Página personal de Agustín Celis

Categoría: Perfiles

Autorretrato en tiempos revueltos

Manuel Chaves Nogales. Años 30 del siglo XX

Alguna vez he comentado aquí que soy seguidor habitual del blog que mantiene abierto desde el pasado verano Antonio Muñoz Molina, aunque hace varias semanas que me limito únicamente a leerlo, sin hacer ninguna aportación. Allí no solo he encontrado un lugar confortable en el que aún es posible expresarse con absoluta libertad, sino también a una serie de personas a las que, sin conocerlas personalmente, empiezo a apreciar por todo lo que generosamente me van aportando: ideas, argumentos, un número creciente de enseñanzas varias, recomendaciones musicales y literarias y un largo etcétera.

El otro día, sin pretenderlo ni buscarlo, me topé en la biblioteca de El Puerto de Santa María, que suelo visitar al menos un par de veces al mes, con un libro que había pasado a formar parte del listado de sugerencias que desde hace meses vengo confeccionando, gracias al blog de AMM, con el fin de paliar las inevitables carencias que tengo en muchos asuntos. El libro en cuestión es de Manuel Chaves Nogales, lleva por título A sangre y fuego y se trata de una colección de relatos cortos sobre la Guerra Civil española, ese manido tema del que tanta gente habla en este país y que sigue sirviendo de excusa propagandística para abrir impostadas brechas ideológicas en la actual sociedad española.

En realidad no sabría decir qué es lo que me llevó el martes pasado a visitar la sección de Historia de España de la biblioteca, pero lo cierto es que allí me encontraba, revisando títulos y hojeando mamotretos cuando vi la edición de Espasa del título de Chaves Nogales. Así que lo cogí con avidez, leí la sinopsis de la contraportada y me dejé convencer por estas palabras que tanto me dijeron a su favor:

“Periodista vocacional y paradigma del intelectual comprometido con su tiempo, el autor se aleja de la demagogia y del fácil maniqueísmo con que casi siempre se ha tratado esta terrible época de nuestra Historia y se preocupa más por el perfil humano de quienes sufrieron dicha contienda que por su faceta política. Es el deseo de imparcialidad el que provoca el estremecimiento en el lector: ni buenos ni malos, ni vencedores ni vencidos, ni verdugos ni mártires; tan sólo hay crueldad, absurdo, desorientación y obcecación de unos y otros”.

Fue suficiente. Como tuve la suerte de nacer en 1974, cuando el régimen de Franco daba sus últimas boqueadas, y de criarme en un país absolutamente democrático, la verdad es que nunca he encontrado en mí la más mínima razón que me impida tratar de comprender ese periodo convulso de nuestro pasado desde un punto de vista meramente histórico, alejándome todo lo posible de motivaciones propagandísticas e ideológicas, y, por supuesto, con el mismo grado de curiosidad que puedo sentir por la época de los Reyes Católicos, por el reformismo ilustrado de los primeros Borbones o por el impulso progresista que ya en el siglo XIX avivó el deseo de forjar una República.

Aquella misma noche, ya de vuelta en casa, leí y releí con atención el prólogo y desde entonces no he parado de imaginar cómo debió de ser aquel hombre al que yo me he propuesto conocer. El prólogo con que da comienzo el libro, escrito en 1937, en plena guerra, es de una lucidez tan generosa, de una brillantez tan razonable e imparcial, que no solo alumbra la trágica oscuridad que se vivió en aquellos años, sino que ilumina también con su foco esta nueva penumbra política en la que ahora mismo nos encontramos, y que quizá no es más que un pálido eco de aquella otra. O al menos eso  es lo que quieren hacernos creer. Y quizá lo estén consiguiendo.

“Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeñoburgués liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria”.

Con estas palabras comienza Manuel Chaves Nogales el prólogo de su libro, que es a la vez el autorretato de un hombre convencido de su propia verdad, la confesión de un intelectual asqueado por el terror y la sangre y la declaración de intenciones de un liberal que decidió exiliarse cuando tuvo “la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar”.

Estos días he pensado mucho en el prólogo de Chaves Nogales y no me ha resultado difícil imaginar el drama íntimo de ese hombre. He pensado en él y me he sorprendido pensando a la vez en mí mismo, y me he imaginado en su época y he contemplado al mismo tiempo la mía, y la he comprendido mejor. Su valoración de aquel periodo convulso sigue siendo tan actual, sigue estando tan vigente, que creo que muchos ciudadanos de hoy, tal y como me ha ocurrido a mí, podrían suscribir una a una sus palabras si en algún momento, por esas cosas que pasan, las circunstancias los colocaran en una situación de similar incertidumbre.

Releyendo el prólogo de A sangre y fuego ha habido momentos que me he sorprendido a mí mismo parafraseando mentalmente sus palabras, incurriendo en voluntario plagio referencial y hasta elaborando mi propio autorretrato, tal y como hizo él, en estos términos tan similares:

“Yo soy eso que los sociólogos más tradicionales aún podrían llamar un “pequeñoburgués liberal”, ciudadano de una Monarquía democrática y parlamentaria. Trabajador de la enseñanza pública en un Estado heredero de las antiguas reivindicaciones iniciadas por los primeros liberales progresistas del siglo XIX, gano mi pan y mi libertad con un relativo desahogo impartiendo clases de lengua y literatura y escribiendo libros de divulgación cultural, ensayos, cuentos y algún que otro artículo, pocos, con los que me hago la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando en mi país gobernaba la derecha y yo denunciaba en algún escrito el progresivo avance de las desigualdades y la injusticia, la turbia prepotencia de la que hacía gala o el desprecio que mostraba ante algunas incuestionables mejoras sociales, mis amigos de izquierda me felicitaban y me daban cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando la izquierda ha vuelto a gobernar el país y he reseñado la ruina total a la que nos ha conducido, destruyendo en tiempo récord buena parte de los avances sociales conquistados en treinta y tantos años de democracia, esos mismos amigos no se han mostrado tan abiertamente satisfechos por mis palabras; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo voy sacando adelante mi verdad de ciudadano progresista de una monarquía democrática y parlamentaria.

Si, como me ocurre a veces, no encuentro el lugar adecuado en el que publicar mis palabras y mis opiniones, me resigno a decirlo, entre amigos, en una cafetería, en el salón de mi casa o en la humilde tribuna de un blog de Internet, sin el temor, al menos por ahora, de que nadie venga a ponerme la mano en la boca y sin miedo a policías que me encarcelen ni a encamisados que me hagan purgar atrozmente mis errores. Antifascista y antirrevolucionario por temperamento, ni de derechas ni de izquierdas a estas alturas, me niego sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y aguardo trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución. Todo revolucionario, todo reformista extremo, todo salvador de la patria, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario.

En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendo sacar adelante, merced a mi esfuerzo y a través de mi trabajo, mi única y humilde verdad es un asco insuperable a la estupidez, la crueldad y la demagogia; es decir, una aversión natural a los dos únicos pecados que para mí existen, el pecado contra la inteligencia y el pecado contra el espíritu santo de la libertad”.

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Post scríptum.: Quiero volver a advertir, por si no hubiera quedado suficientemente explícito en el anterior texto, que los tres últimos párrafos entrecomillados son una evidente paráfrasis de los tres primeros párrafos del prólogo de Manuel Chaves Nogales en A sangre y fuego.

Recomendaciones web:

Página dedicada a Manuel Chaves Nogales

Prólogo de A sangre y fuego

El genio escondido. Reportaje de Jesús Ruiz Mantilla (El País, 28/02/2009)

Lo peor. Semblanza de Andrés Trapiello (El País, 28/02/2009)

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Vlad III Tepes. El Empalador


Todos los países tienen sus héroes. El pueblo tiende a recordar en su folclore las hazañas de algunos elegidos. Es el caso del Cid en España, de Carlomagno en Francia o del rey Arturo en Inglaterra. No parece importar demasiado el modo con que el tiempo desvirtúa a sus héroes, al pueblo no le importa. Uno diría incluso que le satisface renunciar a la verdad histórica en favor de la leyenda o de la pura invención. A veces ni siquiera es necesario que el personaje en cuestión haya existido, basta con la posibilidad de su existencia, como parece ser el caso del rey Arturo. El pueblo precisa de un salvador, de un tirano, de un caballero noble, de un intocable, de un invicto… Al pueblo le gusta reconocerse en las actitudes de quienes él ha elegido como representantes de su propia identidad, y a menudo sorprende descubrir el recuerdo que de ellos se guarda, o cómo el tiempo ha limado la figura de estos personajes o cómo el capricho y el talento de otros hombres han nublado la imagen, la han rehecho o la han inventado.

Es el caso de Vlad Tepes, príncipe de Valaquia, en Rumania. Para el pueblo rumano es un héroe nacional, un valiente guerrero del s. XV que resistió a los  turcos y defendió la soberanía nacional contra el poder de los húngaros, el último príncipe de Valaquia con alguna independencia real tras la invasión otomana. Fue apodado «El Empalador» por ser esta su manera preferida de intimidar a los enemigos. Se hizo famoso por la inhumana crueldad de sus crímenes, pero ha pasado a la historia, sobre todo, como inspirador de una de las más inquietantes historias de terror de todos los tiempos, el Drácula de Bram Stoker.

De todas formas, hasta que Stoker no estableció un vínculo inseparable entre la figura del empalador y el vampirismo, nunca antes se había relacionado a Vlad Tepes con el mito legendario del vampiro. Que ahora el nombre de Drácula sea casi sinónimo de vampiro se debe solo a un genial capricho literario.

El nombre de Drácula, aunque también significa “demonio” en rumano, derivaba del apodo del padre de Vlad, que fue distinguido por su valor en la lucha contra los turcos, razón por la cual se le otorgó la Orden del Dragón, en rumano “dracul”, como fue llamado desde entonces. Al parecer al príncipe Vlad le gustaba hacerse llamar “Drakula” o “Drakulya” como homenaje a su adorado padre, que fue asesinado por uno de sus rivales con ambición de poder. Esto era muy frecuente en la época y más aún en el principado de Valaquia, cuyo trono era hereditario, pero no por las leyes de progenitura.

Vlad III Tepes

Vlad Tepes (pintura al óleo, Austria, c. 1560). Albergado en Wikimedia Commons bajo dominio público.

Estamos en la época medieval, en pleno siglo XV, en la zona de los Balcanes, en un territorio estratégicamente situado entre dos irreconciliables vecinos sumamente poderosos. Hay que recordar  que en 1453 cayó Constantinopla  en poder del turco, y con ella todo el Imperio Romano Oriental. Las fuerzas otomanas del sultán Mohamed El Conquistador penetraron hasta los Balcanes, quedando así el reino húngaro como principal defensor de la cristiandad en aquella zona. Valaquia no era más que un punto fronterizo entre dos poderosos enemigos, una codiciada tarta a cuyos gobernantes, tanto los otomanes como los húngaros, quisieron mover a su antojo. Bien mirado, Vlad Tepes no fue sino un defensor de la libertad nacional frente a unos y a otros. Que ahora se considere que excedió las formas con que mantuvo a sus enemigos a raya durante su corto gobierno solo forma parte de la historia universal del escrúpulo.

Eran tiempos difíciles. La ley imponía que el gobernante de Valaquia tenía derecho a elegir a su sucesor entre varios candidatos seleccionados previamente para tal fin. Esto propiciaba las políticas de terror y el frecuente asesinato de los rivales. Había dos clanes enfrentados, el de los Denesti, descendientes del príncipe Dan, y el de los descendientes del príncipe Mircea, El Viejo. Drácula pertenecía a éste último clan y no ignoraba el peligro que suponía ser candidato al gobierno de Valaquia; su propio padre había muerto a manos de un Denesti. Desde mediados del s. XV los príncipes de Valaquia se sucedían en el trono según el capricho y el apoyo de húngaros y turcos. Vlad III llegó a gobernar en tres ocasiones separadas, la primera con apoyo turco; la segunda bajo la protección de los húngaros; y la tercera con la ayuda de moldavos y transilvanos. Su primer gobierno duró dos meses, durante el otoño de 1448, hasta que le fue arrebatado por Vadislav III, del clan de los Denesti. No volvería a ser príncipe de Valaquia hasta 1456, año en que los húngaros le retiraron el favor a Vadislav y apoyaron a Drácula hasta 1462. En este año cayó en desgracia y fue hecho prisionero por Matthias Corvinus, rey de Hungría. No volvería a dirigir los destinos de su patria hasta catorce años después, en 1476, y solo por espacio de un mes. Murió cerca de Bucarest en diciembre de este mismo año tras una arrolladora ofensiva turca que deshizo su ejército. Mientras gobernó Valaquia impuso un auténtico estado de terror.

No parecen probable muchas de las leyendas y anécdotas que se cuentan sobre Vlad III Tepes, El Empalador. Me refiero a los pic-nics antropófagos, a los baños en sangre, a los festines de cabezas turcas previamente cocinadas y otras barbaridades escatológicas que tenían a la sangre como principal condimento. Pero no me parece descabellado considerar que efectivamente se llevaron a cabo crímenes brutales, torturas inhumanas y ejecuciones sorprendentes. Basta con especular sobre formas de sufrimiento imaginadas y seguro que acertamos: escalpar, desollar, empalar, hervir, desangrar, mutilar, quemar, estrangular, cegar… Pero sin duda el empalamiento era su preferida. Nada mejor para intimidar a los turcos que la exhibición abrumadora de miles de cadáveres empalados. Se cuenta que en una ocasión el Sultán Mohamed II  dio media vuelta y regresó enfermo a Constantinopla ante la visión de veinte mil cuerpos pudriéndose en las afueras de Trigoviste, la capital de Drácula. El día de San Bartolomé de 1459 treinta mil mercaderes y boyardos fueron empalados en la ciudad de Brasov. Se ha conservado un grabado en madera sobre esta brutal matanza en la que aparece Drácula festejando con los verdugos la muerte de sus enemigos. Y en 1460 diez mil hombres fueron empalados en la ciudad transilvana de Sibio y abandonados a la inclemencia del tiempo durante meses.

Solo son algunas de sus hazañas. Su currículum es espeluznante. El deseo de fortalecer su poder lo convirtió en un criminal sanguinario. La venganza hizo de él un enfermo. Parece indudable que estas acciones estaban motivadas por un placer morboso y perverso más allá de las necesidades políticas de control.

A su muerte, en diciembre de 1476, su cabeza sirvió de trofeo al sultán, que tuvo el capricho de exhibirla clavada en una estaca como prueba de que había finalizado el estado de auténtico pavor creado por Vlad Tepes.


Publicado en Historias Curiosas, Agustín Celis, Ed. Añil, Madrid, 2001.


 

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