Primero es tan solo una impresión. Llegas a un lugar desconocido y reconoces un entorno que intuyes que se te puede volver hostil. No te gusta lo que ves y piensas que has hecho una elección equivocada.

La intuición te dice que erraste el tiro. Que sabes que algo a tu alrededor no funciona del todo bien. Que permanezcas alerta.

Luego observas y estudias lo que te rodea y confirmas lo que ya entreviste. El lugar al que llegaste destila un humor acre y te deja en la boca el regusto amargo de la ceniza y el moho que impregnan los ambientes tóxicos.

Poco a poco te vas habituando a ello. A pesar de haber decidido no acostumbrarte te vas adaptando, como un líquido condenado a ser embotellado que adopta finalmente la forma del envase que lo envuelve.

No hay manera de evitarlo. Poco a poco descubres que es más fuerte que tú. Que la presión que ejerce sobre ti el recipiente que te cubre es más poderosa que el impulso de mantenerte fuera.

Un día descubres que estás dentro, que has caído en la trampa y que no has podido impedirlo. Formas parte del entorno. Eres solo uno más entre tantos. Y entonces decides que no queda otra que sobrevivir. Permanecer y salvarse. Continuar y resistir. Como un náufrago que aguarda desamparado la llegada de un tronco a la deriva al que agarrarse para no acabar hundido.


Imagen destacada: «Das kabinett des Dr. Caligari», 1919. Colección de la Cinemateca francesa, París.