Giacomo Casanova

La curiosidad es su vida. Más allá del anecdotario genial de este genial personaje. Para quienes nos hemos leído las miles de páginas que tienen las Memorias de Giacomo Casanova casi da igual que sus conquistas fueran miles o cientos. Hay quien se ha dedicado con paciencia y falso rigor a ir anotando los amoríos de sus páginas para dictar un veredicto fiable, como si ese adjetivo pudiera tener relevancia al hablar de este sincero impostor. Unos dicen que ciento veinticinco, otros que ciento dieciséis. Pero ya digo que no tiene importancia, fueron muchas. Y si hemos de creerle, y yo le creo, a todas las hizo felices, y de ninguna de ellas hizo una histérica, lo que tiene mucho mérito; su sentido común se lo prohibía.

Resulta irrelevante que ninguna pudiera retenerlo. Casanova fue un inconstante, un cínico, un vividor realista demasiado consciente. Engañó a las mujeres y se dejó engañar por ellas como una fatalidad inevitable o una ley vital con la que es ridículo enemistarse. “Por lo que toca a las mujeres, se trata de engaños recíprocos que no entran en la cuenta, porque cuando el amor se mete por medio, es cosa común que los unos se engañen a los otros”, nos dice en el prefacio de sus memorias.

Así es toda su vida, un ventarrón de libertad que supo hacer la burla de toda una época. Según él mismo no hizo otra cosa en toda su vida que dejarse llevar por el viento que soplaba. Esta independencia de método le acarreó éxitos y fracasos y es ahí donde radica la libertad engolfada del personaje. Su vida fue puro juego, todo peripecia.

Para los aficionados a las anécdotas curiosas digamos por ejemplo que gustaba de las ostras y abusaba de ellas, que se inventó la lotería nacional de Francia, que por una famosa estafa en 1755 dio con sus huesos en la temible e inexpugnable prisión de los Plomos, condenado por los tribunales de la inquisición veneciana, siendo el primero y probablemente único en escapar de aquellas fétidas mazmorras, que a sus amantes les introducía en la vagina una canica de oro de 60 gramos para evitar que quedaran embarazadas, que en España conoció la cárcel y que por poco hace valer ante el rey Carlos III un proyecto suyo para repoblar Sierra Morena con católicos colonos suizos, que fue amigo de Voltaire y Mozart, a quien recomendaba viajar para no ser un pobre hombre, que a pesar de su espíritu pacífico se batió en duelo y mató en Polonia al conde Branicki, o que varios años después de su aventura en los Plomos tuvo el ingenio y el cinismo de ser Angelo Pratolini, autor de unas denuncias y confidencias a los tribunales de la Inquisición de la Serenísima República de Venecia, donde elogiaba la buena vida que hacían los presos en aquella prisión de “habitaciones ventiladas”.

El ritual de la impostura

Giácomo Casanova vivió sólo para cultivar el goce de sus sentidos. Fue un vitalista estoico y un sufrido epicúreo. Las contradicciones le vienen bien a su retrato. Su vida fue una impostura, un continuo parecer, el fullero juego de un tahúr con un as siempre en la manga. No escatimó medios para estafar a los poderosos y a los necios, a los ricos y a los ambiciosos. En algún lugar de sus memorias nos lo confiesa sin tapujos: “he vaciado el bolsillo de mis amigos para atender a mis caprichos, porque estos amigos tenían proyectos quiméricos y, al hacerles confiar en el éxito, esperaba curarles de ellos desengañándolos. Yo les engañaba para volverlos prudentes, y no me creía culpable, porque nunca actuaba por avaricia. Empleaba en pagar mis placeres las sumas destinadas a conseguir posesiones que la naturaleza hace imposibles. Me sentiría culpable si hoy fuera rico; pero no tengo nada, todo lo he tirado, y esto me consuela y me justifica. Era dinero destinado a locuras: no he cambiado, pues, su destino al utilizarlo para las mías”.

He aquí una magistral lección de vida práctica, de saber vivir y saber estar sin descomponer el gesto. Su peripecia vital recorre toda Europa, estuvo en todas las cortes, se codeó con los enciclopedistas, se hizo adorar por mujeres de toda condición, desde la noble condesa que lo requería en su habitación tras una partida de naipes a una prostituta de los bajos fondos londineses. Fue un amante tumultuoso; en Turquía y Corfú vivió una vida digna de Las mil y una noches, fue secretario del cardenal Acquaviva, religioso y militar, un gamberro en Venecia y un caballero en París, practicó la cábala, divagó como filósofo, regentó un casino, desenmascaró al conde de Saint-Germain, gran impostor, tuvo varios hijos naturales y amistad con dos Papas, se dejó amar cuanto quiso y amo cuanto le dejaron, que no fue poco, y pasó sus últimos días en la biblioteca del conde Waldstein, en un castillo del Dux, en la perdida Bohemia, donde escribió sus prodigiosas Memorias, uno de los mayores monumentos literarios que ha concebido la mente de un hombre.

Memorias de Casanova


De Historias Curiosas, Agustín Celis Sánchez, Ed. Añil, Madrid, 2001.