Página personal de Agustín Celis

Categoría: Repertorio de Melancolías Página 2 de 5

Señales exteriores de pobreza

El chaval que llama a tu puerta, a la hora de la siesta, con un barco lleno de dulces y te cuenta que en la pastelería donde los hacen están dispuestos a darle 20 € por cada 60 que sea capaz de vender.

 La vecina del pueblo en el que trabajas, y a la que ves a diario, a eso de las once y media, durante el desayuno, salir de su casa y pasearse por las calles anunciando su labor: “Nuevo zapatero en Wada”, dice más o menos. “Se recogen y arreglan zapatos. De puerta en puerta voy recogiendo zapatos para arreglar… Nuevo zapatero en Wada…”

 La señora que llama a tu puerta ofreciendo “ropa usada, pero nueva, nueva, de este verano, a 1 € la prenda”. Por sacar algo pa’ comer, te dice.

 La visita de tu suegra al Instituto, en calidad de presidenta de SOJE (Solidaridad Jerezana), acompañada del secretario, que se te meten en el despacho para solicitar oficialmente la colaboración del Centro en la próxima campaña de recogida de alimentos para las familias sin recursos de la ciudad; cientos, al parecer; muchas de ellas de aquí, de Wada. Lógicamente dices que sí.

 El anciano al que te encuentras delante de la puerta con una bolsa del Mercadona pidiéndote no dinero, sino comida, en lo que insiste con algunos ejemplos que ilustren su petición: “una bolsa de macarrones, por ejemplo, un litro de leche aunque sea…”

 El listado que te ponen encima de la  mesa, con los nombres y apellidos de los alumnos cuyas familias se encuentran en situación de riesgo social, sin ninguna clase de ingresos desde hace meses, y que sobreviven gracias a las ayudas que ofrecen ONGs como Cáritas, Madre Coraje, SOJE o el comedor de El Salvador. “Para que lo tengáis en cuenta por si notáis que los chavales empiezan a flojear en los estudios”, me dicen.

 El cartel que viste pegado el viernes en la puerta del Instituto, según el cual el Ayuntamiento de Wada ha decidido ayudar, a toda aquella persona que lo desee, en la tramitación de la documentación necesaria para buscar trabajo en Francia, Bélgica y Holanda.

 La explosión de alegría con la que  S recibe la noticia de que J ha entrado a formar parte del listado de las 433 personas a las que el Ayuntamiento contratará durante tres meses dentro del Plan contra la Exclusión Social. “Ahora mismo es como si me hubiese tocado la lotería”, me dice.

 El escepticismo que una alumna del PDC muestra ante la posibilidad de que podamos recoger los frutos del huerto que venimos cultivando desde principios de curso en el Instituto. Ahora mismo tenemos plantadas habas, lechugas y rábanos. Y nada hace prever que se vaya a echar a perder la cosecha. Pero eso no es lo que a ella le preocupa. “Que no, Agustín”, me dice, como queriendo desengañarme, “si todo esto lo van a robar en cuanto esté bueno…” Y añade: “como no hay gente pasando hambre…”

 Luego uno escucha la radio o lee el periódico y resulta que hay quienes ven signos claros de recuperación económica en el país.

La Educación a debate

Durante varias semanas me han estado rondando desde una emisora de radio local para que participara en un coloquio sobre Educación. “La Educación a debate”. Interesante y sugerente título. Trillada fórmula. Por saturación, por exceso de trabajo, por motivos de huelga, por imposibilidad, les he venido diciendo que no podía ser, que quizá más adelante, que puede que en otra ocasión, en otra semana. Pretendían que fuera con dos o tres compañeros más a hablar sobre la enseñanza, ese tema que preocupa a todos, del que todo el mundo tiene formada una opinión, sobre todo los intelectuales, que nunca dejan escapar la ocasión para aportar sencillas soluciones nunca antes vislumbradas; sobre todo los políticos, tan aficionados a legislar sobre enseñanza que cada seis o siete años se sacan una nueva ley orgánica con toda su parafernalia de decretos, órdenes, circulares e instrucciones precisas.

 Ayer me volvieron a insistir y pronuncié el definitivo no. Sencillamente no es posible. Y así lo expuse,  explicando la situación con argumentos incontestables, los de verdad: un centro que ahora mismo tiene dos profesores de baja sin sustitución no se puede permitir la ausencia de tres o cuatro profesores más, ni siquiera durante un par de horas. Sería una locura.

 Aunque he notado cierta exasperación en el tono de mi interlocutor a medida que se desarrollaba la conversación por teléfono, en todo momento se ha mostrado correcto. Digamos que lo comprendía. Cómo no… Pero aún así he creído notar un deje de descrédito en la seriedad con que ha pronunciado las últimas frases, ya despidiéndose; no sé… cierto desdén, cierto desprecio, que se ha vuelto casi insulto en la urgencia con que se ha precipitado hacia el adiós, en la prisa que se ha dado en colgar. Quizá ultrajado por mi negativa, seguramente ofendido o decepcionado. Él, que quizá pretendía avivar el debate sobre educación a nivel local. Él, que solo trataba de aportar su granito de arena, buscar soluciones, arrimar el hombro, hacer que se entienda la gente. Pero no hay nada que hacer, se habrá dicho. Y fantaseo e imagino que por un momento, como todos alguna vez, se habrá dejado vencer por el desánimo. ¡Bienvenido!

 

Principio de incompetencia

Sin temor a caer en el desánimo, y mucho menos en la auto indulgencia, sin gloria ni vanidad me atrevo a decir que todos los días corro el riesgo de convertirme en ejemplo paradigmático de aquello que enunció, tan brillantemente, Laurence J. Peter:

«En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia» .

Que el tipo fuera, además, catedrático de ciencias de la educación no me tranquiliza nada.

Todo un proyecto literario

Tres y veinte de la madrugada. Aun agotado por el insomnio, se me ocurre recurrir al IPad y tomar nota de mi última ocurrencia literaria, todo un proyecto que llevaré a cabo o no, seguramente no, pero del que quiero dejar constancia escrita para que no se me olvide. ¡Qué bien estaría, me digo, ir registrando mediante breves anotaciones, no carentes de sana ironía, las insensateces que se te ocurran al hilo de los problemones que se te van presentando en tu nueva etapa profesional, en este lío en el que te has metido!

Cada dos o tres días se me ocurre un nuevo proyecto literario que después no llevo a cabo, entre otras cosas porque nunca anoto la idea y se me acaba olvidando. Pero no todos cuentan con la ventaja de este. La matería prima de la que está hecho me provoca insomnio… ¡Qué suerte!, me digo, podrás escribir por las noches, sin nadie que te interrumpa… Como Kafka.

Así se escribe la Historia

Lou Reed

No sé por qué me sorprende tanto, pero la verdad es que me sorprende. O más bien me sigue sorprendiendo. Ahora que han muerto, con muy pocos días de diferencia, Lou Reed y Manolo Escobar, me asombran algunos comentarios de gente a la que me gusta catalogar como «de la generación de mis padres». Así es como me gusta referirme a ellos. La generación de mis padres. La gente que nació, más o menos, hacia principios de los años cuarenta. Aunque, en fin, la cosa puede alargarse hasta casi 1955. Esos son, quizá, los quince años en los que yo sitúo, caprichosamente, sus nacimientos. Mi padre, por ejemplo, es del 45. Mi madre lo fue del 48.

Lo que me sorprende es la capacidad para inventarse un pasado falso. Ignoro si se trata de una constante histórica, pero sospecho que no. Más bien creo que es una seña de identidad propia de esa generación. Una característica propia de esa quinta. Gente a la que le gusta creerse lo que nunca pasó. Gente que disfruta elevando a categoría general experiencias personales muy concretas. Gente que cuando rememora asuntos personales hace Historia. Son los auténticos cronistas de una época que no existió. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la escasa élite cultivada. Al intelectual de turno que recuerda, inventando, sus años de juventud: años de lucha antifascista, por ejemplo. Contra Franco. Años de rebeldía, en una palabra. Años contestatarios. Esos años en los que, según ellos, la gente de su generación, que es la de mis padres, escuchaban con entusiasmo frenético a Lou Reed. Y quien dice Lou Reed dice Bob Dylan o dice Leonard Cohen o dice Van Morrison. Claro…

Y la cosa es que, por más que intento imaginármelo, me resulta imposible concebir a mis padres escuchando a Lou Reed. Ni a mis padres ni al vecino del quinto, que tiene sesenta y tantos. Como mucho, como mucho, escuchaban a Cecilia, que a lo mejor sí que había escuchado a Lou Reed.

Así se escribe la Historia. Ahora dicen algunos que lo que escuchaban los jóvenes de los años 70 era a Lou Reed, cuando a quien oían realmente era a Manolo Escobar.

Manolo Escobar

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