“¡Estoy desesperado! Desesperado por lo que está ocurriendo en España. Se lucha, se matan unos a otros, queman iglesias, celebran ceremonias, ondean las banderas rojas y los estandartes de Cristo. ¿Cree usted que esto ocurre porque los españoles  tienen fe, porque la mitad de ellos cree en la religión de Cristo y la otra mitad en la de Lenin? No, en absoluto. Escuche y ponga atención a lo que voy a decirle. Todo lo que está ocurriendo en España es porque los españoles no creen en nada, están desesperados y actúan con salvaje rabia… El pueblo español se ha vuelto loco. El pueblo español y el mundo entero.”

Son palabras de don Miguel de Unamuno, y las pongo encabezando esta entrada porque considero que explican muy bien lo que fue la Guerra Civil Española en opinión de uno de sus intelectuales más respetables. También son palabras de don Miguel las siguientes:

 “Entre los hunos y los hotros están descuartizando a España”.

 Evidentemente, no se trata de errores ortográficos. Al hablar de los “hunos” frente a los “hotros”, Unamuno dejaba claro lo que le parecían las actuaciones de los dos bandos enfrentados, los unos y los otros. Y también son de Unamuno estas otras:

 “He llorado porque una tragedia ha caído sobre mi patria. España se enrojece y corre la sangre. ¿Sabe usted lo que esto significa? Significa que en cada hogar español hay dolor y angustia. Y yo, que creía trabajar para el bien de mi pueblo, yo también soy responsable de esta catástrofe. Fui uno de aquellos que deseaba salvar la humanidad sin conocer al hombre”.

Todas estas palabras, y otras muchas parecidas, fueron escritas en los últimos meses de la vida de Unamuno, que murió el 31 de diciembre de 1936. Y, sin embargo, como es inevitable, la manipulación sobre la guerra que han realizado tantos historiadores durante los últimos setenta años ha difundido el bulo de que Unamuno estuvo adscrito ideológicamente a uno u otro bando, según el signo político de quien escribe y miente. Y luego justifican la ficción inventada recurriendo a las evidentes contradicciones vitales del célebre pensador, que llegó a confesarse a sí mismo esto:

 “Yo también soy responsable de esta catástrofe”.

Creo que resulta inevitable hacerse la siguiente pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué se sentía Unamuno responsable de una salvajada como la guerra civil? Muy sencillo.

Unamuno era muy consciente de su papel de influyente intelectual en la vida política del país. A pesar de lo que muchos puedan creer para mantener limpias sus conciencias, la actuación de los intelectuales en la sociedad no es nada inocente. No son simples comparsas. Y con frecuencia son los responsables de los acontecimientos que acaban provocando los conflictos criminales.

De hecho, son los intelectuales quienes crean el clima asfixiante que los hace posible. En buena medida son ellos, su patético entusiasmo, su insano fervor y su proverbial incapacidad para mantenerse al margen, quienes propician el ambiente irrespirable que acaba creando los conflictos sociales, que en ningún caso son frutos del azar. Ocurrió en los años treinta del siglo XX y ocurre también hoy. Por este motivo, creo que empieza a resultar urgente mantenerse alerta ante sus opiniones.

Confieso no sentir la menor simpatía hacia los creadores de opinión, a quienes en tantas ocasiones veo como chuscos salvadores en posesión de verdades fanáticas, como profetas que elevan su voz para mostrarnos el camino a seguir, como propagandistas inveterados que minan la cohesión social en busca siempre de su medro personal, en su imparable escalada hacia la cumbre de los éxitos, como entusiastas ideólogos de un nuevo orden que ha de purificarnos, y, finalmente, como sumos sacerdotes que, cuando todo ha pasado, improvisan nuevos credos.

Basta con encender la radio y la televisión, acudir a las redes sociales, o abrir las páginas de un periódico, para que nos encontremos al típico salvapatrias sin escrúpulos que le hace el juego, le abre el camino o le allana el poder al político de turno a la espera de las prebendas y el reparto del pastel al que nos tienen acostumbrados.

A menudo, el intelectual es el creador de opinión, el domador de multitudes, el encargado de prender la llama de los entusiasmos, quien actúa en la sombra carcomiendo el sentido común hasta alcanzar la histeria, la epilepsia de la que nacen las ideologías, las doctrinas, los partidismos que, a poco que se les deje actuar sin control, derivan en farsas sangrientas. Y cuando esto ocurre finalmente, el intelectual es el incendiario propagandista que instiga a las masas para que luchen por la causa que ellos propiciaron e hicieron posible.

De repente, digámoslo así, de repente, se quita la careta de pensador responsable y vemos su verdadero rostro de ideólogo, de fanático, de energúmeno que quiere que todos compartan su histeria, imponerla cueste lo que cueste, hasta llegar a la supresión de quienes considera sus oponentes, pues no va a permitir que nadie actúe del otro lado de lo que él considera la verdad, lo correcto, lo decente, lo justo, lo adecuado, lo que conviene a todos.

Quizá en sus últimos meses de vida, con la guerra ya iniciada, cuando ya se veía por dónde iban a ir los tiros, Unamuno fue consciente o se dio cuenta de la fatal actuación que los intelectuales habían tenido e iban a tener de ahí en adelante:

“Fui uno de aquellos que deseaba salvar la humanidad sin conocer al hombre”.

Al menos en su caso, este reconocimiento del error lo dignifica, nos lo hace simpático. Nunca fue un arrebatado entusiasta. Toda su vida mantuvo una postura de heterodoxo total. Su actuación intelectual la mantuvo siempre frente al poder, lo que nos lleva inevitablemente a recordar la clásica distinción entre lo que se ha denominado “intelectual orgánico”  frente a “intelectual inorgánico”.

La diferencia que hay entre uno y otro es simple y fácil de entender. El intelectual orgánico es aquel que se pone al servicio de una determinada ideología, manteniendo un compromiso político con ella. No siempre es un hombre de partido, pero siempre es partidista.

El inorgánico, en cambio, es el que mantiene su compromiso solo con la inteligencia. Su compromiso es intelectual, no político, y por tanto se verá siempre enfrentado al poder, sea este del signo que sea. Pero frente al poder, cuidado, no contra el poder.

Y claro, esta postura, que es la más controvertida, lleva a frecuentes malentendidos, porque el intelectual inorgánico no es un individuo explosivo que no acepta el orden social impuesto. De hecho, la política le tienta. Él sabe que la política es una actividad inseparable del ser humano.

El intelectual inorgánico es más bien la mosca cojonera que asume lo que hay pero se entretiene en buscar los errores y ponerlos al descubierto. Es el incómodo personaje que no se casa con nadie, que no duerme en cama ajena, y que, por tanto, puede reconocer los méritos que hay en todos, pero también señalar los peligros que les acechan, y también poner sobre el tapete los abusos, la corrupción y los excesos a los que tiende inevitablemente toda forma de poder.

Muchas veces se ha confundido con el neutral, o con el equidistante, el que no toma partido, y no es eso, por supuesto. También se le ha confundido erróneamente con el chaquetero, porque el intelectual inorgánico, que suele ser un hombre prudente nada fanatizado, puede llegar a elogiar, siempre al principio, diversas causas políticas de signo muy distinto, pero nunca por mucho tiempo, ya que su propia lucidez o el transcurrir de los acontecimientos acabarán por desengañarlo, y aquella primicia que le pareció honrosa terminará por parecerle una abominación.

La postura de Unamuno como intelectual inorgánico era la “alterutralidad”, palabrón retórico que él mismo se encargó de explicar magistralmente, distinguiéndola de la “neutralidad”, con estas palabras:

“mi posición es de “alterutralidad”. Que si de neutralidad –de neuter, neutro, ni uno ni otro– es la posición del que se está en medio de dos extremos –supuestos los dos–, sin pronunciarse por ninguno de ellos, de “alterutralidad” –de alteruter, uno y otro– es la posición del que se está en medio, en el centro, uniendo y no separando –y hasta confundiendo– a ambos”.

Y, sin duda, debido a esta postura tan disidente, a lo largo de estos setenta años en que se viene glosando, con mayor o menor fortuna, lo ocurrido en la Guerra Civil, algunos historiadores mal informados han querido ver a Unamuno como adepto al bando nacional, primero, y como traidor a él, después, acercando posiciones al bando contrario. Y no es eso. No es eso.

Más de setenta años después, Unamuno continúa confundiéndolos a casi todos. Por fortuna, hay honrosas excepciones.

Y es que el problema con el que se encuentra la historiografía sobre la Guerra Civil, con el complejo añadido, en los últimos años, de la tan traída y llevada memoria histórica, es este:

En España sigue habiendo una auténtica carencia de intelectuales inorgánicos que sean capaces de ver más allá del entusiasmo de los unos y los otros.

Aquí nos va demasiado el dogma, los partidismos, las ideologías, las historietas esquematizadas que pintan la realidad solo en blanco y negro, cuando debieran recrearla con todo el colorido que entraña su complejidad.

Nos chiflan las posturas maniqueas. Por desgracia, antes, durante y después de la Guerra Civil, abundaron los intelectuales orgánicos.

También hoy son legión, en sus dos arrastradas vertientes intercambiables: o comprometidos políticamente con el gobierno, el que sea, o con la paciente oposición que termina desbancando al adversario y ocupando por un tiempo el ansiado poder.  Una y otra vez y vuelta a empezar. Y así nos va, claro.


Imagen destacada: Miguel de Unamuno, de José Gutiérrez Solana, 1936