales. Se ponía como loca. No había argumento que apaciguara su furor. En pleno delirio llegó incluso a sugerir que volviera a crearse un nuevo ordenamiento de todo el alfabeto, lo que no solo afectaba a la B, por supuesto, sino a todas las demás letras, que estaban encantadas de ocupar cada una su lugar en el organigrama establecido y no deseaban cambiarlo. Al menos no la gran mayoría. La respuesta de la A ante esta petición fue por primera vez definitiva: no. Repito: no. Pero un no rotundo. Un no categórico. Un no como una casa de grande.
Poco a poco se fueron alejando la una de la otra.
A la C se la llevaban los demonios. No estaba acostumbrada a que le dijeran que no. Rabiosa ante el fracaso de su intentona, frustrada por no obtener lo que pretendía, se fue intoxicando con su propio veneno. Pero pertinaz y aguerrida, tenaz y obstinada en su lucha, tarantuleó entre el abecedario en busca de descontento y halló a tres letras malcontentas con la organización que había establecido la A. Tres letras que, como más tarde manifestaron abiertamente en repetidas reuniones del alfabeto, querían una mayor representación en la frecuencia con que aparecían en los textos. Tres letras que querían más, sin importarles si sus deseos e intereses afectaban o no al resto de las letras. La C, como una tarántula que teje sus redes de influencia, envolvió en su tela a la M, a la R y a la L. Y así, las cuatro juntas, iniciaron el intento de boicot que ha llegado hasta nuestros días y que es el origen y la razón de ser de nuestra historia.
Lo que ni pudo ni quiso ver la C, sin duda por vanidad y por una falta total de autocrítica, es que por sí misma es una letra que solo produce un sonido sordo. Altanera y orgullosa hasta lo indecible, no advirtió que ella, como todas, precisa del concurso y la asistencia de otras letras para expresarse, pero sobre todo de las vocales, que fueron las primeras en darse cuenta del delirio mental que sufría y de lo innecesario, absurdo e injusto de sus reivindicaciones. Solo las tres malcontentas, la M, la L y la R, la siguieron en su lucha.
Como suele ocurrir, pretendían sacar ventaja de la queja y del conflicto, porque aquello llegó un momento en que se convirtió en una verdadera batalla campal que nadie deseaba y nadie entendía; salvo ellas, claro está, que torpemente trataban, sin conseguirlo, de expresar sus rocambolescas razones con discursos que nadie acertaba a comprender:
«Mrlc», soltaban de vez en cuando.
«Lrcm», decían.
O bien: «cmrl», «crml», «crlm»…
Y qué sé yo cuántas otras combinaciones e intentos frustrados de expresar sus ideas a cual más desatinado, incoherente e incomprensible.
Reunidas periódicamente en asamblea, todas las letras alucinaban ante los delirantes focos de malcontento capitaneados por la C. Se miraban unas a otras y no salían de su asombro. Algunas se reían por lo bajo ante aquella sarta de desatinos. Hermanadas en un proyecto común que las enriquecía a todas, no comprendían por qué aquellas cuatro se empeñaban en arruinar todo lo alcanzado y conseguido. Y finalmente mostraron públicamente su repulsa y su rechazo. Abiertamente expresaron su apoyo por el proyecto común en el que llevaban años trabajando y poco a poco fueron pasando de ellas. A cada nueva propuesta de las malcontentas, la respuesta de todas era no. Un no alto y claro. Un no categórico. Y seguiría siendo no más allá de toda duda, por encima de la discordia, la maledicencia y la calumnia que quisieron traer al grupo las cuatro malcontentas. Y ni la insidia, ni la difamación ni la falsedad prevalecieron en aquella agrupación de letras.
Y así fue como la C se puso malita. Intoxicada por su propio veneno, emponzoñada por el virus de la cólera y los celos, enfermó o fingió que enfermaba para maquillar o dar justificación a su corrompida naturaleza, a la viciada tergiversación que había llevado a cabo sobre lo ocurrido con todas y a la perversa lectura que quiso imponer sobre las actuaciones emprendidas por la A que, como quedó bien demostrado, siempre veló por los intereses del grupo.
Imagen destacada: «Máquina de coser con paraguas en un paisaje surrealista«, de Salvador Dalí, 1941.