Centro de gravedad permanente

Página personal de Agustín Celis

Fotograma de la película El show de Truman

La delgada línea entre la realidad y la ficción

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Artículo publicado en La voz del sur, 12/1/2019

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Cada vez que oigo hablar a cualquier persona sobre alguien a quien sé que en realidad no conoce, me pregunto cuánta ficción está introduciendo en el relato. Y de verdad que no lo hago con premeditación, y ni siquiera por un exceso de escepticismo, pero lo cierto es que no puedo evitar creer que todo lo que estoy oyendo dista mucho de ser real.

Me ocurre en conversaciones con amigos y me ocurre a menudo cuando estoy viendo la tele o cuando navego por internet en esa busca y captura de la actualidad que todos hacemos a diario. Empiezan a hablar de cualquiera y tengo la impresión de estar asistiendo a una especie de creación literaria donde el autor de la crónica olvidó adoptar la actitud de todo buen narrador que quiera aproximarse a la verdad de los hechos; es decir, una actitud lo más alejada posible de lo impreciso, de lo fraudulento y de lo engañoso.

Ahora cualquiera diría que todo vale. A cualquiera se le puede convertir en un mal personaje de ficción. Y no es que uno esté en contra de la non fiction, ni mucho menos, el problema es que todo parece indicar que nos lo estamos creyendo. Ocurre lo mismo que con esas fantasías recurrentes de las que se alimentan nuestros miedos y preocupaciones más íntimas; nos las repetimos de manera tan machacona, que acabamos tomándolas por real, cuando en verdad sabemos que no lo son.

Si algo nos han enseñado los grandes maestros de la literatura, es que conviene mantener una prudente distancia entre lo que creemos conocer y lo que realmente contamos; y también que a veces hay que dejar transcurrir un tiempo para que se asiente nuestro conocimiento del mundo antes de trasladarlo a una ficción; esto es, antes de llegar a contarlo. Solo así es posible que seamos capaces de aproximarnos a la verdad de los hechos.

En septiembre de 1981, Gabriel García Márquez publicó en prensa varios artículos sobre Crónica de una muerte anunciada, en los que explicó el origen de la indiscutible obra maestra que había publicado poco antes. Como el libro es de sobra conocido, no temo incurrir en spoiler si cuento que aquella es la historia de la trágica muerte de Santiago Nasar, un joven alegre y gallardo, muy amigo del autor durante su juventud, que, señalado como autor de un agravio que nunca llegó a probarse, murió a cuchilladas en presencia de todo el pueblo a manos de los hermanos de una chica que había sido repudiada por su marido en su misma noche de bodas.

El propio García Márquez había asistido a aquel enlace matrimonial, y pocas horas antes había estado en compañía del que iba a ser asesinado y de los asesinos, y todos ellos estaban ajenos a lo que ocurriría pocas horas más tarde, y cuando al fin se cometió el crimen, el futuro premio Nobel de literatura sintió tanta urgencia de contar aquello que, según dejó dicho muchos años después él mismo, tal vez aquel acontecimiento fue el que definió para siempre su vocación de escritor.

Sin embargo, no escribió esa historia hasta treinta años más tarde, después de habérsela estado contando a sí mismo y a otras muchas personas durante media vida. Según confesión propia, lo hizo sudando a mares durante catorce semanas, sin tomarse  treguas y de nueve de la mañana a tres de la tarde, pero a medida que escribía, dejó dicho, se dio cuenta de que la realidad inmediata no tenía nada que ver con la que él trataba de escribir, y ni siquiera con la que recordaba, y además se sintió tan confundido que llegó a preguntarse si la vida misma no era también una invención de la memoria.

De manera muy significativa y misteriosa, García Márquez cerró el último de esos artículos recordando unas palabras de otro premio Nobel sobre lo que para mí queda escondido en esa delgada línea que separa, pero también une, la realidad y la ficción. Durante una entrevista para The Paris Review, el famoso periodista George Plimpton le pidió a Ernest Hemingway que revelara algo sobre el proceso de convertir un personaje real en un personaje novelesco, y Hemingway, que conocía bien los peligros que entraña ese tipo de declaraciones, le dio una respuesta que me parece un buen ejemplo de sentido común y de juiciosa distancia: “Si yo explicara cómo se hace eso algunas veces sería un manual para los abogados especialistas en casos de difamación”.

Por fortuna, ni Hemingway ni García Márquez revelaron nunca sus secretos, y todavía y para siempre podremos sus lectores disfrutar de todas las verdades que dejaron impresas en sus ficciones. Por desgracia, demasiada gente pretende con sus relatos descubrir la realidad sin darse cuenta de que solo recurren a la perversa costumbre de difamar.

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Imagen destacada: Fotograma de la película El show de Truman, Peter Weir, 1998.

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Los juicios de las brujas de Salem, 1692

Tanta gente ofendida

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Artículo publicado en La voz del sur, 6/1/2019

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Durante mucho tiempo viví fascinado por los provocadores, esa gente de ingenio rápido capaz de abrir brechas, con sus palabras, en las conciencias de los otros, en sus más íntimas convicciones. Me hacían pensar y me estimulaban intelectualmente. Y también despertaban en mí la curiosidad del que vive pendiente de los comportamientos ajenos, del que va por la vida tratando de estudiar la condición humana. ¿Por qué son así?, me preguntaba yo muy a menudo. Sin embargo, aquella inicial fascinación mía no tardó demasiado en convertirse en sospecha. Poco a poco, me fui dando cuenta de que detrás de un provocador se agazapa siempre un agresivo, un pendenciero, un bravucón. Y entonces el hechizo se convirtió en repulsa. En rechazo.

No tardé demasiado en encontrar un nuevo sujeto digno de atención, y, al igual que en aquella ocasión, no tardé en sospechar de él. Sustituí al provocador por el ofendido y, de igual modo, me dediqué a estudiarlo a conciencia. ¿Por qué se ofende tanto?, fue la nueva pregunta que empecé a hacerme.  ¿En serio está tan ofendido como aparenta?, seguí preguntándome. Y parece que no, pero el ofendido es una criatura realmente fascinante. Su impostura no tiene límites. Como las cebollas, está cubierto de capas. Por mucho que lo peles, siempre encuentras debajo una nueva cubierta, un nuevo motivo y otra razón para seguir sintiéndose agraviado. La ofensa es el envoltorio con el que se cubre de las embestidas del mundo. Es la manta que lo abriga. La ofensa es el burladero que lo protege de los otros. La ofensa es el principal argumento que ha encontrado para legitimar sus opiniones. Parece una paradoja, pero no lo es.

Por supuesto, no estoy hablando de la persona que fue herida por la realidad, de quien realmente sintió la punzada del insulto y del ultraje y tiene motivos sobrados para sentirse ofendida y agraviada. Y tampoco me estoy refiriendo a la víctima real de los diversos horrores del mundo. Hablo más bien de su reverso falso, del envés de la trama, del impostor que acecha detrás de la víctima y la suplanta, del actor que recurre al dolor ajeno para interpretar un papel protagonista sobre la escena. Hablo del ofendido profesional, aquel que ha encontrado en el recurso de la ofensa la manera de imponer sus criterios y hacerlos prevalecer. Hablo, en definitiva, del ofendidito.

¿Quién no los ha visto actuar en alguna ocasión? Sobran ejemplos en nuestros días. Basta encender la televisión o acceder a las redes sociales para comprobar cuál es su modus operandi. Basta con abrir los ojos y no desviar la mirada. Son vampiros exaltados que se valen del sufrimiento y del dolor ajenos para mantener una impostura de la que sacar rédito. Me ofendo, luego existo; este parece ser el único planteamiento filosófico del ofendido profesional. Y es esa tendencia a ofenderse el elemento básico de su pensamiento, que sostiene otros posibles enunciados. El ofendido se ofende, luego parece sostener una opinión. Se ofende, luego tiene razón. Se ofende, luego es una persona virtuosa, de corazón noble y bondad indiscutible. Se ofende, luego le asiste el derecho de atacar. Se ofende, luego puede señalar a su ofensor, acusarlo y someterlo a escarnio público. Y tras el escarnio, el linchamiento, la unanimidad del odio y la animadversión que quedarán justificados ante la supuesta ofensa de aquel a quien han convertido en ofensor, una especie de hereje que, al igual que los antiguos herejes, ha de ser relajado en la hoguera de las opiniones unánimes de la exaltación pública.

Añorantes de los juicios sumarísimos de las muchedumbres enardecidas de épocas más oscuras, los ofendidos profesionales se valen de las redes sociales para dictar sus veredictos de culpabilidad. El capirote del hereje es hoy un hashtag de internet. El sambenito, el comentario inapelable que tiene la extensión exacta de un tuit. La hoguera, el reguero de opiniones anónimas que se viralizan con la misma rapidez que los rumores malintencionados.

La tentación de sentirse ofendido parece tener hoy el atractivo abominable que debió de tener en su día la persecución de los herejes. Parecido es el celo con el que el supuesto ofendido vela por el mantenimiento de la ortodoxia que ha de ser creída, defendida, difundida y aceptada. Similar, el rigor con el que se juzga al que se desvía de la norma establecida. Idéntica, la sospecha que sobrevuela sobre todo aquel que ose cuestionar los métodos inquisitoriales de los nuevos ofendidos, tan diferentes en realidad a las verdaderas víctimas.

En los tiempos de las herejías, ¿se atrevería alguien a afirmar que el hereje no era hereje, que la bruja no era bruja, con riesgo de ser considerado, también él, un maldito hereje?

En los tiempos de las redes sociales, ¿se atreverá alguien a cuestionar el furor correctivo de tanta gente ofendida aun a riesgo de arañar sensibilidades a flor de piel?

Nunca hubo tantos herejes, brujas y adoradores del diablo como cuando el mundo se empeñó en creer en tales delirios. De igual modo, pese a vivir en una de las épocas más razonables, prósperas y dignas que se han disfrutado, cualquiera diría que nunca ha habido tanta gente ofendiendo.

¿Quién es hoy el que ofende y por qué? No creo que sea fácil responder a esta cuestión de una manera medianamente seria. Probablemente, a quien menos le interesa resolverla es al ofendido profesional.

Al igual que, en otros tiempos, un hereje o una bruja podía ser cualquiera (el que el inquisidor de turno y sus secuaces decidieran que podía ser), en nuestros días también parece que cualquiera puede ser convertido en la persona que ofende; solo hace falta que alguien así lo dictamine, que alguien lo declare, que alguien lo prejuzgue y lo haga con el suficiente empeño. Y cualquiera, claro, es cualquiera. Él y ella y yo mismo. Pero también usted, que lee ahora esto y probablemente no va por la vida tratando de ofender a nadie.

Las brujas: una orgía de destrucción

Las brujas: una orgía de destrucción


La caza de brujas llevada a cabo por la Iglesia a partir del siglo XIII, y hasta bien entrado el siglo XVIII, constituyó una verdadera traición al dogma cristiano.

Como actuación criminal solo es comparable al Holocausto judío que llevaron a cabo los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Papas como Gregorio IX, Juan XXII, Inocencio VIII, Alejandro VI, León X, Justo II, Adriano VI, Gregorio XVI y otros tantos, demostraron ser tan psicópatas como algunos jerarcas nazis y casi todos los oficiales de las SS.

Es a los pontífices de Roma a quines cabe hacer responsables de aquella orgía de destrucción. Uno tras otro, fueron fomentando los crímenes a mansalva, los alentaron y los impulsaron, y posteriormente, cuando quedó mitigada la superstición en las brujas y su satánica promiscuidad, ni siquiera hubo una disculpa con propósito de enmienda, no se formuló ni una sola palabra de repulsa por los viejos crímenes, cometidos para erradicar una herejía inventada. Simplemente se acabó el desconeje, pero la Iglesia no deploró sus crímenes contra la humanidad, ni calificó como criminales a los Sumos Pontífices que los habían procurado. Como mucho, en 1657, una directriz de la Inquisición romana reconocía que, desde hacía mucho tiempo, no se había llevado a cabo de forma correcta ni un solo proceso contra la brujería.

Nada más. No se señaló a nadie como culpable. No se entonó un mea culpa. Y, sobre todo, no se inició un camino de rectificación al emprendido por tantos papas que habían conculcado una tradición que venía de antiguo y que negaba la realidad de las brujas. Se diría que la Iglesia, en aquellos siglos oscuros, prefirió renunciar a su propia doctrina con tal de alimentar la creencia en Satanás como fuerza maligna en perpetua disputa contra Dios.

A la Iglesia le interesaba que los creyentes vivieran con un continuo terror al maligno. Para ello, nada mejor que lanzar el bulo de la existencia de sus perversos agentes, las brujas, a las que había que aniquilar. De esta manera, se aseguraba el control sobre el orden social y el respeto de los creyentes por medio del miedo, convertido en pavor y espanto gracias al celo de esos profesionales del crimen que fueron los inquisidores. Como ya señaló Lea:

“La Iglesia aplicó su irresistible autoridad para consolidar la creencia en el alma de los hombres. En las bulas papales, se aludió reiteradamente a los poderes maléficos de las brujas debido a la credulidad implícita de los creyentes”.

¿Por qué hemos dicho que la caza de brujas europea, patrocinada desde Roma, fue una nueva traición al dogma cristiano? Muy sencillo.

En los primeros tiempos del cristianismo, los cánones eclesiásticos enseñaban que los creyentes debían ser instruidos acerca de las falsedades y apartarse de toda superstición nigromántica. Lo que condenaron los padres de la Iglesia fue la creencia en supercherías de todo tipo.

El propio San Pablo se mostró escéptico en todo lo tocante a la hechicería: “rechaza las fábulas profanas y los cuentos de viejas”, le escribió a su discípulo Timoteo.

San Agustín, a quienes no se hartarían de traicionar los papas de la Edad Moderna, condenaba la creencia en las brujas, y se mostró riguroso con quienes aceptaban tales fantasías; a los actos brujeriles los consideraba “ensueños” populares de la gente ignorante.

Entre los teólogos medievales, hubo partidarios de la teoría del “ensueño” expuesta por Agustín de Hipona. Estos santos varones, en lo que se ha dado en llamar, con total injusticia, los siglos oscuros, se negaron a dar crédito a los excesos del ignorante vulgo.

Una autoridad como Santo Tomás, consideraba la Superstición como un “exceso” opuesto al “defecto” de la Irreligiosidad, contrarias ambas a la “virtud” de la Religión.

¿Por qué? Pues porque Cristo, según queda expuesto en los Evangelios, venció a Satán. Jesús enseñó que el maligno carece de poder sobre el hombre, salvo cuando puede tentarlo para que haga el mal.

La superstición y las supercherías, el oscurantismo, según la auténtica doctrina cristiana, vendría a ser una contaminación del diablo en la mente de los hombres. Paradójicamente, a partir del siglo XV, la Iglesia Católica fomentaría las supersticiones para dar rienda suelta a todas sus depravaciones.

Traicionando su propio credo, volvió a inventarse una nueva herejía, la de las brujas, para asentar aún más su poder como siempre lo hizo, por medio de la violencia.

 En 1486, el libro más atroz que se ha escrito, y por encargo de un papa, el Malleus Maleficarum, afirmaba:

“La mayor de las herejías es no creer en las brujas”


Las Brujas: una orgía de destrucción

Linda maestra (1798), de Francisco de Goya


Esta afirmación, tan alejada de lo enseñado por los padres de la Iglesia, sería la gran consigna de los inquisidores. Todo aquel que se negara a aceptarla sería igualmente depurado.

Rechazaban así las enseñanzas de los cánones de la Iglesia.

Aún en el siglo XI, en el Canon Episcopi, podemos leer estas palabras que niegan la realidad de las brujas, a la vez que explican por qué la creencia en ellas resulta anticristiana:

“De hecho, una innumerable cantidad de personas, engañadas por esta falsa creencia, considerando estas cosas como verdaderas, se desvía de la justa fe y cae en el error del paganismo porque termina afirmando la existencia de alguna otra divinidad o potencia sobrenatural además del único Dios. Por este motivo, los sacerdotes, en sus iglesias, deben predicarle al pueblo continuamente para hacerle saber que ese tipo de cosas son enormes mentiras, y que estas fantasías son introducidas en las mentes de hombres sin fe no por el espíritu divino, sino por el espíritu del  mal”.

Es decir, que no solo se negaba la existencia de las brujas, sino que se desaconsejaba su creencia por ser este un modo de tentación para hacer caer a los hombres en el pecado y, en definitiva, para alejarlos de Dios.

Con la perspectiva que nos conceden los siglos, hoy sabemos perfectamente lo alejada que estaba de Cristo la Iglesia Católica en los siglos en que defendió, a sangre y fuego, la existencia de las brujas para, posteriormente, aniquilarlas.

Curiosamente, no fue la Edad Media, pese a su injustificada fama de época oscura, una era de persecución de la brujería. Hubo casos, por supuesto. La creación de la Inquisición medieval en 1231 no presagiaba nada bueno.

Pero esta fue instituida, en un principio, para erradicar la herejía cátara, aunque muy pronto se extendieran sus competencias a cualquier forma de disidencia. Ya en tiempos de Gregorio IX actuó en tierras alemanas Conrado de Marburgo. Fue este hombre un esforzado luchador contra la hechicería, perseguidor de una supuesta secta de luciferinos que, según se decía, estaban haciendo estragos entre la población. Solo en Estrasburgo llegó a quemar a ochenta personas. No obstante, se trató de un caso aislado. Su campaña criminal duró solo seis años. Murió asesinado en extrañas circunstancias.

En realidad, la Iglesia prestó poca atención al tema de la magia hasta el siglo XIV. Todavía en 1257, el papa Alejandro IV les recordó a los inquisidores, mediante bula, que no debían distraerse de su deber esencial, que era la depuración de los herejes, no la persecución de las brujas, que era aún competencia de las autoridades civiles como cuestionadoras del ordenamiento social.

En tiempos de Alejandro IV, la brujería no era considerada una forma de herejía. Aún así, en la época de Clemente V, los templarios serían perseguidos por la Inquisición. La principal acusación que pesó sobre ellos sería la de adorar a un enorme ídolo en forma de macho cabrío llamado Bafomet. También en este caso, la autoridad civil del rey Felipe de Francia, llamado “el hermoso”, se aliaría con la autoridad religiosa para acabar con la poderosísima Orden del Temple,  que había sido fundada en 1118 para proteger el Santo Sepulcro, y a los peregrinos que acudían a Tierra Santa, de la amenaza sarracena.

Pero el caso de los templarios, aunque declarados herejes por el Pontífice, puede que sea un ejemplo de lucha política más que religiosa. Hubo demasiados intereses económicos de por medio. Por este motivo, no nos detendremos en su estudio. Aunque eso sí, la historia de la Iglesia es también la historia de sus intereses económicos y de su ambición política.

La situación comenzó a cambiar con el papa Juan XXII. En 1320 promulgó la bula Super illius specula, donde estimulaba a los inquisidores para que buscaran nuevos, y más radicales, métodos de represión.

Es a e este pontífice a quien debemos la abolición de toda distinción entre la herejía y la brujería. Fue Juan XXII quien determinó que fuese actividad inquisitorial la búsqueda, persecución y exterminio de las brujas. Por los mismos años, el famosísimo inquisidor Bernardo Gui daría a conocer su Práctica Inquisitionis Haereticae Pravitatis, libro para uso de inquisidores, y donde ya aparecía la hechicería como crimen que debía atajarse de raíz.

En 1376, Nicolás Eymerich escribiría el no menos célebre Directorium inquisitorum, el más renombrado Manual de Inquisidores de la época, que no dejaría de reeditarse hasta el siglo XVII, y donde se daban por ciertas todas las fantasías y elucubraciones mentales, de una perversidad sin parangón, que se decían de las brujas.

No obstante, no eran más que los prolegómenos. La Iglesia Católica solo estaba calentando motores. Tal y como nos confirma Lea en su fundamental libro La Inquisición en la Edad Media, la persecución que se llevó a cabo entre los siglos XIII y XV no fue más que un preludio a “las ciegas y disparatadas orgías de destrucción que infamaron el siglo y medio siguiente. Parecía como si la cristiandad hubiera echado raíces en el delirio”.

El paso definitivo lo daría el Papa Inocencio VIII. Con él acabaría siendo traicionada la tradición de la Iglesia que condenaba la superstición.

Las palabras de San Pablo fueron olvidadas.

A las condenas de San Agustín les darían un nuevo uso.

A partir de Inocencio VIII, a la Iglesia de Roma le convino que los fieles creyeran en las supersticiones.

En diciembre de 1484 se promulgó la bula Summis desiderantes affectibus. Con ella, la brujería comenzó a ser una realidad temible.

Dos años más tarde, en 1486, el Sumo Pontífice le otorgó su suprema autoridad a dos dominicos psicópatas y sanguinarios: Heinrich Kramer y James Sprenger. Por orden del Papa escribieron el Malleus Maleficarum, el Martillo de las brujas, e iniciaron el verdadero desconeje en Alemania, que se extendería por toda Europa.

Este libro fue un auténtico éxito en su época. Durante tres siglos fue lectura obligatoria de inquisidores y jueces. Como bien dejó dicho el teólogo Peter de Rosa en su fundamental y heterodoxo libro Vicarios de Cristo:

“En la actualidad, es un libro de cabecera para informarse acerca de las penalidades impuestas a las brujas. Contiene un corpus teológico completo sobre hechicería que resulta insuperable por las insensateces presentadas como análisis científicos. Durante tres siglos se halló en el estrado de todo juez, sobre la mesa de todo magistrado. El prefacio de las numerosas ediciones de esta obra repleta de perdición era la bula de Inocencio VIII”.


En Las Brujas: una orgía de destrucción

Malleus Maleficarum, Lyon, 1669


Como curiosidad, quiero dejar dicho que en España, y pese a la justa fama que tuvo nuestra Inquisición como institución depravada, la caza de brujas fue mucho menor que en el resto de Europa.

Aunque también hubo casos, la Inquisición española estuvo siempre más interesada en reprimir otro tipo de manifestaciones heterodoxas, como el criptojudaísmo o el protestantismo.

Hasta 1582, la nigromancia y la astrología fueron materias que se impartían en las universidades españolas. Aquí, la brujería y la hechicería, salvo algunos casos muy puntuales, no acabaron de ser consideradas como formalmente heréticas, pues se consideraba que su práctica no cuestionaba el dogma religioso imperante ni el poder de la Iglesia.

Un ejemplo muy significativo de esto es La Celestina de Fernando de Rojas, de finales del siglo XV, donde la vieja alcahueta que protagoniza la obra practica la brujería sin sufrir persecución por ello, y donde estos conocimientos son tenidos como cosa habitual, incluso cotidiana, propios de la época y de la sabiduría popular.

En definitiva, los inquisidores españoles consideraron la brujería un mal menor. Hasta tal punto fue así que en 1614 la Inquisición española publicó unas celebres Instrucciones para tales casos, cuyos treinta y dos artículos recomendaban mantener la cautela y practicar la benevolencia en todo lo referente a estos delitos.

En Europa, pero sobre todo en Alemania y Francia, los siglos XV, XVI y XVII, con su Reforma y su Contrarreforma, conforman la Edad de Oro de la Brujería.

El mundo se llenó de íncubos y de súcubos.

Las posesiones diabólicas estuvieron al orden del día.

Los conventos vivieron bajo sospecha continua, pues los hombres y las mujeres de Dios fueron, al parecer, los más tentados por el maligno.

Fueron frecuentes los pactos con el Demonio.

Se celebraron los aquelarres, se practicaron toda clase de maleficios, de embrujamientos, de asesinatos mágicos.

Se pusieron de moda los bebedizos, los filtros de amor, los envenenamientos y los brebajes a base de plantas mágicas, y cualquiera que anduvo coqueteando con dichas pócimas fue considerado sospechoso, pues de ellos se valía Satanás para perder a los hombres y a las mujeres. Todo ello supuestamente, por supuesto.

En una época en la que impera la creencia de que todo en el mundo significa algo, de que todo tiene un sentido distinto del que aparenta, cualquiera que pretendiese alcanzar algún elevado significado espiritual corría el peligro de ser acusado de brujería, y su destino sería la hoguera.

La nigromancia, la astrología, la quiromancia, las diferentes clases de conjeturas obtenidas de mil y un elementos, los augurios sacados de los fenómenos atmosféricos, las suertes echadas de mil maneras y todo lo que sonara a esotérico, mágico o alquímico, todo fue escrutado por las instituciones que velaban por el mantenimiento de la ortodoxia, y todo fue razón y motivo para encender la hoguera.

  Los demonólogos de la época difundieron la creencia de que los brujos y las brujas estaban poseídos y habían hecho pactos con el Diablo, a quien adoraban en la ceremonia del Sabat o Aquelarre, y que todos ellos formaban una secta herética que pretendía constituir una Iglesia contraria a la Iglesia de Dios, es decir, una Anti-Iglesia de Satanás.

El famoso erudito del siglo XVI, Jean Bodin, autor de una obra titulada De la demoniomanía de las hechiceras, llegó a establecer los quince crímenes que con más frecuencia cometían las brujas, a saber:

  1. Renegar de Dios
  2. Blasfemar contra Dios
  3. Adorar al Diablo
  4. Entregar sus hijos al Diablo
  5. Sacrificar a los niños al Diablo antes de ser bautizados
  6. Consagrar los niños a Satanás desde el vientre de su madre
  7. Prometer al Diablo atraer a su servicio a otros muchos
  8. Jurar en nombre del Diablo
  9. No respetar ninguna ley natural y cometer incesto
  10. Matar a las personas
  11. Cocerlas y comérselas luego
  12. Alimentarse de carne humana y aun de la de los ahorcados
  13. Asesinar a otras personas por medio de sortilegios y venenos
  14. Acabar con el ganado, secar los frutos y causar la esterilidad de las gentes de bien
  15. Y, por último, pero es mandamiento que los agrupa a todos: hacerse esclavos del Diablo y obedecer sus órdenes.

Por todo ello hubo persecuciones, delaciones, seguimientos, juicios, causas abiertas y hombres, mujeres y niños llevados a la hoguera acusados de brujería, tratos con Satanás o posesión diabólica, frecuentemente de forma epidémica.

La acción de la justicia no tardaba en actuar. Se abría una investigación, se personaban los santos inquisidores en los lugares malditos, iniciaban sus diligencias, interrogaban a mansalva, torturaban con piedad, sentenciaban con rigor y, con cínica clemencia, entregaban a los reos al brazo secular para que fuesen ejecutados piadosamente. Y todo ello en nombre de Dios.

Durante estos siglos oscurísimos, la Iglesia renegó de las palabras de Cristo y acogió con entusiasmo estas otras del Éxodo:

“A la hechicera no dejarás que viva”.


Las Brujas: una orgía de destrucción

Las Brujas y sus encantamientos (1646), de Salvatore Rosa


Desde finales del siglo XV, en Europa hubo, o se inventaron, las siguientes epidemias de posesión y brujería, según un catálogo realizado por  L.F. Calmeil, y que Vicente Risco reprodujo en su extraordinario libro sobre Satanás. Algunas son  de sobra conocidas:

  • 1491-1494: En un convento de monjas de Cambrai (Condado de la Marche).
  • 1551: En Uvertet (Condado de Hoorn).
  • 1552: En Kintorp, cerca de Estrasburgo.
  • 1554: En Roma, con 84 personas afectadas.
  • 1555: En Roma, con 80 niños de un orfanato.
  • 1560-1564: En el convento de Nazareth, en Colonia.
  • 1566: En Findlingsteim, en Amsterdam, entre 30 y 70 niños.
  • 1590: En Milán, con 30 monjas.
  • 1593: En Friedeberg, Neumark.
  • 1594: En la marca de Brandeburgo, con 80 casos.
  • 1609-1611: El caso de las ursulinas de Aix.
  • 1613: En Santa Brígida de Lille.
  • 1628: Varias monjas de Madrid.
  • 1632-1638: El caso de las ursulinas de Loudun, con otros similares en Chinon, Nimes y Aviñón.
  • 1642: El caso de las monjas de Louviers, con 18 posesas.
  • 1652-1662: El caso de las monjas de Auxonne.
  • 1670: En Mora, Suecia, y en un orfanato de Hoorn (Holanda).
  • 1681: En Toulouse.
  • 1687-1690: En Lyon, con 50 personas.
  • 1732: En Bayeaux; una epidemia de posesos que duró diez años.
  • 1740: Diez casos entre las monjas de Unterzell, en la Baja Franconia.
  • 1857-1862: En Morzine, en la Alta Saboya, con 120 personas endemoniadas.
  • 1878: En Pledrau, cerca de Saint-Brieuc, y en Jaca (España).

Por último, y como conclusión, podríamos decir que las brujas existieron mientras hubo personas que creyeron firmemente en la existencia de su poder.

Nunca hubo tantas brujas como en los siglos en los que la Iglesia difundió el bulo de su realidad como herejía, contradiciendo su propio credo.

A partir del siglo XVIII, la cabeza mejor organizada del hombre ilustrado dejó de creer en los efectos de la brujería. Curiosamente, el setecientos es también la época en que comienza a cuestionarse el poder temporal de la Iglesia, la era de la progresiva aconfesionalidad de los estados, el siglo en que se inicia la laicización de las costumbres.

Pero asimismo, y para ser justos, también los hombres del clero iniciaron poco a poco un proceso de rectificación. A este respecto, debemos recordar una curiosa décima del padre Feijoo, benedictino, donde abomina, de modo evangélico, de las creencias de la masa, del ignorante vulgo. Valga como ejemplo de lo dicho:

“Por más que el vulgo dé
En que es visión portentosa
Una apariencia engañosa,
Y en ello obstinado esté;
Yo en ningún tiempo creeré
Que una tema es devoción,
Que es milagro una ilusión,
Que la sombra es realidad,
Que la ceguera es piedad
Y el error es Religión”.


Imagen destacada: El aquelarre, o El gran Cabrón (1819-1823), de Francisco de Goya


De Herejes y Malditos en la Historia, Agustín Celis Sánchez, Ed. Alba Libros, Madrid, 2006.


 

Una elección equivocada

Una elección equivocada


Primero es tan solo una impresión. Llegas a un lugar desconocido y reconoces un entorno que intuyes que se te puede volver hostil. No te gusta lo que ves y piensas que has hecho una elección equivocada.

La intuición te dice que erraste el tiro. Que sabes que algo a tu alrededor no funciona del todo bien. Que permanezcas alerta.

Luego observas y estudias lo que te rodea y confirmas lo que ya entreviste. El lugar al que llegaste destila un humor acre y te deja en la boca el regusto amargo de la ceniza y el moho que impregnan los ambientes tóxicos.

Poco a poco te vas habituando a ello. A pesar de haber decidido no acostumbrarte te vas adaptando, como un líquido condenado a ser embotellado que adopta finalmente la forma del envase que lo envuelve.

No hay manera de evitarlo. Poco a poco descubres que es más fuerte que tú. Que la presión que ejerce sobre ti el recipiente que te cubre es más poderosa que el impulso de mantenerte fuera.

Un día descubres que estás dentro, que has caído en la trampa y que no has podido impedirlo. Formas parte del entorno. Eres solo uno más entre tantos. Y entonces decides que no queda otra que sobrevivir. Permanecer y salvarse. Continuar y resistir. Como un náufrago que aguarda desamparado la llegada de un tronco a la deriva al que agarrarse para no acabar hundido.


Imagen destacada: «Das kabinett des Dr. Caligari», 1919. Colección de la Cinemateca francesa, París.


 

Un juego de niños

Un juego de niños


Escrito en agosto de 2002, Un juego de niños fue publicado en la revista digital ficticia.com, cuando Ficticia era aún una Ciudad de Cuentos.

Un juego de niños


Un juego de niños

Tienes miedo.

Últimamente ocurren cosas que te inquietan. Estás confundido. Sales a la calle y desde que abres la puerta de tu casa adviertes miradas que te observan con intriga, recelo o desdén. Tienes la vaga sospecha de que los vecinos hablan a tus espaldas y comentan en voz baja algo sobre ti cada vez que sales del portal. Sabes lo que ocurre cuando uno se aleja de la norma, de lo establecido, de lo que los otros reconocen como correcto. Sabes lo que puede ocurrir. Alguna vez estudiaste casos de personas desaparecidas buscando argumentos para algunos de tus libros. Argentina es una mina. Chile también. Has hablado con algunas de las madres y conoces los métodos que siguieron los asesinos. Cualquiera puede ser un delator. Tú no has hecho nada, pero sabes que no importa, que eso no te hace inocente. Has tenido acceso a los diarios de gente que murió en el Holocausto. Leíste los testimonios de hombres y mujeres que fueron víctimas de la persecución en la era de Stalin. Nunca te sorprendieron ni la perversidad ni el terror de los ejecutores. Solo te dio miedo.  Has leído y releído diez veces El Proceso de Kafka y sabes que cualquiera puede ser condenado a muerte como un perro.

Lo que te está pasando en las últimas semanas te inquieta. Descubres a cada paso las huellas que dejaron tus perseguidores. Nadie se da cuenta pero eso ha ocurrido siempre. Son muy pocos los llamados a advertir las señales del crimen y por eso tienes miedo. No has querido ir a la policía por el temor a que también ellos formen parte de esta trama.

Ayer por la noche ibas a salir y al final decidiste con prisa y sin remedio quedarte en casa. Mera precaución. Oíste pasos en el rellano y ya no fuiste capaz de alejar de ti la idea de una conjura. No es la primera vez que tus enemigos traman tu caída, pero esta vez han ido demasiado lejos. Incluso te sorprende que ninguno de tus amigos te llamara al móvil para interesarse por tu ausencia. ¿Será posible que también ellos puedan estar implicados en esta trampa? ¡Hijos de perra!

Quién sabe si en este mismo momento no hay alguien en un hotel de la ciudad armando el revólver que te ha de abrir esta noche la tapa de los sesos. Quién sabe si no sonó ya el teléfono negro de tu fortuna y de una voz limada por el aguardiente no salió ya la orden que decidió por ti. Quién sabe si en el periódico para el que trabajas desde hace ya diez años no tienen preparada tu esquela y en este mismo momento alguien escribe el obituario para el día de mañana. Solo ahora reparas en que todavía hoy no has dado señales de vida a nadie.

Quizás tu nombre figura desde hace años en una lista de enemigos que han de ir cayendo poco a poco. Hombres y mujeres que sufrieron la misma suerte y que todavía nadie ha sabido relacionar para rehacer de otro modo inverso la misma lista y buscar una explicación para cada una de esas muertes. Quizás el nombre que figura encima del tuyo ya fue tachado con un bolígrafo y al tuyo le espera hoy, o mañana, o pasado, un destino idéntico. Lo malo es no saber cuándo.

De repente has tenido una intuición y un escalofrío te ha recorrido de arriba abajo siguiendo el curso de tu espina dorsal. Te has atrevido a bajar las escaleras del bloque de pisos donde vives y te has abalanzado hacia el buzón en busca de una respuesta. De nuevo las llaves te han temblado en las manos. Has visto lo que esperabas ver. Allí mismo, sobre la bandeja metálica del buzón, encontraste el trozo de papel donde una mano anónima dejó escrito su veredicto: “ESTÁS MUERTO”.

Otra vez, como todas estas semanas, recuerdas y estudias cada una de las llamadas de teléfono que has ido recibiendo a diario. El procedimiento seguido es el que tú conoces desde hace tanto tiempo. La misma forma perversa de actuar. Primero, y durante varios días, un ring que suena en la casa y deja de sonar. Más tarde ya, y a la misma hora siempre, una llamada que tú atiendes pero en la que nadie responde. Solo un silencio al otro lado de la línea o un aliento contenido, alguien que te oye hablar y decir “diga”. Después, la misma llamada insistente a la misma hora, pero alguien cuelga cuando oye tu pregunta. “¿Quién es, quién es?” Al fin, y después de varios días de acoso, cuando han empezado las dudas y ya esperas impaciente y a la misma hora la llamada de teléfono, suena de nuevo el ring y tu voz en el auricular dice “diga” y alguien te responde “vamos a por ti”.

No tuviste tiempo de preguntar nada. Oíste el click de algo que cuelga y el sonido intermitente de la línea cuando solo hay vacío al otro lado. Un día y otro se repite el mismo rito y solo ahora vislumbras esa posibilidad. ¿Será posible que hoy seas tú la víctima? La sonrisa se te tuerce en la boca y la mueca te devuelve un recuerdo antiguo, ya mejorado.

Solo entonces te viene a la mente un bloque de pisos con muchas puertas y un portal donde hay una pared llena de buzones con los nombres de los propietarios. Y te ves a ti mismo jugando con tu amigo Poli, buscando el nombre completo, nombre y apellidos del viejo loco del octavo del que dicen que fue aviador y estuvo en la guerra que tu abuela recuerda todos los días.

Y entonces reparas en cómo fuisteis al bar Pepe a por la guía de teléfonos y buscasteis aquel nombre. Allí estaba el número, esperando ser encontrado para llevar a cabo el plan que llevabais semanas madurando. Y entiendes por fin que tu comportamiento no ha sido muy distinto del que tuvo el viejo, que les decía a los vecinos que para él no había acabado la guerra, que querían matarlo y que nadie podría protegerlo.

Sabes que es solo una posibilidad igual de perversa que la otra, la que acabó con la vida de tanta gente en tantos países distintos, en épocas tan diferentes.

Todavía dudas. Tienes miedo. No puedes estar seguro. Sabes que nadie te ha de creer si das la voz de alarma. Te parece increíble que tanto terror y tanta muerte pueda alcanzar la inocencia de un juego de niños.


Imagen destacada: Fotografía de Cristopher McKenney


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