Página personal de Agustín Celis

Categoría: Repertorio de Melancolías Página 3 de 5

Gente del gremio

No había sido invitado. Me colé en la sala por una de esas fatalidades que parecen estar aguardándolo a uno a la vuelta de cualquier esquina. Juro que no era mi intención volver a pisar un escenario como ese. Fue fatal que ocurriera, sin embargo. Ni querido ni buscado, pero inevitable. Así fue como pasó. Dos horas antes había comido con un buen amigo que presume de estar bien situado en los peldaños del poder de ámbito educativo. Por fortuna, durante el almuerzo, hablamos de otros asuntos.

-Tienes que venir –fue lo que me dijo-. Te vas a divertir.

Enseguida me acordé de cuando estos asuntos aún me parecían divertidos. Por curiosidad, interés o maldad acudía a ellos con la sana intención de reírme. De reírme de todos, claro. De sacarle punta a cada una de las palabras, ocultaran estas un análisis, una propuesta o una solución. Apenas seis años después de haber pisado por primera vez un aula con la ingenua intención de impartir clases de lengua y literatura, maldita la gracia que me hacen tales eventos.

-Vente –me insistió- verás qué interesantes son los nuevos planteamientos.

Acostumbrado a las malicias del poder, encanallado por sus ligeras formas, mi amigo cultiva una ironía y un sarcasmo irreconocibles. Hace falta conocerlo bien para hallar alguna verdad entre tantas mentiras. Como no quería molestarlo (al fin y al cabo había pagado él, como siempre), pronuncié el inevitable sí y nos dirigimos al Encuentro.

No me demoraré en los detalles. Apenas hace falta descripción. Imaginen solamente el más lujoso de los escenarios a la hora del británico té, y en él, dispuestos para la representación, a un grupo de individuos preocupadísimos por la educación de sus hijos. Pocos profesores de a pie, eso sí. En su lugar, la tropa más alejada de una tiza y una pizarra que imaginarse pueda: miembros de la delegación, inspectores del ramo, personal de varios CEPs con sus powepoint ya engrasados y hasta algún que otro concejal que hasta allí se vino para incubar su huevo en la  mesa redonda; sin que faltaran, por supuesto, expertos en esto y en lo otro, en entornos que pretenden afines como el entrenamiento en el liderazgo, en el uso efectivo de las relaciones interpersonales, en el manejo de conflictos en espacios reducidos, en la negociación y el pensamientos estratégico, en la implementación de técnicas motivacionales, y para finalizar, como último grito, en la autoprogramación mental, el autocoaching y el mentoring. Todas ellas gentes del gremio, claro.

Y parece que no, pero tres horas de divagaciones dan para mucho divagar, al final de las cuales todos estuvieron de acuerdo, cómo no, en que para situarnos sin rubor en las escalas que la OCDE propone, y poder disfrutar así de la tan ansiada mejora de nuestro sistema educativo, con la ambición y la calidad que esperan de nosotros, lo que hace falta sin demora, pero ya mismo, es una mayor inversión en educación. En una palabra: más pasta, oigan. Más medios, más recursos, más presupuesto. Más dinero. Qué otra cosa si no. Maldito parné.

Al salir supe, y así se lo dije a mi amigo, que allí dentro habíamos estado rodeados de una patulea de granujas de la más refinadísima cuquería.

 

Manifiesto individualista

Man Bencind Down Deeply, Egon Shiele, 1914

Confiamos más en las divagaciones que en las resoluciones firmes. Vivimos con más dudas que creencias. Preferimos antes la compañía de los bribones que la de los moralistas. Buscamos más la indiferencia que la verdad. Sospechamos menos de la locura de los perversos que de la buena intención de los que imponen su ortodoxia. Creemos más en la desesperación de los desertores que en el poder de los ejércitos. Huimos de los profetas y nos escondemos de sus acólitos. Ni buscamos mesías ni somos prosélitos. Desertamos de idearios y doctrinas. Sin lemas ni estandartes, imitamos a Don Quijote y donde hay políticos nosotros vemos bufones. Como Cyrano, pregonamos nuestro orgullo y somos independientes. Pertenecemos a una sociedad secreta de hombres sin fe que sólo reivindican la dicha de poder gemir con desgana.

Para sobrevivir, pactamos con la sociedad dejando que nos muerda la mano mientras le damos de comer. Llevamos siglos ocultándonos. Estamos cansados. Aceptamos los insultos por cortesía. Nos conformamos por imitación. Nos rebelamos con pasión de autómatas. Le volvemos la espalda al tiempo. Y observamos. Vigilamos con paciencia y, sin convicción, miramos la embriaguez de los otros. Ya ni siquiera nos agitamos debajo de las convenciones. Repudiamos a escondidas nuestra pereza, pero a diario hacemos nuestra revolución desde la cama. Poco a poco nos vamos entregando sin luchar.

Aún así no claudicamos del todo. Nos aceptamos como cadáveres. Permanecemos a la sombra. Cada día proclamamos nuestra individualidad y sin quererlo somos incómodos. ¿Qué tenemos que hacer para vivir y morir en primera persona? ¿Imitar a los profetas, a los fanáticos, a los inventores de carnicerías? ¿Unirnos al club? ¿Imponer también nosotros nuestras propuestas y esperar luego el momento? ¿Tomar lecciones de corrupción y de retórica? ¿Distribuir recetas de felicidad? ¿Intervenir en los asuntos de los otros? ¿Abrazar doctrinas? ¿Depender del capricho ajeno? ¿Adular al poderoso y adoptar la adulación como un credo? ¿Hacer nuestras las mentiras tramadas por los grandes hombres, por su gran época, por su partido, por sus logros y visiones? ¿Alentar con palabras la ilusión de la gente? ¿Tomar prestada su confianza? ¿Esperar que los emprendedores y los oportunistas llenen su saca, recojan sus frutos, y desear luego que del bolsillo se les derrame una limosna? ¿Asentir a cada palabra que pronuncia un líder? ¿Oír hablar de porvenir, de ideales, de oportunidad, de bien común, de nosotros frente a ellos y después tomar parte en el saqueo? ¿Pensar que se pertenece a algo sólo porque se corea el eslogan que ideó un imbécil? ¿Cerrar los ojos y la boca y creer que la ambición ajena puede salvarnos del deseo de notoriedad del ambicioso? ¿Pertenecer a la élite? ¿Tener vista y fomentar el negocio? ¿Hacer con la insolencia una bandera y levarla en nombre del comercio? ¿Tirar por tierra la templanza? ¿Dejarnos convencer por cantos de sirenas? ¿Forjar con una imagen una patria? ¿Aplaudir el grito de la muchedumbre que aclama al que más trepa? ¿Ensuciar, en fin, la voz y su martillo por ceder el humor ante el capricho de algún otro? No, gracias. No, gracias. No, gracias.

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Publicado en el diario Información El Puerto el 16 de abril de 2004

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Me acuerdo

La Memoria, de René Magritte, 1947) - Me acuerdo

La Memoria, de René Magritte, 1947


El arte de conservar la Memoria

Me acuerdo del caserón medio derruido y habitado por fantasmas que había en La Marquesa, aquella misteriosa finca a la que solo se podía acceder cruzando la carretera que mi madre me tenía prohibido cruzar.

Me acuerdo de las mañanas de verano en las que mis primos y yo íbamos  a mariscar en la Jara, Sanlúcar.

Me acuerdo del día en el que un fuerte balonazo en la cara me hizo cogerle miedo a jugar al fútbol.

Me acuerdo de la primera vez que crucé las puertas de la Biblioteca Nacional, hace ahora 12 años, y de la extraña escena que allí viví, digna de un relato de Kafka, y que durante varios minutos de confusión extrema me hizo comprender que en cualquier momento uno puede dejar de ser quien es para convertirse en lo que los otros están empeñados en creer que eres.

Me acuerdo de mi amigo Melero.

Me acuerdo, con cierta penitencia sentimentaloide, y hasta cierto grado de remordimiento, del Patacorcho y de la Vieja de los palillos.

Me acuerdo del Seat 124 marrón oscuro que tenía mi padre, y de su matrícula: CA-0628-B.

Me acuerdo del miedo instintivo y animal que despertaban en mí las mantis religiosas que tanto frecuentaban el barrio en el que yo vivía. Luego no las he vuelto a ver más.

Me acuerdo de los dedos amarillos de nicotina de mi tío Manolo, y de cómo mi madre nos despertaba a mis hermanos y a mí en aquellos sábados remotos en los que él venía a visitarnos cargado de chucherías.

Me acuerdo, a menudo, de los ausentes.

No me acuerdo del primer beso, pero sí de la primera caricia.

Je me souviens

Je me souviens (Galería de Benedict W – 11 de febrero de 1997)

En uno de los libros que me he leído esta semana, Teatro de variedades, de Juan Bonilla, publicado por la editorial Renacimiento en el año 2002, me he topado con uno de esos textos que sé que ya nunca podré olvidar; mi agradecimiento me lo impediría. El texto en cuestión se titula Je me souviens y en él Bonilla rinde homenaje a George Perec, quien en 1978 publicó un curioso librito en el que llegó a recopilar un total de cuatrocientas ochenta anotaciones breves que comienzan todas precisamente con estas tres palabras: je me souviens (yo me acuerdo), para acabar incluyendo unas páginas en blanco en las que se invita a los lectores a que continúen con el juego que les propone el autor, escribiendo sus propios “me acuerdo” a modo de inventario.

Como Juan Bonilla, además de un brillante escritor de relatos breves, es también un bibliófilo empedernido, en su texto nos cuenta que desde hace años viene coleccionando ejemplares del libro de Perec, fatigando librerías de viejo y maravillándose ante el hecho de hallar ejemplares en los que sus anteriores propietarios no habían rehusado participar en el experimento que Perec les proponía.

“Me acuerdo de Zatopek”, “Me acuerdo de Xavier Cugat”, anota por ejemplo en las páginas de su libro George Perec. Y uno de sus lectores, según nos cuenta Bonilla, escribe: “Me acuerdo del sonido del mar por la noche”; o bien: “Me acuerdo de los muslos de un portero brasileño llamado Leao”. Y el propio Bonilla, partícipe privilegiado del proyecto, confiesa: “Me acuerdo del mono azul que fue el primer regalo que le hice a mi sobrino”, “Me acuerdo de todos los años que me diste aquella noche”.

Fascinado por el texto leído esta semana, no puedo resistir la tentación de incluir en esta entrada la reflexión última con la que Juan Bonilla cierra su sentido homenaje al escritor admirado:

“George Perec quiso darnos una lección con su libro tan aparentemente banal y a la vez tan absoluto, tan poca cosa y a la vez tan inalcanzable, tan abierto a colaboraciones de otros y a la vez tan personal, tan interminable y a la vez tan imposible de comenzar. Reduciendo su memoria a una pila de frases sin atractivo literario, nos enseñó que la literatura en esencia es eso: ofrecer memoria, invitar a hacer memoria, compartir recuerdos, añadir recuerdos a la bolsa donde guardamos todos los “me acuerdo” que son nuestra vibrante necrológica, que nos hacen ser quienes somos, criaturas que se diferencian apenas en el hecho de que uno se acuerda de los muslos de Leao y otro de las piernas veloces de Zatopek.”

Animado por la propuesta de Perec y de Bonilla, también yo me he dedicado estos días a reunir una treintena de esos recuerdos en uno de mis cuadernos. Consciente de que cada una de esas anotaciones es susceptible de ser ampliada en mayor o menor medida, me he decidido a incluir aquí tres de ellas, añadiendo algo del recuerdo que me sugieren:

1. Me acuerdo de don Eloy, el primer maestro que tuve en la EGB, quien durante cuatro cursos me enseñó a leer, a escribir y a pensar; no es poca cosa. Recuerdo que este hombre jovial y enérgico, que nos infundió a sus alumnos un sentido de la responsabilidad que aún perdura, vivía obsesionado por el temor de que nos olvidáramos de él. “Dentro de unos años no os acordaréis de mí”, nos dijo en más de una ocasión. “Me veréis por la calle y no me saludaréis porque no sabréis quién soy”. Y aunque nunca me he olvidado de él ni de sus palabras, siempre he temido que de una forma o de otra se haya cumplido su pronóstico. Lo cierto es que nunca más lo he vuelto a ver. Y ya no sé si es que nunca hemos coincidido, o si por el contrario alguna vez se cruzaron nuestros caminos sin que yo advirtiera que ese anciano que me observaba en silencio era él y yo no supe verlo. Y la verdad es que lamento que esto haya podido ocurrir, y que él pensara entonces que este hombre al que él quiso tanto cuando era niño también lo ha olvidado.

2. Me acuerdo de la tarde en la que supe que mi madre había muerto. Ocurrió dos días antes de que mi padre me lo confirmara mientras yo lloraba abrazado a él. La noticia nos la trajo, con una urgencia impúdica, un telegrama que había sido enviado desde Londres. Recuerdo que fui yo, con catorce años, quien primero leyó el breve y condolido mensaje, redactado en un lenguaje formular que aún hoy recuerdo como un insulto. Y me acuerdo de la mentira cargada de piedad con la que mi hermano mayor trató de paliar entonces mi confusión y mi miedo. Desde entonces no puedo evitar sentir una repugnancia instintiva hacia cualquier forma de compromiso.

3. Me acuerdo de la inocente angustia que sentí la primera vez en mi vida que no hice los deberes de clase. Tenía yo diez años y sencillamente se me olvidó. Eran unos ejercicios de matemáticas que don Eloy nos había mandado hacer para el día siguiente.  Recuerdo mi sobresalto de madrugada y el libro de la editorial Santillana con los enunciados en negrilla. Me recuerdo encendiendo a escondidas la luz de la mesita de noche para que nadie descubriera mi falta, y las palabras de mi madre preguntando qué era lo que me pasaba para que aún no estuviera dormido. Y el modo que tuvo de tranquilizar mi inquietud asegurando que no había de qué preocuparse, que no pasaba nada, que no era tan grave, que solo debía decir la verdad y que don Eloy sabría entenderlo. Y recuerdo dos cosas más: que al día siguiente no fui capaz de confesar el “delito” que tanto me avergonzaba y que efectivamente no pasó nada; sencillamente aquel día, durante la corrección en clase, el maestro no me preguntó a mí y nunca supo lo que había ocurrido. Creo que fue en aquella ocasión cuando aprendí el significado de la palabra impunidad.

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Buscando en internet he encontrado el texto de Juan Bonilla al que hago alusión en el post: Je me souviens

Una curiosidad radiofónica sobre el libro de George Perec

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Dudas no sé si razonables

La Libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix, 1830

Quizá la belleza de las grandes convulsiones revolucionarias sea directamente proporcional a la distancia que media entre ellas y nosotros. ¡Qué atractivo tan fascinante el de las revueltas que tienen lugar lejos de casa! ¿Cómo no sentir simpatía, en el confortable sillón de la salita de nuestro casa, tras la concienzuda preparación de un gin tonic una vez acabada la cena, por esa marea humana que desde la pantalla de nuestro ordenador conectado a Internet clama a gritos por conceptos de tanto prestigio como Libertad y Democracia? ¿Cómo no emocionarse, comiendo palomitas de maíz mientras vemos el telediario, ante una reivindicación tan justa?

¿En qué clase de individuo tan malvado y retorcido puede haber llegado a convertirse uno para  dudar, siquiera por un instante, de las intenciones de quienes solo desean disfrutar de los mismos derechos que gozamos nosotros? ¿Acaso ha de haber siempre un propósito oscuro detrás de todo levantamiento popular, alguna maquinación política encubierta o algún empeño espurio?

¿Qué clase de arrogancia insana, solo propia de una ciudadanía apoltronada en su descansada vida, puede hacernos pensar que también la realidad es maleable según convenga? ¿Acaso la solidaridad con los pueblos oprimidos puede organizarse mediante hábiles campañas de indignación internacional haciendo uso de las ya conocidas técnicas publicitarias de persuasión y contagio?

¡Y qué decir de nuestros bondadosos intelectuales, esos incansables defensores de la paz, la cultura y el amor, siempre en permanente desvelo solidario, con la voluntad a flor de piel para adherirse antes que nadie a las causas más nobles! ¿Dudaremos también de ellos?

¿Es que todo ha de ser siempre mentira?

¿Es que todo ha de quedar siempre en nada, reducido a campaña publicitaria, interés económico, influencia social y propaganda política?

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