Subyugado estos días por la lectura pausada de la novela gráfica From Hell, de Alan Moore y Eddie Campbell, me ha dado por rescatar un viejo texto que escribí hace años y que, como es recomendable hacer con lo ya hecho y publicado, me niego a retocar pese a cualquier error, omisión o inexactitud que pudiera contener.

FROM HELL

Pocos asesinos en serie han llegado a tener la notoriedad legendaria de la que aún hoy día goza Jack el Destripador. Su historia está envuelta en el más oscuro secreto, y la esperanza de descubrir su identidad parece que ha sido finalmente desestimada. Actuó en el otoño de 1888, y creó un estado de auténtico pánico colectivo en la población de la zona este de Londres, la más pobre y abyecta de la ciudad. Limitó su campo de acción a una zona de 2,6 kilómetros que comprendía Whitechapel, Stepney y la City de Londres, y asesinó a un total de cinco mujeres, todas prostitutas, aunque se ha llegado a decir que fueron unas ocho e incluso más.

Mary Ann Nicholls, Annie Chapman, “Long Liz” Stride, Kate Eddowes y Mary Kelly han pasado a la historia y a los libros como las víctimas de uno de los más sanguinarios criminales de todos los tiempos. Murieron degolladas, y sus cuerpos fueron rigurosamente desmembrados, posiblemente con un escalpelo, lo que hizo sospechar a los agentes de Scotland Yard que el asesino poseía bastantes conocimientos médicos. Todas ellas fueron  destripadas por la madrugada y salvo la última, Mary Kelly, cuyo cadáver fue hallado en su propia habitación, todas encontraron la muerte en oscuros callejones de la ciudad. Jack el Destripador consiguió pasar totalmente desapercibido entre aquel ambiente, lo que sorprende tanto más cuanto que los cirujanos de la época llegaron a estimar que la mutilación a la que Jack sometía los cuerpos requería en todos los casos más de una hora de precisa operación.

¿Cómo es posible que nadie viera nada en aquel Londres en continuo estado de alerta? Se ha llegado a sospechar que por alguna razón no del todo descubierta, las autoridades competentes prefirieron silenciar el caso, no dar nombres, archivar la investigación bajo aquel apodo de Jack el Destripador, cuya última salida se produjo el nueve de noviembre de 1888, apenas tres meses después de su primer crimen.

¿Cuál era la razón de este silencio? ¿Qué secreto se escondía detrás de la identidad del asesino de Whitechapel? ¿De verdad no dejó ningún rastro, ningún indicio en ninguna de sus actuaciones sobre el que construir una investigación fiable? Al parecer sólo se descubrió una única pista. Junto al cadáver de la cuarta víctima, Kate Eddowes, se halló un reguero de sangre que se extendía hasta una pared en la que una mano había escrito con yeso el siguiente lema: “Los judíos no tienen la culpa”, lo que sirvió para crear toda una serie de especulaciones sobre la preferencia religiosa del asesino, pero nada más, ya que no se estudió “in situ” este escrito. Curiosamente, y por alguna extraña razón que nadie llega a explicarse, el jefe de la policía de Scotland Yard, Charles Warren, ordenó que borraran aquella frase en el mismo momento en que se encontró el cuerpo de la víctima. ¿Qué misterioso porqué se ocultaba tras esta negligencia policial?

El caso fue cerrado inconcluso hasta 1992, año en que volvió a abrirse para solo hallar en él meras especulaciones, aunque no carentes de interés.  Entre los principales sospechosos se hallaban el abogado Montague John Druitt, cuyo cadáver fue encontrado en el río Támesis pocos días después del último asesinato; el doctor Neill Cream, que finalmente fue hallado culpable de otro asesinato y que en el momento de ser ahorcado pronunció la famosa confesión “Yo soy Jack el…”; James T. Maybrick, un loco comerciante de Liverpool que acabó sus días a manos de su mujer; Nathan Kaminsky, un judío polaco, misógino y demente que murió de sífilis en un manicomio en 1889; y por último tres altas personalidades de la Inglaterra de la época; Sir William Gull, médico personal de la reina Victoria; James K. Stephen, tutor personal del príncipe Albert Víctor; y el propio príncipe Albert, duque de Clarence, hijo del príncipe de Gales y segundo en la línea sucesoria al trono, quien desde su nacimiento y hasta su muerte sufrió de demencia.

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Publicado en Agustín Celis, Historias Curiosas, Ed. Añil, Madrid, 2001

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