Artículo publicado, en tres entregas, en La Voz del Sur.

Primera entrega

¿Prefieres leerlo en La Voz del Sur, 24/2/2019?

Vivimos tan concentrados en el presente que casi no nos damos cuenta. Hemos aceptado con tal grado de asunción lo que nos ha tocado vivir, que a menudo pasamos por alto lo que, de utopía negativa, tiene nuestra sociedad. O mejor aún, lo que de realidad distópica hay en esta manera nuestra de estar en el mundo.

Pensé en todo esto el otro día, después de leer la entrevista que Manuel Ángel Méndez le hizo en El Confidencial a la abogada, auditora de sistemas y consultora en ciberseguridad, Paloma Llaneza. El propio titular elegido no ofrecía dudas de por dónde iban a ir los tiros: “Borra WhatsApp, es lo más parecido a tener a alguien al lado leyendo lo que piensas”.

No se trata, por supuesto, de una voz en el desierto. El propio Jaron Lanier, que es una de las figuras más punteras en el campo de las modernas tecnologías, además de la persona que acuñó la acertada expresión de “realidad virtual”, viene desde hace años previniéndonos, sin que le hagamos caso, sobre las perversas maniobras de los imperios basados en redes sociales, que él prefiere llamar “imperios de modificación de la conducta”. Y al menos dos de sus libros, Contra el rebaño digital y Diez razones para borrar tus redes sociales, desarrollan por extenso el curioso fenómeno, solo vivido por nosotros a escala planetaria, según el cual, poco a poco, y casi sin darnos cuenta, vamos entregando voluntariamente nuestra libertad hasta convertirnos en “autómatas o muchedumbres aturdidas que ya no actúan como individuos”.

Puede parecer una exageración, pero no lo es. Puede que parezca el argumento de una novela de ciencia ficción, pero es el aquí y el ahora, nuestro día a día y este presente tan confuso que, aun con tantas dificultades, aún creemos poder controlar.

Unos meses antes de morir, George Orwell dejó escrito lo siguiente sobre su novela 1984:

“No creo que la sociedad que he descrito en 1984 necesariamente llegue a ser una realidad, pero sí creo que puede llegar a existir algo parecido”.

 Supongo que todo el que haya leído con el debido entusiasmo el conocidísimo libro de Orwell, estará de acuerdo conmigo si afirmo que 1984 (que fue escrita en 1948, al menos su última versión) es la mayor utopía negativa de todos los tiempos; y su autor, el sumo sacerdote del género distópico, que, por cierto, tan de moda está en nuestros días.

Pues bien, a mí no me cabe la menor duda de que ese “algo parecido” al que se refería Orwell es esta sociedad nuestra que tan bien creemos conocer. O más bien es este “algo” en que vivimos y todo lo que nos queda por vivir.

Cuánto hay, me pregunto, en la sátira social escrita por George Orwell, que no se haya cumplido con creces. Por supuesto, ni se me ocurre pensar que soy el primero en hacerme esta pregunta. Ya en su día, en 1949, que es el año en el que la novela fue publicada, sus lectores pudieron observar que Orwell no solo había escrito un libro de ciencia ficción recurriendo al género distópico, sino que, sobre todo, había hecho una lectura bastante acertada de los totalitarismos que asolaron el mundo durante dos décadas y que aún amenazaban con dejar su impronta en la sociedad, quizá de forma permanente. De hecho, en su día resultó inevitable no ver en las figuras del Hermano Mayor y de su archienemigo Goldstein el trasunto ficticio del enfrentamiento entre Stalin y Trotski, al igual que, con anterioridad, había hecho con los dos cerdos enfrentados de Rebelión en la Granja, Napoleón y Snowball.

En este sentido, todo parece indicar que lo que hizo Orwell en 1984 es imaginar un posible mundo futuro construido con todas las herramientas totalitarias que ya habían sido utilizadas en un pasado muy reconocible.

Quizá por ese motivo la novela de Orwell nunca pasará de moda, porque, aunque proyectada hacia un futuro que ya superamos, fue escrita con elementos del pasado que nunca han desaparecido del todo.

Hace treinta y cinco años, cuando al fin llegó la fecha que anunciaba la obra (que volvió a reeditarse de manera compulsiva, e incluso a leerse y estudiarse como libro mítico y visionario) fueron muchos los que dictaminaron que el 1984 de Orwell ya había llegado, y no solo al calendario.

Lo notable del caso, sin embargo, es que, treinta y cinco años más tarde, todas y cada una de las visiones de Orwell siguen estando de actualidad, y puede que con más vigencia que nunca.

¿Qué es hoy el Hermano Mayor? ¿Qué es la habitación 101? ¿Cómo se practica en nuestros días la corrección continua de la historia que aparece descrita en la novela? ¿Qué es ahora la Neolengua y que uso se le da? ¿Continúa habiendo una policía del pensamiento? ¿Sigue existiendo el crimental y el paracrimen? ¿Hemos dejado atrás, acaso, los intentos de adoctrinamiento masivo? ¿Y los instrumentos de propaganda y de control ideológico? ¿Hemos superado la práctica perversa del doblepensar? ¿Y la pedagogía del odio?

Quizá merezca la pena reflexionar, en una segunda parte de este artículo, sobre la plena vigencia que todos estos conceptos tienen aún en nuestra época. Lo cierto, en todo caso, es que, setenta años después de haber publicado su novela en 1949, George Orwell continúa previniéndonos de los peligros que ocultan las ideas totalitarias. Volvamos a leerla. Que no se diga que no fuimos advertidos.

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Segunda entrega

¿Prefieres leerlo en La Voz del Sur, 2/3/2019?

A propósito del artículo de la semana pasada, que quedó inconcluso, en estos días he mantenido, con un amigo de toda la vida, una interesante conversación que ha venido a desbaratar buena parte de las elucubraciones que tenía pensado volcar en el escrito de hoy.

El motivo es bien sencillo. Con su fiera capacidad de persuasión, mi amigo logró convencerme de que 1984, la distopía de George Orwell, no basta por sí misma para entender las sutilezas ocultas que rigen el funcionamiento del mundo de hoy, tal y como yo había creído hasta ese momento.

 “Yo es que soy mucho más de Huxley”, me dijo. Y a continuación expuso sus razones, tan convincentes, lo que me va a obligar a posponer una semana más el final de estas reflexiones.

No obstante, creo que, si complementamos las visiones de Orwell con las de Aldous Huxley en Un mundo feliz, quizá obtengamos una panorámica aproximada de lo que acontece en la actualidad.

¿Qué es hoy el Hermano Mayor?, me preguntaba yo la semana pasada. En la novela de Orwell es el omnipresente líder, el Big Brother que controla y vigila a los ciudadanos a través de las telepantallas que lo inundan todo con su presencia, invadiendo incluso las esferas más privadas de la vida, en una continua inspección de los pensamientos y las emociones de la gente. Y aunque es cierto que hoy en día no existe un equivalente exacto a esa forma de opresión impuesta e invasiva, no deja de haber un inquietante paralelismo entre las telepantallas descritas en 1984 y la proliferación de artefactos de exposición con los que nos creamos el ensueño de estar unidos en un mundo cada vez más globalizado. La diferencia, claro está, radica en que, aparentemente, nadie nos obliga a ello.

Somos nosotros mismos quienes lo buscamos. Nuestras vidas también están repletas de pantallas que quizá cumplen el mismo cometido, pero nosotros lo aceptamos voluntariamente. Estamos permanentemente online. A través del teléfono móvil, de la televisión, de un ordenador conectado a internet o por medio de redes sociales, ofrecemos sin excusa posible nuestros más íntimos pensamientos y emociones, exhibimos lo que nos gusta, informamos de aquello que nos anima, publicamos lo que pensamos, lo que hacemos, lo que queremos, lo que somos, nuestros sentimientos, nuestras pasiones y hasta nuestros más ocultos temores. Pero nadie nos obliga a ello, aunque el efecto sea muy parecido: un trasvase de datos que entrega buena parte de nuestra intimidad a los grandes imperios que controlan la información.

¿Qué es hoy la habitación 101? ¿Acaso existe en nuestra época una cámara de tortura destinada a quebrar la voluntad de las víctimas? Es evidente que no, pero sí existe el propósito que anima a los torturadores de la novela de Orwell, que no buscan tanto infligir castigo como lograr el control de la voluntad de los torturados.

Entiéndaseme bien. Ahora nadie nos tortura. Nadie nos amenaza. Pero, ¿estamos seguros de no estar entregando parte de nuestra voluntad, de no estar modificando nuestra conducta al ritmo que las nuevas tecnologías nos van proponiendo, a la vez que permitimos que anulen nuestra capacidad de pensar de manera autónoma?

¿Cómo se practica en nuestros días la corrección continua de la historia que aparece descrita en la novela de Orwell? Ahora no tenemos ningún Ministerio de la Verdad que corrija a diario, y según convenga, los acontecimientos ya ocurridos, pero fíjense en cómo funcionamos y el modo en que nos creemos las historias que nos cuentan. El pasado se nos ha vuelto versátil. Según quién escriba y para quién, la historia es una y a la vez su contraria. Piensen, si no, en nuestra Guerra Civil. Es lo que se denomina, en la novela de Orwell, la mutabilidad del pasado. No solo se manipula; también se corrige.

En estos mismos días, a propósito de la muerte de Xabier Arzalluz, hemos podido oír a políticos del PNV afirmar sin pudor alguno que su llorado líder se oponía enérgicamente a la violencia de ETA. Figúrense. Xabier Arzalluz. El del árbol y las nueces, ¿recuerdan? Ahora va a resultar que fue un valiente luchador contra la violencia de ETA. Cualquier día nos dicen lo mismo de Otegi. Y seguro que habrá quien se lo crea.

“Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”, decía una de las consignas del partido totalitario que rige los destinos de la gente en el mundo imaginario de 1984.

¿Existe ahora algo parecido al Newspeak imaginado por Orwell, una nuevalengua o un modo de decir exclusivo que reduzca el léxico y la sintaxis para reducir de paso la riqueza de las ideas? No me voy a extender sobre este particular asunto. Prefiero dejarlo a la reflexión de los lectores. ¿Pero de verdad no saben de qué les estoy hablando? ¿No? ¿Así, así?  No me lo creo. Mírenme a los ojos y díganme que en realidad no saben de lo que les estoy hablando. Lo fascinante del caso de la nuevalengua, en 1984 y en el mundo de hoy, es que en realidad nadie la habla. Nadie la utiliza. O nadie la utiliza todo el tiempo. Ni ellos ni ellas. Es imposible. Pero, aun así, sobrevuela sobre nuestras cabezas. Es una presencia permanente que regula nuestro comportamiento pretendiendo aplicar, de paso, una constante corrección de lo dicho o lo pensado. En realidad, se trata de una simple estrategia de poder destinada a dirigir nuestro pensamiento hacia una determinada dirección.

Existe un método infalible para advertir la farsa que se oculta detrás de cualquier intento de imponer una nuevalengua, y es este: localicen a cualquier defensor o defensora de nuevalengua y luego síganle la pista en las redes sociales; comprobarán que, detrás de la apasionada defensa, no hay una aplicación práctica y decidida de lo dicho. Es imposible. Ni sus más conspicuos valedores la practican.

Relacionado con el Newspeak se encuentra el concepto del doblepensar o doblepiensa; en mi opinión, uno de los mayores hallazgos de Orwell. Se trata de una especie de disciplina mental consistente en crear dos verdades contradictorias a un mismo tiempo. Es también, incluso en nuestros días, una manera sutil de asegurarse la absoluta subordinación de las creencias individuales a los intereses de un colectivo.

“Saber y no saber”, nos dice Orwell en un rapto de absoluta perspicacia en un momento de su libro, “tener plena conciencia de algo que sabes que es verdad y al mismo tiempo contar mentiras cuidadosamente elaboradas, mantener a la vez dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer en ambas, utilizar la lógica en contra de la lógica, repudiar la moralidad en nombre de la moralidad misma, creer que la democracia era imposible y que el Partido era el garante de la democracia, olvidar lo que hacía falta olvidar y luego recordarlo cuando hacía falta, para luego olvidarlo otra vez”.

Si después de esta larga cita aún no están convencidos de la plena vigencia del doblepensar, cavilen sobre los sofisticadísimos discursos de nuestra vaporosa clase política. O mejor; entresaquemos algunos ejemplos de nuestro tiempo: apelar a la igualdad, verbigracia, para crear nuevas desigualdades sociales; reivindicar la diversidad, pongamos por caso, y promover a la vez el pensamiento único, la uniformidad de criterios; apelar a la tolerancia para ejercer una tolerancia cero; defender a bombo y platillo la libertad de expresión y, a la vez, ejercer la “pedagogía del odio” hacia todo el que se atreva a disentir, por pequeño que sea el porcentaje de desacuerdo; cualquiera diría que si no hay una aceptación del 100% de los lotes ideológicos, a derecha e izquierda del plano político, te conviertes en enemigo acérrimo de los postulados que pretenden defender.

Y todo el párrafo anterior nos conduce de manera inevitable a la pedagogía del odio, al crimental y a la policía del pensamiento.

A diferencia de lo que ocurría en la novela de George Orwell, ahora a nadie se le mete en una sala para practicar los “Dos Minutos de Odio” contra el enemigo público número uno, llamado Goldstein. Ahora no existe un único responsable de todos los males de la sociedad, pero cualquiera puede llegar a convertirse, cualquier día o el día menos pensado, al menos durante unas horas, en el enemigo público número uno que reciba la reprimenda de los rebaños ideologizados que responden, con ira, a la convocatoria de odio con que castigan los líderes de opinión y buena parte de esos profesionales de la mentira a los que denominamos “políticos”.

Si les parece una exageración, observen bien el panorama y luego ábranse una cuenta de Twitter y lean. Comprobarán todo el odio y toda la inquina que pueden caber en 140 caracteres.

“Lo más horrible de los Dos Minutos de Odio”, nos dice el narrador de la novela de Orwell, “no era que la participación fuese obligatoria, sino que era imposible no participar. Al cabo de treinta segundos, se hacía innecesario fingir. Un espantoso éxtasis de temor y afán de venganza, unos deseos de asesinar, torturar y aplastar caras con un mazo parecían recorrer a todo el mundo como una corriente eléctrica, y lo convertían a uno, incluso en contra de su voluntad, en un loco furioso”.

Sin necesidad de llegar a esos extremos de delirio, quienes participan en los linchamientos digitales tan de moda en nuestra época, quizá debieran plantearse qué clase de reivindicación los anima a ello y qué pretenden conseguir de ese modo.

Al igual que en el mundo imaginado por Orwell, quienes así actúan tal vez no adviertan el factor de manipulación libremente aceptada que hay en dichos comportamientos. Sin darse cuenta, a modo de rebaño, se han dejado conducir por la policía del pensamiento en contra de la persona que no acepta los postulados del líder de turno. O, simplemente, contra aquel que tuvo la osadía de cometer crimental, por seguir con la terminología orwelliana.

Pero, ¿qué es el crimental en nuestra época? Respuesta: lo que fue siempre. El delito esencial que incluye todos los demás delitos; el libre razonar; el abandono de cualquiera de las perniciosas ideologías identitarias; la caída en picado en la heterodoxia; el alejamiento de la norma que se pretenda imponer en cada momento; el pensamiento que se aparta del camino de baldosas amarillas, querida Dorothy, que trazan para nosotros aquellos a los que vamos permitiendo que se conviertan en peligrosos líderes, en lugar de exigirles que sean, únicamente, lo que deberían ser dentro de un estado de derecho: quienes gestionen, de manera temporal y bajo auditoría permanente, las limitadas parcelas de poder público.

En una única cuestión de peso, y con esto termino por hoy, considero que erró el tiro Orwell en el diagnóstico que nos legó con su novela. Horrorizado por las ideas totalitarias, de derechas y de izquierdas, que sufrió en su tiempo, Orwell temía que, al final, acabaran imponiéndose dichas ideas, por medio del terror, al deseo del ser humano por ser libre, de ahí que 1984 pueda ser considerado un alegato contra cualquier forma de tiranía.

En cambio, y paradójicamente, después de haber disfrutado, durante varias décadas, de unas cotas de libertad nunca antes alcanzadas, de nuevo estamos asistiendo, en nuestros días, ante el avance de los totalitarismos que creíamos haber dejado atrás, a la entrega paulatina, pero voluntariamente aceptada, de buena parte de esas libertades.

En la voluntariedad con que se está realizando la entrega es donde radica la paradoja. Pero de todo ello hablaremos la semana que viene, al hilo de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en la tercera y última entrega de esta serie dedicada a la realidad distópica.

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Tercera entrega

¿Prefieres leerlo en La Voz del Sur, 10/3/2019?

A diferencia de Orwell, que nos advirtió de los peligros de la tiranía, Aldous Huxley imaginó un mundo donde resulta innecesario ejercer ninguna forma de opresión porque ya esta ha sido libremente asumida por los ciudadanos. En la realidad imaginada por Orwell, la libertad se encuentra apresada por quienes detentan el poder. En la de Huxley, en cambio, la libertad no existe porque el ser humano es ya incapaz de concebir toda su complejidad.

Los habitantes de la distopía que formuló Orwell viven cautivos en un sistema totalitario que se les ha impuesto por medio del terror. En la formulada por Aldous Huxley, sin embargo, viven felices porque ignoran que han sido sometidos por el más eficaz de los estados totalitarios. Y es precisamente en esa forma de aceptar la felicidad, y hasta de crearla, en donde podemos encontrar las mayores similitudes entre la obra de Huxley y nuestro mundo actual. Y ese es también el motivo por el que sigue estando vigente el mensaje que nos transmite Un mundo feliz.

Lo inquietante, vino a decirnos Aldous Huxley, no reside tanto en el temor a que vengan a privarnos, por medio de la fuerza, de la posibilidad de adquirir conocimientos, tal y como temía Orwell. Lo realmente inquietante es que se reduzca nuestro pensamiento de tal modo que ya no deseemos adquirir los conocimientos que nos hacen más humanos.

Lo alarmante no es que manipulen o alteren la Historia tal y como ocurría en 1984, sino que llegue a parecernos irrelevante lo que nos pueda aportar el conocimiento de nuestra propia Historia.

Lo que nos amenaza no es ya el peligro de que a cualquier sátrapa le dé por prohibirnos la lectura de determinados libros, sino que la lectura de determinados libros ya no suponga un peligro para ningún sátrapa, bien porque ya nadie los lea o, lo que es peor, porque ya nadie los entienda en caso de leerlos.

Lo que empieza a resultar terrible no es que la tecnología amenace con destruir nuestro mundo, sino que acabe infantilizándolo; una posibilidad que cada vez resulta menos descabellado imaginar.

Lo realmente perturbador no es ya, como sucedía en el pasado, que nos vuelvan a limitar el derecho de libre reunión colectiva, sino que poco a poco se vaya diluyendo nuestra individualidad dentro de las colectividades identitarias.

Y, por último, y este es probablemente el mayor acierto del libro de Huxley, lo sorprendente es saber que lo que va limitando nuestra singularidad como individuos no proviene de fuera, sino que somos nosotros mismos quienes vamos entregándola voluntariamente.

No hay excusa posible. Ya no hay, como en 1984, grandes terrores que amenacen con infligirnos dolor para tenernos controlados. Lo que hay, como en Un mundo feliz, es un permanente condicionamiento de nuestros comportamientos emocionales a base de suministrarnos, en grandes dosis, todo aquello que tanto nos gusta.

El mundo imaginado por Aldous Huxley en 1932, que fue el año en que se publicó su novela, es un mundo perfectamente estable. De hecho, la divisa del Estado Mundial que condiciona el comportamiento de la gente es precisamente esta: “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.

Los grandes líderes mundiales que crearon ese mundo tan feliz se dieron cuenta de que nada se conseguía por medio del terror y de la fuerza, salvo que la gente acabara rebelándose. Y, por ese motivo, decidieron adoptar métodos mucho más lentos, pero infinitamente más seguros, como la Ectogenesia o el condicionamiento neopavloviano, entre otros.

A este respecto, no debemos olvidar que se trata de una novela de ciencia ficción. Pero ojito; el hecho de que sea ficción no impide que nos hable de nuestra propia realidad.

Claro que ahora no se practica la Ectogenesia que encontramos en Un mundo feliz, o que pudimos apreciar visualmente, hace unos años, en aquellos enormes campos de cultivos que aparecían en la película Matrix. Los seres humanos seguimos siendo vivíparos; un término, por cierto, que provoca pudor en el mundo del que venimos hablando y cuya utilización se evita en el libro de Huxley, al igual que las palabras madre, padre, hogar o familia, entre otras muchas, por considerar que son palabras obscenas, al haber sido desheredadas del vocabulario de la gente feliz que vive en una realidad muy distinta. Aún no hemos llegado a la ectogénesis y puede que nunca lleguemos, pero, ¿estamos seguros de no estar siendo condicionados mediante estrategias neopavlovianas, por ejemplo?

Estoy convencido de que todos ustedes se acuerdan de Pavlov y su perrito. Cómo olvidarlo, ¿verdad? Todos hemos estudiado a Pavlov en el cole. Uno de los padres de la psicología conductista, nos dijeron. El primero que formuló la ley del reflejo condicional, un tipo de aprendizaje asociativo basado en el modelo estímulo-respuesta. Verbigracia, se coge a un perro y se observa su comportamiento. Se le pone comida y vemos que saliva. Y luego nos hacemos preguntas motivadoras. Como esta: ¿qué pasa si cada vez que le ponemos comida tocamos una campanita? Respuesta: pues que el perro termina asociando el sonido de la campanita con la comida, de modo que acabará dando una respuesta (la salivación) a un determinado estímulo (la campanita). ¿Y qué ocurre si un día hacemos tocar la campana, pero no le damos de comer?, siguieron preguntándose. Pues que el perro saliva igualmente, descubrieron. ¿Y qué pasa si el método lo aplicamos a un ser humano?, se preguntaron entonces. Y hasta hoy.

El feliz y maravilloso mundo del conductismo, claro, con todas sus variaciones y complejidades, sus bondades y sus excesos. La modificación de las conductas, pongamos por caso. El análisis experimental del comportamiento. Las teorías del aprendizaje social. Las terapias de aversión. Las de aceptación y compromiso. El conductismo social, qué buen ejemplo. La filosofía de la ciencia de la conducta de las personas. Y, cómo no, la ingeniería del comportamiento y hasta la ingeniería social a la búsqueda siempre del cambio que haga posible la cohesión de la sociedad. “Comunidad, Identidad, Estabilidad”.

Ya lo dijo el propio Aldous Huxley, con ánimo de prevenirnos ante peligros futuros, en un prólogo que escribió, en 1947, para una nueva edición de Un mundo feliz:

“Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela. Pero sus métodos todavía son toscos y acientíficos”.

Han pasado setenta y dos años desde que fueran escritas estas palabras, y no estoy seguro de que los métodos actuales sigan siendo tan toscos y acientíficos como le parecían a Huxley los de su época.

En todo caso, volver a leer obras clásicas como 1984 o Un mundo feliz, entre otras muchas, quizá nos ayude a darnos cuenta de nuestra realidad, pero también a conocer con más profundidad nuestro pasado y a imaginar mejor nuestro futuro, ahora que vivimos tan concentrados en nuestro presente.

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