Como ocurre con los personajes de la literatura y del cine, también nosotros ignoramos las verdaderas dimensiones de lo que sucede a nuestro alrededor. Con el paso de los siglos nuestra impertinencia ha evolucionado tanto que creemos estar seguros de la posición que ocupamos en el mundo. La buscamos, la perseguimos, a veces la encontramos y hacemos nuestros pronósticos, y porque alguna vez tuvimos la fortuna de acertar creemos que existe un orden y que basta con respetarlo para ser también nosotros respetados. Creemos tener el control y con frecuencia nos mostramos soberbios.

Luego la vida se encarga de abrirnos con violencia los ojos para revelarnos la irrisoria pequeñez de nuestra existencia, a veces con ironía trágica, a menudo con evidente injusticia, casi siempre sin compasión. Nos movemos a ciegas por un intrincado laberinto buscando un destino que acecha donde nunca lo esperamos. Entonces nos coge por sorpresa, descubrimos que la decisión tomada se vuelve en nuestra contra y que todos nuestros cálculos se derrumban bajo la fuerza de un puño invisible.

Como muñecos patéticos, afrontamos a tientas una lucha para la que no contamos con armas eficaces. Desconocemos el poder de nuestro enemigo. Olvidamos que el azar es su aliado más poderoso. A menudo tomamos precauciones contra circunstancias que acaban pasando de largo sin preocuparse de nosotros y sin causarnos daño alguno, y sin embargo nos vapulea lo que no esperábamos, caemos derrotados ante acontecimientos que ni siquiera habíamos previsto.

La ironía trágica

Cupido con la Rueda de la Fortuna (Tiziano, 1520)

Ocurre todos los días y los ejemplos se cuentan por millares, pero solo nombraré uno que ha ocurrido esta misma semana. Un buen día una muchacha invidente sale como siempre con su perro a la calle. Se trata de un buen animal, adiestrado para ser sus ojos y su guardia, fiel a su dueña como solo pueden serlo algunos animales, capaz de dejarse matar con tal de permanecer a su lado.

Como todos los días, la chica ciega y su perro recorren las calles que ya conocen. Ella se siente segura porque confía en su rutina diaria. Como todos, cree estar avalada por la experiencia. De tanto como lo ha frecuentado, conoce el camino y no sospecha o no intuye que también por allí se aventura al acecho la fatalidad.

Al cruzar una esquina que conoce no repara en que otro animal ha sido elegido como instrumento de su desgracia. ¿De dónde ha salido ese otro perro y quién lo ha educado hasta convertirlo en una máquina asesina? Quizás alguien creyó que merecía la pena precaverse contra posibles peligros futuros y avivó en el animal un reflejo agresivo. Quizás fue un instinto ciego el que aguijoneó al otro perro y lo incitó hacia el ataque.

De repente, y sin que ella pueda hacer nada para impedirlo, su perro recibe la embestida, pero no se defiende. No lo educaron para eso y se deja morder por el otro, que lo destroza con maña y lo deja sangrando y tirado en el suelo. Probablemente la muchacha invidente no sepa dar una explicación a este capricho del destino. Con toda seguridad, no podrá entender qué ley no escrita condenó a muerte al mejor amigo que tuvo nunca.

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Publicado en el diario Información El Puerto el 6 de Febrero de 2004

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