Como el ejercicio de la crítica literaria nunca ha estado entre mis ambiciones personales, en el breve apunte que ahora me propongo escribir sobre la última novela de Montero Glez espero que no se imponga la monstruosa interpretación de la reseña, sino el admirado asombro que le sobreviene en ocasiones a uno tras la lectura de un libro.

Creo que llega un momento en la vida de todo escritor, o al menos en la de los escritores que a mí me interesan, en que se vuelve urgente adoptar una determinada posición en el mundo, elegir por fin las claves que han de marcar su literatura y atenerse a ellas de manera soberana sin obedecer más ley que la que sancione su entendimiento y hagan cumplir sus invenciones.

En el hecho de que Montero Glez haya optado por la memoria y la ficción para descubrirnos el perfil humano de José Monge, Camarón de la Isla, en su camino hacia la muerte, rechazando de paso la tentación de hacer una biografía, encuentro yo, sobre todo, una declaración de intenciones.

Mientras leía y releía Pistola y cuchillo y comprobaba cómo me iba ganando la subjetiva conmoción de verdad que hay en la novela y en los rasgos con que están construidos los personajes que en ella habitan, me he acordado en más de una ocasión de Onetti y de su inmersión total en la ficción como el territorio más propicio para indagar no en la aparente realidad de unos hechos, sino en los sentimientos con que estos se cargan para revelarnos la verdad de la aventura de un hombre. Y me he dicho que esto es precisamente lo que ha logrado con enconada solvencia Montero Glez en su último libro: abolir la realidad para merecer la ficción.

Dicen los que entienden de estas cosas que en todo relato bien construido hay siempre dos historias que se buscan y se nutren mutuamente. Pues bien, en Pistola y cuchillo Montero Glez nos cuenta, por medio de un narrador que, sospecho, se le parece mucho, la historia que nace en la noche en que vio al cantaor flamenco por última vez. Pero, transcurrido el tiempo necesario para que se aposenten los recuerdos y la memoria quede convertida en ensoñación literaria, lo que nos da también, sin tratar de ocultarlo, es el cambio operado en el escritor desde esa noche hasta el momento en que decide empezar a escribir, un cambio que lo convierte en un perseguidor que se proyecta hacia el futuro y que escarba en su memoria hasta hallar la historia que mereció la espera, para así poder contarla.