Unas palabras previas

Escribí el cuento titulado Memoria de la Huestia en abril de 2001, mientras preparaba un libro de leyendas españolas que me habían encargado y que nunca se publicó, entre otras cosas porque no llegué a terminarlo. Ya no sé muy bien por qué; digamos que lo he olvidado. Pero la cuestión es que durante varios meses leí infinidad de historias legendarias y algunas de ellas me inspiraron este relato corto sobre la Santa Compaña.

Más de quince años después de haberlo escrito, me sigue gustando mucho. Qué quieren… me parece un buen cuento. También se lo pareció a los editores del Proyecto Sherezade, un espacio virtual dedicado a la difusión de narrativa breve entre hispanohablantes, y que se encuentra instalado en un servidor de la Universidad de Manitoba, Winnipeg, Canadá. Son profesores entusiastas que llevan desde 1996 dedicados a la publicación electrónica de cuentos de autores de más 34 países donde se habla español. Lo publicaron en febrero de 2002. Un privilegio y un honor para mí. Al año siguiente formó parte de la antología Cuentos de los muertos, una colección de 10 relatos sobre el hispánico tema de la convivencia con los difuntos.


 Basado en algunas leyendas asturianas

La Santa Compaña

La abuela nos contaba viejas leyendas de la Santa Compaña y mamá se reía de ella y de sus historias. Papá le decía que no nos asustara con las viejas supersticiones del pueblo, que nos iba a convertir en hombres temerosos y cobardes a mis hermanos y a mí, que todo aquello eran patrañas de viejas aburridas, que lo que algunos llamaban la Huestia y otros la Compaña, no existía, y que aunque la muerte nos iba a llegar a todos algún día, no iba a venir primero a prevenirnos con campanillas y teas encendidas y toda una procesión de muertos acompañando a la Muerte.

La abuela la llamaba la Estadea, y contaba que iba envuelta en un hábito negro y no tenía cara, olía a la humedad de los sepulcros y mostraba su presencia sólo a quienes se iba a llevar, y sólo en ese instante, pero que algunas personas especialmente sensibles podían percibirla por una brisa húmeda que entraba en la habitación del moribundo unos segundos antes de morir. Sin embargo a la Huestia sí la conocían muchos, incluso la abuela la había visto, cuando joven, el día que murió su hermano Juan, y le habían hablado algunos de la procesión, y hasta le habían revelado un secreto.

Yo ya sé lo que es la Huestia, y sé el lugar que cada uno ocupa en la comitiva y sé el lugar que ocupo yo. Conozco a diario el cometido de cada noche y adónde se dirige el personaje que nos precede, y sé cómo es Ella y cuál es su olor, porque he andado a su lado demasiadas veces cada vez que he servido de aviso a uno de los míos.

Cuando la abuela murió ya nadie habló de la Huestia, y aunque al año siguiente le siguió la Tata Mamen y después el tío Luis, nadie volvió a recordar aquel secreto que nos contó ella tantas veces, y que debía permanecer vivo en nuestra familia, y recordado por todos, y creído, para que algún día dejara de obrar la condena que rige el destino de toda mi estirpe, que cada mujer de la familia ha de penar el castigo de sobrevivir al menos a uno de sus hijos, como escarmiento por una antigua ofensa de un antepasado demasiado soberbio.La abuela vivió tantos años sólo para que supiéramos de la Huestia y nunca nos olvidáramos de su existencia. Estaba destinada a devolver el recuerdo a nuestra familia, que lo había perdido hacía tanto tiempo. Cada vez que en nuestra casa había duelo por un familiar la abuela rememoraba viejas historias de aparecidos y siempre, sin excepción, decía haber visto la noche anterior a todo el coro de sus antepasados velando en las cercanías por el alma del moribundo.

Yo debía haber advertido a mis padres la noche antes de mi Primera Comunión, cuando vi a la abuela en el jardín de la casa con todos sus antepasados, velando por nadie y sin embargo llorando. Tuve miedo entonces y callé para que nadie pensara que estaba nervioso por la celebración del día siguiente. Nada dije entonces de lo que había visto y nadie pudo saber que mi muerte estaba destinada a servir de recordatorio de la vieja condena que pesa aún sobre las madres de mi familia.

Todo el pueblo celebró aquel día junto al río una enorme merienda para festejar la Comunión de todos los niños. Había de todo y cuando ya nos habíamos saciado nos metimos en el agua y comenzamos a echar carreras de una orilla a la otra para comprobar nuestra resistencia. Ocurrió a mitad de camino de las dos orillas, se me enfriaron los pies y me quedé sin fuerzas y allí parado. Los brazos no me respondieron y noté un frío extraño en todo el cuerpo. Me fui hundiendo poco a poco y allí en el fondo me esperaba Ella, sin rostro como siempre la he visto y sin embargo tan acogedora.

Me encontraron a los tres días, inflado como un globo, y me enterraron en el panteón familiar junto a la abuela, a quien acompaño con mi tea encendida cada noche, hace ya tantos años, cuando hacemos la ronda que avisa al mundo de que alguien va a morir. Y algunas veces son los míos.

He sabido que la hija de mi hermana está enferma y que los médicos que la han visitado no dan con su mal. He sabido que su mal ya no tiene remedio. Y he sabido también, por mi abuela, que está escrito que esta noche yo acompañe a la Estadea hasta el cuarto de la hija de mi hermana, donde ella la estará cuidando. Ya está escrito que mi hermana me verá y juntos lloraremos la pérdida, mientras la muerte le arrebata a su hija en la cama sin que ella pueda verlo. Luego yo me llevaré a la niña de la mano al lugar donde esperamos todos.

Ojalá que mi hermana comprenda.


La Huestia


 Memória da Huestia
 Baseado em lendas asturianas
 Traducción al portugués de Claudio Justo

Vovó nos contava velhas lendas da Santa Compaña e mamãe ria dela e de suas histórias. Papai lhe dizia que não nos assustasse com velhas superstições do povo, que iria transformar em homens medrosos e covardes a mim e a meus irmãos; e que tudo aquilo era mito de velhas desocupadas. Dizia também que o que alguns chamavam de a Huestia e outros A Compaña não existia e que, ainda que que a morte fosse chegar a todos um dia, não iria vir primeiro nos prevenir com sinos e tochas acesas e toda uma procissão de mortos acompanhando a Morte.

Vovó a chamava de Estádea e contava que ia envolta em um hábito negro e não tinha rosto, cheirava à umidade das sepulturas e mostrava sua presença somente a quem fosse levar – e só nesse instante. Porém algumas pessoas especialmente sensíveis poderiam percebê-la por uma brisa úmida que entrava no quarto do moribundo segundos antes de morrer. No entanto a Huestia era conhecida de muitos, inclusive vovó já a havia visto quando jovem, no dia em que morreu seu irmão Juan, e lhe falaram da procissão e até lhe contaram um segredo.

Eu já sei o que é a Huestia, e sei o lugar que cada um ocupa na comitiva; e sei também o lugar que eu ocupo. Conheço diariamente o trabalho de cada noite e onde vai a personagem que nos precede. Sei como ela é e seu cheiro, porque tenho andado ao seu lado muitas vezes cada vez que sirvo de aviso a cada um dos meus.

Vovó viveu tantos anos somente para que soubéssemos da Huestia e nunca duvidássemos de sua existência. Estava destinada a devolver a lembrança à nossa família que a tinha perdido há tanto tempo. Cada vez que havia algum luto por um familiar em nossa casa, vovó rememorava velhas histórias de aparições e sempre, sem exceção, dizia ter visto, na noite anterior, todo o coro dos seus antepassados velando nas redondezas pela alma do moribundo.

Quando vovó morreu ninguém falou da Huestia. E ainda que no ano seguinte a seguiu a tata Manen e depois o tio Luis, ninguém voltou a lembrar do segredo que ela nos contou tantas vezes e que deveria permanecer vivo na nossa família, e lembrado por todos para que algum dia se quebrasse a maldição que rege o destino de toda minha linhagem: que cada mulher da família deve penar o castigo de ver morrer ao menos um dos seus filhos, como lição por uma antiga ofensa de um antepassado muito soberbo.

Eu devia ter avisado aos meus país na noite antes de minha Primeira Comunhão, quando vi vovó no jardim da casa, com todos seus antepassados, velando por ninguém e, no entanto, chorando. Tive medo, então me calei para que ninguém pensasse que estava nervoso pela celebração do dia seguinte. Assim não disse nada do que tinha visto e ninguém pôde saber que minha morte estava destinada a servir de lembranças da velha maldição que ainda pesa sobre as mães de minha família.

Todo o povo celebrou aquele dia junto ao rio com um enorme pic-nic para festejar a Comunhão de todos os meninos. Tinha de tudo e quando ficamos satisfeitos nos metemos na água e começamos a fazer corridas de uma margem à outra para comprovar nossa resistência. Aconteceu na metade do caminho: meus pés esfriaram e fiquei sem forças e parado ali. Os braços não responderam e senti um frio estranho em todo o corpo. Fui afundando pouco a pouco e lá no fundo ela me esperava sem rosto, como sempre a tenho visto, e ainda assim tão acolhedora.

Encontraram-me três dias depois, inchado com uma bola e me enterraram no túmulo da família junto à vovó, a quem acompanho com minha tocha acesa todas as noites, já faz tantos anos, quando fazemos a ronda que avisa ao mundo que alguém vai morrer. Algumas vezes são os meus.

Soube que a filha de minha irmã está doente e que os médicos que a têm visto não sabem o que ela tem. Soube que sua doença não tem remédio. E soube também, por minha avó, que está escrito que nesta noite eu acompanharei a Estadea até o quarto da filha de minha irmã, onde ela a estará cuidando. E está escrito que minha irmã me verá e junto choraremos a perda, enquanto a morte arrebata sua filha na cama sem que ela possa ver. Após isso levarei a menina ao lugar onde todos esperamos.

Espero que minha irmã compreenda.


Imagen destacada: Ladies of the Lake, de Rob Gonsalves.