________________________________________________________________

Artículo publicado en La voz del sur, 6/1/2019

________________________________________________________________

Durante mucho tiempo viví fascinado por los provocadores, esa gente de ingenio rápido capaz de abrir brechas, con sus palabras, en las conciencias de los otros, en sus más íntimas convicciones. Me hacían pensar y me estimulaban intelectualmente. Y también despertaban en mí la curiosidad del que vive pendiente de los comportamientos ajenos, del que va por la vida tratando de estudiar la condición humana. ¿Por qué son así?, me preguntaba yo muy a menudo. Sin embargo, aquella inicial fascinación mía no tardó demasiado en convertirse en sospecha. Poco a poco, me fui dando cuenta de que detrás de un provocador se agazapa siempre un agresivo, un pendenciero, un bravucón. Y entonces el hechizo se convirtió en repulsa. En rechazo.

No tardé demasiado en encontrar un nuevo sujeto digno de atención, y, al igual que en aquella ocasión, no tardé en sospechar de él. Sustituí al provocador por el ofendido y, de igual modo, me dediqué a estudiarlo a conciencia. ¿Por qué se ofende tanto?, fue la nueva pregunta que empecé a hacerme.  ¿En serio está tan ofendido como aparenta?, seguí preguntándome. Y parece que no, pero el ofendido es una criatura realmente fascinante. Su impostura no tiene límites. Como las cebollas, está cubierto de capas. Por mucho que lo peles, siempre encuentras debajo una nueva cubierta, un nuevo motivo y otra razón para seguir sintiéndose agraviado. La ofensa es el envoltorio con el que se cubre de las embestidas del mundo. Es la manta que lo abriga. La ofensa es el burladero que lo protege de los otros. La ofensa es el principal argumento que ha encontrado para legitimar sus opiniones. Parece una paradoja, pero no lo es.

Por supuesto, no estoy hablando de la persona que fue herida por la realidad, de quien realmente sintió la punzada del insulto y del ultraje y tiene motivos sobrados para sentirse ofendida y agraviada. Y tampoco me estoy refiriendo a la víctima real de los diversos horrores del mundo. Hablo más bien de su reverso falso, del envés de la trama, del impostor que acecha detrás de la víctima y la suplanta, del actor que recurre al dolor ajeno para interpretar un papel protagonista sobre la escena. Hablo del ofendido profesional, aquel que ha encontrado en el recurso de la ofensa la manera de imponer sus criterios y hacerlos prevalecer. Hablo, en definitiva, del ofendidito.

¿Quién no los ha visto actuar en alguna ocasión? Sobran ejemplos en nuestros días. Basta encender la televisión o acceder a las redes sociales para comprobar cuál es su modus operandi. Basta con abrir los ojos y no desviar la mirada. Son vampiros exaltados que se valen del sufrimiento y del dolor ajenos para mantener una impostura de la que sacar rédito. Me ofendo, luego existo; este parece ser el único planteamiento filosófico del ofendido profesional. Y es esa tendencia a ofenderse el elemento básico de su pensamiento, que sostiene otros posibles enunciados. El ofendido se ofende, luego parece sostener una opinión. Se ofende, luego tiene razón. Se ofende, luego es una persona virtuosa, de corazón noble y bondad indiscutible. Se ofende, luego le asiste el derecho de atacar. Se ofende, luego puede señalar a su ofensor, acusarlo y someterlo a escarnio público. Y tras el escarnio, el linchamiento, la unanimidad del odio y la animadversión que quedarán justificados ante la supuesta ofensa de aquel a quien han convertido en ofensor, una especie de hereje que, al igual que los antiguos herejes, ha de ser relajado en la hoguera de las opiniones unánimes de la exaltación pública.

Añorantes de los juicios sumarísimos de las muchedumbres enardecidas de épocas más oscuras, los ofendidos profesionales se valen de las redes sociales para dictar sus veredictos de culpabilidad. El capirote del hereje es hoy un hashtag de internet. El sambenito, el comentario inapelable que tiene la extensión exacta de un tuit. La hoguera, el reguero de opiniones anónimas que se viralizan con la misma rapidez que los rumores malintencionados.

La tentación de sentirse ofendido parece tener hoy el atractivo abominable que debió de tener en su día la persecución de los herejes. Parecido es el celo con el que el supuesto ofendido vela por el mantenimiento de la ortodoxia que ha de ser creída, defendida, difundida y aceptada. Similar, el rigor con el que se juzga al que se desvía de la norma establecida. Idéntica, la sospecha que sobrevuela sobre todo aquel que ose cuestionar los métodos inquisitoriales de los nuevos ofendidos, tan diferentes en realidad a las verdaderas víctimas.

En los tiempos de las herejías, ¿se atrevería alguien a afirmar que el hereje no era hereje, que la bruja no era bruja, con riesgo de ser considerado, también él, un maldito hereje?

En los tiempos de las redes sociales, ¿se atreverá alguien a cuestionar el furor correctivo de tanta gente ofendida aun a riesgo de arañar sensibilidades a flor de piel?

Nunca hubo tantos herejes, brujas y adoradores del diablo como cuando el mundo se empeñó en creer en tales delirios. De igual modo, pese a vivir en una de las épocas más razonables, prósperas y dignas que se han disfrutado, cualquiera diría que nunca ha habido tanta gente ofendiendo.

¿Quién es hoy el que ofende y por qué? No creo que sea fácil responder a esta cuestión de una manera medianamente seria. Probablemente, a quien menos le interesa resolverla es al ofendido profesional.

Al igual que, en otros tiempos, un hereje o una bruja podía ser cualquiera (el que el inquisidor de turno y sus secuaces decidieran que podía ser), en nuestros días también parece que cualquiera puede ser convertido en la persona que ofende; solo hace falta que alguien así lo dictamine, que alguien lo declare, que alguien lo prejuzgue y lo haga con el suficiente empeño. Y cualquiera, claro, es cualquiera. Él y ella y yo mismo. Pero también usted, que lee ahora esto y probablemente no va por la vida tratando de ofender a nadie.