Centro de gravedad permanente

Página personal de Agustín Celis

Manifestación contra la ley Mordaza - Imagen de archivo - Foto: Manu García

Los límites de la libertad de expresión

Artículo publicado en La Voz del Sur, 16/2/2019

Estaba yo el otro día, tan tranquilo, corrigiendo exámenes en la sala de profesores del instituto donde me gano el pan, cuando oí a mis compañeros del heroico departamento de Filosofía hablar sobre el tema del concurso de debates que han organizado para nuestro alumnado de bachillerato; a saber: los límites de la libertad de expresión. Y aunque suelo ir bastante a lo mío sin meterme en conversaciones ajenas, al escuchar aquello no pude reprimir el impulso de ponerme en pie, acercarme a aquellos nobles pensadores y decirles, palabras más, palabras menos: “quietos ahí, que eso me interesa”. Y tan palpable debió de ser el interés que mostré por el asunto, tanta la insistencia con que les di la murga hasta saber con pelos y señales la mecánica del evento, que hasta me cogieron para formar parte del jurado encargado de valorar la interesante disputa dialéctica que habría de tener lugar, aquel mismo día, en la sala de usos múltiples.

Que en un instituto de secundaria y bachillerato se organicen actividades encaminadas a desarrollar el tan noble como olvidado arte de la argumentación, no solo me parece un síntoma de buena salud educativa, sino que lo creo imprescindible para que también las nuevas generaciones practiquen el diálogo y el talante democrático, que decía el otro.

Tres horas más tarde, en el salón de actos, pude comprobar con qué celo, imparcialidad y transparencia habían organizado mis compañeros aquel interesante evento. Imagínenselo; varios grupos de alumnos motivados y una controvertida cuestión sobre la que debatir: ¿conviene que se le pongan límites a la libertad de expresión?

Para hacer más interesante la cosa, las reglas estaban claras desde el principio. Con anterioridad al debate, el alumnado, distribuido paritariamente en grupos, debía investigar sobre el tema propuesto y encontrar razones a favor y en contra, para luego poder reflexionar con criterio propio sobre la conveniencia, o no, de ponerle límites a la libertad de expresión. Pero solo en el momento del debate, y tras sorteo público, sin trampa ni cartón, sabrían qué postura habrían de defender frente al público y el jurado que estaba deseando oírlos argumentar.

Me parece la más inteligente manera de enseñar a la ciudadanía a ponerse en el lugar del otro. Es decir, que con independencia de las ideas que cada uno de aquellos chavales tuviera sobre el asunto, podría verse en el trance de tener que defender la postura contraria, si es que quería hacer un buen papel sobre el escenario y pasar a la siguiente fase del concurso.

Se trataba, por supuesto, de un ejercicio dialéctico encaminado, precisamente, a cultivar la humana capacidad del diálogo. Sin dogmatismos. Sin consignas. Sin directrices que coarten.

Considero que no hay forma más pacífica de aprender a escuchar con el debido respeto a aquel que opina de modo diferente a como lo hacemos nosotros. Atender a la opinión contraria. Oír los argumentos y las razones sin deshumanizar a quien las emite. Disciplinar la mente para tratar de entenderlas. Y solo luego, una vez conocidas las posturas contrarias, entonces sí: rebatirlas, discutirlas o enfrentarlas. Oponer incluso, si se quiere, una resistencia férrea frente a determinadas ideas, pero sin mordazas. Y, sobre todo, sin criminalizar a nadie solo por pensar de modo distinto.

La actuación del alumnado me pareció impecable. Cada uno en su papel, con riguroso respeto, moderados por una profesora que repartía equitativamente los turnos y los tiempos, fueron defendiendo las ideas y rebatiendo las posturas que se les oponían, pero sin robarse en ningún momento la palabra ni menospreciar a quienes tenían delante.

Finalizado el acto, tuve ocasión de felicitar a algunos de aquellos alumnos. Los encontré alegres, pero no satisfechos. Se les habían quedado tantas cosas por decir que algunos aún continuaban debatiendo, buscándole punta a los argumentos hasta exprimirlos, autoevaluando ellos mismos su trabajo, dirimiendo aún los pros y los contras del ejercicio pleno de la libertad de expresión; y, finalmente, concluyendo sobre cuál de las dos posturas planteadas resultaba más fácil defender. O más difícil.

Lo que me llamó la atención, a lo que aún sigo dándole vueltas, es que la mayoría de ellos pensara que la postura más cómoda de mantener es la que defiende que se le deben poner límites a la libertad de expresión. ¡Cuidado! No estoy diciendo que esa sea la postura que defienden los alumnos con los que hablé. Afirmo solo lo que he dicho y repito: que esa era la postura que les parecía más cómoda de mantener. La más fácil, si se quiere. La menos compleja o problemática. Aquella sobre la que, en apariencia, más argumentos a favor se podrían esgrimir.

Durante el camino de regreso a casa, fui pensando en todo esto. Tenía aún muy presentes las palabras que había oído; que era más cómodo y más fácil defender la necesidad de poner límites que la plena libertad de expresión. Me costaba creerlo, pero era así. Cabizbajo, a solas y para mí solo, pensé en lo poco que habíamos avanzado o en lo mucho que habíamos retrocedido en estos pocos años del siglo XXI.

Y entonces me acordé de Juan Soto Ivars y del ensayo que publicó hace un par de años en la editorial Debate. Se titula Arden las redes, analiza lo que él mismo ha denominado la “poscensura” y comienza con esta perla de antología: “George Orwell escribió que «si la mayoría de la gente está interesada en la libertad de expresión, habrá libertad de expresión, incluso si las leyes la persiguen». Sin retorcer sus palabras, se puede extraer la conclusión inversa: si la mayoría de la gente deja de estar interesada en la libertad de expresión, dejará de haber libertad de expresión, incluso aunque las leyes la permitan”.

Al final, me dije, va a ser verdad que tenía razón Ambrose Bierce en su amarga definición de la palabra libertad:

 “Libertad, s. Una de las posesiones más preciosas de la imaginación.”

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Imagen destacada: Manifestación contra la ley mordaza, en una imagen de archivo. Foto: Manu García.

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Allegro ma non troppo

El poder de la estupidez

Artículo publicado en La Voz del Sur, 9/2/2019

En el año 1988, el historiador italiano Carlo M. Cipolla publicó un libro que debería leer cualquier persona medianamente sensata. Se titula Allegro ma non troppo e incluye uno de los ensayos más lúcidos, inteligentes y divertidos que yo he leído en mi vida. Abarca toda la segunda parte de la obra, se titula “Las leyes fundamentales de la estupidez humana y no solo trata de demostrar cuán abundante es el número de las personas a las que podemos considerar estúpidas, cuán devastadora la influencia que tienen en el mundo y cuán inabarcable su poder, sino que, además, lo consigue con inusitada facilidad y argumentos que resultan irrebatibles.

Frustrado ante la avalancha de análisis políticos que se publican a diario en la prensa, y que a duras penas llegan a explicar lo que está ocurriendo en el mundo, esta semana he vuelto a releer la obra de Cipolla y he salido de ella con el convencimiento de que los amables lectores de esta página no pueden pasar ni un día más sin conocer las verdades que ese libro atesora, motivo por el cual he decidido reseñarlo hoy.

El tema de las íntimas relaciones entre la estupidez y el ser humano ha contado, a lo largo de los siglos, con abundantes e ilustres analistas. La bibliografía, a estas alturas de la Historia, es ya abundantísima. De hecho, para quienes quieran profundizar en el asunto, yo les recomendaría que complementaran la lectura de Cipolla con el ya canónico Elogio de la locura (1511) de Erasmo de Rotterdam, que sigue siendo, a pesar de la distancia de siglos, la más aguda sátira que se ha escrito sobre la humana tontería; y que, a esta, añadan la poética lectura de El barco de los Necios (1494) de Sebastian Brandt. Y, por supuesto, la imprescindible Historia de la estupidez humana (1959), del escritor húngaro Paul Tabori.

Pero si de lo que se trata es de vislumbrar la mecánica que rige los comportamientos humanos, reconocer las causas de tantos desastres y aprender a prevenirlos, y todo ello de una manera científica, sin duda bastará con la lectura del ensayo de Cipolla, que además se lee en una tarde y de una sola tacada.

La primera ley fundamental enunciada por el italiano es en sí misma una afirmación categórica, pero también un aviso a la cautela y hasta una advertencia que no hay que pasar frívolamente por alto. Dice así:

Siempre, e inevitablemente, cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo.

Para comprender en su totalidad esta afirmación, y no abrigar ideas preconcebidas, ante todo conviene desprenderse de cualquier clase de prejuicio y llegar a comprender que Cipolla nunca fue ni un elitista ni un reaccionario. Es más, sus tesis demuestran de manera definitiva, tras arduos años de observación y recogida de pruebas experimentales, que, con independencia del sexo, el color de la piel, la nacionalidad de cada cual, el ambiente social en que se haya criado, la educación recibida, los factores culturales que nos condicionen, las tendencias sexuales que nos motiven o cualquier otro elemento identitario que se pueda esgrimir para reconocernos, cualquier individuo de la especie humana puede ser incluido en una de estas cuatro categorías, que Cipolla denomina fundamentales; a saber: los incautos, los inteligentes, los malvados y los estúpidos.

En este sentido, los grupos sociales más abiertamente sensibles a toda tendencia discriminatoria o insultante pueden estar absolutamente tranquilos, pues la segunda ley enunciada por Cipolla es, a este respecto, férrea y no admite excepciones. Dice así:

La probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona.

Ahora bien, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos de incautos, malvados inteligentes y estúpidos? Muy sencillo.

Por incauta debemos considerar a toda aquella persona que lleva a cabo una acción que termina reportándole un beneficio a otra persona y un perjuicio a sí misma.

De modo contrario, el malvado es aquel que, tras realizar una acción, obtiene una ganancia perjudicando a otro.

La persona inteligente, en cambio, sería aquella que obtiene un rédito provechoso para sí, pero cuya manera de actuar no solo no perjudica a nadie, sino que también resulta beneficiosa para otras personas.

A poco que pensemos en todo esto, llegaremos a la conclusión de que, en nuestro devenir diario, tales casos ocurren continuamente, cosa que sin duda tiene una importante utilidad práctica y puede servir para reconocer con facilidad la clase de persona con la que estamos tratando. Pero, y es en este “pero” donde radica la razón de ser del ensayo de Cipolla, habremos de admitir igualmente que dicho análisis no representa la totalidad de los acontecimientos que definen las relaciones que mantenemos con nuestros semejantes, lo que nos lleva a la necesidad de dar a conocer la tercera ley fundamental de la estupidez humana.

Así pues, ¿qué es un estúpido? Oigamos de nuevo a Cipolla:

Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.

Reflexionemos un segundo sobre esta verdad incontestable. Es posible que, a usted, que sin duda es una persona inteligente y razonable (y prueba de ello es que aún continúa leyendo este artículo), esta tercera ley fundamental le parezca discutible y, a lo mejor, incluso incomprensible. No se preocupe. Es normal. Según Cipolla, cualquier persona racional y sensata reacciona de manera instintiva con escepticismo e incredulidad ante una afirmación semejante. ¿Cómo va a ser esto así?, se estará preguntando. Pero piénselo de nuevo. Muy probablemente usted mismo se ha topado en alguna ocasión con alguien que le privó de algún bien que usted apreciaba, o incluso de tranquilidad, energía, tiempo o buen humor, sin que la persona que le causó dicha pérdida obtuviera nada a cambio. Simplemente ocurrió así. Usted acabó frustrado, molesto o en dificultades a causa del comportamiento errático, absurdo e incomprensible de una persona a la que solo podemos calificar (reconozcámoslo) como estúpida, pues dicha persona no obtuvo con ello ningún beneficio. Es así. No es posible entenderlo. No hay manera de explicar por qué esa persona ha actuado de modo tan ilógico e irracional. O la explicación, como venimos diciendo, es así de simple: dicho individuo, sencillamente, es estúpido.

Pero, ¡cuidado! Ojito con menospreciar o infravalorar el daño que una persona estúpida puede llegar a causar a una persona o a un grupo de personas. En el seno de una sociedad tan compleja como la nuestra, el potencial de daño que una persona estúpida maneja puede llegar a ser incalculable, sobre todo cuando el estúpido ocupa un lugar de influencia o autoridad en dicha sociedad. Es lo que Cipolla denomina “el poder de la estupidez”, y cuya ejemplificación más inmediata debemos ir a buscarla en las cuestiones políticas, lo que aparece claramente sintetizado en la cuarta ley fundamental, que afirma lo siguiente:

Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que, en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error.

De todo ello se deriva una serie de consideraciones finales sobre las condiciones necesarias para el bienestar social, entendido este como la suma algebraica de las condiciones de bienestar individual.

No es posible mantener una actitud de prevención y alarma contra la estupidez si no se entiende cabalmente la quinta y última ley que se enuncia en este ensayo:

La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe.

Mucho más que el malvado; ojo con esto. Una sociedad con un altísimo número de personas malvadas, o incluso donde todos fuesen malvados, afirma Cipolla, sería una sociedad estancada, por supuesto, pero no se producirían grandes desastres. O al menos estos se verían compensados por la propia acción de otros malvados. Habría, en todo caso, una alternancia en las transferencias de beneficios entre malvados, pero la sociedad en sí, como suma, se hallaría en un estado de perfecta estabilidad.

Muy distinto sería el caso de una sociedad con un elevado porcentaje de personas estúpidas, porque son precisamente los estúpidos quienes provocan las grandes calamidades que perjudican a todos, incluso a ellos. Ante una situación así, la sociedad entera se empobrecería. Nos encontraríamos en una situación desastrosa, que se vería agravada por el posible comportamiento permisivo de los otros miembros.

Efectivamente, y esto que voy a decir es una constante histórica suficientemente demostrada a lo largo de los siglos, en toda sociedad que camina hacia la ruina, los estúpidos, ante la actitud permisiva y condescendiente de los no estúpidos, se vuelven más activos y suelen ocupar preeminentes puestos de poder e influencia, lo que termina provocando también una temible proliferación de malvados que, en busca siempre de su propio beneficio, hará que aumente exponencialmente el número de los incautos en detrimento del de los inteligentes que, en minoría, se verán incapaces de producir para ellos mismos, y para toda la sociedad, las ganancias, beneficios y bondades suficientes como para que esta continúe avanzando.

 

Entre cafres o entre europeos

¿Entre cafres o entre europeos?

Artículo publicado en La Voz del Sur, 02/02/2019

Gracias a que de vez en cuando me da por revisar viejos cuadernos en los que voy anotando mis lecturas, he podido descubrir que hoy hace veinticinco años que leí por primera vez al abate Marchena. Y como andaba yo buscando asunto para el artículo de esta semana, me ha parecido que la ocasión era inmejorable para recordar a aquel personaje excesivo, apasionado y febril, cuya azarosa vida lo llevó a transitar por los márgenes de la literatura española y a ser, probablemente, uno de los pocos españoles con algo de protagonismo en la Revolución francesa.

Tenía yo diecinueve añitos la primera vez que me topé con uno de sus artículos, y la impresión que me produjo fue de tal calibre que ya no pude dejar de leerlo hasta dar cumplida cuenta de su obra completa, que, por otra parte, no es muy abundante.

A la olvidada figura del abate Marchena le dediqué el primer trabajo medianamente académico que me exigieron hacer en la Facultad de Filosofía y Letras donde estudié. Y cinco o seis años más tarde, cuando publiqué mi primer libro, que era una frívola colección de curiosidades históricas, no pude evitar la tentación de incluir un capítulo a él dedicado, donde la curiosidad, por supuesto, era su propia vida.

El abate Marchena. Retrato de un provocador, se titulaba aquel breve escrito. En él hacía repaso de algunos de los calificativos que mereció por parte de sus contemporáneos, y contaba alguna que otra anécdota sobre su vida, como aquella que nos legó Jean Baptiste Louvet en sus Memorias, según la cual, estando preso Marchena en la cárcel de la Conciergerie de París, desafió en reiteradas ocasiones a Fouquier, el acusador público, en estos términos: “me está usted olvidando. Estoy aquí para que me guillotinen”.

Hoy, sin embargo, parece que su figura empieza a ser reivindicada de nuevo, hasta el punto de que su localidad natal, Utrera, dedicó el pasado año 2018 a homenajear a uno de sus vecinos más notorios, con gran despliegue de medios y página web incluida, exposiciones sobre su vida, obra y milagros, y hasta un libro de relatos coordinado por la escritora y periodista Eva Díaz Pérez, que ha publicado la Fundación José Manuel Lara, y que cuenta con textos de importantes firmas como las de José Calvo Poyato, Jesús Maeso de la Torre o Alberto González Troyano.

Me alegro mucho. Ya iba siendo hora de que también José Marchena (1768-1821) tuviera la atención que su peripecia vital, y su obra, merecen.

Para los amantes de las curiosidades históricas diré también que Arturo Pérez-Reverte, en el año 2015, publicó la novela Hombres buenos, donde aparece un personaje secundario al que se nombra como abate Bringas, pero que es trasunto del abate Marchena. Y aunque Pérez-Reverte se toma la libertad que le concede la ficción para situar el año de nacimiento del personaje en la década de 1740, para hacerlo coincidir, ya cuarentón, con el escenario prerrevolucionario de su obra, no cabe duda de que detrás de su personaje ficticio sobresale, inspirador y sugerente, el personaje real de José Marchena. Muy acertado me parece también, en esa obra, que Pérez-Reverte haga morir guillotinado a Bringas junto a Robespierre y Saint-Just, y que sus últimas palabras, justo antes de que bajara la cuchilla, fueran estas: “iros todos al carajo”.

Obviamente, no ocurrió así en la realidad, pero bien pudiera haber ocurrido, motivo por el cual no resulta descabellado imaginarlo en una ficción.

El abate Marchena vivió esa época crítica de la historia de España en la que un ilustrado tenía que decantarse entre ser un enemigo declarado de todo lo francés, o ser un afrancesado y sufrir el desprecio de sus paisanos bajo la acusación de traidor a la patria. Ante esta disyuntiva, se declaró en favor de las corrientes de libertad que venían de Francia, y probablemente ahí debamos encontrar las razones del olvido en el que cayó su obra durante tanto tiempo.

Sin embargo, algunas de sus ideas, y algunos de sus aciertos, siguen teniendo tal vigencia en nuestra época, que no he podido evitar la tentación de tomar prestado uno de ellos para titular el artículo de hoy e invitar, de paso, a la reflexión.

Aparece en uno de los artículos que publicó en El Observador. El tema del día era la necesaria y urgente reforma que precisaba el teatro en el siglo XVIII, al que los ilustrados pretendían convertir en una afilada herramienta para instruir y educar a la población. En ese artículo aparece un personaje que, tras muchos años fuera de España, acude al Coliseo de los Caños del Peral para ver la representación de una obra, y tal es su asombro ante lo que allí vio, tales los disparates de que disfrutaba el público, y tan ordinarias y brutales las actitudes de los espectadores, que hay un momento en el que, sorprendido, eleva una pregunta que me parece un hallazgo lingüístico que sobrevive al paso de los años: “pero qué estamos, decía, entre cafres o entre europeos”.

Casi dos siglos y medio más tarde, aún podemos hacernos esa misma pregunta a poco que salgamos a la calle aguzando los sentidos. Dejo a nuestros lectores la búsqueda de ejemplos que ilustren lo comentado. Podría ser hasta un sano ejercicio de civismo crítico.

Pero, al margen de las ideas políticas de cada cual (que ese es un jardín en el que ni se me ocurre colarme), convendrán conmigo que, como poco, cuando se ve la rapidez con la que nuestros gobernantes dilapidan, por turnos, la herencia pública que recibimos de nuestros mayores, o cuando se observa con qué interesada irresponsabilidad se empeñan, los unos y los otros, en deteriorar la pacífica convivencia política forjada durante cuarenta años de democracia, resulte bastante razonable que a uno le entren ganas de preguntar, al igual que el personaje asombrado del abate Marchena: “a ver, señores, pero qué estamos, entre cafres o entre europeos”.

Dr. Jekyll y Mr. Hyde

El que escribe, el que narra, el que es

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Artículo publicado en La Voz del Sur, 26/01/2019

Me sorprende lo mucho que se enfadan y lo rápidamente que se indignan. Y aún más me asombra la ligereza con la que juzgan. Me estoy refiriendo a cierta gente que parece no haber leído un libro en su vida.

Curioseo a menudo por las redes sociales, sin mojarme demasiado, y me alarma comprobar lo nervioso y alterado que está el personal, las ganas de bronca que fingen tener algunos y la mala baba que destilan muchos de sus comentarios. “Tranquilícese, hombre”, está tentado de decir uno muchas veces, “y mire las cosas desde otra perspectiva, que no es para tanto”.

Lo que pasa es que luego vuelvo a leer las conversaciones que se mantienen en Facebook o en Twitter, me sonrío de manera esquinada y me digo que para qué. Vete tú a saber lo que hay ahí, añado para mis adentros; igual el tipo tuvo un mal día y la realidad virtual a la que ha recurrido es la única manera que tiene de descargar la frustración que se le fue acumulando en el cuerpo. Aunque puede que existan otras muchas posibilidades.

 Lo mismo se ha estado tomando unas cañas con unos compañeros de trabajo, tan tranquilo, y ha habido un momento en el que ha agarrado el móvil, ha abierto la aplicación del pajarito, por ejemplo, ha leído un titular y se le ha disparado el automático. Y entonces es cuando ha escrito lo que ha escrito: una barbaridad, un insulto, una salida de tono, un juicio rápido o cualquier sandez destinada a injuriar a una persona a la que en realidad no conoce.

Lo mismo ha tardado treinta segundos exactos en teclear con los pulgares su mensaje de indignado frívolo y luego se ha vuelto a guardar el móvil, ha agarrado otra vez su copa y ha continuado echándose unas risas con los amigos. Tan tranquilo. Y toda esa indignación que ha dejado flotando en cualquier lugar del ciberespacio conocido no es más que una frivolidad que seguro que, en otras circunstancias, sería incapaz de sostener con hechos, cuando la realidad lo pusiera en el brete de decidir si mantiene, o no, lo que se ha atrevido a afirmar desde el cobijo de Internet, tantas veces de manera anónima.

Lo peor es cuando te encuentras con idénticas o parecidas actitudes en el desierto de lo real. Me pasó el otro día con un amigo, a propósito de un escritor francés al que le gusta moverse por el lado más controvertido de la vida. Venía indignadísimo mi amigo con el último libro que el afamado autor ha publicado recientemente. “¡Menuda porquería!”, soltó indignado. “¡Valiente bazofia!”, dictaminó iracundo. Y luego concluyó que el novelista debía de ser un personaje repugnante, a juzgar por algunas de las cosas que decían en el libro tanto el narrador como los personajes.


«Lo peor es cuando te encuentras con idénticas o parecidas actitudes en el desierto de lo real»

Ese escritor francés no me interesa demasiado, la verdad, pero como con algo ha de entretenerse uno decidí llevarle la contraria a mi amigo y, de paso, atraerlo a un terreno en el que me siento mucho más a gusto.

“Estás confundiendo realidad y ficción”, le dije. Y luego, para cabrearlo aún más, me puse en plan docente, que es una técnica que no falla nunca cuando se trata de enfadar a cualquiera.

Resultaba evidente que estaba confundiendo al autor con el narrador; es decir, al que escribe con el que cuenta; y, lo que aún es más grave, al escritor con sus personajes. “En el fondo”, le comenté, “la novela ha debido de atraparte mucho, porque te has metido tanto en la historia que has acabado viviendo esa ficción como si de una realidad se tratara. Te la has creído tanto, que has perdido la noción de lo que es real, y solo después, cuando la has acabado, has salido del estado de irrealidad en el que el autor te sumergió, y finalmente has reaccionado contra él al no poder hacerlo contra el narrador y los personajes”.

Es algo que les ocurre mucho a quienes son seducidos por la ficción. No solo ocurre con los libros. También sucede con el cine. Y aún más, últimamente, con las series de televisión. Conocido es el caso del infierno que vivió el actor que interpretaba al rey Joffrey en Juego de Tronos. El personaje resultaba tan odioso, que muchos fanáticos de la serie increpaban al actor por la calle como si él fuera responsable de la maldad del ser abyecto al que daba vida en la pantalla.

Se trata probablemente del mayor logro que puede alcanzar la persona que crea una ficción; hacer que de algún modo afecte a quien la recibe en la realidad. Alterar su punto de vista. Suprimir el plano de la invención hasta hacer que parezca real. Claro que luego pueden venir las consecuencias, siempre absurdas.

Por supuesto, mi amigo no podía aceptar aquello. Volvió a fingirse indignado, mostró su enfado y hasta recurrió al aspecto emocional para lograr vencer mi resistencia. ¿Qué lo estaba, tomando por imbécil?, llegó a preguntarme. Pues claro que ya él sabía todo eso. Pero es que no era así, trató de argumentar. Ni confusión ni nada. “Además”, me dijo, “no es solo lo que dice en esa novela. Es todo lo que escribe ese tío”. Y entonces me contó que, al parecer, hasta en artículos de opinión, y en algún ensayo, el escritor francés decía idénticas burradas, lo que venía a demostrar, según él, que aquellas eran verdaderamente sus creencias.


“uno es el que narra, otro el que escribe y otro el que es”

Roland Barthes

Decidí dejarlo y no insistir. No merecía la pena disputar tanto por nada. Pero desde entonces ando dándole vueltas al asunto y hoy he recordado una cita atribuida a Roland Barthes que explica muy bien el fenómeno del que estoy hablando. La leí hace tiempo en uno de los artículos que el escritor español Alberto Olmos dedicó a reflexionar sobre la libertad de expresión en la revista digital Zenda. Parece un galimatías, pero es en realidad un aforismo muy logrado. Y dice así: “uno es el que narra, otro el que escribe y otro el que es”.

La primera distinción creo que está bastante clara y la entiende cualquier lector acostumbrado, que sabe que nunca ha de confundirse al narrador de la historia con el autor del libro. En cuanto a la segunda distinción, puede que el ejemplo de quienes rabian en las redes sociales sirva para ilustrar el acierto del aforismo de Barthes; motivo por el que, quizás, no debiéramos tomarnos demasiado en serio tantas tonterías como se escriben.

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Imagen destacada:
Stevenson, R. (1886). “Chapter 2: The Search for Mr. Hyde”. The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde.

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Fiódor Dostoievski. Retrato de Vasily Perov, 1872

Materia sensible

Artículo publicado en La Voz del sur, 19/01/2019

No podemos saber cómo terminará afectándonos cualquiera de las experiencias que vivimos; tampoco cuál será ese acontecimiento que cambiará para siempre nuestra manera de concebir la realidad o de enfrentarnos al mundo. Quienes tenemos hijos conocemos el temor de que alguna desgracia les ocurra, y vivimos pendientes de ellos para evitarles cualquier cercanía con la desdicha, pero estamos completamente inermes ante todo aquello que, a pesar de nuestros desvelos y cuidados, puede marcarlos de modo irremediable. El ser humano está hecho de una materia tan sensible y permeable a la experiencia que no hay forma de prever qué será aquello que habrá de afectarnos para siempre.

Sin embargo, la buena noticia ante casi cualquier eventualidad desagradable es saber que no será la última. También para nuestros seres queridos. Parece un sofisma, pero no lo es. Quienes han experimentado la cercanía de la muerte, y han abrazado la realidad que nos espera a todos, saben que a partir de ese momento cuenta cada segundo, pero también que no es necesario encontrarse frente al abismo para procurar que cada segundo cuente.

Quizás el caso más extremo que yo conozco, sobre las bondades de saber que no disponemos de una vida ilimitada como para andar perdiendo el tiempo en tonterías, es el del escritor ruso Fiódor Dostoievski. Su experiencia es tan ejemplar en este sentido que casi podría decirse que el hecho decisivo e irrepetible de su existencia, aquel que lo marcó más profundamente y al que guardaba más agradecimiento fue también el más traumatizante.

Durante su juventud, cuando apenas contaba veinticuatro años y empezaba a publicar sus primeros escritos, Dostoievski conoció lo que podríamos considerar, desde nuestra perspectiva actual, cierto éxito y reconocimiento. Publicó una primera novela que sorprendió al mundillo literario ruso y algunos relatos que le merecieron algunas palmaditas en la espalda. Sin embargo, no tardó en desencantarse de la rápida fama que había adquirido y todo aquello le pareció insustancial e insatisfactorio.

En su búsqueda por abrirse cuanto antes el mayor número de cicatrices posible, empezó a coquetear con las revolucionarias ideas políticas de moda en su época. Como tantos otros, se dejó arrastrar por los ideales, pretendió cambiar el mundo antes de conocerlo, y, en su quijotesca manera de abrazar la realidad, no tardó en unirse a algunos grupos radicales en abierta oposición a las políticas del zar Nicolás I.

El encuentro con la realidad le sobrevino en 1849, cuatro años después de sus primeras tentativas literarias. Tal y como suele ser prescriptivo en estos casos, en el grupúsculo al que pertenecía Dostoievski se infiltraron algunos agentes del zar y el 23 de abril de ese año fue arrestado y encarcelado, junto al resto de sus compañeros, bajo la acusación de estar conspirando contra el gobierno. Se le recluyó en la fortaleza de San Pedro y San Pablo de San Petersburgo y algunos meses después fue condenado a muerte.

En la historia o la leyenda de este hecho hay un matiz de humor negro por parte de las autoridades que no debe pasar inadvertido. El castigo habitual para esta clase de delitos, en la Rusia de la época, era el exilio de varios meses, o bien la condena a trabajos forzados por un periodo de tiempo similar, pero el zar Nicolas I, temeroso de que en su tierra se produjeran también los altercados que venían ocurriendo en media Europa, quiso darles a los revolucionarios del Círculo al que pertenecía Dostoievski un castigo ejemplar que sirviera para disuadir de nuevas intentonas de levantamiento. Es verdad que la pena a la que se les condenó parecía excesiva, pero aun así fueron leídas las sentencias. Y no solo eso, sino que se montó alrededor de ese juicio toda la parafernalia habitual en estos casos.

El 22 de diciembre de ese mismo año, a los condenados se les subió en carruajes y fueron conducidos por las heladas calles de San Petersburgo hasta la explanada Semiónovski, que era el lugar donde solían realizarse las ejecuciones públicas. Allí los recibieron un sacerdote, los soldados dispuestos para la ejecución y un buen número de espectadores que no querían perderse el espectáculo. Frente a ellos, el cadalso con los tres postes por los que irían pasando todos en turnos de a tres; junto al patíbulo, varias carretas con tantos ataúdes como iban a hacer falta.

Para hacer aún más espeluznante aquella experiencia, a todos los prisioneros se les puso la correspondiente capucha y se oyó sus confesiones. Luego, se colocó a los tres primeros en los postes e incluso se llegó a dar la orden a los soldados para que prepararan sus armas y apuntaran a los reos. Dostoievski ocupaba el primer puesto en el segundo grupo que habría de ser ejecutado.

De pronto, cuando ya todo parecía inevitable, un carruaje apareció en la explanada y de él bajo un hombre. Llevaba un sobre en la mano. El zar había conmutado la sentencia de muerte por la de cuatro años de trabajos forzados en Siberia, a los que seguiría una estancia en el ejército por un periodo similar.

Aquella noche, Dostoievski le escribió una carta a su hermano en la que reflexiona por extenso sobre lo ocurrido. Había vuelto a nacer. Tenía la posibilidad de corregir muchos de sus errores. Se le había dado la oportunidad de rectificar y poner en orden sus prioridades. Uno de los párrafos de esa carta comienza así: “Cuando vuelvo la mirada al pasado y pienso en todo el tiempo que derroché…”

Hasta ocho años más tarde, en 1857, no se le permitió a Dostoievski escribir una sola línea. En todo ese tiempo, soportó las peores condiciones de vida a que se puede someter a un hombre. Pero cuando al fin recuperó la libertad, dejó de lado sus ideas políticas y todo aquello que lo lastraba y se dedicó a escribir como si no hubiera más días, o como si la muerte estuviera siempre tras sus pasos. Desde entonces, y hasta su muerte en 1881, se dedicó por entero a la elaboración de su inmensa obra novelística; uno de los mayores monumentos literarios que se han escrito para el auténtico conocimiento del ser humano.

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Imagen destacada: Fiódor Dostoievski. Retrato de Vasily Perov, 1872.

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