Centro de gravedad permanente

Página personal de Agustín Celis

Leonardo Vitale

Leonardo Vitale


Aunque Leonardo Vitale fue un mafioso insignificante dentro de la Cosa Nostra, apenas un miembro más de entre los miles que han pertenecido a la organización, su figura ha alcanzado una importante notoriedad debido al valor histórico excepcional de su testimonio. Leonardo Vitale no fue solo el primer miembro de la Mafia que se entregó voluntariamente a las fuerzas del orden para colaborar con la justicia; el suyo es también uno de los pocos casos en los que se observa un arrepentimiento sincero, una auténtica renuncia a la mentalidad mafiosa con el deseo explícito de alejarse de ella por completo, cosa del todo imposible para un iniciado en la mafia.

El término pentito, con el que suele designarse a todo mafioso que acaba rompiendo el código de la omertà para dar su testimonio en la lucha contra la Mafia, merece ser explicado para comprender a nuestro personaje. Como se sabe, los pentiti son los arrepentidos, los desertores de la mafia, personas que por uno u otro motivo deciden colaborar con la justicia. Pero por supuesto hay importante diferencias entre ellos. No todos los pentiti son iguales, y la diferencia radica en el motivo que los lleva a hablar. Por esta razón, muchos estudiosos del fenómeno de la criminalidad organizada han expresado sus dudas sobre la fiabilidad de sus testimonios. Obviamente, todos los pentiti son desertores convertidos en delatores, pero no a todos se les puede dar la categoría, superior si se quiere, de arrepentidos. Y entre los auténticos arrepentidos, los menos, Leonardo Vitale ocupa un lugar destacado por haber sido el primero.

Un hombre arrepentido

Nació en 1941 y fue educado en los valores mafiosos que imperaban en su familia de sangre desde hacía varias generaciones. Fue iniciado en la mafia por su tío, que era el capo de la cosca de Altarello Di Baida y, según dejó dicho Vitale, el hombre más influyente de su vida tras la muerte de su padre, también mafioso. Su iniciación se llevó a efecto cuando Leonardo tenía 19 años y, como suele ser habitual, después de mancharse las manos con la muerte de un hombre. Para el ritual de iniciación se utilizó una espina de naranjo amargo, con el que le pincharon el dedo tal y como dicta la tradición.

A partir de su conversión en un hombre de honor, Leonardo Vitale fue entrando poco a poco en la estructura de la Cosa Nostra, llegando en 1970 a ocupar el puesto de capodecina en la familia de Altarello Di Baida; es decir, de jefe de un grupo de diez hombres, aunque el número en este caso puede variar. Hasta entonces, Vitale había participado en trabajos de poca monta, siempre alrededor del negocio de la extorsión: alguna quema de automóviles, el envío de cartas amenazadoras, la recaudación del pizzo en el territorio de la familia, etc. Sin embargo, una vez convertido en capodecina por haber matado a otro mafioso, su tío le fue haciendo partícipe de algunos secretos a los que no había podido tener acceso hasta entonces: la jerarquía de la organización, la existencia de la Cúpula, el relevante papel de Totò Riina como una de las cabezas máximas de la organización o las últimas operaciones de peso llevadas a cabo por la Mafia en Sicilia, como la desaparición del periodista  de L’Ora Mauro De Mauro, y que poco después formarían el grueso de su alegato, o en todo caso el centro de la información por él aportada, una información que permanecería en estado latente, en parte olvidada y en parte a la espera de nuevas evidencias que le dieran el crédito que merecían, y que no llegaron hasta 1984 cuando Tommaso Buscetta, un desertor de la Mafia mucho más influyente que Vitale, se decidió a colaborar con el juez Giovanni Falcone, no tanto por arrepentimiento como por venganza y despecho contra el clan de los corleonesi.

¿Por qué se decidió a hablar Leonardo Vitale? ¿A qué se debió su arrepentimiento? Según parece, su acto de contrición fue el fruto maduro de un drama interno que lo había acosado desde la infancia, y que acabó en una especie de crisis espiritual que le hizo comprender la maldad inherente en la forma de vida que había llevado hasta entonces. Se puede decir que fue su propósito de enmienda lo que lo indujo el 29 de marzo de 1973 a cruzar las puertas del cuartel local de la brigada móvil de Palermo para confesarse autor de dos asesinatos consumados, un intento de asesinato, un secuestro y un buen número de delitos menores. Una vez en poder de la justicia, la prensa no tardó en dar la noticia de su conversión, apodándolo significativamente como “el Valachi de las afueras de Palermo”, en una clara alusión a Joseph Valachi, un soldado de la mafia norteamericana que en 1963 había sido el primer mafioso que se había atrevido a denunciar a la Cosa Nostra estadounidense ante una comisión senatorial.

No obstante, existen importantes diferencias entre los casos de Valachi y Vitale. Cuando el primero se decidió a hablar, ya era un preso de la justicia que cumplía una larga condena por asesinato, y que además había sido condenado a la vez por la Cosa Nostra al creérsele un traidor. Por el contrario, Vitale ostentaba el cargo de capodecina y gozaba de la confianza de su capo, que además era su propio tío, y todo parecía indicar que tenía posibilidades de ascender rápidamente en la estructura de la organización.

Ahora bien, cuando los agentes de la brigada móvil lo interrogaron se encontraron con un tipo mentalmente desequilibrado, que se expresaba oralmente con enormes dificultades, y cuyo discurso estaba plagado de incisos y correcciones, en lo que constituía un patético esfuerzo por dar forma a su pensamiento. Leonardo Vitale vivía angustiado por el temor de creerse un pederasta y, según parece, agobiado ante la idea de parecer menos hombre por ciertas inclinaciones homosexuales que en el mundo de la mafia están totalmente proscritas. Tres semanas más tarde, recluido ya en la prisión de Ucciardone, un juez de instrucción le pidió a un equipo de psiquiatras forenses que valoraran la personalidad del pentito, con el fin de considerar si su testimonio podría ser creíble en un juicio.

Los resultados de este examen psiquiátrico despejaron muchas dudas. Leonardo Vitale fue declarado “semidébil mental”; efectivamente, su inteligencia era límite y su estado de ánimo rozaba la depresión y la tendencia al desequilibrio, lo que hacían de él un tipo impredecible en sus manifestaciones. Además, vivía bajo los efectos devastadores del temor y los remordimientos por una sexualidad no aceptada, castrada por completo y nunca satisfecha. Pero todas estas características personales no invalidaban la información que había aportado. Los psiquiatras decidieron que su enfermedad en nada afectaba a su memoria y, por tanto, su testimonio podía ser considerado valido. Como consecuencia de sus revelaciones, veintiocho personas fueron llevadas a juicio en 1977, de las cuales sólo dos fueron condenadas: el propio Vitale y su tío.

Declarado culpable de asesinato, Leonardo Vitale fue condenado a veinticinco años de reclusión, pero debido a sus peculiaridades mentales pasó la mayor parte de su condena en instituciones psiquiátricas, hasta ser puesto en libertad, finalmente, en junio de 1984. Seis meses más tarde, el 2 de diciembre de ese mismo año, y cuando salía de misa en compañía de su madre y de su hermana, un desconocido acabó con su vida pegándole dos tiros en la cabeza.


La historia de Leonardo Vitale fue llevada al cine en el año 2006. La película, dirigida por Stefano Incerti, se titula L’uomo di vetro, y está basada en el libro homónimo de Salvador Parlagreco.


De La Historia del Crimen Organizado, Agustín Celis Sánchez, Ed. Libsa, Madrid, 2009


 

Los límites de la Ficción

Los límites de la ficción


¿Nunca os sorprendió comprobar la rapidez con que la gente acoge como ciertas las historias que los demás les cuentan; la velocidad con la que asumen como real lo que puede que solo sea ficción?

¿No os admira la urgencia con la que a menudo acuden a vosotros para haceros partícipe de una historia a la que, indefectiblemente, otorgarán la categoría de verdadera solo porque aparenta haber ocurrido en lo que todos hemos convenido en llamar realidad?

¿Nunca sospechasteis del improvisado contador de esas historias?

¿Nunca dudasteis de sus palabras?

¿Nunca recelasteis de él y lo creísteis un farsante, un charlatán, un malicioso?

Y aun cuando aceptasteis creer que podría ser cierto lo que os contaban, ¿no permaneció en vosotros un atisbo de duda o un recelo?

¿Acaso descartasteis la posibilidad, nada peregrina, de que aquello que se os daba como verídico hubiese sido maquillado con una buena dosis de invención?

Si alguna vez os pasó esto que digo, ¿qué hicisteis? ¿Seguisteis en la creencia de que fue real lo que se os contó, o bien os instalasteis en la duda y lo juzgasteis solo como posible; es decir, como algo que bien podría haber ocurrido pero que quizá no ocurrió, o no al menos tal y como os fue revelado?

¿Nunca fuisteis testigo ocasional de la narración de un relato cuyo protagonista principal erais vosotros mismos?

En una charla con los amigos, en una cena en casa, en una agradable velada con personas de vuestra absoluta confianza, que os aprecian y hasta os quieren, ¿nadie habló nunca de vosotros y descubristeis con asombro que aquello que contaron no se ajustaba ni a lo que vosotros vivisteis ni a lo que vosotros sois o creéis ser?

Y cuando esto os ha ocurrido, si es que os ha ocurrido, ¿no os habéis visto convertidos de repente en un personaje de ficción, en una mera proyección imaginaria de la mente de otro?

Pensad, por ejemplo, en una experiencia vivida que creáis recordar bien, hasta el punto de ser capaces de contarla de nuevo con pelos y señales. Si es otro el que la cuenta, ¿no os parece entonces que brota de un territorio que os es por completo ajeno, o que no es del todo real, tanto si os la hacen creíble como si no?

Y si el contador improvisado de esa experiencia fue hábil y se dio maña a la hora de contagiar de fábula lo que podría haber quedado sepultado por la realidad y, por tanto, condenado al olvido de no haber sido relatado nunca, ¿no os halagó y os sentisteis agradecidos?

¿No os alegró comprobar que también vosotros, y vuestras insignificantes vidas, si es que alguna vez os parecieron insignificantes, pueden perdurar y volver a suceder en ese territorio brumoso y difuminado al que todos hemos convenido en denominar ficción, una y otra vez, y cada vez que vuestra historia sea contada o leída?


Imagen destacada: Space between the words, de Rob Gonsalves.


 

Miguel Servet


“Y nosotros síndicos, jueces de los casos penales de esta ciudad, habiendo presenciado el procedimiento promovido ante nosotros a instancias de nuestro lugarteniente contra Vos, Miguel Servet de Villanova del país de Aragón en España, y habiendo visto vuestras voluntarias y repetidas confesiones y vuestros libros, consideramos que Vos, Servet, durante mucho tiempo habéis propagado una doctrina falsa y absolutamente hereje, despreciando toda queja y corrección, y que con obstinación malvada y perversa habéis divulgado hasta en libros impresos opiniones contra Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en una palabra contra los principios fundamentales de la religión cristiana, y que habéis tratado de provocar un cisma y perturbar a la Iglesia de Dios, por lo cual muchas almas pueden haber sido arruinadas y perdidas, actividad horrible, trastocadora, escandalosa y contagiosa. Y no habéis tenido vergüenza ni horror de poneros contra la divina Majestad y la Santa Trinidad, tratando siempre con obstinación de infectar el mundo con vuestro fétido y hereje veneno. Crimen de herejía dañino y execrable, merecedor de un grave castigo. Por estas y otras razones, deseando purgar a la Iglesia de Dios de tales infecciones y eliminar el retoño marchito, después de habernos aconsejado con los ciudadanos y habiendo invocado el nombre de Dios para emitir un justo veredicto (…) teniendo ante nuestros ojos a Dios y a las Sagradas Escrituras, hablando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, emitimos por escrito la sentencia final y Te condenamos, Miguel Servet, a ser atado y llevado a Champel y ser puesto en la hoguera y quemado junto con vuestros libros hasta que no seáis más que ceniza. Y así se habrá puesto fin a vuestros días y se habrá dado ejemplo a los que pensaran en cometer delitos similares…” 

Este largo párrafo pertenece a la sentencia que le fue leída, en la ciudad de Ginebra, en presencia y con el arbitrio de Juan Calvino, el día 27 de octubre de 1553, a Miguel Servet, pensador humanista al que sin duda debemos considerar como el más heterodoxo, atrevido y pertinaz de todos los herejes.

Evidentemente no soy ni el único ni el primero en mantener esta opinión, y como el caso en cuestión merece ser ilustrado en  profundidad, me apetece incluir aquí el dictamen que en el siglo XIX nos dio del personaje, desde su ortodoxia inquebrantable, don Marcelino Menéndez y Pelayo en su obra Historia de los Heterodoxos Españoles:

“Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores. Como carácter, ninguno, si se exceptúa quizá el de Juan de Valdés, atrae tanto la curiosidad, ya que no la simpatía; ninguno es tan rico, variado y espléndido como el del unitario aragonés. Teólogo reformista, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo panteísta, médico, descubridor de la circulación de la sangre, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de París, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable, a la vez que soñador místico, la historia de su vida y opiniones excede a la más complicada novela. Añádase a todo esto que su proceso de Ginebra y el asesinato jurídico con que terminó han sido y son el cargo más tremendo contra la Reforma calvinista, y se comprenderá bien por qué abundan tanto las investigaciones y los libros acerca de tan singular personaje. Sin exageración puede decirse que forman una biblioteca”.

Sería ridículo, por tanto, pretender que estamos descubriendo mediterráneos remotos al hablar de una figura tan notoriamente conocida. Las citas se imponen antes de iniciar el cuento. Incluiré por ahora, a modo de prólogo, solo una más. En un interesante ensayo de Natale Benazzi y Matteo D’Amico titulado El libro negro de la Inquisición, de lectura obligada para todo aquel curioso que desee conocer la historia de los más infames procesos inquisitoriales, nos encontramos con esta seductora invitación a pensar:

“Comprender el caso Servet es tan importante como comprender el Santo Oficio romano o los mecanismos de funcionamiento de la Suprema española. El caso es complejo y, en alguno de sus momentos, efectivamente oscuro. ¿Por qué el gran humanista español es perseguido por ambas Iglesias, la católica y la protestante, por otra parte despiadadamente en lucha entre sí? ¿Por qué Ginebra, más bien clemente con las personas indeseables, en este caso se encarniza hasta la hoguera? ¿Cuáles son las verdaderas razones de tanta dureza? ¿Cuál es el papel desempeñado por Calvino en toda la historia? Pero, sobre todo, ¿por qué Servet va a Ginebra, ciudad de la cual más de un elemento hubiera debido mantenerlo alejado?”

Empezaremos con una afirmación que puede resultar incomprensible y asombrosa, pero que no lo es, como se verá más adelante: tan graves y atrevidas resultaron para su época las ideas de este incorregible individuo, que tuvo que ser quemado en la hoguera, a fuego lento, en dos ocasiones.

Nació en España, en la ciudad de Tudela, hacia el año 1510, aunque algunos autores retrasan la fecha hasta 1511, debido a las contradicciones en que a este respecto incurrió el propio Servet durante los diversos interrogatorios a los que fue sometido, primero en la ciudad francesa de Vienne, el 5 de abril de 1553 ante los inquisidores católicos, y posteriormente en Ginebra, los días 23 y 28 de agosto del mismo año ante las autoridades calvinistas. También ha habido dudas sobre el lugar de su nacimiento, que algunos sitúan en la aldea de Villanueva de Sixena, cerca de Zaragoza, por ser esta la tierra de sus padres y donde pasaría los primeros años de vida. Se suele decir que sus primeros estudios estuvieron dirigidos por un fraile franciscano, confesor de Carlos I, apellidado Quintana, pero es un dato incorrecto y tendencioso, ya que da para hacer interesantes especulaciones sobre una primera, intensa y profunda, además de heterodoxa y cuestionadora formación de tipo humanista, vinculada a las tesis de Erasmo de Rotterdam, de moda en la corte del emperador. Pero aunque es cierto que la primera formación de Servet fue humanística, e incluso humanísima, y que tuvo relación con Fray Juan de Quintana, a este lo conoció, como se comprenderá con facilidad, algo más tarde. Pero sí, tuvo estrecha amistad con él, viajó por Italia y Alemania en su compañía, e incluso asistió a la coronación del emperador en Bolonia. Pero todo esto ocurrió en 1529. Un año antes, en 1528, y esto sí es ya un dato seguro, fue enviado por su padre a la ciudad de Tolosa, en Francia, donde empezó a estudiar leyes y entró en contacto, por primera vez, con los estudios de la Biblia y con los ambientes reformistas que por aquel entonces hacían sus campañas de proselitismo. Y es en este momento cuando se crea la figura del controvertido pensador, de espíritu inclasificable por mucho que se haya tratado de encuadrar a Miguel Servet, de modo absurdo, en diversos credos antitéticos entre sí. Menéndez y Pelayo se lamenta de que en la ciudad de Tolosa “su fe católica vino a tierra”, y acierta totalmente cuando afirma, con su acostumbrada seguridad, lo siguiente:

“pero como su espíritu era osado e independiente, y él no había nacido para soldado de fila, comenzó a interpretar las Escrituras por su cuenta, y ni fué ortodoxo, ni luterano, ni anabaptista, sino heresiarca sui generis, con aires de reformador y profeta”.  

Con esta valoración empezamos ya a entendernos y a entender al personaje en cuestión. Efectivamente, Miguel Servet va a representar el verdadero espíritu del Renacimiento. Encarna la figura del hombre humanista por excelencia, del pensador profundo en el que prevalece la conciencia individual sobre los esquemas predeterminados por las jerarquías oficiales que detentan el poder, ya sea este civil o eclesiástico. Miguel Servet estaba destinado a la herejía por ser el raro, el diferente, el controvertido, el que no se casa con nadie y además tiene la audacia de cuestionarlos a todos, un hombre sin ciudadanía religiosa, con la conciencia apátrida y la voluntad absolutamente libre. Miguel Servet fue una de esas rara avis que, siendo profundamente religioso, decide hacer un uso personal de su bendito libre albedrío para llegar a Dios.

Pero aún más, su manera de estar en el mundo, su actuación en la Europa partida en trozos por la causa religiosa, y su decisión última de enfrentarse al peligro de lleno en la ciudad de Ginebra, nos dan el perfil complejísimo de un carácter impetuoso hasta casi el suicidio. La seguridad intelectual de Miguel Servet, su obstinado racionalismo en materia de fe y la fortísima determinación con que se mantuvo apegado a sus ideas hasta el último momento, lo convierten en el fundador de una gloriosa estirpe de personajes humanistas, eclécticos, heterodoxos, perseguidos y condenados, en la que van a estar, entre otros, Giordano Bruno, que sufrirá también la relajación en la hoguera; y Galileo Galilei, que aceptará, ya en su vejez, una humillante reconciliación.

Y ahora ya sí; hagámonos la primera pregunta formulada por Benazzi y D’Amico:

“¿Por qué el gran humanista español es perseguido por ambas Iglesias, la católica y la protestante, por otra parte despiadadamente en lucha entre sí?” 

Miguel Servet dejó escritas sus ideas teológicas en dos polémicas obras: De Trinitatis Erroribus (Errores sobre la Trinidad), publicada en 1531, y Cristianismi Restitutio (Restitución del Cristianismo), publicada en 1553, pero cuya primera versión fue escrita en 1546. El título completo de este segundo libro es especialmente elocuente y da ya una idea de cuáles eran las tesis que va a defender, que no propagar, pues, según parece, nunca tuvo excesivo ánimo proselitista, lo que ya de entrada nos hace simpático al personaje. El título completo es este:

Restitución del Cristianismo, o sea revocación de la Iglesia Apostólica a sus antiguos quiciales, mediante el conocimiento de Dios, de la fe de Cristo, de nuestra justificación, de la regeneración del bautismo y de la manducación de la cena del Señor. Restitución, finalmente, del reino celeste, después de romper la cautividad de la impía Babilonia, y destrucción total del Anticristo con todos sus secuaces.

Que nadie se llame a engaño; la “impía Babilonia”, para Miguel Servet, era la Iglesia de Roma; y el “Anticristo” al que hace referencia, el Papa, al que también llama “diablo” y “siervo de Satanás”. Para Servet, la Iglesia romana será “aquel gran dragón”, la “serpiente antigua”, la “bestia entre las bestias”, la “meretriz desvergonzada”. No fue el primero en hacer tales juicios. Ya los cátaros la habían llamado “Gran Babilonia”, “Sinagoga de Satán” y “Basílica del Diablo”.

Pero estos eran, simplemente, los insultos de un hombre impertinente que hacía uso de una dialéctica agresiva muy de moda en el siglo XVI, época de grandes imprecaciones, polémicas inteligentes y diatribas de ida y vuelta preñadas de argumentos perspicaces. Pero lo grueso del asunto, y lo que rasgaba las vestiduras católicas y protestantes, era lo referente al dogma. De hecho, cuando fue juzgado en la ciudad de Ginebra, los jueces que lo condenaron hallaron sesenta y ocho proposiciones heréticas en sus obras. Y es que Miguel Servet rechazaba cualquier culto externo, por parecerle un resabio de paganismo por completo ajeno a las enseñanzas de Cristo. Negaba, incluso, la necesidad de celebrar el domingo, pues según él “todos los días son domingos o día del Señor”. No veía necesaria, para tenerle devoción a Jesucristo, ni la misa, ni el agua bendita, ni el hisopo, ni los votos monásticos, ni la confesión al párroco y ni siquiera la visita al templo, y mucho menos la existencia de un templo. Para Servet, cualquier lugar era el templo de Dios. El sacerdocio no es necesario porque todos los hombres somos iguales para Dios, porque todos fuimos redimidos por igual en el sacrificio de Cristo. “Todo cristiano es rey y sacerdote”, decía Miguel Servet, de donde se colige la gratuidad de la figura del clero. Sí es necesaria la confesión, venía a decir, pero una confesión mutua de los pecados declarada públicamente entre los fieles, y no en secreto y al oído de un privilegiado. ¿Por qué este privilegio?, preguntaría Servet con impertinencia.

Miguel Servet aceptaba como válidos únicamente dos sacramentos: el Bautismo y la Eucaristía, pero también en esta cuestión se separaba radicalmente de los católicos, de los luteranos y de los calvinistas. La Eucaristía debía celebrarse a imitación de la última cena de Cristo, con el pan y el vino llevado por los propios cristianos, y donde el pan y el vino fueran repartidos entre todos por igual. Y el pan debía ser pan y el vino vino, o cualquier otra bebida adecuada para tal ceremonia eucarística. Pero en ningún caso la simbólica hostia. Qué necesidad hay de la hostia, diría Servet, si Cristo está en todas partes. La cena debe ser una cena, porque así pidió Cristo que se hiciera en conmemoración suya. Rechazaba así la idea de la transustanciación postulada por los católicos, deslizándose por un terreno que la mayoría de los autores han considerado panteísta. Don Marcelino Menéndez y Pelayo insiste hasta la repetición cansina sobre este punto, pero puede que tuviera razón. El polígrafo llega incluso más lejos; le busca influencias panteístas a Servet, entre ellas Escoto Eurígena y David de Dinant, dos famosos herejes, y concluye con una afirmación iluminadora:

“En la hoguera de Miguel Servet acaba el panteísmo antiguo; en la hoguera de Giordano Bruno comienza el panteísmo moderno. No sé qué oculto lazo une estos dos nombres y hace recordar siempre el uno cuando se habla del otro. Pareciéronse no sólo en lo aventurero y errante de su vida y en el término desastroso de ella, sino en condiciones geniales, en el poder de la fantasía, en la viveza y lucidez, mezclada con extravagancia, de su entendimiento y en la tendencia sintética. Parécense también en la concepción primera de Dios como unidad vacía y abstracta, de la cual todas las cosas emanaron. Uno y otro profesan la doctrina de la sustancia única y ambos aprendieron en libros neoplatónicos. Pero la doctrina de Bruno, como eminentemente naturalista que es, difiere en su método y punto de partida, aunque no en las conclusiones, de la doctrina idealista de Servet”. 

Más adelante hablaremos de Giordano Bruno y veremos estas cuestiones. Pero acabemos con la reflexión del sabio polígrafo. Dice un poco después:

“Además, Bruno ya no es cristiano, sino absolutamente racionalista, y en esto difiere también de Servet, que, a su modo, era creyente fervoroso en Cristo, y le ponía como centro de toda su concepción teológica y cosmológica”. 

En cuanto al bautismo, su idea es muy parecida a la de los anabaptistas, con los que simpatizó en esta cuestión. Incluso les pidió que lo rebautizaran a los treinta años, y por eso se ha creído que Servet fue anabaptista, lo que no es cierto, pues se separaba de ellos en otras cuestiones. Para Miguel Servet, la necesidad del bautismo es un hecho. El mismo Jesús de Nazaret se había hecho bautizar por Juan el Bautista en las aguas del río Jordán. A imitación de Cristo, diría Servet, al hombre se le ha de administrar el bautismo cuando se hace adulto, pues solo entonces se abre para él la senda del pecado. Según Servet, ningún recién nacido puede estar en pecado, no puede tener conciencia de pecado y mucho menos haberlo cometido, y por tanto no hay necesidad de lavar el pecado que no existe. Idea peligrosísima, con puntas heréticas, para católicos y calvinistas, pues se acercaba a la negación del Pecado Original.

Pero sin duda la cuestión más rabiosamente heterodoxa, disidente, herética e imperdonable en la que se regodeó Miguel Servet, fue la tocante a la Santísima Trinidad, contra la que llegó a blasfemar en repetidas ocasiones comparándola con el monstruo mitológico Cancerbero. Miguel Servet no creía que Dios fuera trino y uno. Para él, la única fuente para el conocimiento de Dios debían ser las Sagradas Escrituras, y en estas no queda definido el dogma de la Trinidad, aunque sí hay referencias a sus tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Habremos de remontarnos al Concilio de Nicea, en el año 325, para encontrar la primera formulación de la trinidad, en oposición al arrianismo, el nestorianismo y el monofisismo, movimientos heréticos que socavaban los cimientos de la Iglesia de Roma y su pretensión de universalidad.

Miguel Servet encuentra en Cristo al garante de las posibilidades de divinización del hombre, al mediador esencial para el perfeccionamiento de este, que solo puede alcanzar la cercanía de Dios con la cercanía de Cristo. Por este motivo, la caridad y el amor predicado por Jesús de Nazaret serán más importantes que la propia fe, según nuestro hombre, para lograr asimilarse a Dios. Y aquí es donde resbala hacia la herejía, y por eso se ha dicho que la filosofía de Servet es fundamentalmente antropocéntrica, y su visión teológica esencialmente cristocéntrica, término que utilizan todos sus biógrafos. Bainton, el estudioso de la Reforma protestante, lo explica con estas palabras, que aclaran también la hostilidad que por Servet va a sentir Calvino:

“Su ideología constituía un curioso compromiso y estaba dominada por la tendencia moderna a hacer de Jesús un hombre como los otros. Lo que negaba era simplemente la eternidad de Dios. El Hijo, decía, no es eterno porque ha sido una conjunción en un momento dado de la historia, de la Palabra eterna y del hombre Jesucristo. Este Cristo, por efecto de tal conjunción se convirtió en la Luz del mundo, la forma inmanente de la luz que confería visibilidad a todas las criaturas. La esencia de la ideología religiosa de Servet no residía en bajar a Cristo al nivel de la humanidad común, sino en exaltar a la humanidad al nivel de Cristo. Como los antiguos teólogos griegos, sostenía que el hombre puede deponer su naturaleza mortal y revestirse de inmortalidad solo con la condición de deponer primero la humanidad y adquirir la divinidad uniéndose con el hombre divino, o sea con el hijo del eterno Dios. Esta era una teoría que Calvino consideraba mucho más execrable que la negación de la Trinidad. En efecto, para el reformador francés Dios era tan absolutamente trascendente, que cualquier mezcla de este género entre lo humano y lo divino le resultaba impensable sacrilegio”.  

Ya en 1531, y en su libro De Trinitatis Erroribus, Miguel Servet planteaba esta curiosa tesis sobre Jesús, a la vez que negaba el dogma de la Trinidad. Fue, probablemente, el primer autor moderno en negar la divinidad de Cristo. El libro salió publicado en Basilea, y encontró la desaprobación de Enrico Zuinglio, Ecolampadio y otros reformistas amotinados contra Roma. Y en 1532, la Inquisición española le abrió un proceso, motivo por el cual nunca regresará a España.

En esta época, con el anatema pisándole los talones en Alemania y Suiza, y el peligro que se cernía sobre él en España, Miguel Servet decidió dejar aparcadas las cuestiones teológicas y adentrarse en Francia bajo nombre fingido. Desde entonces, y hasta 1546, se dedicará a otras actividades, sobre todo la medicina. Es durante este periodo cuando descubre la circulación pulmonar de la sangre. Se hará llamar Michel de Villeneuve, y hasta 1553 nadie volverá a oír hablar de ese hereje negador de la Trinidad llamado Miguel Servet. En Francia conocerá a Calvino, sobre el que me apetece incluir aquí la valoración que de él hace Menéndez y Pelayo:

“Allí se encontró en 1534 con el hombre fatal que desde entonces anduvo unido como negra sombra a su mala fortuna. Era este Juan Calvino, de Noyon, antítesis perfecta de Servet, corazón duro, envidioso y mezquino; entendimiento estrecho,  pero claro y preciso; organizador rigorista, inflexible y sin entrañas; nacido para la tiranía al modo espartano; escritor correcto, pero seco, sin elocuencia y sin jugo; alma de hielo, esclava de una mala y tortuosa dialéctica; sin un sentimiento generoso, sin una chispa de entusiasmo artístico; alma cerrada a todas las fruiciones de lo bello. Él, con su Reforma, esparció sobre Ginebra una lóbrega tristeza que ni los vientos de Italia, ni la voz de Sadoleto, ni la de San Francisco de Sales lograron ahuyentar de las hermosas orillas del lago Leman hasta nuestros días. ¡Cómo había de entenderse tal hombre con Miguel Servet, espíritu franco y abierto, especie de caballero andante de la teología! Llevado por su afán de proselitismo, quiso convencerle y disputar con él, como lo había hecho con Ecolampadio, Bucero y otros, ganoso siempre de atraer prosélitos de valía a lo que él llamaba restaurado cristianismo. Convinieron en el día, hora y sitio (una casa de la calle de San Antonio) en que el desafío teológico debía verificarse; pero, llegado el plazo, Calvino solo asistió, no sin peligro de la vida, según él dice, sin que podamos sospechar la causa de no haber concurrido Servet, que hartas pruebas dio en adelante de no conocer el miedo y de tener en poco la lógica de su adversario”.  

Efectivamente, es uno de los mayores misterios de la vida de Miguel Servet. ¿Por qué no acudió? ¿Llegó a vislumbrar el peligro que tal encuentro le podía ocasionar en Francia? ¿Vivió durante esos años tan alejado de sus antiguas inclinaciones teológicas que no quiso enfrentarse de nuevo a las censuras de los campeones de la Reforma? ¿Temió descubrirse, dejar de ser Michel de Villeneuve para volver a ser el herético Miguel Servet?

No lo sabemos. Habrá que esperar hasta 1546 para que lo veamos en plena disputa epistolar con el oscuro personaje que lo llevará años más tarde a la hoguera, en otro país y otra ciudad, Ginebra, convertida en cuartel general del calvinismo. Y aquí podemos empezar a plantearnos ya las cuestiones formuladas por Benazzi y D’Amico:

“¿Por qué Ginebra, más bien clemente con las personas indeseables, en este caso se encarniza hasta la hoguera? ¿Cuáles son las verdaderas razones de tanta dureza? ¿Cuál es el papel desempeñado por Calvino en toda la historia?”

En 1542, Michel de Villeneuve, que se ha ganado una merecida fama como médico en París, es llamado por el arzobispo Paulmier para que ejerza su profesión en la ciudad de Vienne, y así lo hará hasta 1553. Pero en 1546 comienza a escribirse con Calvino. Se trata de una correspondencia sobre cuestiones teológicas; que si Jesús es de verdad el hijo de Dios y en qué se basa esta creencia; que si puede haber más sacramentos que el Bautismo y la Eucaristía; que si es razonable que se administre el bautismo a los recién nacidos y por qué; y en este plan. Calvino se encuentra así con un perfecto hereje, muy cultivado, y cuyas posturas constituyen la negación más acabada de toda su doctrina. El tal Michel de Villeneuve le rebate airadamente, punto por punto, toda su teología. Como es lógico, se enzarzan en una disputa violentísima. Calvino adopta la pose del orgulloso maestro dogmático, y Servet, polemista nato, calienta motores y le suelta lindezas como estas:

“Tenéis un Evangelio sin verdadera fe, sin buenas obras, las cuales son para vosotros vanas pinturas. Vuestra decantada fe en Cristo es humo sin valor ni eficacia, habéis hecho del hombre un tronco inerte y habéis anulado a Dios con la quimera del servo arbitrio. Hacéis caer a los hombres en la desesperación y les cerráis la puerta del reino de los cielos. La justificación que predicáis es una fascinación, una locura satánica. No sabéis lo que es la fe, ni las buenas obras, ni la regeneración. Hablas de actos libres como si en tu sistema pudiera haber alguno; como si fuera posible elegir libremente, cuando Dios lo hace todo en nosotros. Ciertamente que obra en nosotros Dios, pero de manera que no coarta nuestra libertad. Obra en nosotros para que podamos pensar, querer, escoger, determinar y ejecutar. ¿Qué absurdo es ése que llamas necesidad libre?”. 

Además de todo esto, las treinta cartas que Servet le escribió a Calvino estaban plagadas de insultos donde lo llama blasfemo, ladrón, sacrílego, ímprobo y homicida. No contento con esta salida de madre, nuestro hombre cogió la más importante obra del famoso reformista, las Institutiones religionis christianae, sus famosas Instituciones, base de todo su sistema teológico, y se dedicó a corregir todas las páginas, donde llenó los márgenes de anotaciones injuriosas, y se la mandó junto con el primer borrador de su futura obra, el Christianismi Restitutio, invitándose a ir a Ginebra para explicarle sus tesis. “Ahí aprenderás cosas estupendas e inauditas”, le decía en la carta.

Craso error, el de Miguel Servet. Desde ese día se ganó a su peor enemigo. Calvino hizo sus averiguaciones y clamó venganza, y cuando en 1553 Michel de Villeneuve publique en la ciudad de Vienne la última versión de su obra, le dará a Calvino una herramienta para mover los hilos de su caída. Además, cometió el desliz vanidoso de publicarla con las iniciales M.S.V, es decir, Miguel Servet de Villanueva.

La obra, por supuesto, cayó en manos de Calvino, y este se va a valer de los medios necesarios para que llegue a oídos del católico inquisidor de Vienne, Mathieu Ory, que el herético libro Christianismi Restitutio es del famoso médico y anatomista Michel de Villeneuve, cuyo verdadero nombre es Miguel Servet, conocido hereje que veinte años antes ya había blasfemado contra el dogma de la Trinidad.

Enseguida se le abre proceso y es detenido. De Ginebra llegan pruebas irrefutables de su culpabilidad. El 5 de abril es interrogado. Se defiende cómo puede. Insiste en negar que no es ese tal Miguel Servet. Niega incluso haber escrito dicha obra. Apela a su buena fama como médico. Pero nadie lo cree. Hasta el arzobispo Paulmier se convence de que es culpable. Y cuando todo parece perdido, y de modo sorprendente, en la madrugada del 6 al 7 de abril de 1553, Miguel Servet consigue escapar de la prisión inquisitorial en que se halla preso y huye de una muerte segura. Es otro de los misterios de su vida. ¿Cómo fue posible su huida? Solo existen especulaciones. Menéndez y Pelayo, ortodoxo católico y defensor de la causa inquisitorial, pretende que nos creamos que los inquisidores de Francia, católicos, lo dejaron marchar. Pero no nos convence. Aun sin el hereje en las mazmorras continuó su proceso, fueron incautados buen número de ejemplares del libro, y con todos ellos y una imagen que representaba al reo, en la mañana del 17 de junio de 1553 se montó un auto de fe donde fue quemado en efigie, a fuego lento, después de haber sido estrangulado.

Pero esto le ocurrió a una representación del hereje. Él salvó la vida todavía durante algún tiempo, no mucho. Aún así su suerte estaba echada. La relajación del muñeco anuncia el final del hombre. Vagabundeó unos meses por varias ciudades, y al fin dio con sus huesos en Ginebra, adonde llegó en la madrugada del 12 de agosto. Constituye todo un misterio el motivo que lo condujo hasta allí. Abundan las teorías, todas igualmente disparatadas; desde posibles conjuras para derrocar a Calvino hasta la ingenua pretensión de convencerlo de sus errores en materia de fe. Menéndez y Pelayo aventura la posibilidad de un despiste, de un desconocimiento de dónde se hallaba, incluso de mala suerte. El famoso polígrafo cree que se desorientó y tuvo la mala fortuna de meterse en la boca del lobo. Tal teoría es impropia de su lucidez erudita. Si algo está claro, es que Miguel Servet fue a Ginebra sabiendo hacia dónde se dirigía. Al día siguiente de su llegada, y por la tarde, entró en el templo en el que predicaba Calvino. Allí fue reconocido, delatado y detenido.

Ya conocemos cuál fue su final. Al principio de este capítulo expusimos su sentencia. Fue relajado en la hoguera en la mañana del 27 de octubre de 1553, después de un proceso infamante en el que Calvino jugó todas sus cartas para que se le condenara a la pena capital. Curiosamente, durante todo el proceso, Miguel Servet mostró toda su violencia dialéctica. Como si no creyera que fuera a morir, o como si no le importara, continuamente insulta a Calvino, rebate sus tesis, se enfrenta a él abiertamente. La suya fue la actitud de un perfecto suicida.

Solo resta agregar que, ya en el quemadero, tardaría dos horas en morir. Cuando se amontonó la madera en la pira, esta estaba húmeda por el rocío de la noche y tardó en prender adecuadamente. Miguel Servet fue quemado, literalmente, a fuego lento.

Solo queda una duda. Lo que permanece en la sombra es el por qué fue hasta allí, y sobre todo para qué. Volveremos una vez más a preguntarnos lo que se preguntan Benazzi y D’Amico:

“¿por qué Servet va a Ginebra, ciudad de la cual más de un elemento hubiera debido mantenerlo alejado?” 

También hemos dicho que esta cuestión constituye el mayor misterio de su azarosa y aventurera vida. Por nuestra parte, confesamos humildemente no poseer ninguna teoría propia. Nos quedamos con el alma en vilo. Preferimos con mucho considerarlo un enigma, una incógnita, un secreto arcano, casi el sacramento de un hereje.

Pero eso sí, para que el desocupado lector pueda entretenerse un buen rato con una jugosa reflexión, le dejó con la tesis de Benazzi y D’Amico:

“Servet va a Ginebra con plena conciencia de ir al encuentro de su martirio. El viaje hacia la ciudad reformada se convierte en un nuevo descenso hacia una moderna Jerusalén, en la que sabe que no será comprendido y en la que sabe que encontrará la muerte. Servet, después del arresto en Vienne y la fuga, elige no volver a esconderse, terminar con los enmascaramientos, las fugas, el juego de los engaños. Elige, de alguna manera, ir valientemente hacia una muerte ejemplar. La elección es sacrificar su vida contra aquel al que considera el peligro mayor del momento para la cristiandad, contra el verdadero gran enemigo de su idea de renovación de la Iglesia: Calvino. Al obligar a Calvino a ensuciarse las manos con su proceso, lo obligará a salir a la luz, a arrojar la máscara, a mostrar el rostro violento e intolerable que reside en el fondo de su doctrina. Si aceptamos una hipótesis como esta, se hace dificilísimo explicar el valor, la audacia, la violencia a veces, que caracteriza la defensa de Servet durante el proceso ginebrino. Ataca a Calvino con total libertad, como si no fuese su prisionero y no estuviese en juego su vida, sino se tratase de escribir un tratado polémico o se estuviera desarrollando una disputa académica: esta es la grandeza de Servet, su impresionante fuerza moral que emerge, que hace de él un mártir. Probablemente, de una manera que no podemos conocer o reconstruir, el polemista español percibe que con su muerte puede infligir un vulnus, una herida mortal al protestantismo calvinista. Como en una refinada partida de ajedrez, Servet realiza un sacrificio de calidad, y atrae a Calvino a una trampa mortal”.


De Herejes y Malditos en la Historia, Agustín Celis Sánchez, Ed. Albor Libros, Madrid, 2006.


 

El grito, de Munch

Raquel Bollullo Corregidor


Pronto hará veinte años que escribí el relato titulado Raquel Bollullo Corregidor, que es, de entre todos los que escribí en aquellos años, el único que me sigue gustando bastante. Me llevó hacerlo un par de días en los que no hice otra cosa que escribir. Fue en el mes de septiembre de 1997.

Durante el verano anterior, yo había tenido uno de esos trabajos disparatados y absurdos que solían tenerme ocupado un tiempo, y que me dejaban una calderilla con la que sobrevivía con dificultad después de haberme ido de casa. El de aquel verano consistía en ir ofreciendo de puerta en puerta unos crucigramas que se vendían como pan caliente y de cuyas ganancias yo me llevaba el 10%, lo mismo que se percibe, más o menos, por los derechos de autor en la venta de libros, solo que mejor, pues ahí se veía la pasta a diario y luego te ibas a gastarlo con la satisfacción que proporciona siempre el trabajo bien realizado.

El tipo que me había contratado sin contrato era uno de los individuos más estrambóticos que he conocido en mi vida. Era igualito que Torrente, el personaje creado por Santiago Segura: seboso, guarro, ordinario y fanfarrón. Todas las mañanas, a mí y a otros tres chavales, nos recogía en su coche y nos llevaba a una zona de la ciudad que batíamos durante toda la jornada, de sol a sol, con solo un pequeño descanso en el que aprovechábamos para tomarnos un bocata y bebernos una lata de cerveza bien fría. El maletero del coche lo llevaba hasta las topes de crucigramas, y nos tenía pateando las calles hasta que no quedaba ninguno de ellos.

Íbamos de bloque en bloque, de planta en planta, de puerta en puerta, y yo, que colecciono nombres y apellidos para personajes futuros, siempre me fijaba en esas plaquitas de latón que hay en las puertas con los nombres de los propietarios. Y cada vez que veía uno que llamara mi atención, lo apuntaba en una libretita de notas que siempre llevaba encima.

El caso es que un día, en una quinta planta, me topé con aquel nombre que llamó poderosamente mi atención. No sabría decir por qué. Me atrajo, simplemente. No le doy más vueltas. La casa tenía pinta de estar abandonada. La puerta era mucho más antigua que la de los otros tres vecinos de planta y en los alrededores del dintel quedaban aún los restos renegridos de un viejo incendio. Así que supuse que allí hacía mucho tiempo que no vivía nadie. De hecho, cuando llamé, nadie me abrió la puerta.

Quien sí abrió fue el vecino. Un tipo de lo más extraño. Treintañero, pálido, temeroso y muy, muy apocado. Tartamudeaba por nerviosismo y no parecía andar muy ducho en las relaciones sociales. Observé desde la puerta que vivía con su mamá, que veía la tele desde su sillita de ruedas en el salón, con la cabeza caída y un resto de babilla colgándole del labio inferior. Me compró cinco paquetes de crucigramas y cerró la puerta con premura, como si le avergonzara que yo pudiese ver el estado en el que se encontraba su madre.

Dos semanas después, repasando los nombres que tenía apuntados en la libreta, me topé con el de Raquel Bollullo Corregidor y me acordé de él. Y ya no pude sacármelo de la cabeza hasta inventarle una historia.

Años después, cuando sometí el cuento a concurso, resultó que hizo doblete: mención especial del jurado en el I Premio Literario ARTÍfice del Ayto. de Loja y Primer Premio en el XX Concurso de Cuentos del Ayto. de Carreño, ambos del año 2000. Está publicado en la antología Proemio Uno, que el ayuntamiento de Loja sacó poco después con los relatos ganadores.


RAQUEL BOLLULLO CORREGIDOR

Sentado en mi sillón favorito leí la noticia de su muerte. Ocurrió a los tres días de que yo la contemplara muerta cerca de la estatua de Moret, que tanto me gusta, en frente de la estación, con el horror dibujado en la cara y el frío de la noche inundándole los pulmones, allá en el muelle rodeada de silencio y pececillos. Lo comenté con mamá, o con la sombra de mamá, que miraba nuestro televisor desde su sofá de skay. Pero mamá, con ese silencio que suponemos en los sordos y en los mudos nada decía desde su parálisis. Mamá contemplaba las figuras vidriosas del televisor con la postración inerte de una imagen esculpida en mármol. Yo, en silencio, leía los pormenores de la noticia con la avidez del criminal que sabe que su delito ha sido al fin descubierto. Y fue entonces cuando supe su nombre, ese nombre que tanto tiempo había tratado de imaginar, ese nombre que aparecía en mis sueños culpándome por mi torpeza. Supe su nombre y aún así no he descansado, porque un nombre no basta para borrar la huella de mi miedo.

El transcurrir de los días y los miedos han hecho de mí una figura maternal y nostálgica. Con el paso del tiempo se ha agotado definitivamente lo que yo pudiera tener de hombre de acción; sólo queda la memoria de los días en que yo fui, entre mis sueños, un héroe, o que creí serlo, agazapado por la niñez, protegido siempre por mamá, que nunca me dejó pasar frío. Con el paso de los años he venido a ser un soñador, un triste, y me he vuelto loco cuando he descubierto que mi destino es pasar miedo y no hacer nunca nada. Cuido en casa de que nuestro pájaro no se muera un día de hambre y le echo agua a los geranios de la terraza. Cuido de mamá con la ayuda de Cristina, nuestra criada, y este cuidado da sentido de alguna manera a mi existencia de soñador total e impenitente. No recuerdo haber hecho nunca nada que merezca la pena ser recordado, salvo en la infancia, que es en mí, más que en cualquier otro, un paraíso clausurado, una claudicación impuesta. Los años de mi vida que restan no son sino la constatación inútil de lo que no he sido. Soy una decadencia sin pasado ni futuro, que es en mí, también más que en cualquiera, la posibilidad de todo lo que no haré. A veces supero mi propio horror y bajo a la calle a contemplar lo que no tengo, y entonces todo es una novedad, un acontecimiento, y por un instante creo ser feliz. Pero pronto vuelvo a casa, a vivir mi presente de imágenes impuestas e inventadas y dejar que todo pase, deseando a veces, como ahora, que nada hubiera pasado.

Un día miré por la ventana y reparé en una figura. Llevaba el pelo corto y unos zapatos sin tacón. Mi ventana da a una calle sin vistas: otro bloque de pisos impide contemplar lo que hay más allá de esa calle que forman los dos bloques paralelos. Pasó por la calle con su andar precipitado y mi vista la siguió hasta la esquina, hasta que se perdió como en una muchedumbre, aunque no hubiera nadie. Al día siguiente la esperé a la misma hora, desde mi ventana, que es el lugar desde donde contemplo el mundo. Me basta esa calle para conocer mis límites. Reparé entonces en su vestido, muy ceñido al cuerpo, de un color que no sabría precisar, entre verde y gris, un verde grisáceo o un gris verdoso, y otra vez se perdió en la muchedumbre inexistente de la vuelta de la esquina. Cada día me asomaba a la ventana para verla pasar y me fijaba en su cuerpo torneado por unas manos artesanas, y cronometraba el tiempo que transcurría desde la entrada a la salida, un tiempo récord, un tiempo mínimo. Todos los días acudía a la ventana con la ilusión de una cita, y el paso de ella por la calle me recompensaba de mi encierro voluntario. Comencé a fijarme en cada uno de sus gestos, en su manera caprichosa de vestir, cada día una ropa distinta, cada día una persona insólita que pasaba por debajo de mi ventana para que yo la descubriera siempre nueva. Fue para mí una obsesión a primera vista. Pronto conocí todo su vestuario, que no era muy abundante. Pero me faltaba el detalle de su rostro, su cara, que me negaba con su paso furtivo y su mirada pesimista, siempre en los pies. Un día alzó la vista. Fue sólo un instante, pero me oculté por vergüenza, como quien cree estar cometiendo un acto censurable y se recrimina a sí mismo su comportamiento. No vi su cara, pero me dejó el aire vago de una belleza reprimida. Un día no pasó por la calle y la odié en silencio, como un amante despechado, como un celoso extremeño. Sin duda me debía una explicación. Y a partir de ese día decidí conocerla mejor, saber de su existencia, porque en mí palpitaba una pasión desconocida, un anhelo encubierto, algo así como el deseo nunca experimentado de la insatisfacción o los celos.

Decidí huir de la estrechez que me imponía la casa, aun a riesgo de correr un peligro, pues el desconocimiento que tengo del mundo me convierte en un ser inválido, desprotegido, vulnerable a las rozaduras de la vida, que siempre ha descargado sobre mí su ley con mano firme. Como no soy un hombre de acción la gente me cree un inútil y las vecinas me miran torvamente las pocas veces que salgo de casa. Aunque trato de ocultarme en el descansillo de la escalera y salir cuando el pasillo está libre siempre me pillan.

-Buenos días, Alfonso, ¿está hoy mamá mejorcita?

Y yo cabeceo de forma maquinal, presuroso, e intuyo la curiosidad de las vecinas, su extrañeza.

-¿Se ha puesto peor tu madre, Alfonso? ¿Vas a comprar medicinas?

Las vecinas me prohíben el paso, se colocan delante de mí y me impiden bajar las escaleras. Yo siento los latidos de mi corazón en el cráneo con un instinto homicida difícilmente reprimible.

-Como te hemos visto bajar hemos pensado que a lo mejor vas a la farmacia.

Seguro que estaban mirando por la mirilla a la espera de una víctima. Seguramente el chirrido de mi puerta las despertó de su letargo. La vecina y su hija, Manolita, forman un muro infranqueable con sus cuerpos rollizos, como suelen ser el de las vecinas perpetuamente instaladas en el reino de la zafiedad y el cotilleo, cuya única actividad es el ejercicio diario de sus labores de ganchillo y el mantenimiento de su casa.

-Mamá está bien, gracias. Pero usted, Juanita, parece que está teniendo otra vez problemas con el peso, ¿no?; se nota que su marido ha encontrado trabajo. ¿O son quizá los efectos de una menopausia ingrata?

Y entonces me siento como un Moisés ante el mar Rojo, y le da en la cara a la vecina un fuerte viento del este, de los que soplan toda la noche mientras dura la afrenta, mientras les quedan argumentos para ponerme verde.

-Y hay que ver lo hermosa que se está poniendo Manolita; cualquiera diría que necesita una liposucción. Se conoce que no le falta de nada.

Retrocede el mar ante mi paso y piso sobre suelo enjuto, teniendo las aguas como por muro a derecha e izquierda. Soy un hijo de Israel que sale a la calle a adorar al becerro de oro antes de que me prevengan las tablas de la ley.

La calle me golpea la frente con su realidad insólita. Hay cerca del portal de mi bloque un puesto de flores de papel o de tela, flores sin pálpito alguno, que la gente compra por un prurito esnobista que niega la extinción. Yo me imagino a esa gente regando las florecillas de plástico o de corcho, y acercando la naricilla a sus pétalos, previamente perfumados con la alquimia de los comerciantes. También Cristina tiene decorada nuestra casa con rosas de papel y margaritas deshojadas, pues Cristina sondea en el espejismo de una ilusión de pétalos. Alguna vez, entre accesos de furor difícilmente reprimibles, la he llamado a mi habitación y hemos compartido inocencias, sin caer nunca en la grosería de la penetración. Cristina y yo nos mantenemos en el escrutinio de los cuerpos, aunque casi siempre desnudos, puesto que mamá permanece inmóvil en su sillón, y formamos una alianza virgen, un concierto iniciático, un equilibrio obsceno sobre el edredón de la cama, mientras las margaritas dejan caer sus pétalos como sacrificio o como ensayo para una menstruación floral.

En la calle encuentro una realidad insólita y cruda, que parece burlarse de mi ignorancia del mundo. Veo pasar a la muchacha, apresurada como siempre, y la sigo por calles desiertas, por plazoletas adecentadas por la vanidad de los vecinos, y reparo en su seriedad adulta. Cada día la sigo por temperaturas afines a su cuerpo, siempre tan abrigado, tan oculto a mi vista enferma. Le imagino nombres, le invento vidas imposibles, me la hago fascinante y utópica. De vez en cuando cruza mi vista el escrutinio corporal de esa rebanada de carne, partida en dos, y trastornos febriles me arrebatan, me acechan, me califican.

Y otro día conocí su nombre, cuando no quedaba nada, sólo el rastro de ella que mi imaginación quiso dejar en mí. Cada día la seguía con la expectación insolente que me hacía tener el deseo de conocerla, de mirar sus intimidades. No de poseerla, porque yo no sé cómo se hace eso. Yo quería decirle que mi intención era sólo obtener la posibilidad de alcanzar lo que otros obtienen sólo con salir a la calle, una vista exterior de la realidad, y también de la realidad de ella. Yo permanezco encerrado entre cuatro paredes, sin más exploración que la que me permiten los límites de la ventana de mi habitación y el cuerpo de Cristina. Yo me extingo entre sueños, me desolo en frío y en tedio.

Un día reparó en mí y al día siguiente se alarmó ante mi vista. Algunos días la acompañaba una amiga y probaban itinerarios nuevos, con la meta en el mismo sitio, que debía de ser su trabajo. Los fines de semana eran un misterio, y ella una incógnita. Después de mucho buscar la hallé en un garito abyecto, lugar de golfos y maleantes, más propio de degenerados y de putas que de una señorita que había rasgado mi sensibilidad, que había irrumpido en mi vida acabando con mi sosiego inerme. Se besaba con un patán empalmado en un rincón que desconocía los desenlaces de la nueva luminotecnia. La vi hacer cabriolas con los ojos al ritmo que imponía una mano por debajo de la falda. No apartaba la vista del pantalón de su patán más que para bizquear de gusto, revirando los ojos como una golfa a punto de correrse. Como la entrepierna de su acompañante exigía una reparación urgentísima se marcharon por la puerta de atrás, buscando lugares más propicios para las fornicaciones mercenarias. Ahora lo comprendía todo: ella era una estudiante avasallada por la falta de beca, uniformada sólo gracias al estipendio que le ocasionaba la mercadería nocturna de su cuerpo. Se prostituiría para pagarse la carrera. Seguramente se anunciaría en la sección por palabras de los diarios locales, haciendo públicos sus méritos, como reclamo para una clientela deseosa de nuevas formas de placer. Seguramente en el Cambalache vendrían su nombre y su número de teléfono, o el de alguna amiga, tan golfa como ella, y seguramente se exhibirían juntas, como una pareja putísima, llena de flujos y posibilidades.

Yo me mortificaba inventando reclamos húmedos y entusiastas que glorificaran su esfericidad: «Señoritas, jóvenes, estudiantes, elegantes, discretas, todos los servicios, teléfono …»; «Me llamo Fulana y estoy cachonda, si quieres algo fuerte, llámame…»; «Fulanita y Menganita, putísimas ambas, feladoras a comisión, hotel o domicilio, teléfono…»; «Fulana, chica joven, pechos bonitos, sensual, diferente, individual y en grupo, por delante y por detrás, teléfono…»; «Fulana, MUY EXÓTICA, complaciente, SEXUAL, me dejo hacer de todo, teléfono…»

Alguna vez también yo lo había intentado en la sección de contactos. Me anuncié con pudor y con miedo, y nadie me escribió. No me atreví a dejar el número de teléfono: «Chico de 32 años, con buenas y sanas intenciones, busca chica llena de ternura e interior intachable. Absténganse todas aquellas que no sean conscientes de la actual pérdida de valores. Cádiz, Apdo …»

Si al menos me hubiera escrito ella. Si al menos hubiera sabido quién era ella, qué chica de entre todas las que se anunciaban.

Los seguí por callejones sin luz, por sucesivos parques maquillados de alcohol y tabacos, borrando sitios, bancos, lugares, plazas. Entraron en un portal a meterse mano. Salieron despeinados y con el maquillaje corrido y los ojos malos y las manos enfermas. No repararon en mi persecución por farolas insomnes, noctívagas y meadas. Hasta que el reloj dio las cuatro y en un jardín se entregaron a la fornicación seca de la noche cálida, beodos y extenuados, simplemente desprendidos o sólo hospitalarios. Y la odié.

Odié su entrega total y fornicaria. Odié la noche seca que parecía romper su carcajada ante mi mirada envilecida por la sorpresa y los celos. La luna se reía de mí desde su cuarto menguante. Odié el posible rastro uterino que los asaltos podrían haber implantado en su cuerpo como una prótesis bastarda, y lloré sin reservas. El llanto me ulceró esa cosa de niño tímido y elemental que tengo.

A las cinco y media se despidieron sin explicaciones, casi con rechazo, como imagino que debe ocurrir cuando el desahogo corporal se produce con un desconocido seleccionado a bote pronto, sin demasiada exigencia, sin un criterio demasiado selectivo. Pero ya creo que me sale la moralina inculcada por mamá en mi infancia directa y abundante.

Todavía la seguí por la avenida con luz, sin propósito de enmienda, decidido a exorcizarla o morir, hasta la estación, hasta la Renfe, dormida en trenes. Se acercó al muelle frío, obrero y explotado, acuciada por los vapores de la noche y el fornicio, y olió el aroma salobre del silencio y los pececillos, que dormían su sueño sin párpados.

-¿Quién está ahí?

Y me abalancé con una urgencia canalla, sobando cuanto pude. Me satisfizo el contacto de la carne recién usada. Aún dijo algo más, pero mi propio éxtasis o sus gritos inflamados de exabruptos me impidieron entender sus súplicas. No había nadie en los alrededores y la empujé resuelto a librarme de su influencia opresiva y subyugante. Seguramente fue la cogorza la que le impidió nadar y ponerse a salvo de una nueva posible embestida. Pero no nadó, la embriaguez se lo prohibía. Así que se hundió entre burbujillas alegres, entre un chapoteo juguetón y ajumado que, lo confesaré, encendió mi lubricidad.

Regresé a casa arrepentido y deseoso de encontrar cuanto antes a Cristina, que me debía una satisfacción. Tres días después venía la noticia de su muerte publicada en el diario: «A media mañana del día de ayer, lunes, en la bahía, y no muy lejos del muelle, se encontró el cadáver de Raquel Bollullo Corregidor…». Todavía hoy, dos meses después de su muerte incomprendida, sigo asomándome por la ventana en espera de descubrir otra figura con el pelo corto y unos zapatos sin tacón. Quizá algún día el destino me indemnice por su pérdida injusta e irreparable, y que tanto lamento. Hasta entonces, acostado en la cama y cuando ya se ha ido Cristina, suelo ojear el recorte de prensa como un riguroso y voluntario castigo o luto que yo mismo me he impuesto como penitencia.


Imagen destacada: El grito, de Edvard Munch, 1893.


 

Gaspare Mutolo y Tommaso Buscetta

Tommaso Buscetta


La Piedra Rosetta de la Mafia Siciliana


Tommaso Buscetta, el “capo de dos mundos” que en 1984 se convirtió en el arrepentido por antonomasia tras sus históricas declaraciones ante el juez Giovanni Falcone, es quizá la personalidad más compleja e interesante de la Cosa Nostra siciliana, sobre todo si tenemos en cuenta que su paradójico “arrepentimiento” no fue otra cosa que una nueva manera de reafirmarse, casi con orgullo, en su condición de miembro de una Mafia que había dejado de existir, según él y otros pentiti posteriores, en la época en la que Buscetta tomó la decisión de comenzar a hablar, aportando una ingente cantidad de información sobre la Cosa Nostra y confirmando de esta manera la existencia del fenómeno criminal llamado Mafia.

Conviene aquí recordar que aunque hoy ya nadie duda de la existencia de tal fenómeno organizado, todavía en la década de 1980 había muchas personas que consideraban que la Mafia no era una organización criminal como tal, sino más bien, y únicamente, un estado mental que había afligido al pueblo siciliano durante toda su historia, una especie de “sentimiento mafioso” que nadie que no fuera siciliano podía llegar a entender. A este respecto, resulta ya clásico mencionar la incomprensión con la que se encontró el juez Falcone en los inicios de su carrera por parte de muchos de sus compañeros de oficio. Uno de los magistrados con los que trabajaba habitualmente, un incrédulo, le llegaría a preguntar: “¿pero tú crees realmente que la mafia existe?” Y sin embargo, hacía ya más de un siglo que existían sobradas evidencias de que tal fenómeno siciliano era una realidad y no solo un mito o una serie de costumbres violentas arraigadas en el pueblo. En 1984 era tanto lo que no se sabía sobre la Mafia, que Tommaso Buscetta fue algo así como la piedra rosetta que el movimiento antimafia estaba necesitando para comprender cabalmente aquello a lo que se enfrentaban. No hay mejor manera de definir a Buscetta que acudiendo a la descripción que de él hizo el juez  Falcone en su libro Cosas de la Cosa Nostra:

“Para nosotros fue como un profesor de idiomas que te permite ir a Turquía sin tener que comunicarte con gestos”.

Sin embargo, aún los historiadores de la Mafia no se han puesto totalmente de acuerdo sobre un punto de capital importancia, y que debemos tener en cuenta si queremos comprender la paradójica actitud de Tommaso Buscetta. Para la mayoría de los estudiosos, la Cosa Nostra siciliana es exclusivamente un fenómeno de criminalidad organizada, tal y como ocurre con otros grupos delictivos, como su homónima estadounidense, como las tríadas chinas, la jakuza japonesa, las mafias del este de Europa o los cárteles de la droga hispanoamericanos, cada uno de los cuales tiene su propia historia, evolución y organigrama internos. En cambio, para otros, como Giuseppe Carlo Marino, la Mafia de Sicilia es “un singular fenómeno político siciliano orgánicamente relacionado con un hábito social consistente en la utilización sistemática de la violencia y la criminalidad”.

Solo teniendo en cuenta el segundo criterio, creo que se pueden entender estas palabras de Tommaso Buscetta al juez Falcone durante una de las entrevistas, y que explican ya, de alguna forma, por qué un mafioso convencido como Buscetta decidirá finalmente convertirse en colaborador de la justicia contra la Mafia:

“En esencia, cuando llegué a Palermo, descubrí, junto con una increíble riqueza, otra no menos increíble confusión en las relaciones entre las distintas familias y los hombres de honor, hasta el punto de que enseguida me di cuenta de que los principios inspiradores de la Cosa Nostra habían declinado definitivamente y era mejor que yo me fuera cuanto antes de Palermo, pues ya no me reconocía en aquella organización en la que yo creía de muchacho”.

El regreso a Palermo al que se refiere Buscetta tuvo lugar en 1980 de forma casi clandestina, tras haber pasado varios años fuera de la isla y una buena temporada en la cárcel por tráfico de drogas. En cuanto a la increíble riqueza y la no menos increíble confusión entre las familias, se refiere, lógicamente, a la situación creada por los corleonesi, a quienes Tommaso Buscetta y otros tantos pentiti hacían responsables de la destrucción de los “principios inspiradores de la Cosa Nostra” o, si se quiere, de los hábitos sociales de la cultura siciliana y de sus clases dominantes que durante más de un siglo habían regido las estrategias de la Onorata Società que había dado lugar a la más moderna Cosa Nostra. Pero para entonces Tommaso Buscetta era ya un importante mafioso con negocios en ambas partes del Atlántico y, viendo lo que se avecinaba en Sicilia con la facción dirigida por Totò Riina, decidió poner tierra de por medio y establecerse definitivamente en Brasil.


¿Cómo se convirtió Tommaso Buscetta en una persona tan influyente dentro de la Cosa Nostra?

Tommaso Buscetta fue iniciado en la mafia en el año 1945 con tan solo diecisiete años. Su mentor fue un tal Giovanni Andrónico, miembro de la cosca mafiosa de Porta Nuova, una familia bastante pequeña por la rigurosa selección que hacía de su personal, a la que también pertenecía Andrea Finocchiaro Aprile, el abanderado de la causa separatista siciliana, y puede que Salvatore Giuliano, el célebre bandido protagonista de la masacre de Portella della Ginestra, aunque esta última pertenencia no es segura. Lo curioso de Buscetta es que él no procedía de una familia con vínculos mafiosos, y ni siquiera de una familia especialmente humilde, pues su padre poseía un taller dedicado a la fabricación y venta de espejos decorativos en la que daba trabajo a quince empleados. Puede que al igual que ocurriera con Lucky Luciano, con quien comparte más de una característica, el joven Buscetta viera en la delincuencia un modo más fácil de ganarse la vida que el que desempeñaba honradamente su propio padre. Sea como fuere, lo cierto es que Tommaso Buscetta, que había nacido en 1928, aprovechó la coyuntura de los años de la guerra para convertirse en estraperlista y ladrón, iniciando así una carrera delictiva con el contrabando de productos de primera necesidad (gasolina, café, pan, mantequilla, aceite, salami, etc.) Fue su talento para estos negocios lo que hizo que la mafia se fijara en el joven delincuente y lo atrajera hacia la organización, en donde no tardó en hacerse un hueco importante. Aún así, Tommaso Buscetta nunca fue un mafioso al uso. Aunque pueda parecer sorprendente habida cuenta de su influencia y peso dentro del organigrama de Cosa Nostra, Buscetta no ostentó cargos de importancia; apenas pasó del rango de soldado; nunca fue un capo en sentido estricto. Sin embargo, su estrategia dentro de la mafia fue la de un renovador con una enorme capacidad de iniciativa, un tipo que en la sombra mueve a los hombres en toda clase de negocios por él emprendidos. Además, Buscetta no limitó su campo de acción a un determinado territorio, por lo que tampoco fue un competidor entre los grupos de poder sicilianos; de hecho, hizo la mayor parte de su carrera criminal fuera de Sicilia. Al igual que hiciera Lucky Luciano a partir de 1946 durante su estancia en Italia, Buscetta se dedicó a los grandes negocios sin control territorial, pero tendiendo un puente entre América y Sicilia, por lo que sería llamado “capo de dos mundos”. Su primer viaje a América lo hizo en 1949, pero a diferencia de otros que eligieron como destino los Estados Unidos, él prefirió instalarse en Argentina, y posteriormente en Brasil, donde estaría hasta 1952. De regreso a Sicilia, se dedicaría por un tiempo al contrabando de tabaco, negocio que exportó a Argentina en 1956 y más tarde a Brasil, durante su segunda estancia al otro lado del Atlántico, estancia que se prolongaría durante casi tres décadas con continuos viajes intermitentes a la isla, lo que le permitió entrar en el negocio de los narcóticos a la vez que protagonizaba la reestructuración interna de la Onorata Società, que dio paso a la Cosa Nostra con una Cúpula de poder a imagen y semejanza de la Comisión de la Cosa Nostra estadounidense.

Aquí es precisamente donde empieza a destacar nuestro hombre. Para Buscetta, la Cosa Nostra surgida a finales de la década de 1950 del gran tronco mafioso de la Onorata Società, era ante todo una hermandad de hombres de honor y no una organización jerarquizada. Para Buscetta todos los mafiosos debían ser iguales, y el vínculo que debía unirlos debía ser ante todo el respeto mutuo y no la obediencia al capo. Lógicamente, esta concepción de Buscetta respondía a su propia situación dentro de la Cosa Nostra. Él no era un Padrino mafioso, sino un miembro de la mafia con importantes negocios. Por ese motivo, cuando en 1957 se decidió la creación de la Cúpula y la entrada en los grandes negocios de los narcóticos, los jóvenes mafiosos que habían dado el paso de  traficar con drogas fueron conscientes de un problema interno en el seno de la mafia; el derivado de las luchas de poder que podían darse entre los grandes capos con control territorial y los nuevos mafiosos que se dedicaban al comercio ilegal de la droga. Tommaso Buscetta, Gaetano Badalamenti y Salvatore Pajarito Greco, que fueron los encargados de establecer las nuevas reglas para la Cosa Nostra, concibieron la Cúpula como “un instrumento de moderación y de paz interna”, donde todas las familias podían tener un representante. Pero para que nadie pudiera tener un excesivo poder dentro de la Mafia se estableció que ningún miembro de esta pudiera ostentar a la vez el título de capo de la familia; es decir, que ningún mafioso podía ser a la vez el capo de una familia y el representante de su familia en la comisión de Cosa Nostra.

Por supuesto, esta es la visión que Tommaso Buscetta le ofreció al juez Falcone de lo que era la Cúpula de la Cosa Nostra. Y puede que sea verdad esta inicial propuesta de “democratizar” la mafia, digamos. Pero lo cierto es que ni la Cúpula diseñada en 1957 ni la Cosa Nostra soñada por Buscetta tendrían futuro en los años sucesivos. En 1963 la Cúpula fue disuelta tras la primera guerra Mafiosa, y aunque después se llegó a reactivar con un triunvirato formado por Stefano Bontate, Gaetano Badalamenti y Luciano Liggio, poco a poco dejó de ser un organismo destinado a servir de contrapeso al poder de los más poderosos para convertirse en un arma de control en la dictadura de los corleonesi, que provocaron la segunda guerra mafiosa y se hicieron, por medio de la fuerza y el exterminio de los adversarios, con el poder absoluto de la Cosa Nostra siciliana.

La increíble confusión con la que se encontró Buscetta a su regreso a la isla en 1980 no era otra cosa que la dictadura impuesta por los corleonesi, justo en la víspera de la segunda guerra mafiosa. Como aliado histórico de los Bontate y los Badalamenti, Tommaso Buscetta no dudó en enfrentarse al clan de Luciano Liggio y Salvatore Totò Riina, lo que acabó enrareciendo la situación para nuestro hombre, quien en apenas cuarenta y ocho horas vio cómo los corleonesi, violando las costumbres históricas de la Onorata Società, acababan con la vida de uno de sus hermanos, de uno de sus yernos y de tres sobrinos, todos ellos desvinculados por completo del mundo mafioso al que pertenecía Buscetta, que acabó por convencerse de que la Cosa Nostra que se avecinaba con Totò Riina  era ya muy distinta de aquella otra en la que él había creído. Sintiéndose traicionado por la Mafia, decidió instalarse definitivamente en Brasil, donde sería detenido en 1984, y de donde fue extraditado unos meses más tarde. Sería en el avión que lo traía de vuelta a Sicilia el 16 de julio de 1984, donde Tommaso Buscetta comunicaría al alto funcionario de la policía Gianni Di Gennaro que estaba dispuesto a hablar con el juez Giovanni Falcone.


¿Por qué habló?
¿Por qué se expuso a la vergüenza pública del mundo criminal convirtiéndose en un pentito?
¿Por qué un mafioso convencido decide romper la omertà?

Tommaso Buscetta


Para entender al personaje debemos tener en cuenta que en Tommaso Buscetta nunca hubo arrepentimiento en sentido moral. Tommaso Buscetta no renunció nunca a su condición de perfecto mafioso, y sobre este punto insistió hasta el último momento de su vida, acaecido el 4 de abril del año 2000 en Nueva York. Pero aún más; tampoco se creyó nunca un traidor a la Mafia. Para él los auténticos traidores, los “verdaderos infames”, por utilizar el término mafioso, eran los corleoneses con Totò Riina a la cabeza; ellos eran los responsables de haber destruido la Mafia al haberse alejado completamente de los “valores” mafiosos. Por este motivo no había traición. Tommaso Buscetta no creía estar traicionando a la Mafia por la sencilla razón de que, desde su punto de vista, la Mafia había dejado de existir.

El caso, evidentemente, es de una enorme complejidad, e incluso es susceptible de ser malentendido incluso por aquellas personas que tratan de comprender el fenómeno mafioso. Pero lo cierto es que para Tommaso Buscetta, como para Lucky Luciano, una persona podía ser un perfecto criminal al margen de la ley oficial de la mayoría de los ciudadanos y no sentirse por ello un simple delincuente, pues sus actos criminales estaban dentro de otra “ley” independiente de la oficial, que es precisamente la de la Mafia, concebida así como un sistema autónomo de relaciones, pero con sus reglas y sus principios; en definitiva, la Cosa Nostra concebida como lo que es, “la cosa nuestra”, una “legalidad alternativa” que, aunque a menudo entra en conflicto con la legalidad oficial, no necesariamente debe estar en conflicto con ella, como dos universos paralelos e independientes, pero que a menudo se entrecruzan, y que es al cabo lo que explica no solo la enorme expansión de la Mafia a nivel internacional, sino también las complejas pero frecuentes relaciones de la Cosa Nostra con los estratos de poder de la legalidad oficialmente constituida.

Vistas así las cosas, cuando Tommaso Buscetta decide colaborar con la justicia abanderada por el juez Giovanni Falcone, no se está vengando de los corleoneses porque estos se hayan convertido en los nuevos Padrinos de la Mafia siciliana. Con toda probabilidad, para Tommaso Buscetta los corleoneses de Totò Riina no eran ya más que una banda de delincuentes que actuaban no solo al margen de la “legalidad oficial”, sino también al margen del “universo ilegal paralelo” de la Mafia, que ellos habían destruido. Y así las cosas, la lucha que emprende Tommaso Buscetta puede ser considerada un último acto de reivindicación de su mafiosidad, como venganza hacia quienes habían acabado con el universo en el que él habitaba.

Por último, debemos tener en cuenta que Tommaso Buscetta solo se prestó a hablar con Giovanni Falcone, un juez que actuaba desde el otro bando, pero al fin y al cabo un siciliano en el que él encontró una persona afín. Con toda probabilidad, Tommaso Buscetta se consideraba el más leal representante del universo ilegal en su lucha contra la mafia de los corleoneses, y por ese único, aunque complejo motivo, aunó esfuerzos con Giovanni Falcone, al que sin duda consideraba como el más leal representante del universo legal en su lucha contra la Mafia.

Solo desde este punto de vista se pueden comprender estas palabras tan significativas de Tommaso Buscetta, durante una entrevista de 1995:

“Es lo único en lo que tengo empeño; es mi testamento moral: quiero ser recordado como una persona de bien. Alguien que hace once años asumió un compromiso con el Estado y siempre lo ha mantenido, sin jamás modificar ni una coma. Juré a Giovanni Falcone que le diría toda la verdad. Lo hice. Lo he seguido haciendo. Siempre y a pesar de todo. Lo sé, veo que todo está cambiando en Italia. Creíamos ganar y, sin embargo, hemos perdido. Pero yo siempre he sido igual. Un hombre leal. Pueden decir de mí todo lo que quieran, pueden incluso no creerme, pueden deshonrarme. Pero en aquella habitación de allí, entre mis papeles, hay una sola verdad, siempre la misma”.


De La Historia del Crimen Organizado, Agustín Celis Sánchez, Ed. Libsa, Madrid, 2009


Imagen destacada: Gaspare Mutolo y Tommaso Buscetta, de Elias Palidda, 2007.


 

Página 4 de 19

Funciona con WordPress & Tema de Anders Norén

error: Content is protected !!