Cápitulos CLXXVI y CLXXVII de la «Crónica del Halconero de Juan II»: ‘De la muerte de don Enrrique de Villena» y ‘Del estado que alcançó e perdió este don Enrrique»

Lo cierto es que murió en Madrid, pero muchos autores insisten en situar su muerte en la ciudad de Toledo. Poco importa el lugar en el que se desarrolle esta historia fantástica; a la leyenda le basta con saber que ocurrió en algún lugar de España durante el siglo XV, época sombría en la que se persiguió con saña la afición de algunos hombres por los sucesos sobrenaturales.

Uno de estos hombres fue don Enrique de Villena, figura de cierta relevancia en la época, conde de Cangas y Tineo y maestre de Calatrava, curioso escritor y brujo ocasional. Nuestros autores del Siglo de Oro repararon en su figura para hacerle protagonista de algunas leyendas que han llegado hasta nuestros días. Esta es una de ellas.

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Cuando don Enrique de Villena supo que iba a morir decidió poner en práctica algunos de los conocimientos que había adquirido a lo largo de su vida. Versado como estaba en la sabiduría alquímica, no desconocía los estudios que algunos científicos habían desarrollado sobre la inmortalidad y la resurrección de los muertos a partir de la manipulación de cadáveres.

El señor de Villena tenía un esclavo negro que merecía toda su confianza, y al que pensaba libertar como premio a sus cuarenta años de fiel servicio. En aquella época era un lujo propio de la aristocracia poseer un criado africano, y don Enrique esperaba ganarse la admiración de todos mediante este acto de liberalidad, del mismo modo que años atrás había sabido ganarse la aprobación de la mayoría bautizando a su lacayo.

Un buen día, cuando ya lo tenía todo dispuesto para abandonar este mundo, don Enrique llamó a su criado y lo condujo a su laboratorio, donde le reveló sus planes. En aquel cuarto misterioso el criado fue testigo de una revelación escandalosa, tan contraria a los preceptos de la religión católica que ambos profesaban que solo por miedo a que se descubrieran las heréticas intenciones de su señor accedió a hacer lo que don Enrique le estaba pidiendo.

Quedó establecido que el día que el señor de Villena falleciera nadie debía percatarse de tal acontecimiento. Acordaron que el propio criado vestiría sus ropajes y saldría a la calle aparentando ser él, calándose hasta los ojos el sombrero del conde y cubriéndose el cuerpo con su capa. Todos los días, y durante varias horas, debía fingir su habitual paseo por las calles de la ciudad, simulando sus andares y sin hablar con los vecinos que con él se cruzaran. Solo un estudiado movimiento de cabeza debía servir de respuesta a los saludos que le prodigasen. Y todo esto durante nueve meses, el tiempo que don Enrique necesitaba para volver a hacer su aparición en el mundo.

En cuanto al destino que debía correr el cuerpo de don Enrique, las instrucciones eran minuciosas y debían llevarse a cabo con metódica perfección. El criado negro sabía que cualquier fallo durante la ejecución de aquel plan daría al traste con las esperanzas del señor de Villena.

Así que el día que este murió, el criado negro cerró a cal y canto las puertas de la mansión, condujo el cadáver hasta el laboratorio, lo colocó sobre una mesa y  se entregó a la delicada tarea que le había sido encomendada. Tras unos rápidos preparativos, amputó el cuerpo de don Enrique y lo redujo a miles de trozos minúsculos. Con máximo cuidado para no desperdiciar ni una gota de sangre, introdujo el resultado de aquella  carnicería en un matraz que su señor había mandado fabricar para este fin algunos meses antes, y que durante semanas había llenado con un elixir fecundante que él mismo había fabricado. Una vez hecho todo esto, taponó con cera aquel vaso de vidrio y lo depositó bajo un montón de estiércol de caballo, que fue aumentando con los meses.

Pasadas las cuarenta semanas, el esclavo negro debía conducirse con la máxima precisión, romper aquel recipiente y sacar al niño que en él se debía haber gestado.

Durante semanas el criado se caló capa y sombrero y fingió ser el propio señor de Villena. Durante semanas, y a pesar de las notables diferencias de altura y corpulencia, ningún vecino se percató del trueque, y ni siquiera se extrañaron del comportamiento del conde, siempre tan ausente y silencioso. Sin duda, sus conocidos creyeron que don Enrique estaba pasando una etapa de máxima misantropía, seguramente absorbido por el estudio de algún caprich nigromántico.

La mala suerte no quiso que se cumpliera la resurrección de aquel raro y genial espécimen de nuestro siglo XV. Por aquel entonces prevalecía en España la costumbre de detenerse ante el viático cuando este pasaba por las calles. Los viandantes, al ver venir al sacerdote, revestido y portando el copón con las formas consagradas para dar la extremaunción a los moribundos, solían quitarse el sombrero, e incluso arrodillarse a su paso como muestra de respeto. Pues bien; se puede decir que fue esta tradición tan arraigada en el pueblo la que precipitó el desastre.

Ocurrió que un día sonó la campanilla del viático justo detrás de la espalda del criado, y este, temeroso de ser descubierto, no se descubrió a su paso. Todos quedaron perplejos ante aquella osadía del que creían el señor de Villena. Enseguida todos los ojos aparentemente distraídos se fijaron en aquella figura aún cubierta y vestida de negro. Incluso un vecino se acercó para reprocharle su comportamiento y, ante la negativa del señor de Villena a descubrirse, le arrojó al suelo el sombrero de un manotazo.

Allí se acabó el engaño. Inmediatamente repararon en un posible acto criminal. Inmediatamente fue el criado duramente interrogado y llevado ante la institución judicial. Los hermanos de la Suprema fueron persuasivamente inflexibles, y los duros métodos que emplearon sirvieron para que se descubriera todo el plan de don Enrique, a la vez que el criado, por temor, se avenía a conducirlos hasta las cuadras donde se ocultaba el matraz en el que el cuerpo del conde iba adquiriendo ya la forma de un embrión humano.

Escandalizado por aquel espectáculo herético, uno de los inquisidores dio la orden de romper el recipiente. Los alguaciles, sorprendidos,  aún dudaron unos segundos si cumplir o no la orden antes de llevarla a cabo.