Página personal de Agustín Celis

Etiqueta: Pensamiento

Establecer límites

Establecer límites

 


El oficio de vivir está plagado de sencillas reglas no escritas que conviene tener siempre presentes para poder mantenerse a flote con unas mínimas condiciones de dignidad y decoro.

Una de estas leyes podríamos enunciarla así: “si intentas siempre evitar las dificultades, tarde o temprano te meterás en problemas”.

A cualquier persona le conviene saber cuanto antes que estar vivo conlleva hacer frente a permanentes batallas y desafíos. Que estos son inevitables. Que estamos inmersos en luchas de intereses que nos van a obligar, en ocasiones, a mantener posturas ofensivas que disuadan la resistencia y la hostilidad de los demás. E incluso que urge vencer cuanto antes el temor de enfrentarse a la agresividad de los más violentos si lo que se pretende es tener la fiesta en paz y vivir tranquilos.

Puede parecer una paradoja pero no lo es. Por supuesto, no se trata de avasallar. Se trata simplemente de no dejar que nos avasallen.

Es una postura que aprendí a adoptar, de manera intuitiva, en la primera infancia, cuando uno era un niño introvertido y pacífico que iba mucho a lo suyo, sin meterse con nadie, y aún así se veía molestado, sin comerlo ni beberlo, por quienes eran más violentos y pretendían imponer, por la fuerza, sus propios intereses.

Luego he tenido ocasión de reflexionar sobre todo esto y ahora puedo decir que fue mi hermano David la primera persona que me enseñó, con su ejemplo, que ante los agresores no vale mantener una postura pasiva. Que la pusilanimidad y el retraimiento nunca son la solución; al contrario, la mayoría de las veces son la fuente de la que manan todos los conflictos. Como sabemos todos los que trabajamos en el ámbito educativo, por desgracia el niño que no le hace frente a quienes lo avasallan acaba siempre avasallado.

Es muy loable no querer meterse en problemas, claro que sí. De hecho, ese es el objetivo. Pero aún es más digno de elogio el saber hacerse con las herramientas que nos protejan de los problemas cuando estos sobrevienen; y también el aprender a librarse del miedo y la culpa cuando nos vimos obligados a actuar para evitar sentirnos sometidos por aquellos que trataron de someternos.

Nunca amilanarse ante los agresivos, e incluso ante los pasivos agresivos, que tanto abundan hoy día, podría ser otra de esas reglas a tener en cuenta. Si eres sumiso, cosecharás los frutos de la sumisión. Si lanzas al aire el mensaje de que harás todo lo posible para evitar problemas, nunca te librarás de la extorsión de los violentos, que establecerán contigo una relación de explotación.

Lo que urge es establecer límites. Mostrar cuanto antes que hay líneas que no deben cruzar. Que no estás dispuesto a dejar que nadie te mangonee. Que preferirías no tener que luchar pero que estás preparado para la lucha. Que no eres un enemigo a batir pero que estás dispuesto a batirte con todos aquellos que se empeñen en considerarte un enemigo.

Por cuestiones laborales que ahora no vienen al caso, he tenido muy presente todas estas ideas en los últimos meses. Y todo lo ocurrido me ha hecho recordar un viejo artículo que publiqué hace 12 años en un periódico local y hace 6 en mi antiguo blog, ahora convertido en mi página web. Lo he vuelto a leer esta semana y me sigue gustando mucho. Me gusta hasta el título:La necesidad de batirse”. Y es que se trata de eso; de que a menudo no queda más remedio que batirse en duelo si luego vamos a querer mirar nuestro rostro reflejado en el espejo sin sentir vergüenza de nosotros mismos.


Imagen destacada: Los proverbios flamencos, de Peter Brueghel, el Viejo, 1559


 

Principio de incompetencia

Sin temor a caer en el desánimo, y mucho menos en la auto indulgencia, sin gloria ni vanidad me atrevo a decir que todos los días corro el riesgo de convertirme en ejemplo paradigmático de aquello que enunció, tan brillantemente, Laurence J. Peter:

«En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia» .

Que el tipo fuera, además, catedrático de ciencias de la educación no me tranquiliza nada.

Todos los hombres, el hombre

Todos los hombres, el hombre

Jorge Luis Borges

Buscando documentación para otro escrito que ahora no viene al caso, me encontré el otro día con una afirmación de Borges que ya conocía, pero que tenía olvidada, y que, sin embargo, conviene recordar y tener presente. Borges solía repetir con bastante frecuencia que “cualquier hombre es todos los hombres”, frase que parece una tontería pero que no lo es, y que me dio para un rato de sana reflexión intrascendente en la terraza junto a mi sagrado narguile, por supuesto.

Como se podrán imaginar, el curso de mi pensamiento viró hacia lo más evidente; ya se imaginarán ustedes: los deseos, los miedos, las ambiciones y todo aquello que traza la imagen de un hombre y que, al fin y al cabo, es verdad que viene a ser en todos, más o menos, lo mismo. De hecho, algunos siglos antes de Borges, el eslogan que afirma que todos los hombres son el mismo hombre ya lo había utilizado el padre Bartolomé de las Casas para reivindicar la dignidad de los indios a quienes los españoles estábamos dándoles para el pelo en tierras americanas. Si se dan cuenta, la frase da para mucho y un estudio profundo de la misma nos conduce hacia un pacifismo redentorista.

Pero esto se me ha ocurrido a posteriori. En realidad, al recordar la frase yo me fui por Atapuerca. Y la verdad es que ambos temas están estrechamente relacionados. Como seguramente ya sabrán, en Atapuerca, provincia de Burgos, existe un importantísimo yacimiento paleontológico donde han descubierto, entre otras muchas cosas de enorme trascendencia para comprender la vida del hombre en este bajo suelo, los restos humanos más antiguos de Europa, datados en unos ochocientos mil años antes del día de hoy. Y resulta que a esos restos el equipo investigador de la Sierra de Atapuerca los ha descrito como una nueva especie de la que descendemos, y hasta le han puesto nombre y apellido; a saber: homo antecessor. Pues bien, siguiendo sus investigaciones y estudios, los tíos han llegado a reproducir, a partir del hallazgo de un cráneo casi completo, la cara del hombre que vivió en Atapuerca hace tantísimo tiempo. Y cuidado, que lo nombran así, con todas las letras y en mayúscula, el Hombre de Atapuerca, con un evidente olvido de la individualidad de aquel fulano, porque digo yo que aquel tipo también tendría, como nosotros, su colección de miedos y deseos, sus ambiciones y esperanzas, personales e intransferibles, antes de su día final y del ninguneo histórico que el destino le tenía reservado en una vitrina. Yo me imagino a aquel hombre primitivo filosofando sobre su esencial diferencia respecto a sus compañeros de gruta y siento lástima por él, y lo compadezco y me digo, finalmente: “no somos nadie”.

“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, que dirían los sabios del medievo, me dije. Y entonces el humo del narguile me transportó a miles de años hasta el futuro, en esta misma ciudad, habitada por terrícolas descendientes o extraterrestres invasores, y en un yacimiento encuentran arrumbada junto a otras muchas mi hermosa calavera difunta, y un equipo investigador la selecciona para formar parte de una exposición de mucha trascendencia, y hasta me colocan una plaquita que reza: “he aquí el Hombre del siglo XXI”, ignorando mis caprichos y deseos, mis temores y querencias y hasta mis más profundas convicciones.

Y entonces concluyo diciéndome que no sé si todos los hombres somos el mismo hombre, pero parece indudable que todos seremos la misma calavera.

Calavera del Homo Antecessor de Atapuerca

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Publicado en el diario Información El Puerto el 15 de Octubre de 2004

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La Ironía Trágica

Como ocurre con los personajes de la literatura y del cine, también nosotros ignoramos las verdaderas dimensiones de lo que sucede a nuestro alrededor. Con el paso de los siglos nuestra impertinencia ha evolucionado tanto que creemos estar seguros de la posición que ocupamos en el mundo. La buscamos, la perseguimos, a veces la encontramos y hacemos nuestros pronósticos, y porque alguna vez tuvimos la fortuna de acertar creemos que existe un orden y que basta con respetarlo para ser también nosotros respetados. Creemos tener el control y con frecuencia nos mostramos soberbios.

Luego la vida se encarga de abrirnos con violencia los ojos para revelarnos la irrisoria pequeñez de nuestra existencia, a veces con ironía trágica, a menudo con evidente injusticia, casi siempre sin compasión. Nos movemos a ciegas por un intrincado laberinto buscando un destino que acecha donde nunca lo esperamos. Entonces nos coge por sorpresa, descubrimos que la decisión tomada se vuelve en nuestra contra y que todos nuestros cálculos se derrumban bajo la fuerza de un puño invisible.

Como muñecos patéticos, afrontamos a tientas una lucha para la que no contamos con armas eficaces. Desconocemos el poder de nuestro enemigo. Olvidamos que el azar es su aliado más poderoso. A menudo tomamos precauciones contra circunstancias que acaban pasando de largo sin preocuparse de nosotros y sin causarnos daño alguno, y sin embargo nos vapulea lo que no esperábamos, caemos derrotados ante acontecimientos que ni siquiera habíamos previsto.

La ironía trágica

Cupido con la Rueda de la Fortuna (Tiziano, 1520)

Ocurre todos los días y los ejemplos se cuentan por millares, pero solo nombraré uno que ha ocurrido esta misma semana. Un buen día una muchacha invidente sale como siempre con su perro a la calle. Se trata de un buen animal, adiestrado para ser sus ojos y su guardia, fiel a su dueña como solo pueden serlo algunos animales, capaz de dejarse matar con tal de permanecer a su lado.

Como todos los días, la chica ciega y su perro recorren las calles que ya conocen. Ella se siente segura porque confía en su rutina diaria. Como todos, cree estar avalada por la experiencia. De tanto como lo ha frecuentado, conoce el camino y no sospecha o no intuye que también por allí se aventura al acecho la fatalidad.

Al cruzar una esquina que conoce no repara en que otro animal ha sido elegido como instrumento de su desgracia. ¿De dónde ha salido ese otro perro y quién lo ha educado hasta convertirlo en una máquina asesina? Quizás alguien creyó que merecía la pena precaverse contra posibles peligros futuros y avivó en el animal un reflejo agresivo. Quizás fue un instinto ciego el que aguijoneó al otro perro y lo incitó hacia el ataque.

De repente, y sin que ella pueda hacer nada para impedirlo, su perro recibe la embestida, pero no se defiende. No lo educaron para eso y se deja morder por el otro, que lo destroza con maña y lo deja sangrando y tirado en el suelo. Probablemente la muchacha invidente no sepa dar una explicación a este capricho del destino. Con toda seguridad, no podrá entender qué ley no escrita condenó a muerte al mejor amigo que tuvo nunca.

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Publicado en el diario Información El Puerto el 6 de Febrero de 2004

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