La Libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix, 1830

Quizá la belleza de las grandes convulsiones revolucionarias sea directamente proporcional a la distancia que media entre ellas y nosotros. ¡Qué atractivo tan fascinante el de las revueltas que tienen lugar lejos de casa! ¿Cómo no sentir simpatía, en el confortable sillón de la salita de nuestro casa, tras la concienzuda preparación de un gin tonic una vez acabada la cena, por esa marea humana que desde la pantalla de nuestro ordenador conectado a Internet clama a gritos por conceptos de tanto prestigio como Libertad y Democracia? ¿Cómo no emocionarse, comiendo palomitas de maíz mientras vemos el telediario, ante una reivindicación tan justa?

¿En qué clase de individuo tan malvado y retorcido puede haber llegado a convertirse uno para  dudar, siquiera por un instante, de las intenciones de quienes solo desean disfrutar de los mismos derechos que gozamos nosotros? ¿Acaso ha de haber siempre un propósito oscuro detrás de todo levantamiento popular, alguna maquinación política encubierta o algún empeño espurio?

¿Qué clase de arrogancia insana, solo propia de una ciudadanía apoltronada en su descansada vida, puede hacernos pensar que también la realidad es maleable según convenga? ¿Acaso la solidaridad con los pueblos oprimidos puede organizarse mediante hábiles campañas de indignación internacional haciendo uso de las ya conocidas técnicas publicitarias de persuasión y contagio?

¡Y qué decir de nuestros bondadosos intelectuales, esos incansables defensores de la paz, la cultura y el amor, siempre en permanente desvelo solidario, con la voluntad a flor de piel para adherirse antes que nadie a las causas más nobles! ¿Dudaremos también de ellos?

¿Es que todo ha de ser siempre mentira?

¿Es que todo ha de quedar siempre en nada, reducido a campaña publicitaria, interés económico, influencia social y propaganda política?