¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, de Paul Gauguin, 1897.

Siempre le gustó fantasear con la posibilidad de ser otro. Cansado de ser él mismo, se inventaba posibles vidas para sobrevivir; mentía con frecuencia. En alguna ocasión, para no incurrir en la vulgaridad de ser solo uno, se atrevió a invocar sobre sí a una multitud. Creerse múltiple e infinito fue para él mucho más que una ilusión. Sabía que también somos lo que los demás se obstinan en ver en nosotros; aquello que la mirada, con el auxilio de la imaginación, desea o decide que seamos cuando nos miran. Saberse querido u odiado eran solo contingencias estéticas, mudanzas de una misma trama, variaciones sobre el mismo tema.

Estoy seguro de que momentos antes de colocarse la soga alrededor del cuello debió de pensar en todos los hombres que había sido; en todos los que fue sin que nadie lo supiera. Quizá también en todos aquellos que dejaba de ser; en todos los que ya nunca sería.  Con la sonrisa esquinada en la boca debió de valorar el triste sarcasmo de que encontraran un solo cadáver. “Suicidio”, dirían todos. Nadie pensaría en el asesinato múltiple, en el atroz genocidio que estaba a punto de cometer.

Ahora sé que apretó el nudo con la turbia sensación de saberse vencido y no reivindicado. Rara vez había sido quien decía ser. Nunca fue quien quiso.