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Artículo publicado en La voz del sur, 12/1/2019

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Cada vez que oigo hablar a cualquier persona sobre alguien a quien sé que en realidad no conoce, me pregunto cuánta ficción está introduciendo en el relato. Y de verdad que no lo hago con premeditación, y ni siquiera por un exceso de escepticismo, pero lo cierto es que no puedo evitar creer que todo lo que estoy oyendo dista mucho de ser real.

Me ocurre en conversaciones con amigos y me ocurre a menudo cuando estoy viendo la tele o cuando navego por internet en esa busca y captura de la actualidad que todos hacemos a diario. Empiezan a hablar de cualquiera y tengo la impresión de estar asistiendo a una especie de creación literaria donde el autor de la crónica olvidó adoptar la actitud de todo buen narrador que quiera aproximarse a la verdad de los hechos; es decir, una actitud lo más alejada posible de lo impreciso, de lo fraudulento y de lo engañoso.

Ahora cualquiera diría que todo vale. A cualquiera se le puede convertir en un mal personaje de ficción. Y no es que uno esté en contra de la non fiction, ni mucho menos, el problema es que todo parece indicar que nos lo estamos creyendo. Ocurre lo mismo que con esas fantasías recurrentes de las que se alimentan nuestros miedos y preocupaciones más íntimas; nos las repetimos de manera tan machacona, que acabamos tomándolas por real, cuando en verdad sabemos que no lo son.

Si algo nos han enseñado los grandes maestros de la literatura, es que conviene mantener una prudente distancia entre lo que creemos conocer y lo que realmente contamos; y también que a veces hay que dejar transcurrir un tiempo para que se asiente nuestro conocimiento del mundo antes de trasladarlo a una ficción; esto es, antes de llegar a contarlo. Solo así es posible que seamos capaces de aproximarnos a la verdad de los hechos.

En septiembre de 1981, Gabriel García Márquez publicó en prensa varios artículos sobre Crónica de una muerte anunciada, en los que explicó el origen de la indiscutible obra maestra que había publicado poco antes. Como el libro es de sobra conocido, no temo incurrir en spoiler si cuento que aquella es la historia de la trágica muerte de Santiago Nasar, un joven alegre y gallardo, muy amigo del autor durante su juventud, que, señalado como autor de un agravio que nunca llegó a probarse, murió a cuchilladas en presencia de todo el pueblo a manos de los hermanos de una chica que había sido repudiada por su marido en su misma noche de bodas.

El propio García Márquez había asistido a aquel enlace matrimonial, y pocas horas antes había estado en compañía del que iba a ser asesinado y de los asesinos, y todos ellos estaban ajenos a lo que ocurriría pocas horas más tarde, y cuando al fin se cometió el crimen, el futuro premio Nobel de literatura sintió tanta urgencia de contar aquello que, según dejó dicho muchos años después él mismo, tal vez aquel acontecimiento fue el que definió para siempre su vocación de escritor.

Sin embargo, no escribió esa historia hasta treinta años más tarde, después de habérsela estado contando a sí mismo y a otras muchas personas durante media vida. Según confesión propia, lo hizo sudando a mares durante catorce semanas, sin tomarse  treguas y de nueve de la mañana a tres de la tarde, pero a medida que escribía, dejó dicho, se dio cuenta de que la realidad inmediata no tenía nada que ver con la que él trataba de escribir, y ni siquiera con la que recordaba, y además se sintió tan confundido que llegó a preguntarse si la vida misma no era también una invención de la memoria.

De manera muy significativa y misteriosa, García Márquez cerró el último de esos artículos recordando unas palabras de otro premio Nobel sobre lo que para mí queda escondido en esa delgada línea que separa, pero también une, la realidad y la ficción. Durante una entrevista para The Paris Review, el famoso periodista George Plimpton le pidió a Ernest Hemingway que revelara algo sobre el proceso de convertir un personaje real en un personaje novelesco, y Hemingway, que conocía bien los peligros que entraña ese tipo de declaraciones, le dio una respuesta que me parece un buen ejemplo de sentido común y de juiciosa distancia: “Si yo explicara cómo se hace eso algunas veces sería un manual para los abogados especialistas en casos de difamación”.

Por fortuna, ni Hemingway ni García Márquez revelaron nunca sus secretos, y todavía y para siempre podremos sus lectores disfrutar de todas las verdades que dejaron impresas en sus ficciones. Por desgracia, demasiada gente pretende con sus relatos descubrir la realidad sin darse cuenta de que solo recurren a la perversa costumbre de difamar.

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Imagen destacada: Fotograma de la película El show de Truman, Peter Weir, 1998.

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