Introducción

Resulta curioso e instructivo saber que, etimológicamente, la palabra herejía deriva del griego hairesis (αἵρεσις), que significa doctrina o creencia. Así entendido, el hereje sería, por tanto, un simple creyente, un doctrinario que hace uso de su libertad de conciencia para acoger o aceptar una determinada confesión religiosa. En cambio, lo que aquí vamos a tratar de estudiar es el sentido histórico que la Iglesia Católica le dio a la palabra herejía, entendiéndola como una disidencia en materia de fe, como un desvío del dogma. El hereje será el disidente, el rebelde que acepta pero no acepta del todo la verdad revelada; aquel que se sale del tiesto, quien no reconoce la autoridad; el disolvente individuo que se atreve a negar los principios formulados desde Roma; el heterodoxo por cuenta propia, impenitente y obstinado, que sostiene sus posturas a pesar de las amonestaciones o amenazas; el cuestionador de lo establecido; ese molesto y pertinaz sujeto que interpreta a su modo las Sagradas Escrituras; el que, ignorando la tan repetida infalibilidad del pontífice como vicario de Cristo, osa proponer un desvío del credo dogmático, canónico y oficial; quien incurre en un error de carácter doctrinal según el parecer de la siempre Santa, Católica, Apostólica y Romana Iglesia nacida de las predicaciones de Jesús de Nazaret.

Ahora bien, este ensayo está planteado como una serie de sucesivas aproximaciones al tema de la herejía. No pretende ser ni exhaustivo ni concluyente. Podría considerarse por mi parte, más bien, como una primera, y pequeñísima, introducción a una ambiciosa Historia Universal de la Herejía que examinara con más detalle el apasionante asunto de los disidentes. Pero tal empresa la dejaremos para otra ocasión. Poco importan las ausencias conscientes que pueda haber en este libro, por muy importantes que parezcan. Como la Historia es una materia flotante y elástica, creemos que su estudio es una prisión perpetua, condenada a la inevitable adición o corrección de lo dicho, y lo que aquí hay escrito es tan solo lo dicho hasta ahora, y con eso basta por el momento.


Herejes y malditos

¿Por qué he colocado en el título, junto a la palabra herejes, el vocablo malditos? Muy sencillo. He llegado a la caprichosa conclusión de que el perfil de un hereje es el de un hombre en inútil pero reconfortante rebeldía. Su disidencia, considerada históricamente como destructiva, no es más, pero tampoco menos, que una fuerza disolvente con camino de ida y vuelta que ni destruye ni rasga aquello que amenaza, sino que, por el contrario, se vuelve del revés destruyendo a quien disiente. Hasta el más superficial repaso a las actuaciones de los más famosos herejes nos revela que su actuación es un suicidio diferido. El hereje, como el maldito, es un suicida que acaba destruyéndose a sí mismo al no encontrar asiento en el orden social impuesto. Lógicamente, el concepto decimonónico del malditismo, de raigambre romántica, no es más que una revisión literaria, adaptada a una época y a unos fines, de la vieja actitud del heterodoxo en materia de fe. Los poetas malditos del XIX comparten con los herejes algunas importantes señas de identidad; por supuesto la rebeldía, pero también la insolencia, la disparidad ideológica, la negación de lo establecido, la inadaptación social, el desahucio y, finalmente, el final trágico y casi baldío. Y digo casi porque siempre, o casi siempre, dejaron algo para el recuerdo o el estudio. Los poetas malditos, antes del suicidio, solían dejarnos una obra. Los herejes, antes de su relajación, con hoguera o sin hoguera, nos legaron una sombra de duda, unas actitudes, una filosofía que ensancha nuestro norte ético, una teología que abre nuevos horizontes, otra manera de estar en el mismo sitio y, en ocasiones, algunas verdades como puños que, tarde o temprano, acaban siendo aceptadas.

Por tanto, la invención de la herejía es también la invención del malditismo. Herejes y malditos van cogidos de la mano. De cara a la Iglesia de Roma, los herejes fueron, en tantos casos, disidentes tentados por el mal, e incluso por el maligno, y, paradójicamente, la historia de su invención corre pareja a la historia de la violencia en el seno del credo católico.


Aquella religión de Cristo

La última cena, de Da Vinci

La Última Cena, Leonardo Da Vinci, 1495-1497

Érase que se era la religión de la paz y el amor, fundada por Cristo, quien sufrió tormento en la cruz por causa del fanatismo de los hombres. Los cristianos santificaban la vida y abominaban de la violencia. Para ellos, el derramamiento de sangre era un pecado atroz. Por este mismo motivo se negaron a luchar en los circos de Roma. Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que no hubo gladiadores entre los primeros cristianos. Los emperadores romanos exaltaban la lucha en los campos de batalla y los cristianos ignoraban la ley. Por ello, fueron perseguidos. En su huida para salvar la vida, llevaron la buena nueva a todos los confines del Imperio. Sus continuos ejercicios de proselitismo extendieron el salvífico credo por todo el mundo conocido y, al cabo, lograrían ser aceptados. Ocurrió a principios del siglo IV. Mientras fueron una piedra de disidencia en las entrañas de Roma, sufrieron idéntico tormento que el fundador de la doctrina que ellos practicaban. En cambio, cuando se convirtieron en una fuerza que amenazaba con destruir la gloria de Roma, fueron acogidos con entusiasmo.

La actitud de las autoridades de la época resulta razonable en todo momento desde una perspectiva política. ¿Cómo no iban los romanos a hostigar a la minoría cristiana que se negaba a luchar por la gloria de Roma? Pero cuando la minoría se convirtió en mayoría, ¿cómo podían no ser bien recibidos esos súbditos del Imperio?

Cuando el emperador Constantino, en el año 313, abjuró de su paganismo y aceptó la fe de Cristo, introdujo en la Iglesia una novedad de gravísimas consecuencias futuras. Cuando Roma se hizo cristiana, la Iglesia de Cristo se convirtió en Imperio Romano, y al hacerlo heredó también, a modo de perverso milagro, todo su legado represor. Esto, que en el siglo II era inconcebible, se volvió una realidad en el siglo IV. El apologista y teólogo romano Tertuliano lo dejó dicho en una de sus obras. Al valorar la inconciliable diferencia entre el cristianismo y los valores tradicionales de Roma, afirmó:

“El mundo puede que requiera de césares, pero el emperador nunca puede ser cristiano, ni un cristiano puede ser emperador”.


La Iglesia de Roma

Lo que resultaba tan incontestable hacia el año 197, no lo fue sin embargo en el año 313. Con olvido de toda obviedad, el emperador se hizo cristiano, pero el mundo siguió necesitando de los césares. Poco a poco, en la religión de Cristo se fue introduciendo la violencia de Roma. Si en la época de Tertuliano no había ni un solo soldado cristiano, hacia el año 416 el emperador de oriente Teodosio II decretaría, mediante edicto, que solo los cristianos tenían derecho a alistarse en el ejército. Si los primeros cristianos estaban dispuestos a morir antes que matar, después de Constantino estarán dispuestos a matar ad maiorem Dei Gloriam. Desde entonces, la historia de la Iglesia Católica es también la historia de sus crímenes. El relato de esos crímenes constituye lo que habremos de llamar la Historia Universal de la Herejía.

La cristiandad experimentó una transformación radical. En el mismo momento en que dejó de estar perseguida, se convirtió en perseguidora.

Se podría decir, incluso, que a partir de ese momento fue ya otra Iglesia, una Iglesia más preocupada en seguir existiendo que en la santidad de la existencia. Se podría decir, también, que su preocupación máxima no fue ya la predicación del sermón de la montaña, el mensaje de los Evangelios o la Gloria de Dios, sino el mantenimiento de la gloria de la propia Iglesia. Y así, todo aquel que amenazara con desestabilizarla sería condenado, represaliado, torturado y, finalmente, aniquilado. Cualquier clase de desavenencia sería declarada herética. Su ambición de universalidad sería su peor consejera. Y en nombre de esa universalidad irá traicionando, con el paso de los siglos, sus iniciales propuestas hasta convertirse, a partir de la Edad Media, con la triste iniciativa de la Inquisición, en la mayor organización represiva que ha conocido el mundo.

Todavía en el siglo IV existía la aversión por el derramamiento de sangre. San Agustín, que fue un enérgico luchador contra las primeras herejías que socavaban los cimientos de la Iglesia, abominaba de las ejecuciones, y se enfrentó a donatistas y pelagianos con la fuerza de la palabra y la razón. Las primeras herejías, anatematizadas en diferentes concilios, fueron depuradas sin violencia, pero no así las que siguieron. De algunas de ellas hablaremos en sucesivos capítulos.

Ahora bien, la exaltación de la violencia no fue lo único que heredó del Imperio Romano la cristiandad. Resulta de lo más sarcástico comprobar el camino que ha seguido la Iglesia de Cristo desde el Calvario hasta el Vaticano.

Si su fundador sólo ostentó el burlesco título que le otorgó Pilatos como “Rey de los judíos”, su principal representante en la Tierra lucirá títulos tan fastuosos y solemnes como Vicario de Cristo, Sucesor de los Apóstoles, Sumo Pontífice, Patriarca, Primado de Italia y hasta Soberano de la Ciudad del Vaticano. Pero sin duda el más irónico de todos, por lo difícil que le ha sido llevarlo con dignidad a tantos papas como ha habido, es el de Siervo de los siervos de Dios. Ocasión tendremos de apreciar lo poco servidores de sus siervos que fueron tantos pontífices a lo largo de la Historia, si es que alguna vez hubo alguno.

¿Y qué decir del clero de todos los tiempos hasta nuestros días? Nada más alejado de las predicaciones de Jesús de Nazaret que los títulos que engolosinan y engolosinaron a sus representantes: eminencia, ilustrísimo, señoría, reverendísimo, excelencia, y tantos otros. La Historia de las disidencias nos confirma que todo aquel que hizo notar estos excesos de la clerigalla, sería declarado herético.


La pobreza de Cristo

Y así llegamos a uno de los puntos más sensibles de la Iglesia Católica, y que tuvo su momento más álgido en plena Edad Media, la época que está considerada como una auténtica corrala de herejes que reivindicaban la tan discutida como traicionada pobreza de Cristo. Todo el que puso el dedo en la llaga sería considerado hereje. Motivo de herejía fue vivir conforme a las palabras del maestro:

“Atesorad para vosotros bienes en el cielo, donde nada se corrompe ni hay polilla que los deteriore”.

Así ocurrió con Gioacchino de Fiore, Gherardo Segalelli, Dulcino de Novara, Pedro Valdo de Lyon y hasta con el campeón de la pobreza, San Francisco de Asís, a quien debemos considerar un cuasi hereje por las continuas sospechas que sufrió ya en vida. La orden por él creada, la de los Franciscanos, no tardaría en dividirse por la distinta interpretación que hicieron los hermanos menores del capítulo sexto de la Regla de San Francisco, que determinaba que debía quedar excluida tanto la posesión privada como la posesión comunitaria de bienes, y que sólo está permitido el simple usufructo de las cosas.

Los llamados hermanos “conventuales”, quienes admitían la propiedad de bienes comunitarios, la aceptación de rentas fijas y la posesión de bienes raíces, serán los aceptados por la Iglesia de Roma. En cambio, los hermanos “espirituales”, que rechazaban absolutamente la posesión de cualquier bien, serían condenados como herejes. Más tarde, de los espirituales surgiría una sección aún más controvertida y combativa, los llamados “Ermitaños pobres”, también conocidos popularmente como Fraticelli, quienes serían considerados oficialmente como “hijos de la temeridad y de la impiedad”.

Estos últimos tuvieron la osadía de equiparar la regla del capítulo sexto de su fundador con el mismísimo Evangelio y, tras ser condenados por el Papa Juan XXII, afirmaron, en consecuencia, que el pontífice había perdido definitivamente su potestad de jurisdicción y de orden. Por ello, serían relajados en la hoguera. Irónicamente, hoy día, los parciales ejercicios de rectificación llevados a cabo desde Roma, han deplorado la actuación del Papa Juan XXII.

Es una triste burla que la Iglesia creada por quien afirmó, palabras más, palabras menos, que antes entraría un camello por el ojal de una aguja que un rico en el reino de los cielos, se convirtiera en una de las mayores empresas económicas del mundo. Lo fue siempre y lo sigue siendo aún hoy. Podríamos lamentarnos de todo ello con estas palabras de Petrarca, quien debió decirlo en voz baja para no despertar susceptibilidades:

“Me sorprendo cuando recuerdo a los predecesores del papa, contemplando a estos hombres cargados de oro y vestidos de púrpura. Parece que nos encontremos entre los reyes de Persia y Partia, ante los cuales hemos de inclinarnos y rendirles culto. ¡Oh, apóstoles y primeros papas!, toscos y demacrados como erais, ¿es para esto por lo que os afanasteis?”


La invención de la herejía

Pero la Iglesia de Roma no alzó su látigo justiciero únicamente entre sus adeptos alborotadores. Enemigos fueron los judíos y los musulmanes, a quienes, obviamente, no se les puede considerar como herejes, pero de los que conviene hablar aquí, no obstante, ya que jugarían un importantísimo papel en la represión de la herejía, tal y como iremos viendo. El odio desplegado por los cristianos contra los judíos a lo largo de la historia es de sobra conocido, y por eso no me detendré ahora en estudiarlo. Algo diremos cuando llegue el momento. Más interesante, y de más terribles consecuencias para el progresivo deterioro de la Iglesia, me parece el caso musulmán.

A partir del siglo VII un nuevo, e imparable credo, ensombrece el horizonte cristiano. El Islam, la religión predicada por Mahoma, se extiende como la pólvora de modo milagroso. África, Asia, y la Hispania visigoda caen bajo su influjo rápidamente. Desde los tiempos del Imperio romano, ninguna otra fuerza militar había amenazado a la cristiandad con tan belicosa acometida. Ni siquiera los hunos de Atila habían supuesto un peligro semejante. Solo Carlos Martel, el abuelo del emperador Carlomagno, conseguirá detenerlos en Poitiers. Occidente estaba a salvo, pero medio mundo había caído bajo el poder del Islam.

Resultaba comprensible. La fe predicada por Mahoma exaltaba la violencia y prometía un cielo sensual para todo aquel que luchara y muriera en nombre de Alá.  Para los musulmanes, la espada era la llave que abría las puertas del séptimo cielo, donde aguardaban las huríes, dulces doncellas virginales de mirada de gacela y exquisita sensibilidad que harían las delicias de todo aquel que muriera en el fragor de la batalla.

Era una tentación irresistible, una promesa sin parangón, una oferta inmejorable. Frente a ella, el ideal cristiano sólo anunciaba un cielo casto, angelical, de difícil acceso y donde quedaba reservado el derecho de admisión. No había color. Su expansión fue extraordinaria. En el año 637, Jerusalén fue conquistada por el Califa Omar I. A partir de entonces, la situación de los cristianos en Tierra Santa se fue volviendo cada vez más precaria, y cuando en 1071 la ciudad sea conquistada por los turcos selyúcidas, que destruyeron el Santo Sepulcro, se pondrá la primera piedra sobre la que se alzará otra Iglesia, nuevamente renovada, y cuya transformación será aún más perversa que la experimentada a partir del siglo IV.


La Jihad cristiana

Prédica de la Primera Cruzada por Urbano II en el Concilio de Clermont, de Gustavo Doré

Prédica de la Primera Cruzada por Urbano II en el Concilio de Clermont, de Gustavo Doré

En el año 1095, el papa Urbano II, en la ciudad francesa de Clermont-Ferrand, predicó la primera cruzada contra el infiel frente a un numeroso grupo de seglares y clérigos. Por arte de paradoja, el cristianismo heredará del Islam el concepto de la Jihad, la guerra santa, la aniquilación del enemigo en nombre de Dios. A imitación de las promesas eternas de Mahoma a sus creyentes, el papa de Roma otorgaría indulgencias plenarias al guerrero que muriera por la causa. El cielo estaba garantizado. La espada de líneas cruciformes se llenará de sangre por la gloria del Cristo que murió en la cruz. Los cruzados se convirtieron así en los muyaidines del cristianismo. Se exaltará la violencia. Todo estará permitido. De camino a Tierra Santa, los cruzados dejaron un reguero de sangre. A todo aquel que no comulgaba con la fe del Señor, se le ofrecía el bautismo o la muerte.

Los judíos fueron una presa fácil. En el año 1096, todos los judíos de la ciudad de Worms fueron masacrados. En 1099 fue reconquistada Jerusalén. La victoria fue gloriosa. ¿Qué duda podía caber después de esto? Dios debía de estar de parte del papa. Aunque Jesucristo solo predicó la paz y la mansedumbre, el papa de Roma prefirió ser, como Mahoma, un comandante de ejércitos, un administrador de justicia. No puede imaginarse mayor traición a las promesas que Jesús hizo en su sermón de la montaña:


“Bienaventurados los pobres de espíritu, 
porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, 
porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, 
porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, 
porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, 
porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, 
porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, 
porque ellos serán llamados los hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, 
porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan
y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa”.

Disidencia y represión

Inocencio III

¿Qué terrible influencia tuvieron las cruzadas de cara al tema de la herejía? Se creó un precedente. La Iglesia de Cristo dejó, definitivamente, de santificar la vida. Los ministros de Cristo proclamaron el derramamiento de sangre. La violencia fue exaltada. Se dio un paso decisivo. A partir de entonces, no habría misericordia para el enemigo. Todo aquel que amenazara, de palabra o acción, con destruir esta nueva Iglesia, tan alejada ya de su fundador, sería depurado. Al hereje, que siempre había estado condenado, se le otorgó la categoría de enemigo y, como tal, debía ser aniquilado.

Después de mil años de existencia, la Iglesia estaba corrompida desde su raíz romana. Las disidencias eran inevitables. Los grupúsculos que proponían un retorno a una espiritualidad más auténtica, más cercana a la primitiva Iglesia, comenzaron a multiplicarse. Como abominaban de lo impuesto desde Roma, serían declarados heréticos.

Es la época del movimiento patarino, del bogomilismo y del catarismo. Pero también de las hermandades pietistas como las beguinas y los begardos, condenados por su exaltación de una espiritualidad exacerbada. El poder del papa comienza a estar en entredicho. El clero, considerado corrupto por su tendencia a la simonía y el nicolaísmo, pierde puntos en favor de quienes predican una fe más indulgente, menos severa. Poco a poco, en el mundo cristiano, se van creando nuevas alternativas. La disidencia se hace fuerte. En el sur de Francia y norte de Italia, los cátaros hacen estragos. La autoridad de Roma se tambalea. Las herejías amenazan por vez primera con destruir el orden impuesto por los papas. A partir de principios del siglo XIII, se da otro paso decisivo. La Iglesia se aleja definitivamente de Cristo.

En 1209, el papa Inocencio III predica la cruzada contra el hereje. Ahora ya no serán los infieles quienes mueran a manos de la espada cruciforme, sino los propios cristianos. En poco menos de medio siglo, la herejía cátara es aniquilada por la fuerza de las armas. En 1231, otro papa, Gregorio IX, instituye la Inquisición. Todo sea por el mantenimiento del orden social. Con ella, comienza el verdadero desconeje.


El desconeje

Sesión de tortura, La Santa Inquisición

En alianza con la autoridad civil, será condenado a la hoguera o asesinado en la horca toda persona que se oponga a los enunciados pontificios o simplemente moleste. En 1252, el papa Inocencio IV instaura oficialmente el uso de la tortura en su bula Ad extirpanda. Los herejes carecen de derechos. En los manuales para uso de inquisidores que se escribieron en la época, podemos leer preceptivas como ésta:

“Mejor que mueran cien personas inocentes que un solo hereje quede en libertad”.

Comienza la era del terror. Todo les está permitido a los inquisidores, quienes, en tantos casos, se comportarían como auténticos psicópatas. Pareciera que ellos no podían equivocarse. Se diría que nada podían hacer que fuera reprensible. Quienes se atrevieron a cuestionar su autoridad, fueron declarados herejes. Intelectuales católicos como Siger de Brabante, Meister Eckhart, Guillermo de Ockham o Marsilio de Padua, entre otros muchos, estuvieron bajo sospecha o fueron condenados, y sus obras declaradas heréticas. En muchos casos, la herejía adopta la forma de protesta social. Muy poco hemos dicho de ellas en nuestro libro. Son las herejías nacionales. En Inglaterra estuvieron los lolardistas de John Wicliff; en Bohemia, los husitas al abrigo de la memoria de Jan Huss; en España, los herejes de Durango con Alonso de Mella a la cabeza.

Es también la era de las brujas. Europa vivió una auténtica orgía de destrucción. Lo veremos en el capítulo que hemos titulado “Las grandes herejías”. El 1 de noviembre de 1478 nace la famosísima Inquisición española, que estaría vigente hasta el 15 de julio de 1834. Sus víctimas predilectas fueron los conversos de judíos y moros, los judaizantes y moriscos. Y cuando faltaron estos grandes herejes, fueron perseguidos los protestantes, los alumbrados y quietistas, los fornicadores simples, los sodomitas, los bígamos y, en general, todo aquel que fuera tenido como diferente, amenazara el orden social establecido o adoptara una actitud heterodoxa en el plano social o en la vida religiosa. Hasta los místicos estuvieron en el punto de mira de los inquisidores.

Poco a poco, Europa fue preparándose para vivir una reforma espiritual. Era inevitable y fatal que ocurriera. Reformadores como Lutero, Calvino o Zuinglio serían condenados como herejes. No obstante, ya estos no pueden ser tenidos como tales. Comparten con los verdaderos herejes el anatema, la persecución, pero son ya cismáticos, representantes de una Iglesia paralela, de una auténtica alternativa a Roma. Ocasión tendremos, al estudiar el caso de Miguel Servet, de comprobar que dicha alternativa supuso un cambio de perspectiva, pero un cambio igualmente represivo para la libertad de conciencia del individuo.


La Congregación para la Doctrina de la Fe

Sede de la Congregación, en Roma

Sede de la Congregación, en Roma

Por último, en 1542 se creó la Inquisición romana, el Santo Oficio, la única que pervive aún hoy bajo el amable distintivo de Congregación para la Doctrina de la Fe. A partir del siglo XVIII, el concepto de herejía quedará bastante mitigado, e incluso llegará a desaparecer. En nuestra “Galería de Penitenciados” estudiaremos dos casos importantes, el de Melchor de Macanaz y el de Pablo de Olavide. Pero son ya casos tardíos. Poco a poco se va dejando de hablar de herejes. El siglo XIX traerá nuevas condenas, pero ya no se les da el título de herejes a los condenados, o sólo como excepción. Algunas de las más famosas condenas recaen sobre el naturalismo, el marxismo, el socialismo, el anarquismo o la masonería. Con la definitiva pérdida del poder temporal de la Iglesia Católica en 1870, se quiebra la vieja alianza entre Roma y la autoridad secular de los Estados europeos. ¡Bendita quiebra! Con ella, y por fin, a una condena del Pontífice no tendrá por qué suceder una persecución civil, y mucho menos una ejecución secular.


De Herejes y Malditos en la Historia, Agustín Celis Sánchez, Ed. Alba Libros, Madrid, 2006.


 Imagen destacada: Detalle de Auto de Fe presidido por Santo Domingo de Guzmán, de Pedro Berruguete.