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Etiqueta: Juan Carlos Onetti

La Santa María de Onetti, de Alberto Tenorio

Tres cuentos de Onetti


Onetti en mi vida

Tardé muchísimo tiempo en pillarle el punto a Juan Carlos Onetti. Creo que lo primero que me llamó la atención fue ese apellido que parece italiano pero que en realidad es de origen irlandés. Estoy hablando de lo que me ocurría hace veinte años. Me atraía el apellido y me gustaba su sonoridad vocálica. Lo conocía, por supuesto, pero no lo había leído. Entre los conocimientos de cultureta fino que poseemos todos los que hemos estudiado filología en una facultad de Filosofía y Letras, se encuentra el interminable listado de autores a los que conviene leer. Mucho antes de leerlos a todos ya conocemos sus nombres porque aparecen en los manuales de literatura y en los horrorosos apuntes que nos dan en la facultad y que, más que como invitación a adentrarnos en sus obras, sirven para disuadirnos de cualquier intentona de profundizar en sus escritos. Onetti figuraba en la nómina de los autores del boom, lo que no es exacto; por la sencilla razón de que Onetti en muy anterior al boom. En realidad es una fuente de agua pura de la que beben los autores de ese inaudito big bang que se dio entre las décadas del sesenta y setenta del siglo XX. Casi se podría decir que Onetti es el átomo que explota y origina y hace posible lo que luego serían las novelas del llamado boom. Uno de los átomos, al menos. Hay por ahí incluso quien afirmó en su día que Onetti es el “padrino oculto de la literatura latinoamericana”. Me parece una definición perfecta.

El caso es que, pese a la atracción que me provocaba el personaje, tardé bastante en decidirme a leerlo y, cuando por fin lo hice (comencé por Juntacadáveres), no terminé de entenderlo. No fue un amor a primera página, la verdad. Valoré la pulcritud de su prosa, la perfección de su escritura, el lirismo y la ternura de las imágenes, la crueldad de esa lucidez que no se amilana ante la fiera realidad y el humor de desollado vivo que encontraba en muchas de sus páginas, pero me faltó ese clic que le suena a uno en la cabeza cuando queda subyugado por una obra literaria. Una especie de interruptor que se enciende en el cerebro e ilumina las neuronas aportando una nueva visión del mundo.

Cuando leí por primera vez El astillero me pasó lo mismo, pero esta vez comprendí que había algo en mi manera de leer a Onetti que no estaba en armonía con su obra. El libro que tenía entre las manos y la forma de leerlo no concordaban, no iban de la mano. Y me di cuenta de que a Onetti no se le puede leer como a la mayoría de los autores. Ocurre a veces. Hay escritores que exigen una atención y un esmero especiales. Pienso, por ejemplo, en António Lobo Antunes, con el que me pasó lo mismo. Son como cajas fuertes que solo se pueden abrir dedicándoles un mimo muy personal, olvidándose del mundo, a base de concentración exclusiva en la ruedecilla que hay que hacer girar de un lado a otro, buscándoles la combinatoria, hasta que por fin oímos el clic y basta una última vuelta de tuerca para que la puerta se abra y podamos acceder al tesoro que la caja contiene.

Fue un cuento que para mí es muy especial el que me descubrió la manera de leer a Onetti. El que me hizo merecedor de su obra. Y lo digo sin recurrir a ninguna forma de exageración. Tú puedes hacer lo que quieras, pero la obra de Onetti hay que merecerla, y la única forma de merecerla es la que te digo; entregarse a ella con una atención total y exclusiva, sin imponerle esas tontas condiciones del lector pasivo que se cree que le está haciendo un favor al autor por leerlo. Eso no sirve. Porque leer a Onetti en condiciones es un honor y un privilegio del que uno debe hacerse merecedor con absoluta humildad; “con las rodillas de la mente dobladas”.

Hay muy pocos autores de los que uno pueda decir que ha leído y releído toda su obra. En mi caso, Onetti es uno de ellos. Vuelvo a Onetti continuamente. No pasa un año sin que no relea algo de él, y cada nueva lectura es un nuevo descubrimiento. Su obra es inagotable; no por amplia o abundante, sino por lo intensa que resulta, por lo sabia, por las múltiples posibilidades que ofrece de ampliar nuestro horizonte mental.

Por eso me he decidido a escribir esta entrada en el blog. Me apetecía recomendarte algo de Onetti. No una cualquiera de sus novelas, sino algún cuento que ofrezca las claves de su lectura, que te enseñe a leer a Onetti y te convierta en lector suyo. En lector de verdad, me refiero.

Como no quiero incurrir en el tópico del Top Ten, he pensado solo en tres de sus mejores cuentos. ¿Son mis tres cuentos preferidos de Onetti? No sabría decirte. Seguramente no. Pero en cualquier caso son tres cuentos perfectos, lo que no es decir poco. Repito: son tres cuentos perfectos, de la primera a la última palabra. No hay manera de encontrarles un pero, una falla, una zona de sombra…

Y un último apunte para terminar. Esto es una invitación, no una crítica literaria. No te alarmes, no voy a reseñarlos ni a comentar de qué van. Solo voy a procurar despertar tu interés. Me daré por satisfecho si logro que abras el google y hagas una búsqueda rápida de cada uno de ellos. Ignoro si están o no en Internet completos, pero tampoco me extrañaría. Tú mismo…

Bienvenido, Bob

¿Alguna vez te sentiste humillado por alguien? ¿En alguna ocasión viviste el drama de ser herido por alguien que estaba completamente equivocado y que aún no lo sabía? ¿Padeciste el dolor y la tragedia de una pérdida por culpa de la intervención caprichosa de un prejuicio que se encarna en un enemigo que no mereces? Si resulta que sí, seguro que sentiste el impulso de la rabia y la venganza. Es lo más normal del mundo, no te sientas mal por ello. Pero como a lo mejor resulta que eres una persona pacífica y comprensiva incapaz de actuar con violencia, pero con la suficiente crueldad en tu mente como para querer devolver el daño, quizás aprendas en este cuento la perversa forma que puede adoptar el desagravio sin perjudicar tu moralidad.

El infierno tan temido

Ya solo el título es envidiable. El infierno tan temido, ojalá se me hubiera ocurrido a mí. Y no solo el título. También la estructura, la forma de narrar, el escondido juego de voces que oculta la narración. Un cuento para gente engañada. Es decir, un cuento para todos. Fue El infierno tan temido el relato que me enseñó a leer a Onetti.

Presencia

Probablemente el último gran cuento que escribió Onetti, ya en su exilio madrileño, cuando tuvo que huir de los horrores en masa de la América Latina de los últimos años setenta del siglo XX. Algo de eso hay también en este relato. Mucho en realidad. Más bien en los márgenes, pero está presente, como una presencia invisible que nutriera la obra de significados ocultos. Se trata, con toda probabilidad, de su última obra maestra dentro del género de la narración breve. No es en absoluto un cuento de fantasmas, pero a mí me encanta considerarlo un cuento de fantasmas. Los fantasmas de los sueños y las mentiras a los que nos aferramos para mantener la ilusión y la cordura.

Juro que algún día escribiré un pequeño ensayo sobre esta maravilla del relato corto. Estoy convencido de que si hiciera un Top Ten con los títulos de los mejores relatos que me he leído en mi vida, de cualquier autor y de cualquier época, entre esas diez obras maestras estaría esta. Sin su existencia, sin su lectura obsesiva, sin su ejemplo nutritivo,  estoy seguro de que nunca hubiese escrito mi relato Mujer de terciopelo negro, que me sigue gustando bastante y que tanto le debe.

Onetti


Imagen destacada: La Santa María de Onetti, de Alberto Tenorio


El escritor y sus súbditos

La imposible rebeldía de los personajes en Antonio Soler y Juan Carlos Onetti

 Hay escritores complacidos que mantienen con sus personajes una relación de igual a igual, como dos presos que comparten sin convicción la misma celda y escuchan por cortesía las miserias del otro mientras esperan su turno para confesar. Son aquellos que afirman, muy seriamente y sin el menor asomo de pudor, que llega un momento en el relato, poco importa que sea novela o cuento, en que los personajes creados por ellos cobran vida propia e independiente y se les rebelan, que comienzan de pronto a hacer y decir lo que quieren, sin que el autor pueda hacer nada para impedirlo. Por asombroso que esto pueda parecer, no son pocos los autores que afirman haber padecido en sus obras este tipo de rebeliones, y la verdad es que no escasean las malas novelas donde el lector atento tiene la impresión de que el autor no llega a controlar los disparates que cometen sus criaturas.

 Juan Carlos Onetti, uno de los dos autores estudiados en este trabajo, nos refirió en su día una divertida anécdota que ilustra adecuadamente este asunto y la opinión que a nosotros nos merece. En una reunión de intelectuales a la que él asistió, una amiga escritora contó muy ufana y perpleja que en su nueva novela los personajes habían comenzado ya a hacer de las suyas y que ella, incapaz de controlarlos, se limitaba a trasladar al papel lo que ellos le iban dictando, convencida como estaba de que el novelista debe escuchar y atender las revelaciones que le hacen a diario sus personajes. En una situación como ésta, yo me imagino a Onetti haciendo acopio de toda su piedad e ironía para mantenerse en silencio y no soltar un sarcasmo ante tamaño disparate. Cuando unos meses después recibió por fin la esperada novela dedicada de su amiga escritora, Onetti pudo comprobar tras la primera lectura que, efectivamente, un extraño fenómeno había ocurrido en aquella obra. Sin duda alguna los personajes actuaban por propia voluntad, y seguramente, en algún momento del proceso creativo habían celebrado reuniones clandestinas y organizado un verdadero complot entre todos para estropearle la novela que, como no podía ser de otro modo, era malísima.

Juan Carlos Onetti

Juan Carlos Onetti

Resumo así la tesis principal de este trabajo: el buen escritor, el autor dominante que controla su obra y no se deja avasallar por otra ambición que la que le dicta el deseo de alcanzar la excelencia, mantiene con sus personajes una relación de superioridad dictatorial; debe ser el demiurgo tirano que decide por sí mismo el destino de sus personajes, el creador que en sus relatos trata de emular a Dios y hace sólo lo que le dicta su voluntad, el rey que castiga y recompensa a sus súbditos desde su trono haciendo valer en todo momento su poder absoluto.

Para defender esta postura me valgo de los relatos de dos autores de indudable calidad: Juan Carlos Onetti y Antonio Soler.

Son muchas las similitudes entre uno y otro. Pertenecen por méritos propios a la estirpe de los novelistas de la fatalidad, en el sentido en el que lo pueda ser también un Faulkner o un Kafka. En ambos persiste la conciencia extenuante de la precariedad de la condición humana. En los dos hay una continua indagación en los límites más oscuros de la conciencia. Quizá con mayor lucidez y experiencia en Onetti. Tal vez en Antonio Soler con mayor atención al ejercicio de memoria que realizan los personajes, que en ambos autores son seres exhaustos, aislados, al borde de sí mismos, con poca o ninguna capacidad de elección, que no se rebelan ante el destino implacable que les amenaza, que aceptan con indiferencia y pasividad las desgracias a las que sucumben, que admiten sin rebeldía su irremediable condición de piltrafa humana, sin salida posible, con el fracaso y la desilusión como únicos finales. La derrota como destino. Lo comentaba el propio Onetti en una entrevista con María Esther Gilio:

Todos los personajes y todas las personas nacieron para la derrota[1].

 Tanto uno como otro hilvanan en sus libros todo un condensado sistema de relaciones entre personajes, anécdotas, referencias y situaciones, lo que confiere a sus obras el carácter de un proyecto creador ampliamente meditado, donde los personajes se muestran al lector de modo sesgado en cada una de las obras, por lo que el autor exige de sus lectores una atención especial, una relectura continua y una fidelidad absoluta hacia sus libros. Proyectos de tal magnitud y complejidad imposibilitan ese supuesto libre albedrío que algunos escritores candorosos creen que los personajes pueden poseer.

En las narraciones que conforman la saga de Santa María, y también en el resto de su obra, Onetti impuso a sus personajes una aventura marcada por la visión cruda y amarga que él mismo tenía sobre el hombre y su existencia, acorralándolos así en historias que circunvalan sus propias obsesiones y fantasmas sin otra salida que la lucidez. En Antonio Soler observamos el mismo fenómeno; de nuevo el creador se vale de sus súbditos para expresar su negrísima tinta  interior. Los personajes se convierten en simples marionetas cuyos hilos están en manos de sus creadores. En buena medida, son proyecciones de la visión que de la realidad va teniendo el creador que controla sus destinos.

Se trata, en definitiva, de dos escritores con ambición totalizadora. Nada más controlador que una ficción que pretende relacionar episodios y situaciones a lo largo y ancho de las distintas obras. La rebelión es imposible en unos personajes que fueron concebidos para vivir sin libertad, supeditados al destino inmodificable que el autor concibió para ellos. No es posible la desobediencia ante la profunda voluntad unificadora que rige las relaciones de los personajes en Onetti y Soler.

Antonio Soler

Antonio Soler

Un relato de Antonio Soler, titulado El triste caso de Azucena Beltrán, contiene en síntesis una explicación de esta manera de entender la literatura, donde el escritor cumple su función de caprichoso destino, dotado con los mecanismos de manipulación de las vidas de sus personajes, con albedrío para escoger sólo una de entre las muchas soluciones posibles. En su larga reflexión sobre los sucesos que marcaron la vida de varios personajes veinte años atrás, el Rata, el limpiabotas que arrastra su fracaso por los territorios de la obra de Soler, elucubra al final de su narración, casi como un entendido, sobre las posibilidades que ofrece la creación literaria:

 Todas las historias posibles habrían parecido obra del destino, pero sólo existió una verdadera, ésta, y las demás sólo existirán en los sueños, en otros mundos. La tarea del destino es la de escoger a ciegas una versión entre las infinitas posibles, sólo una[2].

 Es lo que hace el escritor ante las varias posibilidades que le brinda una historia. Algunas líneas más abajo, Solé, con tilde y sin “r”, el narrador de varias historias de Antonio Soler, y a quien el Rata ha ido con el cuento para que lo ponga por escrito, le explica al limpiabotas las razones de este ingrediente de la cocina literaria:

 …son muchas las versiones que existen de cada hecho y que todas crecen y cohabitan a la vez, y que la verdad vive parcialmente en todas y en ninguna de ellas por completo.[3]

 Pero el Rata ha de interpretar su papel inmodificable de personaje literario, como no puede ser de otro modo, y de ahí su incredulidad tan reconocible, su encadenamiento a la realidad impuesta:

 Y me cuenta Solé más sofismas y me enreda con su plática y me da diez interpretaciones nuevas que también parecen verdades y que sólo se sabe que son mentiras por incompatibilidad con las demás versiones.[4]

 Con voz propia, Antonio Soler utiliza en este relato una estrategia muy frecuente en Onetti. La apelación a otro personaje de la serie, el hacer partícipe de su historia a otro, convierte la relación de los hechos en un juego de narradores que exige del lector una atención muy especial. El narrador del relato es el Rata, que cuenta su encuentro con el policía Machuca para referirnos una historia que acabó en crimen veinte años antes, así como sus consecuencias y amarguras. Pero el que de verdad está narrando, y no sólo transcribiendo, es otro, y así lo aclara el propio personaje:

 Y para que ésta quede bien recogida, para que de tarde en tarde alguien que sepa descifrar las letras con soltura me lea lo que ha ocurrido y reviva lo que he disfrutado y el miedo que he sentido delante de Machuca, para mi gloria y recuerdo, he venido con el cuento a Solé, el viejo que me escribía las cartas cuando aún vivía mi hermano, para que él, Solé, con sus maneras, recoja y califique y le dé el sello que merece a esta historia seleccionada por el destino, desmereciendo todas las demás, que sólo pertenecen a la imaginación y a lo supuesto.[5]

PORTADA DE EXTRANJEROS EN LA NOCHE

 De este tipo de juegos literarios, verdaderos guiños entre los personajes que recorren con su presencia las distintas obras, están plagados los libros de Onetti, y en buena medida suponen también una forma de hacer partícipe al lector fiel que quiera entender cabalmente los propósitos del autor. Son dos las obras donde Onetti exhibe estos trucos con mayor maestría. Se trata de Los adioses y de Para una tumba sin nombre. Aquí ya no se trata sólo de narrar. El control absoluto sobre la historia que el uruguayo exhibe en estos dos libros no afecta sólo a la manipulación que ejerce sobre los personajes, sino que va encaminado a alterar el entendimiento del lector. Por decirlo de un modo simplista, lo que intenta Onetti en estos dos relatos es engañar a sus propios personajes y al lector. Y los engaña, por supuesto. ¿La técnica utilizada? El punto de vista.

Lo dice Hugo Verani en uno de sus ensayos sobre el autor uruguayo:

«Para una tumba sin nombre» es un libro que testimonia, como única certidumbre, la primacía del lenguaje y el carácter subjetivo de toda afirmación humana[6].

 Estamos de acuerdo con este estudioso en su interpretación del libro de Onetti. Añadiremos tan sólo que ese carácter subjetivo proporciona la posibilidad de alargar hasta el infinito el argumento de la historia según el capricho o la voluntad de su autor.

La historia que se nos propone es muy simple; tanto, que en ello radica la esencia de su propuesta creadora. Se nos habla de Rita, una muchacha que mendiga en Buenos Aires acompañada de un chivo. Se nos dirá que se prostituye, que cae enferma y que al fin muere. Asimismo sabremos que Rita trabajó como criada en la casa de los padres de Jorge Malabia, que fue sirvienta de su cuñada Julita y amante de Marcos Bergner, el hermano de ésta, lo que nos devuelve también al mundo imaginado en Juntacadáveres. Poco más. Lo que ocurre es que esta simple anécdota se alarga y distorsiona en cinco versiones distintas según los deseos de cinco narradores diferentes: el comisionista Godoy, el doctor Díaz Grey, un jovencísimo Jorge Malabia, su amigo Tito Perotti y un narrador en tercera persona que en el tercer capítulo elucubra sobre un posible origen del chivo y la evolución de la vida de Rita con el animal.

PORTADA DE PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE

A lo que asiste el lector a medida que lee, de modo inevitable, es a ese carácter subjetivo de historia inventada dentro de la ficción, de mentira continua, de farsa hábilmente elaborada entre todos los personajes que participan de un modo o de otro en la narración y que Onetti, con mano maestra, interpone entre el lector y una historia que se modifica a medida que avanza. Los personajes no sólo no se le rebelan al autor, sino que obedecen ciegamente sus mandatos, orientados esta vez a constituir una metáfora de un centenar de páginas sobre la creación literaria.

Aquí habría que colocar un “sin duda alguna”. No es prudente cuestionar esto. Ni esto, ni la conciencia que tienen los distintos narradores de estar participando en un acto creador. Casi al final del libro, se lo revela Jorge Malabia a Díaz Grey en los siguientes términos:

 Toda la historia de Constitución, el chivo, Rita, el encuentro con el comisionista Godoy, mi oferta de casamiento, la prima Higinia, todo es mentira. Tito y yo inventamos el cuento por la simple curiosidad de saber qué era posible construir con lo poco que teníamos: una mujer que era dueña de un cabrón rengo, que murió, que había sido sirvienta en casa y me hizo llamar para pedirme dinero. Usted estaba casualmente en el cementerio y por eso traté de probar en usted si la historia se sostenía. Nada más. Esta noche, en casa, le hubiera dicho esto o hubiera ensayado una variante nueva. Pero no vale la pena, pienso. La dejamos así, como una historia que inventamos entre todos nosotros, incluyéndolo a usted. No da para más, salvo mejor opinión.[7]

 En Los adioses, novela que no forma parte de la saga de Santa María, Onetti nos propone un desafío distinto. Aquí el narrador es un testigo accidental, mediocre, malintencionado, cargado de prejuicios morales que no sabe mucho más que el lector de la historia que está contando. Y en estas circunstancias nos habla de un hombre que está enfermo, que acude a una clínica para tuberculosos en la sierra y que terminará suicidándose. Pero al no saber nada del protagonista su versión de los hechos es ambigua y, aunque en un principio el lector acepta como creíble lo que el narrador le cuenta (a qué dudar de él, o de ella), pronto comienza a sospechar que es legítimo y hasta razonable desconfiar de su punto de vista.

Algunos años después de aparecida la novela, y refiriéndose al papel del narrador, el propio autor confesó sus intenciones y la propuesta que le hace al lector en los siguientes términos:

 …el lector no tiene otro camino que aceptar su versión. Y jugar al descarte. El lector tiene que meterse en la historia, tiene que participar, como se dice ahora, y nunca estará seguro de nada, salvo de los hechos primarios. Pero, ¿qué significan los hechos en su crudeza total, en su desnudez? Nada. Son simples gestos que es preciso traducir, descifrar, darles sentido. No hay trampa en la novela. El lector se convierte en cómplice.[8]

PORTADA DE LOS ADIOSES

 Pero éstas son palabras de un Onetti burlón y bastante irónico, porque sí que hay trampa en la novela, y mucha, en tanto el narrador se mueve en una zona llena de ambigüedad. Todo el relato está cargado de expresiones dudosas, de afirmaciones suspicaces que revelan un posible sentido engañoso. El lector se ve obligado a mantener una doble atención. Por una parte, debe atender y entender la historia que el narrador le está contando; por otra, en un sentido más profundo, debe descubrir la historia que se deduce a partir de lo que se le cuenta.

Da un poco de pudor afirmarlo con tal rotundidad teniendo en cuenta lo evidente del asunto, pero forma parte de la tesis que venimos defendiendo. En Los adioses, los personajes no sólo no se le rebelan al autor, sino que ni siquiera conocen íntegramente la verdad  última de la historia que están contando.

En numerosas ocasiones a lo largo de toda su obra, los personajes de Onetti parecen aceptar su condición de súbditos, de criaturas sin libertad; se someten a la voluntad de su creador, al que ellos llaman Brausen, Dios Brausen. Otras veces, incluso, parecen ser conscientes de su condición de personajes de ficción en manos de un demiurgo caprichoso. En Dejemos hablar al viento, el comisario Medina le pregunta a Díaz Grey por el Colorado, y éste le comenta:

 – Oh, historia vieja. Estuvimos un tiempo en una casa en la arena. Tipo raro. Hace de esto muchas páginas. Cientos.[9]

 Esa alusión a las cientos de páginas despeja muchas de las dudas que los lectores de Onetti puedan tener sobre la verdadera dimensión de los personajes de sus libros. Estamos ante una literatura que se alimenta de sí misma. La ficción es la única patria de los personajes, y es saludable que a ella regresen de vez en cuando a través de un ejercicio de memoria. En los dos autores comentados nunca dejan de volver. Cada nuevo libro amplía los horizontes de la creación, pero en ninguno de ellos se da por concluida la aventura del personaje, la aventura del hombre, que diría Onetti. En un relato de Soler titulado Las puertas del Infierno, el narrador reflexiona sobre este asunto con  estas palabras:

 Vuelto a la pluma y a su manejo para contar la historia del ciego Rinela y para escribir por encargo del Rata su encuentro con Machuca, al avanzar por los sucesos de otro tiempo me he dado cuenta de que al ponerlos en el papel uno tiene la sensación de vivirlos por vez primera en toda su plenitud, que aquel esbozo de vida que tuvimos no es más que un apunte, un primer calco necesitado de un repaso para cobrar su verdadera dimensión y relieve.[10]

 Cuando la literatura se convierte en un ejercicio de poder, cuando la labor de un escritor se concibe como la afirmación de una soberanía, un autor experimentado y consciente de su labor se lo puede permitir todo. Con estas palabras se lo confesaba Onetti a Rodríguez Monegal:

Las personas que han seguido mi obra, que me conocen desde hace años, saben que mañana, a lo mejor, resucito un chivo enterrado donde se me ocurra, y donde me dé la gana.[11]

Creemos que es la máxima afirmación que podía hacer Onetti sobre sus intenciones. En otra ocasión, y ya en su exilio definitivo en Madrid, durante una conferencia, Onetti reveló al auditorio lo siguiente:

 Lo que realmente sé es que por un oscuro arrebato maté a Larsen en El astillero y no me resigno a su muerte. Si el tiempo me lo permite estoy seguro que Larsen reaparecerá, indudablemente más viejo, posiblemente agusanado y disfrutando los triunfos de que fue despojado en las anteriores novelas.[12]

 Son las palabras de uno de los escritores más exigentes y lúcidos del siglo XX. Podríamos decir que Antonio Soler es uno de sus herederos más aventajados. Sin ninguna clase de dudas es un seguidor de esta manera de hacer onettiana. No nos parece descabellado afirmar que en el futuro inmediato aún nos ha de contar las muchas historias sin rebeliones que les esperan a sus personajes. El policía Machuca, el hombre bala, el sargento Villegas, el reflexivo Solé, Luisito Sanjuan, el niño Bedoya,  el fotógrafo Rovira, el ciego Rinela y otros tantos, están destinados a ser conocidos nuestros, como ya lo son para siempre el viejo Lanza, el doctor Díaz Grey, Petrus y su hija, el comisario Medina, Jorge Malabia y tantos más.

Y concluyo. Con estos pocos comentarios he querido demostrar una cuestión que me resulta una perogrullada, pero que deja de serlo cada vez que surge un autor ingenuo afirmando muy resuelto que los personajes se le rebelan cuando la novela va por la mitad, más o menos.

Los personajes no se rebelan. Ni pueden ni deben rebelárseles a un escritor auténtico. Si un escritor sospecha en algún momento que un personaje urde alguna clase de insurrección contra él, ahí falla algo.

En la obra acabada de Onetti nunca ocurre esto. A Onetti nunca le ocurrió esto. En la obra en marcha de Soler tampoco sucede.

ONETTI, SELLO

Los ejemplos comentados son sólo eso, unos pocos ejemplos. Pero mañana, o pasado mañana, cuando yo lea y relea cualquiera de los relatos de Onetti o de Soler, surgirán otros tantos ejemplos que podrían servir para ampliar infinitamente este trabajo. Lo dejamos así. El tiempo del que dispongo para abusar de la paciencia de ustedes no da para más, salvo mejor opinión[13].


[1] María Esther Gilio, “Onetti y sus demonios interiores”, Marcha, 1º de julio de 1966, p. 25.
[2] Antonio Soler, “El triste caso de Azucena Beltrán”, en Extranjeros en la noche, Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1999, p. 126.
[3] Ibid, pp. 126-127.
[4] Ibid, p. 127.
[5] Ibid, p. 126.
[6] Hugo Verani, Onetti, el ritual de la impostura, Monte Ávila editores, Caracas, 1981, p. 44.
[7] Juan Carlos Onetti, Para una tumba sin nombre, en Obras Completas, Prólogo de Emir Rodríguez Monegal , Ed. Aguilar, México, 1970, p. 1044.
[8] Omar Prego Gadea, “Onetti”, Ahora, 3 de junio de 1973, 2ª sección, p. 1.
[9] Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento, Ed. Espasa Calpe, Madrid, 1999, p. 193.
[10] Antonio Soler “Las puertas del Infierno”, op. Cit., p. 163.
[11] Emir Rodríguez Monegal,  “Conversaciones con J.C. Onetti”, en Onetti, Biblioteca de Marcha, Colección Puño y Letra, 1973.
[12] Juan Carlos Onetti, “Por culpa de Fantomas”, Cuadernos Hispanoamericanos Nº 284 (1974), p. 228.
[13] Ponencia leída en el XI Simposio Internacional sobre Narrativa Hispánica Contemporánea de la Fundación Luis Goytisolo. Puerto de Santa María, 13 de Noviembre de 2003.

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