Todos los países tienen sus héroes. El pueblo tiende a recordar en su folclore las hazañas de algunos elegidos. Es el caso del Cid en España, de Carlomagno en Francia o del rey Arturo en Inglaterra. No parece importar demasiado el modo con que el tiempo desvirtúa a sus héroes, al pueblo no le importa. Uno diría incluso que le satisface renunciar a la verdad histórica en favor de la leyenda o de la pura invención. A veces ni siquiera es necesario que el personaje en cuestión haya existido, basta con la posibilidad de su existencia, como parece ser el caso del rey Arturo. El pueblo precisa de un salvador, de un tirano, de un caballero noble, de un intocable, de un invicto… Al pueblo le gusta reconocerse en las actitudes de quienes él ha elegido como representantes de su propia identidad, y a menudo sorprende descubrir el recuerdo que de ellos se guarda, o cómo el tiempo ha limado la figura de estos personajes o cómo el capricho y el talento de otros hombres han nublado la imagen, la han rehecho o la han inventado.

Es el caso de Vlad Tepes, príncipe de Valaquia, en Rumania. Para el pueblo rumano es un héroe nacional, un valiente guerrero del s. XV que resistió a los  turcos y defendió la soberanía nacional contra el poder de los húngaros, el último príncipe de Valaquia con alguna independencia real tras la invasión otomana. Fue apodado «El Empalador» por ser esta su manera preferida de intimidar a los enemigos. Se hizo famoso por la inhumana crueldad de sus crímenes, pero ha pasado a la historia, sobre todo, como inspirador de una de las más inquietantes historias de terror de todos los tiempos, el Drácula de Bram Stoker.

De todas formas, hasta que Stoker no estableció un vínculo inseparable entre la figura del empalador y el vampirismo, nunca antes se había relacionado a Vlad Tepes con el mito legendario del vampiro. Que ahora el nombre de Drácula sea casi sinónimo de vampiro se debe solo a un genial capricho literario.

El nombre de Drácula, aunque también significa “demonio” en rumano, derivaba del apodo del padre de Vlad, que fue distinguido por su valor en la lucha contra los turcos, razón por la cual se le otorgó la Orden del Dragón, en rumano “dracul”, como fue llamado desde entonces. Al parecer al príncipe Vlad le gustaba hacerse llamar “Drakula” o “Drakulya” como homenaje a su adorado padre, que fue asesinado por uno de sus rivales con ambición de poder. Esto era muy frecuente en la época y más aún en el principado de Valaquia, cuyo trono era hereditario, pero no por las leyes de progenitura.

Vlad III Tepes

Vlad Tepes (pintura al óleo, Austria, c. 1560). Albergado en Wikimedia Commons bajo dominio público.

Estamos en la época medieval, en pleno siglo XV, en la zona de los Balcanes, en un territorio estratégicamente situado entre dos irreconciliables vecinos sumamente poderosos. Hay que recordar  que en 1453 cayó Constantinopla  en poder del turco, y con ella todo el Imperio Romano Oriental. Las fuerzas otomanas del sultán Mohamed El Conquistador penetraron hasta los Balcanes, quedando así el reino húngaro como principal defensor de la cristiandad en aquella zona. Valaquia no era más que un punto fronterizo entre dos poderosos enemigos, una codiciada tarta a cuyos gobernantes, tanto los otomanes como los húngaros, quisieron mover a su antojo. Bien mirado, Vlad Tepes no fue sino un defensor de la libertad nacional frente a unos y a otros. Que ahora se considere que excedió las formas con que mantuvo a sus enemigos a raya durante su corto gobierno solo forma parte de la historia universal del escrúpulo.

Eran tiempos difíciles. La ley imponía que el gobernante de Valaquia tenía derecho a elegir a su sucesor entre varios candidatos seleccionados previamente para tal fin. Esto propiciaba las políticas de terror y el frecuente asesinato de los rivales. Había dos clanes enfrentados, el de los Denesti, descendientes del príncipe Dan, y el de los descendientes del príncipe Mircea, El Viejo. Drácula pertenecía a éste último clan y no ignoraba el peligro que suponía ser candidato al gobierno de Valaquia; su propio padre había muerto a manos de un Denesti. Desde mediados del s. XV los príncipes de Valaquia se sucedían en el trono según el capricho y el apoyo de húngaros y turcos. Vlad III llegó a gobernar en tres ocasiones separadas, la primera con apoyo turco; la segunda bajo la protección de los húngaros; y la tercera con la ayuda de moldavos y transilvanos. Su primer gobierno duró dos meses, durante el otoño de 1448, hasta que le fue arrebatado por Vadislav III, del clan de los Denesti. No volvería a ser príncipe de Valaquia hasta 1456, año en que los húngaros le retiraron el favor a Vadislav y apoyaron a Drácula hasta 1462. En este año cayó en desgracia y fue hecho prisionero por Matthias Corvinus, rey de Hungría. No volvería a dirigir los destinos de su patria hasta catorce años después, en 1476, y solo por espacio de un mes. Murió cerca de Bucarest en diciembre de este mismo año tras una arrolladora ofensiva turca que deshizo su ejército. Mientras gobernó Valaquia impuso un auténtico estado de terror.

No parecen probable muchas de las leyendas y anécdotas que se cuentan sobre Vlad III Tepes, El Empalador. Me refiero a los pic-nics antropófagos, a los baños en sangre, a los festines de cabezas turcas previamente cocinadas y otras barbaridades escatológicas que tenían a la sangre como principal condimento. Pero no me parece descabellado considerar que efectivamente se llevaron a cabo crímenes brutales, torturas inhumanas y ejecuciones sorprendentes. Basta con especular sobre formas de sufrimiento imaginadas y seguro que acertamos: escalpar, desollar, empalar, hervir, desangrar, mutilar, quemar, estrangular, cegar… Pero sin duda el empalamiento era su preferida. Nada mejor para intimidar a los turcos que la exhibición abrumadora de miles de cadáveres empalados. Se cuenta que en una ocasión el Sultán Mohamed II  dio media vuelta y regresó enfermo a Constantinopla ante la visión de veinte mil cuerpos pudriéndose en las afueras de Trigoviste, la capital de Drácula. El día de San Bartolomé de 1459 treinta mil mercaderes y boyardos fueron empalados en la ciudad de Brasov. Se ha conservado un grabado en madera sobre esta brutal matanza en la que aparece Drácula festejando con los verdugos la muerte de sus enemigos. Y en 1460 diez mil hombres fueron empalados en la ciudad transilvana de Sibio y abandonados a la inclemencia del tiempo durante meses.

Solo son algunas de sus hazañas. Su currículum es espeluznante. El deseo de fortalecer su poder lo convirtió en un criminal sanguinario. La venganza hizo de él un enfermo. Parece indudable que estas acciones estaban motivadas por un placer morboso y perverso más allá de las necesidades políticas de control.

A su muerte, en diciembre de 1476, su cabeza sirvió de trofeo al sultán, que tuvo el capricho de exhibirla clavada en una estaca como prueba de que había finalizado el estado de auténtico pavor creado por Vlad Tepes.


Publicado en Historias Curiosas, Agustín Celis, Ed. Añil, Madrid, 2001.