“Y nosotros síndicos, jueces de los casos penales de esta ciudad, habiendo presenciado el procedimiento promovido ante nosotros a instancias de nuestro lugarteniente contra Vos, Miguel Servet de Villanova del país de Aragón en España, y habiendo visto vuestras voluntarias y repetidas confesiones y vuestros libros, consideramos que Vos, Servet, durante mucho tiempo habéis propagado una doctrina falsa y absolutamente hereje, despreciando toda queja y corrección, y que con obstinación malvada y perversa habéis divulgado hasta en libros impresos opiniones contra Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en una palabra contra los principios fundamentales de la religión cristiana, y que habéis tratado de provocar un cisma y perturbar a la Iglesia de Dios, por lo cual muchas almas pueden haber sido arruinadas y perdidas, actividad horrible, trastocadora, escandalosa y contagiosa. Y no habéis tenido vergüenza ni horror de poneros contra la divina Majestad y la Santa Trinidad, tratando siempre con obstinación de infectar el mundo con vuestro fétido y hereje veneno. Crimen de herejía dañino y execrable, merecedor de un grave castigo. Por estas y otras razones, deseando purgar a la Iglesia de Dios de tales infecciones y eliminar el retoño marchito, después de habernos aconsejado con los ciudadanos y habiendo invocado el nombre de Dios para emitir un justo veredicto (…) teniendo ante nuestros ojos a Dios y a las Sagradas Escrituras, hablando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, emitimos por escrito la sentencia final y Te condenamos, Miguel Servet, a ser atado y llevado a Champel y ser puesto en la hoguera y quemado junto con vuestros libros hasta que no seáis más que ceniza. Y así se habrá puesto fin a vuestros días y se habrá dado ejemplo a los que pensaran en cometer delitos similares…” 

Este largo párrafo pertenece a la sentencia que le fue leída, en la ciudad de Ginebra, en presencia y con el arbitrio de Juan Calvino, el día 27 de octubre de 1553, a Miguel Servet, pensador humanista al que sin duda debemos considerar como el más heterodoxo, atrevido y pertinaz de todos los herejes.

Evidentemente no soy ni el único ni el primero en mantener esta opinión, y como el caso en cuestión merece ser ilustrado en  profundidad, me apetece incluir aquí el dictamen que en el siglo XIX nos dio del personaje, desde su ortodoxia inquebrantable, don Marcelino Menéndez y Pelayo en su obra Historia de los Heterodoxos Españoles:

“Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores. Como carácter, ninguno, si se exceptúa quizá el de Juan de Valdés, atrae tanto la curiosidad, ya que no la simpatía; ninguno es tan rico, variado y espléndido como el del unitario aragonés. Teólogo reformista, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo panteísta, médico, descubridor de la circulación de la sangre, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de París, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable, a la vez que soñador místico, la historia de su vida y opiniones excede a la más complicada novela. Añádase a todo esto que su proceso de Ginebra y el asesinato jurídico con que terminó han sido y son el cargo más tremendo contra la Reforma calvinista, y se comprenderá bien por qué abundan tanto las investigaciones y los libros acerca de tan singular personaje. Sin exageración puede decirse que forman una biblioteca”.

Sería ridículo, por tanto, pretender que estamos descubriendo mediterráneos remotos al hablar de una figura tan notoriamente conocida. Las citas se imponen antes de iniciar el cuento. Incluiré por ahora, a modo de prólogo, solo una más. En un interesante ensayo de Natale Benazzi y Matteo D’Amico titulado El libro negro de la Inquisición, de lectura obligada para todo aquel curioso que desee conocer la historia de los más infames procesos inquisitoriales, nos encontramos con esta seductora invitación a pensar:

“Comprender el caso Servet es tan importante como comprender el Santo Oficio romano o los mecanismos de funcionamiento de la Suprema española. El caso es complejo y, en alguno de sus momentos, efectivamente oscuro. ¿Por qué el gran humanista español es perseguido por ambas Iglesias, la católica y la protestante, por otra parte despiadadamente en lucha entre sí? ¿Por qué Ginebra, más bien clemente con las personas indeseables, en este caso se encarniza hasta la hoguera? ¿Cuáles son las verdaderas razones de tanta dureza? ¿Cuál es el papel desempeñado por Calvino en toda la historia? Pero, sobre todo, ¿por qué Servet va a Ginebra, ciudad de la cual más de un elemento hubiera debido mantenerlo alejado?”

Empezaremos con una afirmación que puede resultar incomprensible y asombrosa, pero que no lo es, como se verá más adelante: tan graves y atrevidas resultaron para su época las ideas de este incorregible individuo, que tuvo que ser quemado en la hoguera, a fuego lento, en dos ocasiones.

Nació en España, en la ciudad de Tudela, hacia el año 1510, aunque algunos autores retrasan la fecha hasta 1511, debido a las contradicciones en que a este respecto incurrió el propio Servet durante los diversos interrogatorios a los que fue sometido, primero en la ciudad francesa de Vienne, el 5 de abril de 1553 ante los inquisidores católicos, y posteriormente en Ginebra, los días 23 y 28 de agosto del mismo año ante las autoridades calvinistas. También ha habido dudas sobre el lugar de su nacimiento, que algunos sitúan en la aldea de Villanueva de Sixena, cerca de Zaragoza, por ser esta la tierra de sus padres y donde pasaría los primeros años de vida. Se suele decir que sus primeros estudios estuvieron dirigidos por un fraile franciscano, confesor de Carlos I, apellidado Quintana, pero es un dato incorrecto y tendencioso, ya que da para hacer interesantes especulaciones sobre una primera, intensa y profunda, además de heterodoxa y cuestionadora formación de tipo humanista, vinculada a las tesis de Erasmo de Rotterdam, de moda en la corte del emperador. Pero aunque es cierto que la primera formación de Servet fue humanística, e incluso humanísima, y que tuvo relación con Fray Juan de Quintana, a este lo conoció, como se comprenderá con facilidad, algo más tarde. Pero sí, tuvo estrecha amistad con él, viajó por Italia y Alemania en su compañía, e incluso asistió a la coronación del emperador en Bolonia. Pero todo esto ocurrió en 1529. Un año antes, en 1528, y esto sí es ya un dato seguro, fue enviado por su padre a la ciudad de Tolosa, en Francia, donde empezó a estudiar leyes y entró en contacto, por primera vez, con los estudios de la Biblia y con los ambientes reformistas que por aquel entonces hacían sus campañas de proselitismo. Y es en este momento cuando se crea la figura del controvertido pensador, de espíritu inclasificable por mucho que se haya tratado de encuadrar a Miguel Servet, de modo absurdo, en diversos credos antitéticos entre sí. Menéndez y Pelayo se lamenta de que en la ciudad de Tolosa “su fe católica vino a tierra”, y acierta totalmente cuando afirma, con su acostumbrada seguridad, lo siguiente:

“pero como su espíritu era osado e independiente, y él no había nacido para soldado de fila, comenzó a interpretar las Escrituras por su cuenta, y ni fué ortodoxo, ni luterano, ni anabaptista, sino heresiarca sui generis, con aires de reformador y profeta”.  

Con esta valoración empezamos ya a entendernos y a entender al personaje en cuestión. Efectivamente, Miguel Servet va a representar el verdadero espíritu del Renacimiento. Encarna la figura del hombre humanista por excelencia, del pensador profundo en el que prevalece la conciencia individual sobre los esquemas predeterminados por las jerarquías oficiales que detentan el poder, ya sea este civil o eclesiástico. Miguel Servet estaba destinado a la herejía por ser el raro, el diferente, el controvertido, el que no se casa con nadie y además tiene la audacia de cuestionarlos a todos, un hombre sin ciudadanía religiosa, con la conciencia apátrida y la voluntad absolutamente libre. Miguel Servet fue una de esas rara avis que, siendo profundamente religioso, decide hacer un uso personal de su bendito libre albedrío para llegar a Dios.

Pero aún más, su manera de estar en el mundo, su actuación en la Europa partida en trozos por la causa religiosa, y su decisión última de enfrentarse al peligro de lleno en la ciudad de Ginebra, nos dan el perfil complejísimo de un carácter impetuoso hasta casi el suicidio. La seguridad intelectual de Miguel Servet, su obstinado racionalismo en materia de fe y la fortísima determinación con que se mantuvo apegado a sus ideas hasta el último momento, lo convierten en el fundador de una gloriosa estirpe de personajes humanistas, eclécticos, heterodoxos, perseguidos y condenados, en la que van a estar, entre otros, Giordano Bruno, que sufrirá también la relajación en la hoguera; y Galileo Galilei, que aceptará, ya en su vejez, una humillante reconciliación.

Y ahora ya sí; hagámonos la primera pregunta formulada por Benazzi y D’Amico:

“¿Por qué el gran humanista español es perseguido por ambas Iglesias, la católica y la protestante, por otra parte despiadadamente en lucha entre sí?” 

Miguel Servet dejó escritas sus ideas teológicas en dos polémicas obras: De Trinitatis Erroribus (Errores sobre la Trinidad), publicada en 1531, y Cristianismi Restitutio (Restitución del Cristianismo), publicada en 1553, pero cuya primera versión fue escrita en 1546. El título completo de este segundo libro es especialmente elocuente y da ya una idea de cuáles eran las tesis que va a defender, que no propagar, pues, según parece, nunca tuvo excesivo ánimo proselitista, lo que ya de entrada nos hace simpático al personaje. El título completo es este:

Restitución del Cristianismo, o sea revocación de la Iglesia Apostólica a sus antiguos quiciales, mediante el conocimiento de Dios, de la fe de Cristo, de nuestra justificación, de la regeneración del bautismo y de la manducación de la cena del Señor. Restitución, finalmente, del reino celeste, después de romper la cautividad de la impía Babilonia, y destrucción total del Anticristo con todos sus secuaces.

Que nadie se llame a engaño; la “impía Babilonia”, para Miguel Servet, era la Iglesia de Roma; y el “Anticristo” al que hace referencia, el Papa, al que también llama “diablo” y “siervo de Satanás”. Para Servet, la Iglesia romana será “aquel gran dragón”, la “serpiente antigua”, la “bestia entre las bestias”, la “meretriz desvergonzada”. No fue el primero en hacer tales juicios. Ya los cátaros la habían llamado “Gran Babilonia”, “Sinagoga de Satán” y “Basílica del Diablo”.

Pero estos eran, simplemente, los insultos de un hombre impertinente que hacía uso de una dialéctica agresiva muy de moda en el siglo XVI, época de grandes imprecaciones, polémicas inteligentes y diatribas de ida y vuelta preñadas de argumentos perspicaces. Pero lo grueso del asunto, y lo que rasgaba las vestiduras católicas y protestantes, era lo referente al dogma. De hecho, cuando fue juzgado en la ciudad de Ginebra, los jueces que lo condenaron hallaron sesenta y ocho proposiciones heréticas en sus obras. Y es que Miguel Servet rechazaba cualquier culto externo, por parecerle un resabio de paganismo por completo ajeno a las enseñanzas de Cristo. Negaba, incluso, la necesidad de celebrar el domingo, pues según él “todos los días son domingos o día del Señor”. No veía necesaria, para tenerle devoción a Jesucristo, ni la misa, ni el agua bendita, ni el hisopo, ni los votos monásticos, ni la confesión al párroco y ni siquiera la visita al templo, y mucho menos la existencia de un templo. Para Servet, cualquier lugar era el templo de Dios. El sacerdocio no es necesario porque todos los hombres somos iguales para Dios, porque todos fuimos redimidos por igual en el sacrificio de Cristo. “Todo cristiano es rey y sacerdote”, decía Miguel Servet, de donde se colige la gratuidad de la figura del clero. Sí es necesaria la confesión, venía a decir, pero una confesión mutua de los pecados declarada públicamente entre los fieles, y no en secreto y al oído de un privilegiado. ¿Por qué este privilegio?, preguntaría Servet con impertinencia.

Miguel Servet aceptaba como válidos únicamente dos sacramentos: el Bautismo y la Eucaristía, pero también en esta cuestión se separaba radicalmente de los católicos, de los luteranos y de los calvinistas. La Eucaristía debía celebrarse a imitación de la última cena de Cristo, con el pan y el vino llevado por los propios cristianos, y donde el pan y el vino fueran repartidos entre todos por igual. Y el pan debía ser pan y el vino vino, o cualquier otra bebida adecuada para tal ceremonia eucarística. Pero en ningún caso la simbólica hostia. Qué necesidad hay de la hostia, diría Servet, si Cristo está en todas partes. La cena debe ser una cena, porque así pidió Cristo que se hiciera en conmemoración suya. Rechazaba así la idea de la transustanciación postulada por los católicos, deslizándose por un terreno que la mayoría de los autores han considerado panteísta. Don Marcelino Menéndez y Pelayo insiste hasta la repetición cansina sobre este punto, pero puede que tuviera razón. El polígrafo llega incluso más lejos; le busca influencias panteístas a Servet, entre ellas Escoto Eurígena y David de Dinant, dos famosos herejes, y concluye con una afirmación iluminadora:

“En la hoguera de Miguel Servet acaba el panteísmo antiguo; en la hoguera de Giordano Bruno comienza el panteísmo moderno. No sé qué oculto lazo une estos dos nombres y hace recordar siempre el uno cuando se habla del otro. Pareciéronse no sólo en lo aventurero y errante de su vida y en el término desastroso de ella, sino en condiciones geniales, en el poder de la fantasía, en la viveza y lucidez, mezclada con extravagancia, de su entendimiento y en la tendencia sintética. Parécense también en la concepción primera de Dios como unidad vacía y abstracta, de la cual todas las cosas emanaron. Uno y otro profesan la doctrina de la sustancia única y ambos aprendieron en libros neoplatónicos. Pero la doctrina de Bruno, como eminentemente naturalista que es, difiere en su método y punto de partida, aunque no en las conclusiones, de la doctrina idealista de Servet”. 

Más adelante hablaremos de Giordano Bruno y veremos estas cuestiones. Pero acabemos con la reflexión del sabio polígrafo. Dice un poco después:

“Además, Bruno ya no es cristiano, sino absolutamente racionalista, y en esto difiere también de Servet, que, a su modo, era creyente fervoroso en Cristo, y le ponía como centro de toda su concepción teológica y cosmológica”. 

En cuanto al bautismo, su idea es muy parecida a la de los anabaptistas, con los que simpatizó en esta cuestión. Incluso les pidió que lo rebautizaran a los treinta años, y por eso se ha creído que Servet fue anabaptista, lo que no es cierto, pues se separaba de ellos en otras cuestiones. Para Miguel Servet, la necesidad del bautismo es un hecho. El mismo Jesús de Nazaret se había hecho bautizar por Juan el Bautista en las aguas del río Jordán. A imitación de Cristo, diría Servet, al hombre se le ha de administrar el bautismo cuando se hace adulto, pues solo entonces se abre para él la senda del pecado. Según Servet, ningún recién nacido puede estar en pecado, no puede tener conciencia de pecado y mucho menos haberlo cometido, y por tanto no hay necesidad de lavar el pecado que no existe. Idea peligrosísima, con puntas heréticas, para católicos y calvinistas, pues se acercaba a la negación del Pecado Original.

Pero sin duda la cuestión más rabiosamente heterodoxa, disidente, herética e imperdonable en la que se regodeó Miguel Servet, fue la tocante a la Santísima Trinidad, contra la que llegó a blasfemar en repetidas ocasiones comparándola con el monstruo mitológico Cancerbero. Miguel Servet no creía que Dios fuera trino y uno. Para él, la única fuente para el conocimiento de Dios debían ser las Sagradas Escrituras, y en estas no queda definido el dogma de la Trinidad, aunque sí hay referencias a sus tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Habremos de remontarnos al Concilio de Nicea, en el año 325, para encontrar la primera formulación de la trinidad, en oposición al arrianismo, el nestorianismo y el monofisismo, movimientos heréticos que socavaban los cimientos de la Iglesia de Roma y su pretensión de universalidad.

Miguel Servet encuentra en Cristo al garante de las posibilidades de divinización del hombre, al mediador esencial para el perfeccionamiento de este, que solo puede alcanzar la cercanía de Dios con la cercanía de Cristo. Por este motivo, la caridad y el amor predicado por Jesús de Nazaret serán más importantes que la propia fe, según nuestro hombre, para lograr asimilarse a Dios. Y aquí es donde resbala hacia la herejía, y por eso se ha dicho que la filosofía de Servet es fundamentalmente antropocéntrica, y su visión teológica esencialmente cristocéntrica, término que utilizan todos sus biógrafos. Bainton, el estudioso de la Reforma protestante, lo explica con estas palabras, que aclaran también la hostilidad que por Servet va a sentir Calvino:

“Su ideología constituía un curioso compromiso y estaba dominada por la tendencia moderna a hacer de Jesús un hombre como los otros. Lo que negaba era simplemente la eternidad de Dios. El Hijo, decía, no es eterno porque ha sido una conjunción en un momento dado de la historia, de la Palabra eterna y del hombre Jesucristo. Este Cristo, por efecto de tal conjunción se convirtió en la Luz del mundo, la forma inmanente de la luz que confería visibilidad a todas las criaturas. La esencia de la ideología religiosa de Servet no residía en bajar a Cristo al nivel de la humanidad común, sino en exaltar a la humanidad al nivel de Cristo. Como los antiguos teólogos griegos, sostenía que el hombre puede deponer su naturaleza mortal y revestirse de inmortalidad solo con la condición de deponer primero la humanidad y adquirir la divinidad uniéndose con el hombre divino, o sea con el hijo del eterno Dios. Esta era una teoría que Calvino consideraba mucho más execrable que la negación de la Trinidad. En efecto, para el reformador francés Dios era tan absolutamente trascendente, que cualquier mezcla de este género entre lo humano y lo divino le resultaba impensable sacrilegio”.  

Ya en 1531, y en su libro De Trinitatis Erroribus, Miguel Servet planteaba esta curiosa tesis sobre Jesús, a la vez que negaba el dogma de la Trinidad. Fue, probablemente, el primer autor moderno en negar la divinidad de Cristo. El libro salió publicado en Basilea, y encontró la desaprobación de Enrico Zuinglio, Ecolampadio y otros reformistas amotinados contra Roma. Y en 1532, la Inquisición española le abrió un proceso, motivo por el cual nunca regresará a España.

En esta época, con el anatema pisándole los talones en Alemania y Suiza, y el peligro que se cernía sobre él en España, Miguel Servet decidió dejar aparcadas las cuestiones teológicas y adentrarse en Francia bajo nombre fingido. Desde entonces, y hasta 1546, se dedicará a otras actividades, sobre todo la medicina. Es durante este periodo cuando descubre la circulación pulmonar de la sangre. Se hará llamar Michel de Villeneuve, y hasta 1553 nadie volverá a oír hablar de ese hereje negador de la Trinidad llamado Miguel Servet. En Francia conocerá a Calvino, sobre el que me apetece incluir aquí la valoración que de él hace Menéndez y Pelayo:

“Allí se encontró en 1534 con el hombre fatal que desde entonces anduvo unido como negra sombra a su mala fortuna. Era este Juan Calvino, de Noyon, antítesis perfecta de Servet, corazón duro, envidioso y mezquino; entendimiento estrecho,  pero claro y preciso; organizador rigorista, inflexible y sin entrañas; nacido para la tiranía al modo espartano; escritor correcto, pero seco, sin elocuencia y sin jugo; alma de hielo, esclava de una mala y tortuosa dialéctica; sin un sentimiento generoso, sin una chispa de entusiasmo artístico; alma cerrada a todas las fruiciones de lo bello. Él, con su Reforma, esparció sobre Ginebra una lóbrega tristeza que ni los vientos de Italia, ni la voz de Sadoleto, ni la de San Francisco de Sales lograron ahuyentar de las hermosas orillas del lago Leman hasta nuestros días. ¡Cómo había de entenderse tal hombre con Miguel Servet, espíritu franco y abierto, especie de caballero andante de la teología! Llevado por su afán de proselitismo, quiso convencerle y disputar con él, como lo había hecho con Ecolampadio, Bucero y otros, ganoso siempre de atraer prosélitos de valía a lo que él llamaba restaurado cristianismo. Convinieron en el día, hora y sitio (una casa de la calle de San Antonio) en que el desafío teológico debía verificarse; pero, llegado el plazo, Calvino solo asistió, no sin peligro de la vida, según él dice, sin que podamos sospechar la causa de no haber concurrido Servet, que hartas pruebas dio en adelante de no conocer el miedo y de tener en poco la lógica de su adversario”.  

Efectivamente, es uno de los mayores misterios de la vida de Miguel Servet. ¿Por qué no acudió? ¿Llegó a vislumbrar el peligro que tal encuentro le podía ocasionar en Francia? ¿Vivió durante esos años tan alejado de sus antiguas inclinaciones teológicas que no quiso enfrentarse de nuevo a las censuras de los campeones de la Reforma? ¿Temió descubrirse, dejar de ser Michel de Villeneuve para volver a ser el herético Miguel Servet?

No lo sabemos. Habrá que esperar hasta 1546 para que lo veamos en plena disputa epistolar con el oscuro personaje que lo llevará años más tarde a la hoguera, en otro país y otra ciudad, Ginebra, convertida en cuartel general del calvinismo. Y aquí podemos empezar a plantearnos ya las cuestiones formuladas por Benazzi y D’Amico:

“¿Por qué Ginebra, más bien clemente con las personas indeseables, en este caso se encarniza hasta la hoguera? ¿Cuáles son las verdaderas razones de tanta dureza? ¿Cuál es el papel desempeñado por Calvino en toda la historia?”

En 1542, Michel de Villeneuve, que se ha ganado una merecida fama como médico en París, es llamado por el arzobispo Paulmier para que ejerza su profesión en la ciudad de Vienne, y así lo hará hasta 1553. Pero en 1546 comienza a escribirse con Calvino. Se trata de una correspondencia sobre cuestiones teológicas; que si Jesús es de verdad el hijo de Dios y en qué se basa esta creencia; que si puede haber más sacramentos que el Bautismo y la Eucaristía; que si es razonable que se administre el bautismo a los recién nacidos y por qué; y en este plan. Calvino se encuentra así con un perfecto hereje, muy cultivado, y cuyas posturas constituyen la negación más acabada de toda su doctrina. El tal Michel de Villeneuve le rebate airadamente, punto por punto, toda su teología. Como es lógico, se enzarzan en una disputa violentísima. Calvino adopta la pose del orgulloso maestro dogmático, y Servet, polemista nato, calienta motores y le suelta lindezas como estas:

“Tenéis un Evangelio sin verdadera fe, sin buenas obras, las cuales son para vosotros vanas pinturas. Vuestra decantada fe en Cristo es humo sin valor ni eficacia, habéis hecho del hombre un tronco inerte y habéis anulado a Dios con la quimera del servo arbitrio. Hacéis caer a los hombres en la desesperación y les cerráis la puerta del reino de los cielos. La justificación que predicáis es una fascinación, una locura satánica. No sabéis lo que es la fe, ni las buenas obras, ni la regeneración. Hablas de actos libres como si en tu sistema pudiera haber alguno; como si fuera posible elegir libremente, cuando Dios lo hace todo en nosotros. Ciertamente que obra en nosotros Dios, pero de manera que no coarta nuestra libertad. Obra en nosotros para que podamos pensar, querer, escoger, determinar y ejecutar. ¿Qué absurdo es ése que llamas necesidad libre?”. 

Además de todo esto, las treinta cartas que Servet le escribió a Calvino estaban plagadas de insultos donde lo llama blasfemo, ladrón, sacrílego, ímprobo y homicida. No contento con esta salida de madre, nuestro hombre cogió la más importante obra del famoso reformista, las Institutiones religionis christianae, sus famosas Instituciones, base de todo su sistema teológico, y se dedicó a corregir todas las páginas, donde llenó los márgenes de anotaciones injuriosas, y se la mandó junto con el primer borrador de su futura obra, el Christianismi Restitutio, invitándose a ir a Ginebra para explicarle sus tesis. “Ahí aprenderás cosas estupendas e inauditas”, le decía en la carta.

Craso error, el de Miguel Servet. Desde ese día se ganó a su peor enemigo. Calvino hizo sus averiguaciones y clamó venganza, y cuando en 1553 Michel de Villeneuve publique en la ciudad de Vienne la última versión de su obra, le dará a Calvino una herramienta para mover los hilos de su caída. Además, cometió el desliz vanidoso de publicarla con las iniciales M.S.V, es decir, Miguel Servet de Villanueva.

La obra, por supuesto, cayó en manos de Calvino, y este se va a valer de los medios necesarios para que llegue a oídos del católico inquisidor de Vienne, Mathieu Ory, que el herético libro Christianismi Restitutio es del famoso médico y anatomista Michel de Villeneuve, cuyo verdadero nombre es Miguel Servet, conocido hereje que veinte años antes ya había blasfemado contra el dogma de la Trinidad.

Enseguida se le abre proceso y es detenido. De Ginebra llegan pruebas irrefutables de su culpabilidad. El 5 de abril es interrogado. Se defiende cómo puede. Insiste en negar que no es ese tal Miguel Servet. Niega incluso haber escrito dicha obra. Apela a su buena fama como médico. Pero nadie lo cree. Hasta el arzobispo Paulmier se convence de que es culpable. Y cuando todo parece perdido, y de modo sorprendente, en la madrugada del 6 al 7 de abril de 1553, Miguel Servet consigue escapar de la prisión inquisitorial en que se halla preso y huye de una muerte segura. Es otro de los misterios de su vida. ¿Cómo fue posible su huida? Solo existen especulaciones. Menéndez y Pelayo, ortodoxo católico y defensor de la causa inquisitorial, pretende que nos creamos que los inquisidores de Francia, católicos, lo dejaron marchar. Pero no nos convence. Aun sin el hereje en las mazmorras continuó su proceso, fueron incautados buen número de ejemplares del libro, y con todos ellos y una imagen que representaba al reo, en la mañana del 17 de junio de 1553 se montó un auto de fe donde fue quemado en efigie, a fuego lento, después de haber sido estrangulado.

Pero esto le ocurrió a una representación del hereje. Él salvó la vida todavía durante algún tiempo, no mucho. Aún así su suerte estaba echada. La relajación del muñeco anuncia el final del hombre. Vagabundeó unos meses por varias ciudades, y al fin dio con sus huesos en Ginebra, adonde llegó en la madrugada del 12 de agosto. Constituye todo un misterio el motivo que lo condujo hasta allí. Abundan las teorías, todas igualmente disparatadas; desde posibles conjuras para derrocar a Calvino hasta la ingenua pretensión de convencerlo de sus errores en materia de fe. Menéndez y Pelayo aventura la posibilidad de un despiste, de un desconocimiento de dónde se hallaba, incluso de mala suerte. El famoso polígrafo cree que se desorientó y tuvo la mala fortuna de meterse en la boca del lobo. Tal teoría es impropia de su lucidez erudita. Si algo está claro, es que Miguel Servet fue a Ginebra sabiendo hacia dónde se dirigía. Al día siguiente de su llegada, y por la tarde, entró en el templo en el que predicaba Calvino. Allí fue reconocido, delatado y detenido.

Ya conocemos cuál fue su final. Al principio de este capítulo expusimos su sentencia. Fue relajado en la hoguera en la mañana del 27 de octubre de 1553, después de un proceso infamante en el que Calvino jugó todas sus cartas para que se le condenara a la pena capital. Curiosamente, durante todo el proceso, Miguel Servet mostró toda su violencia dialéctica. Como si no creyera que fuera a morir, o como si no le importara, continuamente insulta a Calvino, rebate sus tesis, se enfrenta a él abiertamente. La suya fue la actitud de un perfecto suicida.

Solo resta agregar que, ya en el quemadero, tardaría dos horas en morir. Cuando se amontonó la madera en la pira, esta estaba húmeda por el rocío de la noche y tardó en prender adecuadamente. Miguel Servet fue quemado, literalmente, a fuego lento.

Solo queda una duda. Lo que permanece en la sombra es el por qué fue hasta allí, y sobre todo para qué. Volveremos una vez más a preguntarnos lo que se preguntan Benazzi y D’Amico:

“¿por qué Servet va a Ginebra, ciudad de la cual más de un elemento hubiera debido mantenerlo alejado?” 

También hemos dicho que esta cuestión constituye el mayor misterio de su azarosa y aventurera vida. Por nuestra parte, confesamos humildemente no poseer ninguna teoría propia. Nos quedamos con el alma en vilo. Preferimos con mucho considerarlo un enigma, una incógnita, un secreto arcano, casi el sacramento de un hereje.

Pero eso sí, para que el desocupado lector pueda entretenerse un buen rato con una jugosa reflexión, le dejó con la tesis de Benazzi y D’Amico:

“Servet va a Ginebra con plena conciencia de ir al encuentro de su martirio. El viaje hacia la ciudad reformada se convierte en un nuevo descenso hacia una moderna Jerusalén, en la que sabe que no será comprendido y en la que sabe que encontrará la muerte. Servet, después del arresto en Vienne y la fuga, elige no volver a esconderse, terminar con los enmascaramientos, las fugas, el juego de los engaños. Elige, de alguna manera, ir valientemente hacia una muerte ejemplar. La elección es sacrificar su vida contra aquel al que considera el peligro mayor del momento para la cristiandad, contra el verdadero gran enemigo de su idea de renovación de la Iglesia: Calvino. Al obligar a Calvino a ensuciarse las manos con su proceso, lo obligará a salir a la luz, a arrojar la máscara, a mostrar el rostro violento e intolerable que reside en el fondo de su doctrina. Si aceptamos una hipótesis como esta, se hace dificilísimo explicar el valor, la audacia, la violencia a veces, que caracteriza la defensa de Servet durante el proceso ginebrino. Ataca a Calvino con total libertad, como si no fuese su prisionero y no estuviese en juego su vida, sino se tratase de escribir un tratado polémico o se estuviera desarrollando una disputa académica: esta es la grandeza de Servet, su impresionante fuerza moral que emerge, que hace de él un mártir. Probablemente, de una manera que no podemos conocer o reconstruir, el polemista español percibe que con su muerte puede infligir un vulnus, una herida mortal al protestantismo calvinista. Como en una refinada partida de ajedrez, Servet realiza un sacrificio de calidad, y atrae a Calvino a una trampa mortal”.


De Herejes y Malditos en la Historia, Agustín Celis Sánchez, Ed. Albor Libros, Madrid, 2006.