Página personal de Agustín Celis

Categoría: Perfiles Página 1 de 4

Leonardo Vitale

Leonardo Vitale


Aunque Leonardo Vitale fue un mafioso insignificante dentro de la Cosa Nostra, apenas un miembro más de entre los miles que han pertenecido a la organización, su figura ha alcanzado una importante notoriedad debido al valor histórico excepcional de su testimonio. Leonardo Vitale no fue solo el primer miembro de la Mafia que se entregó voluntariamente a las fuerzas del orden para colaborar con la justicia; el suyo es también uno de los pocos casos en los que se observa un arrepentimiento sincero, una auténtica renuncia a la mentalidad mafiosa con el deseo explícito de alejarse de ella por completo, cosa del todo imposible para un iniciado en la mafia.

El término pentito, con el que suele designarse a todo mafioso que acaba rompiendo el código de la omertà para dar su testimonio en la lucha contra la Mafia, merece ser explicado para comprender a nuestro personaje. Como se sabe, los pentiti son los arrepentidos, los desertores de la mafia, personas que por uno u otro motivo deciden colaborar con la justicia. Pero por supuesto hay importante diferencias entre ellos. No todos los pentiti son iguales, y la diferencia radica en el motivo que los lleva a hablar. Por esta razón, muchos estudiosos del fenómeno de la criminalidad organizada han expresado sus dudas sobre la fiabilidad de sus testimonios. Obviamente, todos los pentiti son desertores convertidos en delatores, pero no a todos se les puede dar la categoría, superior si se quiere, de arrepentidos. Y entre los auténticos arrepentidos, los menos, Leonardo Vitale ocupa un lugar destacado por haber sido el primero.

Un hombre arrepentido

Nació en 1941 y fue educado en los valores mafiosos que imperaban en su familia de sangre desde hacía varias generaciones. Fue iniciado en la mafia por su tío, que era el capo de la cosca de Altarello Di Baida y, según dejó dicho Vitale, el hombre más influyente de su vida tras la muerte de su padre, también mafioso. Su iniciación se llevó a efecto cuando Leonardo tenía 19 años y, como suele ser habitual, después de mancharse las manos con la muerte de un hombre. Para el ritual de iniciación se utilizó una espina de naranjo amargo, con el que le pincharon el dedo tal y como dicta la tradición.

A partir de su conversión en un hombre de honor, Leonardo Vitale fue entrando poco a poco en la estructura de la Cosa Nostra, llegando en 1970 a ocupar el puesto de capodecina en la familia de Altarello Di Baida; es decir, de jefe de un grupo de diez hombres, aunque el número en este caso puede variar. Hasta entonces, Vitale había participado en trabajos de poca monta, siempre alrededor del negocio de la extorsión: alguna quema de automóviles, el envío de cartas amenazadoras, la recaudación del pizzo en el territorio de la familia, etc. Sin embargo, una vez convertido en capodecina por haber matado a otro mafioso, su tío le fue haciendo partícipe de algunos secretos a los que no había podido tener acceso hasta entonces: la jerarquía de la organización, la existencia de la Cúpula, el relevante papel de Totò Riina como una de las cabezas máximas de la organización o las últimas operaciones de peso llevadas a cabo por la Mafia en Sicilia, como la desaparición del periodista  de L’Ora Mauro De Mauro, y que poco después formarían el grueso de su alegato, o en todo caso el centro de la información por él aportada, una información que permanecería en estado latente, en parte olvidada y en parte a la espera de nuevas evidencias que le dieran el crédito que merecían, y que no llegaron hasta 1984 cuando Tommaso Buscetta, un desertor de la Mafia mucho más influyente que Vitale, se decidió a colaborar con el juez Giovanni Falcone, no tanto por arrepentimiento como por venganza y despecho contra el clan de los corleonesi.

¿Por qué se decidió a hablar Leonardo Vitale? ¿A qué se debió su arrepentimiento? Según parece, su acto de contrición fue el fruto maduro de un drama interno que lo había acosado desde la infancia, y que acabó en una especie de crisis espiritual que le hizo comprender la maldad inherente en la forma de vida que había llevado hasta entonces. Se puede decir que fue su propósito de enmienda lo que lo indujo el 29 de marzo de 1973 a cruzar las puertas del cuartel local de la brigada móvil de Palermo para confesarse autor de dos asesinatos consumados, un intento de asesinato, un secuestro y un buen número de delitos menores. Una vez en poder de la justicia, la prensa no tardó en dar la noticia de su conversión, apodándolo significativamente como “el Valachi de las afueras de Palermo”, en una clara alusión a Joseph Valachi, un soldado de la mafia norteamericana que en 1963 había sido el primer mafioso que se había atrevido a denunciar a la Cosa Nostra estadounidense ante una comisión senatorial.

No obstante, existen importantes diferencias entre los casos de Valachi y Vitale. Cuando el primero se decidió a hablar, ya era un preso de la justicia que cumplía una larga condena por asesinato, y que además había sido condenado a la vez por la Cosa Nostra al creérsele un traidor. Por el contrario, Vitale ostentaba el cargo de capodecina y gozaba de la confianza de su capo, que además era su propio tío, y todo parecía indicar que tenía posibilidades de ascender rápidamente en la estructura de la organización.

Ahora bien, cuando los agentes de la brigada móvil lo interrogaron se encontraron con un tipo mentalmente desequilibrado, que se expresaba oralmente con enormes dificultades, y cuyo discurso estaba plagado de incisos y correcciones, en lo que constituía un patético esfuerzo por dar forma a su pensamiento. Leonardo Vitale vivía angustiado por el temor de creerse un pederasta y, según parece, agobiado ante la idea de parecer menos hombre por ciertas inclinaciones homosexuales que en el mundo de la mafia están totalmente proscritas. Tres semanas más tarde, recluido ya en la prisión de Ucciardone, un juez de instrucción le pidió a un equipo de psiquiatras forenses que valoraran la personalidad del pentito, con el fin de considerar si su testimonio podría ser creíble en un juicio.

Los resultados de este examen psiquiátrico despejaron muchas dudas. Leonardo Vitale fue declarado “semidébil mental”; efectivamente, su inteligencia era límite y su estado de ánimo rozaba la depresión y la tendencia al desequilibrio, lo que hacían de él un tipo impredecible en sus manifestaciones. Además, vivía bajo los efectos devastadores del temor y los remordimientos por una sexualidad no aceptada, castrada por completo y nunca satisfecha. Pero todas estas características personales no invalidaban la información que había aportado. Los psiquiatras decidieron que su enfermedad en nada afectaba a su memoria y, por tanto, su testimonio podía ser considerado valido. Como consecuencia de sus revelaciones, veintiocho personas fueron llevadas a juicio en 1977, de las cuales sólo dos fueron condenadas: el propio Vitale y su tío.

Declarado culpable de asesinato, Leonardo Vitale fue condenado a veinticinco años de reclusión, pero debido a sus peculiaridades mentales pasó la mayor parte de su condena en instituciones psiquiátricas, hasta ser puesto en libertad, finalmente, en junio de 1984. Seis meses más tarde, el 2 de diciembre de ese mismo año, y cuando salía de misa en compañía de su madre y de su hermana, un desconocido acabó con su vida pegándole dos tiros en la cabeza.


La historia de Leonardo Vitale fue llevada al cine en el año 2006. La película, dirigida por Stefano Incerti, se titula L’uomo di vetro, y está basada en el libro homónimo de Salvador Parlagreco.


De La Historia del Crimen Organizado, Agustín Celis Sánchez, Ed. Libsa, Madrid, 2009


 

Miguel Servet


“Y nosotros síndicos, jueces de los casos penales de esta ciudad, habiendo presenciado el procedimiento promovido ante nosotros a instancias de nuestro lugarteniente contra Vos, Miguel Servet de Villanova del país de Aragón en España, y habiendo visto vuestras voluntarias y repetidas confesiones y vuestros libros, consideramos que Vos, Servet, durante mucho tiempo habéis propagado una doctrina falsa y absolutamente hereje, despreciando toda queja y corrección, y que con obstinación malvada y perversa habéis divulgado hasta en libros impresos opiniones contra Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en una palabra contra los principios fundamentales de la religión cristiana, y que habéis tratado de provocar un cisma y perturbar a la Iglesia de Dios, por lo cual muchas almas pueden haber sido arruinadas y perdidas, actividad horrible, trastocadora, escandalosa y contagiosa. Y no habéis tenido vergüenza ni horror de poneros contra la divina Majestad y la Santa Trinidad, tratando siempre con obstinación de infectar el mundo con vuestro fétido y hereje veneno. Crimen de herejía dañino y execrable, merecedor de un grave castigo. Por estas y otras razones, deseando purgar a la Iglesia de Dios de tales infecciones y eliminar el retoño marchito, después de habernos aconsejado con los ciudadanos y habiendo invocado el nombre de Dios para emitir un justo veredicto (…) teniendo ante nuestros ojos a Dios y a las Sagradas Escrituras, hablando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, emitimos por escrito la sentencia final y Te condenamos, Miguel Servet, a ser atado y llevado a Champel y ser puesto en la hoguera y quemado junto con vuestros libros hasta que no seáis más que ceniza. Y así se habrá puesto fin a vuestros días y se habrá dado ejemplo a los que pensaran en cometer delitos similares…” 

Este largo párrafo pertenece a la sentencia que le fue leída, en la ciudad de Ginebra, en presencia y con el arbitrio de Juan Calvino, el día 27 de octubre de 1553, a Miguel Servet, pensador humanista al que sin duda debemos considerar como el más heterodoxo, atrevido y pertinaz de todos los herejes.

Evidentemente no soy ni el único ni el primero en mantener esta opinión, y como el caso en cuestión merece ser ilustrado en  profundidad, me apetece incluir aquí el dictamen que en el siglo XIX nos dio del personaje, desde su ortodoxia inquebrantable, don Marcelino Menéndez y Pelayo en su obra Historia de los Heterodoxos Españoles:

“Entre todos los heresiarcas españoles ninguno vence a Miguel Servet en audacia y originalidad de ideas, en lo ordenado y consecuente del sistema, en el vigor lógico y en la trascendencia ulterior de sus errores. Como carácter, ninguno, si se exceptúa quizá el de Juan de Valdés, atrae tanto la curiosidad, ya que no la simpatía; ninguno es tan rico, variado y espléndido como el del unitario aragonés. Teólogo reformista, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo panteísta, médico, descubridor de la circulación de la sangre, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de París, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable, a la vez que soñador místico, la historia de su vida y opiniones excede a la más complicada novela. Añádase a todo esto que su proceso de Ginebra y el asesinato jurídico con que terminó han sido y son el cargo más tremendo contra la Reforma calvinista, y se comprenderá bien por qué abundan tanto las investigaciones y los libros acerca de tan singular personaje. Sin exageración puede decirse que forman una biblioteca”.

Sería ridículo, por tanto, pretender que estamos descubriendo mediterráneos remotos al hablar de una figura tan notoriamente conocida. Las citas se imponen antes de iniciar el cuento. Incluiré por ahora, a modo de prólogo, solo una más. En un interesante ensayo de Natale Benazzi y Matteo D’Amico titulado El libro negro de la Inquisición, de lectura obligada para todo aquel curioso que desee conocer la historia de los más infames procesos inquisitoriales, nos encontramos con esta seductora invitación a pensar:

“Comprender el caso Servet es tan importante como comprender el Santo Oficio romano o los mecanismos de funcionamiento de la Suprema española. El caso es complejo y, en alguno de sus momentos, efectivamente oscuro. ¿Por qué el gran humanista español es perseguido por ambas Iglesias, la católica y la protestante, por otra parte despiadadamente en lucha entre sí? ¿Por qué Ginebra, más bien clemente con las personas indeseables, en este caso se encarniza hasta la hoguera? ¿Cuáles son las verdaderas razones de tanta dureza? ¿Cuál es el papel desempeñado por Calvino en toda la historia? Pero, sobre todo, ¿por qué Servet va a Ginebra, ciudad de la cual más de un elemento hubiera debido mantenerlo alejado?”

Empezaremos con una afirmación que puede resultar incomprensible y asombrosa, pero que no lo es, como se verá más adelante: tan graves y atrevidas resultaron para su época las ideas de este incorregible individuo, que tuvo que ser quemado en la hoguera, a fuego lento, en dos ocasiones.

Nació en España, en la ciudad de Tudela, hacia el año 1510, aunque algunos autores retrasan la fecha hasta 1511, debido a las contradicciones en que a este respecto incurrió el propio Servet durante los diversos interrogatorios a los que fue sometido, primero en la ciudad francesa de Vienne, el 5 de abril de 1553 ante los inquisidores católicos, y posteriormente en Ginebra, los días 23 y 28 de agosto del mismo año ante las autoridades calvinistas. También ha habido dudas sobre el lugar de su nacimiento, que algunos sitúan en la aldea de Villanueva de Sixena, cerca de Zaragoza, por ser esta la tierra de sus padres y donde pasaría los primeros años de vida. Se suele decir que sus primeros estudios estuvieron dirigidos por un fraile franciscano, confesor de Carlos I, apellidado Quintana, pero es un dato incorrecto y tendencioso, ya que da para hacer interesantes especulaciones sobre una primera, intensa y profunda, además de heterodoxa y cuestionadora formación de tipo humanista, vinculada a las tesis de Erasmo de Rotterdam, de moda en la corte del emperador. Pero aunque es cierto que la primera formación de Servet fue humanística, e incluso humanísima, y que tuvo relación con Fray Juan de Quintana, a este lo conoció, como se comprenderá con facilidad, algo más tarde. Pero sí, tuvo estrecha amistad con él, viajó por Italia y Alemania en su compañía, e incluso asistió a la coronación del emperador en Bolonia. Pero todo esto ocurrió en 1529. Un año antes, en 1528, y esto sí es ya un dato seguro, fue enviado por su padre a la ciudad de Tolosa, en Francia, donde empezó a estudiar leyes y entró en contacto, por primera vez, con los estudios de la Biblia y con los ambientes reformistas que por aquel entonces hacían sus campañas de proselitismo. Y es en este momento cuando se crea la figura del controvertido pensador, de espíritu inclasificable por mucho que se haya tratado de encuadrar a Miguel Servet, de modo absurdo, en diversos credos antitéticos entre sí. Menéndez y Pelayo se lamenta de que en la ciudad de Tolosa “su fe católica vino a tierra”, y acierta totalmente cuando afirma, con su acostumbrada seguridad, lo siguiente:

“pero como su espíritu era osado e independiente, y él no había nacido para soldado de fila, comenzó a interpretar las Escrituras por su cuenta, y ni fué ortodoxo, ni luterano, ni anabaptista, sino heresiarca sui generis, con aires de reformador y profeta”.  

Con esta valoración empezamos ya a entendernos y a entender al personaje en cuestión. Efectivamente, Miguel Servet va a representar el verdadero espíritu del Renacimiento. Encarna la figura del hombre humanista por excelencia, del pensador profundo en el que prevalece la conciencia individual sobre los esquemas predeterminados por las jerarquías oficiales que detentan el poder, ya sea este civil o eclesiástico. Miguel Servet estaba destinado a la herejía por ser el raro, el diferente, el controvertido, el que no se casa con nadie y además tiene la audacia de cuestionarlos a todos, un hombre sin ciudadanía religiosa, con la conciencia apátrida y la voluntad absolutamente libre. Miguel Servet fue una de esas rara avis que, siendo profundamente religioso, decide hacer un uso personal de su bendito libre albedrío para llegar a Dios.

Pero aún más, su manera de estar en el mundo, su actuación en la Europa partida en trozos por la causa religiosa, y su decisión última de enfrentarse al peligro de lleno en la ciudad de Ginebra, nos dan el perfil complejísimo de un carácter impetuoso hasta casi el suicidio. La seguridad intelectual de Miguel Servet, su obstinado racionalismo en materia de fe y la fortísima determinación con que se mantuvo apegado a sus ideas hasta el último momento, lo convierten en el fundador de una gloriosa estirpe de personajes humanistas, eclécticos, heterodoxos, perseguidos y condenados, en la que van a estar, entre otros, Giordano Bruno, que sufrirá también la relajación en la hoguera; y Galileo Galilei, que aceptará, ya en su vejez, una humillante reconciliación.

Y ahora ya sí; hagámonos la primera pregunta formulada por Benazzi y D’Amico:

“¿Por qué el gran humanista español es perseguido por ambas Iglesias, la católica y la protestante, por otra parte despiadadamente en lucha entre sí?” 

Miguel Servet dejó escritas sus ideas teológicas en dos polémicas obras: De Trinitatis Erroribus (Errores sobre la Trinidad), publicada en 1531, y Cristianismi Restitutio (Restitución del Cristianismo), publicada en 1553, pero cuya primera versión fue escrita en 1546. El título completo de este segundo libro es especialmente elocuente y da ya una idea de cuáles eran las tesis que va a defender, que no propagar, pues, según parece, nunca tuvo excesivo ánimo proselitista, lo que ya de entrada nos hace simpático al personaje. El título completo es este:

Restitución del Cristianismo, o sea revocación de la Iglesia Apostólica a sus antiguos quiciales, mediante el conocimiento de Dios, de la fe de Cristo, de nuestra justificación, de la regeneración del bautismo y de la manducación de la cena del Señor. Restitución, finalmente, del reino celeste, después de romper la cautividad de la impía Babilonia, y destrucción total del Anticristo con todos sus secuaces.

Que nadie se llame a engaño; la “impía Babilonia”, para Miguel Servet, era la Iglesia de Roma; y el “Anticristo” al que hace referencia, el Papa, al que también llama “diablo” y “siervo de Satanás”. Para Servet, la Iglesia romana será “aquel gran dragón”, la “serpiente antigua”, la “bestia entre las bestias”, la “meretriz desvergonzada”. No fue el primero en hacer tales juicios. Ya los cátaros la habían llamado “Gran Babilonia”, “Sinagoga de Satán” y “Basílica del Diablo”.

Pero estos eran, simplemente, los insultos de un hombre impertinente que hacía uso de una dialéctica agresiva muy de moda en el siglo XVI, época de grandes imprecaciones, polémicas inteligentes y diatribas de ida y vuelta preñadas de argumentos perspicaces. Pero lo grueso del asunto, y lo que rasgaba las vestiduras católicas y protestantes, era lo referente al dogma. De hecho, cuando fue juzgado en la ciudad de Ginebra, los jueces que lo condenaron hallaron sesenta y ocho proposiciones heréticas en sus obras. Y es que Miguel Servet rechazaba cualquier culto externo, por parecerle un resabio de paganismo por completo ajeno a las enseñanzas de Cristo. Negaba, incluso, la necesidad de celebrar el domingo, pues según él “todos los días son domingos o día del Señor”. No veía necesaria, para tenerle devoción a Jesucristo, ni la misa, ni el agua bendita, ni el hisopo, ni los votos monásticos, ni la confesión al párroco y ni siquiera la visita al templo, y mucho menos la existencia de un templo. Para Servet, cualquier lugar era el templo de Dios. El sacerdocio no es necesario porque todos los hombres somos iguales para Dios, porque todos fuimos redimidos por igual en el sacrificio de Cristo. “Todo cristiano es rey y sacerdote”, decía Miguel Servet, de donde se colige la gratuidad de la figura del clero. Sí es necesaria la confesión, venía a decir, pero una confesión mutua de los pecados declarada públicamente entre los fieles, y no en secreto y al oído de un privilegiado. ¿Por qué este privilegio?, preguntaría Servet con impertinencia.

Miguel Servet aceptaba como válidos únicamente dos sacramentos: el Bautismo y la Eucaristía, pero también en esta cuestión se separaba radicalmente de los católicos, de los luteranos y de los calvinistas. La Eucaristía debía celebrarse a imitación de la última cena de Cristo, con el pan y el vino llevado por los propios cristianos, y donde el pan y el vino fueran repartidos entre todos por igual. Y el pan debía ser pan y el vino vino, o cualquier otra bebida adecuada para tal ceremonia eucarística. Pero en ningún caso la simbólica hostia. Qué necesidad hay de la hostia, diría Servet, si Cristo está en todas partes. La cena debe ser una cena, porque así pidió Cristo que se hiciera en conmemoración suya. Rechazaba así la idea de la transustanciación postulada por los católicos, deslizándose por un terreno que la mayoría de los autores han considerado panteísta. Don Marcelino Menéndez y Pelayo insiste hasta la repetición cansina sobre este punto, pero puede que tuviera razón. El polígrafo llega incluso más lejos; le busca influencias panteístas a Servet, entre ellas Escoto Eurígena y David de Dinant, dos famosos herejes, y concluye con una afirmación iluminadora:

“En la hoguera de Miguel Servet acaba el panteísmo antiguo; en la hoguera de Giordano Bruno comienza el panteísmo moderno. No sé qué oculto lazo une estos dos nombres y hace recordar siempre el uno cuando se habla del otro. Pareciéronse no sólo en lo aventurero y errante de su vida y en el término desastroso de ella, sino en condiciones geniales, en el poder de la fantasía, en la viveza y lucidez, mezclada con extravagancia, de su entendimiento y en la tendencia sintética. Parécense también en la concepción primera de Dios como unidad vacía y abstracta, de la cual todas las cosas emanaron. Uno y otro profesan la doctrina de la sustancia única y ambos aprendieron en libros neoplatónicos. Pero la doctrina de Bruno, como eminentemente naturalista que es, difiere en su método y punto de partida, aunque no en las conclusiones, de la doctrina idealista de Servet”. 

Más adelante hablaremos de Giordano Bruno y veremos estas cuestiones. Pero acabemos con la reflexión del sabio polígrafo. Dice un poco después:

“Además, Bruno ya no es cristiano, sino absolutamente racionalista, y en esto difiere también de Servet, que, a su modo, era creyente fervoroso en Cristo, y le ponía como centro de toda su concepción teológica y cosmológica”. 

En cuanto al bautismo, su idea es muy parecida a la de los anabaptistas, con los que simpatizó en esta cuestión. Incluso les pidió que lo rebautizaran a los treinta años, y por eso se ha creído que Servet fue anabaptista, lo que no es cierto, pues se separaba de ellos en otras cuestiones. Para Miguel Servet, la necesidad del bautismo es un hecho. El mismo Jesús de Nazaret se había hecho bautizar por Juan el Bautista en las aguas del río Jordán. A imitación de Cristo, diría Servet, al hombre se le ha de administrar el bautismo cuando se hace adulto, pues solo entonces se abre para él la senda del pecado. Según Servet, ningún recién nacido puede estar en pecado, no puede tener conciencia de pecado y mucho menos haberlo cometido, y por tanto no hay necesidad de lavar el pecado que no existe. Idea peligrosísima, con puntas heréticas, para católicos y calvinistas, pues se acercaba a la negación del Pecado Original.

Pero sin duda la cuestión más rabiosamente heterodoxa, disidente, herética e imperdonable en la que se regodeó Miguel Servet, fue la tocante a la Santísima Trinidad, contra la que llegó a blasfemar en repetidas ocasiones comparándola con el monstruo mitológico Cancerbero. Miguel Servet no creía que Dios fuera trino y uno. Para él, la única fuente para el conocimiento de Dios debían ser las Sagradas Escrituras, y en estas no queda definido el dogma de la Trinidad, aunque sí hay referencias a sus tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Habremos de remontarnos al Concilio de Nicea, en el año 325, para encontrar la primera formulación de la trinidad, en oposición al arrianismo, el nestorianismo y el monofisismo, movimientos heréticos que socavaban los cimientos de la Iglesia de Roma y su pretensión de universalidad.

Miguel Servet encuentra en Cristo al garante de las posibilidades de divinización del hombre, al mediador esencial para el perfeccionamiento de este, que solo puede alcanzar la cercanía de Dios con la cercanía de Cristo. Por este motivo, la caridad y el amor predicado por Jesús de Nazaret serán más importantes que la propia fe, según nuestro hombre, para lograr asimilarse a Dios. Y aquí es donde resbala hacia la herejía, y por eso se ha dicho que la filosofía de Servet es fundamentalmente antropocéntrica, y su visión teológica esencialmente cristocéntrica, término que utilizan todos sus biógrafos. Bainton, el estudioso de la Reforma protestante, lo explica con estas palabras, que aclaran también la hostilidad que por Servet va a sentir Calvino:

“Su ideología constituía un curioso compromiso y estaba dominada por la tendencia moderna a hacer de Jesús un hombre como los otros. Lo que negaba era simplemente la eternidad de Dios. El Hijo, decía, no es eterno porque ha sido una conjunción en un momento dado de la historia, de la Palabra eterna y del hombre Jesucristo. Este Cristo, por efecto de tal conjunción se convirtió en la Luz del mundo, la forma inmanente de la luz que confería visibilidad a todas las criaturas. La esencia de la ideología religiosa de Servet no residía en bajar a Cristo al nivel de la humanidad común, sino en exaltar a la humanidad al nivel de Cristo. Como los antiguos teólogos griegos, sostenía que el hombre puede deponer su naturaleza mortal y revestirse de inmortalidad solo con la condición de deponer primero la humanidad y adquirir la divinidad uniéndose con el hombre divino, o sea con el hijo del eterno Dios. Esta era una teoría que Calvino consideraba mucho más execrable que la negación de la Trinidad. En efecto, para el reformador francés Dios era tan absolutamente trascendente, que cualquier mezcla de este género entre lo humano y lo divino le resultaba impensable sacrilegio”.  

Ya en 1531, y en su libro De Trinitatis Erroribus, Miguel Servet planteaba esta curiosa tesis sobre Jesús, a la vez que negaba el dogma de la Trinidad. Fue, probablemente, el primer autor moderno en negar la divinidad de Cristo. El libro salió publicado en Basilea, y encontró la desaprobación de Enrico Zuinglio, Ecolampadio y otros reformistas amotinados contra Roma. Y en 1532, la Inquisición española le abrió un proceso, motivo por el cual nunca regresará a España.

En esta época, con el anatema pisándole los talones en Alemania y Suiza, y el peligro que se cernía sobre él en España, Miguel Servet decidió dejar aparcadas las cuestiones teológicas y adentrarse en Francia bajo nombre fingido. Desde entonces, y hasta 1546, se dedicará a otras actividades, sobre todo la medicina. Es durante este periodo cuando descubre la circulación pulmonar de la sangre. Se hará llamar Michel de Villeneuve, y hasta 1553 nadie volverá a oír hablar de ese hereje negador de la Trinidad llamado Miguel Servet. En Francia conocerá a Calvino, sobre el que me apetece incluir aquí la valoración que de él hace Menéndez y Pelayo:

“Allí se encontró en 1534 con el hombre fatal que desde entonces anduvo unido como negra sombra a su mala fortuna. Era este Juan Calvino, de Noyon, antítesis perfecta de Servet, corazón duro, envidioso y mezquino; entendimiento estrecho,  pero claro y preciso; organizador rigorista, inflexible y sin entrañas; nacido para la tiranía al modo espartano; escritor correcto, pero seco, sin elocuencia y sin jugo; alma de hielo, esclava de una mala y tortuosa dialéctica; sin un sentimiento generoso, sin una chispa de entusiasmo artístico; alma cerrada a todas las fruiciones de lo bello. Él, con su Reforma, esparció sobre Ginebra una lóbrega tristeza que ni los vientos de Italia, ni la voz de Sadoleto, ni la de San Francisco de Sales lograron ahuyentar de las hermosas orillas del lago Leman hasta nuestros días. ¡Cómo había de entenderse tal hombre con Miguel Servet, espíritu franco y abierto, especie de caballero andante de la teología! Llevado por su afán de proselitismo, quiso convencerle y disputar con él, como lo había hecho con Ecolampadio, Bucero y otros, ganoso siempre de atraer prosélitos de valía a lo que él llamaba restaurado cristianismo. Convinieron en el día, hora y sitio (una casa de la calle de San Antonio) en que el desafío teológico debía verificarse; pero, llegado el plazo, Calvino solo asistió, no sin peligro de la vida, según él dice, sin que podamos sospechar la causa de no haber concurrido Servet, que hartas pruebas dio en adelante de no conocer el miedo y de tener en poco la lógica de su adversario”.  

Efectivamente, es uno de los mayores misterios de la vida de Miguel Servet. ¿Por qué no acudió? ¿Llegó a vislumbrar el peligro que tal encuentro le podía ocasionar en Francia? ¿Vivió durante esos años tan alejado de sus antiguas inclinaciones teológicas que no quiso enfrentarse de nuevo a las censuras de los campeones de la Reforma? ¿Temió descubrirse, dejar de ser Michel de Villeneuve para volver a ser el herético Miguel Servet?

No lo sabemos. Habrá que esperar hasta 1546 para que lo veamos en plena disputa epistolar con el oscuro personaje que lo llevará años más tarde a la hoguera, en otro país y otra ciudad, Ginebra, convertida en cuartel general del calvinismo. Y aquí podemos empezar a plantearnos ya las cuestiones formuladas por Benazzi y D’Amico:

“¿Por qué Ginebra, más bien clemente con las personas indeseables, en este caso se encarniza hasta la hoguera? ¿Cuáles son las verdaderas razones de tanta dureza? ¿Cuál es el papel desempeñado por Calvino en toda la historia?”

En 1542, Michel de Villeneuve, que se ha ganado una merecida fama como médico en París, es llamado por el arzobispo Paulmier para que ejerza su profesión en la ciudad de Vienne, y así lo hará hasta 1553. Pero en 1546 comienza a escribirse con Calvino. Se trata de una correspondencia sobre cuestiones teológicas; que si Jesús es de verdad el hijo de Dios y en qué se basa esta creencia; que si puede haber más sacramentos que el Bautismo y la Eucaristía; que si es razonable que se administre el bautismo a los recién nacidos y por qué; y en este plan. Calvino se encuentra así con un perfecto hereje, muy cultivado, y cuyas posturas constituyen la negación más acabada de toda su doctrina. El tal Michel de Villeneuve le rebate airadamente, punto por punto, toda su teología. Como es lógico, se enzarzan en una disputa violentísima. Calvino adopta la pose del orgulloso maestro dogmático, y Servet, polemista nato, calienta motores y le suelta lindezas como estas:

“Tenéis un Evangelio sin verdadera fe, sin buenas obras, las cuales son para vosotros vanas pinturas. Vuestra decantada fe en Cristo es humo sin valor ni eficacia, habéis hecho del hombre un tronco inerte y habéis anulado a Dios con la quimera del servo arbitrio. Hacéis caer a los hombres en la desesperación y les cerráis la puerta del reino de los cielos. La justificación que predicáis es una fascinación, una locura satánica. No sabéis lo que es la fe, ni las buenas obras, ni la regeneración. Hablas de actos libres como si en tu sistema pudiera haber alguno; como si fuera posible elegir libremente, cuando Dios lo hace todo en nosotros. Ciertamente que obra en nosotros Dios, pero de manera que no coarta nuestra libertad. Obra en nosotros para que podamos pensar, querer, escoger, determinar y ejecutar. ¿Qué absurdo es ése que llamas necesidad libre?”. 

Además de todo esto, las treinta cartas que Servet le escribió a Calvino estaban plagadas de insultos donde lo llama blasfemo, ladrón, sacrílego, ímprobo y homicida. No contento con esta salida de madre, nuestro hombre cogió la más importante obra del famoso reformista, las Institutiones religionis christianae, sus famosas Instituciones, base de todo su sistema teológico, y se dedicó a corregir todas las páginas, donde llenó los márgenes de anotaciones injuriosas, y se la mandó junto con el primer borrador de su futura obra, el Christianismi Restitutio, invitándose a ir a Ginebra para explicarle sus tesis. “Ahí aprenderás cosas estupendas e inauditas”, le decía en la carta.

Craso error, el de Miguel Servet. Desde ese día se ganó a su peor enemigo. Calvino hizo sus averiguaciones y clamó venganza, y cuando en 1553 Michel de Villeneuve publique en la ciudad de Vienne la última versión de su obra, le dará a Calvino una herramienta para mover los hilos de su caída. Además, cometió el desliz vanidoso de publicarla con las iniciales M.S.V, es decir, Miguel Servet de Villanueva.

La obra, por supuesto, cayó en manos de Calvino, y este se va a valer de los medios necesarios para que llegue a oídos del católico inquisidor de Vienne, Mathieu Ory, que el herético libro Christianismi Restitutio es del famoso médico y anatomista Michel de Villeneuve, cuyo verdadero nombre es Miguel Servet, conocido hereje que veinte años antes ya había blasfemado contra el dogma de la Trinidad.

Enseguida se le abre proceso y es detenido. De Ginebra llegan pruebas irrefutables de su culpabilidad. El 5 de abril es interrogado. Se defiende cómo puede. Insiste en negar que no es ese tal Miguel Servet. Niega incluso haber escrito dicha obra. Apela a su buena fama como médico. Pero nadie lo cree. Hasta el arzobispo Paulmier se convence de que es culpable. Y cuando todo parece perdido, y de modo sorprendente, en la madrugada del 6 al 7 de abril de 1553, Miguel Servet consigue escapar de la prisión inquisitorial en que se halla preso y huye de una muerte segura. Es otro de los misterios de su vida. ¿Cómo fue posible su huida? Solo existen especulaciones. Menéndez y Pelayo, ortodoxo católico y defensor de la causa inquisitorial, pretende que nos creamos que los inquisidores de Francia, católicos, lo dejaron marchar. Pero no nos convence. Aun sin el hereje en las mazmorras continuó su proceso, fueron incautados buen número de ejemplares del libro, y con todos ellos y una imagen que representaba al reo, en la mañana del 17 de junio de 1553 se montó un auto de fe donde fue quemado en efigie, a fuego lento, después de haber sido estrangulado.

Pero esto le ocurrió a una representación del hereje. Él salvó la vida todavía durante algún tiempo, no mucho. Aún así su suerte estaba echada. La relajación del muñeco anuncia el final del hombre. Vagabundeó unos meses por varias ciudades, y al fin dio con sus huesos en Ginebra, adonde llegó en la madrugada del 12 de agosto. Constituye todo un misterio el motivo que lo condujo hasta allí. Abundan las teorías, todas igualmente disparatadas; desde posibles conjuras para derrocar a Calvino hasta la ingenua pretensión de convencerlo de sus errores en materia de fe. Menéndez y Pelayo aventura la posibilidad de un despiste, de un desconocimiento de dónde se hallaba, incluso de mala suerte. El famoso polígrafo cree que se desorientó y tuvo la mala fortuna de meterse en la boca del lobo. Tal teoría es impropia de su lucidez erudita. Si algo está claro, es que Miguel Servet fue a Ginebra sabiendo hacia dónde se dirigía. Al día siguiente de su llegada, y por la tarde, entró en el templo en el que predicaba Calvino. Allí fue reconocido, delatado y detenido.

Ya conocemos cuál fue su final. Al principio de este capítulo expusimos su sentencia. Fue relajado en la hoguera en la mañana del 27 de octubre de 1553, después de un proceso infamante en el que Calvino jugó todas sus cartas para que se le condenara a la pena capital. Curiosamente, durante todo el proceso, Miguel Servet mostró toda su violencia dialéctica. Como si no creyera que fuera a morir, o como si no le importara, continuamente insulta a Calvino, rebate sus tesis, se enfrenta a él abiertamente. La suya fue la actitud de un perfecto suicida.

Solo resta agregar que, ya en el quemadero, tardaría dos horas en morir. Cuando se amontonó la madera en la pira, esta estaba húmeda por el rocío de la noche y tardó en prender adecuadamente. Miguel Servet fue quemado, literalmente, a fuego lento.

Solo queda una duda. Lo que permanece en la sombra es el por qué fue hasta allí, y sobre todo para qué. Volveremos una vez más a preguntarnos lo que se preguntan Benazzi y D’Amico:

“¿por qué Servet va a Ginebra, ciudad de la cual más de un elemento hubiera debido mantenerlo alejado?” 

También hemos dicho que esta cuestión constituye el mayor misterio de su azarosa y aventurera vida. Por nuestra parte, confesamos humildemente no poseer ninguna teoría propia. Nos quedamos con el alma en vilo. Preferimos con mucho considerarlo un enigma, una incógnita, un secreto arcano, casi el sacramento de un hereje.

Pero eso sí, para que el desocupado lector pueda entretenerse un buen rato con una jugosa reflexión, le dejó con la tesis de Benazzi y D’Amico:

“Servet va a Ginebra con plena conciencia de ir al encuentro de su martirio. El viaje hacia la ciudad reformada se convierte en un nuevo descenso hacia una moderna Jerusalén, en la que sabe que no será comprendido y en la que sabe que encontrará la muerte. Servet, después del arresto en Vienne y la fuga, elige no volver a esconderse, terminar con los enmascaramientos, las fugas, el juego de los engaños. Elige, de alguna manera, ir valientemente hacia una muerte ejemplar. La elección es sacrificar su vida contra aquel al que considera el peligro mayor del momento para la cristiandad, contra el verdadero gran enemigo de su idea de renovación de la Iglesia: Calvino. Al obligar a Calvino a ensuciarse las manos con su proceso, lo obligará a salir a la luz, a arrojar la máscara, a mostrar el rostro violento e intolerable que reside en el fondo de su doctrina. Si aceptamos una hipótesis como esta, se hace dificilísimo explicar el valor, la audacia, la violencia a veces, que caracteriza la defensa de Servet durante el proceso ginebrino. Ataca a Calvino con total libertad, como si no fuese su prisionero y no estuviese en juego su vida, sino se tratase de escribir un tratado polémico o se estuviera desarrollando una disputa académica: esta es la grandeza de Servet, su impresionante fuerza moral que emerge, que hace de él un mártir. Probablemente, de una manera que no podemos conocer o reconstruir, el polemista español percibe que con su muerte puede infligir un vulnus, una herida mortal al protestantismo calvinista. Como en una refinada partida de ajedrez, Servet realiza un sacrificio de calidad, y atrae a Calvino a una trampa mortal”.


De Herejes y Malditos en la Historia, Agustín Celis Sánchez, Ed. Albor Libros, Madrid, 2006.


 

Gaspare Mutolo y Tommaso Buscetta

Tommaso Buscetta


La Piedra Rosetta de la Mafia Siciliana


Tommaso Buscetta, el “capo de dos mundos” que en 1984 se convirtió en el arrepentido por antonomasia tras sus históricas declaraciones ante el juez Giovanni Falcone, es quizá la personalidad más compleja e interesante de la Cosa Nostra siciliana, sobre todo si tenemos en cuenta que su paradójico “arrepentimiento” no fue otra cosa que una nueva manera de reafirmarse, casi con orgullo, en su condición de miembro de una Mafia que había dejado de existir, según él y otros pentiti posteriores, en la época en la que Buscetta tomó la decisión de comenzar a hablar, aportando una ingente cantidad de información sobre la Cosa Nostra y confirmando de esta manera la existencia del fenómeno criminal llamado Mafia.

Conviene aquí recordar que aunque hoy ya nadie duda de la existencia de tal fenómeno organizado, todavía en la década de 1980 había muchas personas que consideraban que la Mafia no era una organización criminal como tal, sino más bien, y únicamente, un estado mental que había afligido al pueblo siciliano durante toda su historia, una especie de “sentimiento mafioso” que nadie que no fuera siciliano podía llegar a entender. A este respecto, resulta ya clásico mencionar la incomprensión con la que se encontró el juez Falcone en los inicios de su carrera por parte de muchos de sus compañeros de oficio. Uno de los magistrados con los que trabajaba habitualmente, un incrédulo, le llegaría a preguntar: “¿pero tú crees realmente que la mafia existe?” Y sin embargo, hacía ya más de un siglo que existían sobradas evidencias de que tal fenómeno siciliano era una realidad y no solo un mito o una serie de costumbres violentas arraigadas en el pueblo. En 1984 era tanto lo que no se sabía sobre la Mafia, que Tommaso Buscetta fue algo así como la piedra rosetta que el movimiento antimafia estaba necesitando para comprender cabalmente aquello a lo que se enfrentaban. No hay mejor manera de definir a Buscetta que acudiendo a la descripción que de él hizo el juez  Falcone en su libro Cosas de la Cosa Nostra:

“Para nosotros fue como un profesor de idiomas que te permite ir a Turquía sin tener que comunicarte con gestos”.

Sin embargo, aún los historiadores de la Mafia no se han puesto totalmente de acuerdo sobre un punto de capital importancia, y que debemos tener en cuenta si queremos comprender la paradójica actitud de Tommaso Buscetta. Para la mayoría de los estudiosos, la Cosa Nostra siciliana es exclusivamente un fenómeno de criminalidad organizada, tal y como ocurre con otros grupos delictivos, como su homónima estadounidense, como las tríadas chinas, la jakuza japonesa, las mafias del este de Europa o los cárteles de la droga hispanoamericanos, cada uno de los cuales tiene su propia historia, evolución y organigrama internos. En cambio, para otros, como Giuseppe Carlo Marino, la Mafia de Sicilia es “un singular fenómeno político siciliano orgánicamente relacionado con un hábito social consistente en la utilización sistemática de la violencia y la criminalidad”.

Solo teniendo en cuenta el segundo criterio, creo que se pueden entender estas palabras de Tommaso Buscetta al juez Falcone durante una de las entrevistas, y que explican ya, de alguna forma, por qué un mafioso convencido como Buscetta decidirá finalmente convertirse en colaborador de la justicia contra la Mafia:

“En esencia, cuando llegué a Palermo, descubrí, junto con una increíble riqueza, otra no menos increíble confusión en las relaciones entre las distintas familias y los hombres de honor, hasta el punto de que enseguida me di cuenta de que los principios inspiradores de la Cosa Nostra habían declinado definitivamente y era mejor que yo me fuera cuanto antes de Palermo, pues ya no me reconocía en aquella organización en la que yo creía de muchacho”.

El regreso a Palermo al que se refiere Buscetta tuvo lugar en 1980 de forma casi clandestina, tras haber pasado varios años fuera de la isla y una buena temporada en la cárcel por tráfico de drogas. En cuanto a la increíble riqueza y la no menos increíble confusión entre las familias, se refiere, lógicamente, a la situación creada por los corleonesi, a quienes Tommaso Buscetta y otros tantos pentiti hacían responsables de la destrucción de los “principios inspiradores de la Cosa Nostra” o, si se quiere, de los hábitos sociales de la cultura siciliana y de sus clases dominantes que durante más de un siglo habían regido las estrategias de la Onorata Società que había dado lugar a la más moderna Cosa Nostra. Pero para entonces Tommaso Buscetta era ya un importante mafioso con negocios en ambas partes del Atlántico y, viendo lo que se avecinaba en Sicilia con la facción dirigida por Totò Riina, decidió poner tierra de por medio y establecerse definitivamente en Brasil.


¿Cómo se convirtió Tommaso Buscetta en una persona tan influyente dentro de la Cosa Nostra?

Tommaso Buscetta fue iniciado en la mafia en el año 1945 con tan solo diecisiete años. Su mentor fue un tal Giovanni Andrónico, miembro de la cosca mafiosa de Porta Nuova, una familia bastante pequeña por la rigurosa selección que hacía de su personal, a la que también pertenecía Andrea Finocchiaro Aprile, el abanderado de la causa separatista siciliana, y puede que Salvatore Giuliano, el célebre bandido protagonista de la masacre de Portella della Ginestra, aunque esta última pertenencia no es segura. Lo curioso de Buscetta es que él no procedía de una familia con vínculos mafiosos, y ni siquiera de una familia especialmente humilde, pues su padre poseía un taller dedicado a la fabricación y venta de espejos decorativos en la que daba trabajo a quince empleados. Puede que al igual que ocurriera con Lucky Luciano, con quien comparte más de una característica, el joven Buscetta viera en la delincuencia un modo más fácil de ganarse la vida que el que desempeñaba honradamente su propio padre. Sea como fuere, lo cierto es que Tommaso Buscetta, que había nacido en 1928, aprovechó la coyuntura de los años de la guerra para convertirse en estraperlista y ladrón, iniciando así una carrera delictiva con el contrabando de productos de primera necesidad (gasolina, café, pan, mantequilla, aceite, salami, etc.) Fue su talento para estos negocios lo que hizo que la mafia se fijara en el joven delincuente y lo atrajera hacia la organización, en donde no tardó en hacerse un hueco importante. Aún así, Tommaso Buscetta nunca fue un mafioso al uso. Aunque pueda parecer sorprendente habida cuenta de su influencia y peso dentro del organigrama de Cosa Nostra, Buscetta no ostentó cargos de importancia; apenas pasó del rango de soldado; nunca fue un capo en sentido estricto. Sin embargo, su estrategia dentro de la mafia fue la de un renovador con una enorme capacidad de iniciativa, un tipo que en la sombra mueve a los hombres en toda clase de negocios por él emprendidos. Además, Buscetta no limitó su campo de acción a un determinado territorio, por lo que tampoco fue un competidor entre los grupos de poder sicilianos; de hecho, hizo la mayor parte de su carrera criminal fuera de Sicilia. Al igual que hiciera Lucky Luciano a partir de 1946 durante su estancia en Italia, Buscetta se dedicó a los grandes negocios sin control territorial, pero tendiendo un puente entre América y Sicilia, por lo que sería llamado “capo de dos mundos”. Su primer viaje a América lo hizo en 1949, pero a diferencia de otros que eligieron como destino los Estados Unidos, él prefirió instalarse en Argentina, y posteriormente en Brasil, donde estaría hasta 1952. De regreso a Sicilia, se dedicaría por un tiempo al contrabando de tabaco, negocio que exportó a Argentina en 1956 y más tarde a Brasil, durante su segunda estancia al otro lado del Atlántico, estancia que se prolongaría durante casi tres décadas con continuos viajes intermitentes a la isla, lo que le permitió entrar en el negocio de los narcóticos a la vez que protagonizaba la reestructuración interna de la Onorata Società, que dio paso a la Cosa Nostra con una Cúpula de poder a imagen y semejanza de la Comisión de la Cosa Nostra estadounidense.

Aquí es precisamente donde empieza a destacar nuestro hombre. Para Buscetta, la Cosa Nostra surgida a finales de la década de 1950 del gran tronco mafioso de la Onorata Società, era ante todo una hermandad de hombres de honor y no una organización jerarquizada. Para Buscetta todos los mafiosos debían ser iguales, y el vínculo que debía unirlos debía ser ante todo el respeto mutuo y no la obediencia al capo. Lógicamente, esta concepción de Buscetta respondía a su propia situación dentro de la Cosa Nostra. Él no era un Padrino mafioso, sino un miembro de la mafia con importantes negocios. Por ese motivo, cuando en 1957 se decidió la creación de la Cúpula y la entrada en los grandes negocios de los narcóticos, los jóvenes mafiosos que habían dado el paso de  traficar con drogas fueron conscientes de un problema interno en el seno de la mafia; el derivado de las luchas de poder que podían darse entre los grandes capos con control territorial y los nuevos mafiosos que se dedicaban al comercio ilegal de la droga. Tommaso Buscetta, Gaetano Badalamenti y Salvatore Pajarito Greco, que fueron los encargados de establecer las nuevas reglas para la Cosa Nostra, concibieron la Cúpula como “un instrumento de moderación y de paz interna”, donde todas las familias podían tener un representante. Pero para que nadie pudiera tener un excesivo poder dentro de la Mafia se estableció que ningún miembro de esta pudiera ostentar a la vez el título de capo de la familia; es decir, que ningún mafioso podía ser a la vez el capo de una familia y el representante de su familia en la comisión de Cosa Nostra.

Por supuesto, esta es la visión que Tommaso Buscetta le ofreció al juez Falcone de lo que era la Cúpula de la Cosa Nostra. Y puede que sea verdad esta inicial propuesta de “democratizar” la mafia, digamos. Pero lo cierto es que ni la Cúpula diseñada en 1957 ni la Cosa Nostra soñada por Buscetta tendrían futuro en los años sucesivos. En 1963 la Cúpula fue disuelta tras la primera guerra Mafiosa, y aunque después se llegó a reactivar con un triunvirato formado por Stefano Bontate, Gaetano Badalamenti y Luciano Liggio, poco a poco dejó de ser un organismo destinado a servir de contrapeso al poder de los más poderosos para convertirse en un arma de control en la dictadura de los corleonesi, que provocaron la segunda guerra mafiosa y se hicieron, por medio de la fuerza y el exterminio de los adversarios, con el poder absoluto de la Cosa Nostra siciliana.

La increíble confusión con la que se encontró Buscetta a su regreso a la isla en 1980 no era otra cosa que la dictadura impuesta por los corleonesi, justo en la víspera de la segunda guerra mafiosa. Como aliado histórico de los Bontate y los Badalamenti, Tommaso Buscetta no dudó en enfrentarse al clan de Luciano Liggio y Salvatore Totò Riina, lo que acabó enrareciendo la situación para nuestro hombre, quien en apenas cuarenta y ocho horas vio cómo los corleonesi, violando las costumbres históricas de la Onorata Società, acababan con la vida de uno de sus hermanos, de uno de sus yernos y de tres sobrinos, todos ellos desvinculados por completo del mundo mafioso al que pertenecía Buscetta, que acabó por convencerse de que la Cosa Nostra que se avecinaba con Totò Riina  era ya muy distinta de aquella otra en la que él había creído. Sintiéndose traicionado por la Mafia, decidió instalarse definitivamente en Brasil, donde sería detenido en 1984, y de donde fue extraditado unos meses más tarde. Sería en el avión que lo traía de vuelta a Sicilia el 16 de julio de 1984, donde Tommaso Buscetta comunicaría al alto funcionario de la policía Gianni Di Gennaro que estaba dispuesto a hablar con el juez Giovanni Falcone.


¿Por qué habló?
¿Por qué se expuso a la vergüenza pública del mundo criminal convirtiéndose en un pentito?
¿Por qué un mafioso convencido decide romper la omertà?

Tommaso Buscetta


Para entender al personaje debemos tener en cuenta que en Tommaso Buscetta nunca hubo arrepentimiento en sentido moral. Tommaso Buscetta no renunció nunca a su condición de perfecto mafioso, y sobre este punto insistió hasta el último momento de su vida, acaecido el 4 de abril del año 2000 en Nueva York. Pero aún más; tampoco se creyó nunca un traidor a la Mafia. Para él los auténticos traidores, los “verdaderos infames”, por utilizar el término mafioso, eran los corleoneses con Totò Riina a la cabeza; ellos eran los responsables de haber destruido la Mafia al haberse alejado completamente de los “valores” mafiosos. Por este motivo no había traición. Tommaso Buscetta no creía estar traicionando a la Mafia por la sencilla razón de que, desde su punto de vista, la Mafia había dejado de existir.

El caso, evidentemente, es de una enorme complejidad, e incluso es susceptible de ser malentendido incluso por aquellas personas que tratan de comprender el fenómeno mafioso. Pero lo cierto es que para Tommaso Buscetta, como para Lucky Luciano, una persona podía ser un perfecto criminal al margen de la ley oficial de la mayoría de los ciudadanos y no sentirse por ello un simple delincuente, pues sus actos criminales estaban dentro de otra “ley” independiente de la oficial, que es precisamente la de la Mafia, concebida así como un sistema autónomo de relaciones, pero con sus reglas y sus principios; en definitiva, la Cosa Nostra concebida como lo que es, “la cosa nuestra”, una “legalidad alternativa” que, aunque a menudo entra en conflicto con la legalidad oficial, no necesariamente debe estar en conflicto con ella, como dos universos paralelos e independientes, pero que a menudo se entrecruzan, y que es al cabo lo que explica no solo la enorme expansión de la Mafia a nivel internacional, sino también las complejas pero frecuentes relaciones de la Cosa Nostra con los estratos de poder de la legalidad oficialmente constituida.

Vistas así las cosas, cuando Tommaso Buscetta decide colaborar con la justicia abanderada por el juez Giovanni Falcone, no se está vengando de los corleoneses porque estos se hayan convertido en los nuevos Padrinos de la Mafia siciliana. Con toda probabilidad, para Tommaso Buscetta los corleoneses de Totò Riina no eran ya más que una banda de delincuentes que actuaban no solo al margen de la “legalidad oficial”, sino también al margen del “universo ilegal paralelo” de la Mafia, que ellos habían destruido. Y así las cosas, la lucha que emprende Tommaso Buscetta puede ser considerada un último acto de reivindicación de su mafiosidad, como venganza hacia quienes habían acabado con el universo en el que él habitaba.

Por último, debemos tener en cuenta que Tommaso Buscetta solo se prestó a hablar con Giovanni Falcone, un juez que actuaba desde el otro bando, pero al fin y al cabo un siciliano en el que él encontró una persona afín. Con toda probabilidad, Tommaso Buscetta se consideraba el más leal representante del universo ilegal en su lucha contra la mafia de los corleoneses, y por ese único, aunque complejo motivo, aunó esfuerzos con Giovanni Falcone, al que sin duda consideraba como el más leal representante del universo legal en su lucha contra la Mafia.

Solo desde este punto de vista se pueden comprender estas palabras tan significativas de Tommaso Buscetta, durante una entrevista de 1995:

“Es lo único en lo que tengo empeño; es mi testamento moral: quiero ser recordado como una persona de bien. Alguien que hace once años asumió un compromiso con el Estado y siempre lo ha mantenido, sin jamás modificar ni una coma. Juré a Giovanni Falcone que le diría toda la verdad. Lo hice. Lo he seguido haciendo. Siempre y a pesar de todo. Lo sé, veo que todo está cambiando en Italia. Creíamos ganar y, sin embargo, hemos perdido. Pero yo siempre he sido igual. Un hombre leal. Pueden decir de mí todo lo que quieran, pueden incluso no creerme, pueden deshonrarme. Pero en aquella habitación de allí, entre mis papeles, hay una sola verdad, siempre la misma”.


De La Historia del Crimen Organizado, Agustín Celis Sánchez, Ed. Libsa, Madrid, 2009


Imagen destacada: Gaspare Mutolo y Tommaso Buscetta, de Elias Palidda, 2007.


 

Lucky Luciano

Lucky Luciano. Arquitecto del crimen


Lucky Luciano, cuyo verdadero nombre era Salvatore Lucania, fue el hombre que organizó el crimen en Estados Unidos. Se trata del personaje más influyente y quizá el más interesante de la historia de la Cosa Nostra. Nació el 24 de noviembre de 1897 en el seno de una humilde familia de Lercara Friddi, una localidad cercana a Palermo, en Sicilia, pero con tan solo nueve años emigró con sus padres y hermanos a Estados Unidos. La familia Lucania se estableció en una sencilla casa de la calle catorce de Nueva York, donde su padre consiguió un empleo como albañil.

Aunque su familia nunca tuvo vínculos con la mafia, ni en Sicilia ni en Estados Unidos, el joven Salvatore descubrió pronto que era posible ganar más dinero delinquiendo que trabajando, lo que lo llevó, siendo todavía un niño, a dedicarse al robo y la extorsión, y poco después al negocio de la prostitución junto a otros jóvenes delincuentes de la banda que él lideraba, y que con el paso de los años se convertirían en la vanguardia del crimen organizado en los Estados Unidos.

Entre los miembros de aquella banda se encontraban figuras como Frank Costello, Joe Adonis, Meyer Lansky, Bugsy Siegel, Albert Anastasia, Longy Zwilmann, Lepke Buchalter y Vito Genovese. Algunos de ellos formarían parte del llamado Asesinato S.A. (la célebre Murder Incorporated), una nómina de criminales sin escrúpulos al servicio de la Cosa Nostra.

Por aquel entonces, el mundo de la delincuencia neoyorquina estaba dirigido por la organización de Giuseppe Battista Balsamo, La Mano Negra. Pero en 1923, con cincuenta y tres años de edad, el gran Padrino decidió retirarse de la primera línea de los negocios y cederle el control de su organización a Vincenzo Mangano, uno de sus más fieles colaboradores, a quien no tardaron en salirle competidores. El más importante de ellos fue Giuseppe Masseria, más conocido como El Jefe, un gángster que había sabido rodearse de un grupo de criminales que con el tiempo llegarían a ser los primeros padrinos de las familias de Nueva York: Salvatore Maranzano, creador de las cinco familias y primer Capo di Tutti Capi; Joseph Bonanno; Joe Profaci; Thomas Lucchese; y Stefano Magaddino.

En este ambiente de criminales, fue donde se desenvolvieron los miembros de la banda que empezaba a dirigir Lucky Luciano, que decidieron integrarse en el grupo de Joe Masseria, hasta que en 1930 estalló la llamada Guerra de los Castellamarese.

Como suele ser habitual en estos casos, se crearon dos clanes dirigidos por los dos hombres que pertenecían a la primera generación de italoamericanos que habían vivido los años mafiosos de Battista Balsamo, es decir, Joe Masseria y Salvatore Maranzano. Los más jóvenes se limitaron a alinearse en el grupo de uno y otro. Entre los hombres de Maranzano destacaban Tommy Lucchese, Joe Bonanno, Joe Profaci, Gaetano Gagliano y Joe Maglioco. Entre los de Masseria sobresalían Lucky Luciano, Frank Costello, Carlo Gambino, Vito Genovese, Joe Adonis y Willie Moretti.

Ahora bien, Lucky Luciano era un hombre que pensaba por sí mismo y además tenía su propia organización, formada por hombres inteligentes, donde destacaban dos de las cabezas mejor dotadas para el crimen organizado: Frank Costello y Meyer Lansky, que eran conscientes de los inconvenientes que todo conflicto entre bandas acarrea en los negocios. Años después, Frank Costello sería el encargado de estrechar las buenas relaciones diplomáticas entre la Mafia y los políticos; Meyer Lansky sería el genio de las finanzas que haría del crimen una potente máquina de hacer dinero.

Así las cosas, entre Luciano, Costello y Lansky decidieron acabar con la guerra que se estaba llevando a cabo en las calles de Nueva York. Pero como aún no eran lo suficientemente fuertes como para hacerse con el poder, resolvieron asesinar a Masseria y apoyar en la guerra a Maranzano. Con el beneplácito de Maranzano, el 15 de abril de 1931 eliminaron a Masseria y eso significó el fin de la guerra. Dos meses después, Salvatore Maranzano se convirtió en Capo di Tutti Capi y dividió Nueva York en cinco familias. Era el primer paso que se daba hacia una Mafia distinta, muy alejada ya de La Mano Negra de Balsamo.

El siguiente movimiento tuvo lugar el 9 de septiembre de ese mismo año, cuando Lucky Luciano le encargó a Albert Anastasia que eliminara a Maranzano. Dos días después, Luciano envió a algunos de sus hombres por todo el país para que aniquilaran, en el plazo de cuarenta y ocho horas, a sesenta y dos mafiosos vinculados a la organización de Maranzano. Las matanzas perpetradas entre los días 11 y 12 de septiembre de 1931 pasarían a conocerse como la Noche de las Vísperas Sicilianas. Con ellas daba comienzo el reinado de Lucky Luciano.

Desde su cuartel general del Hotel Waldorf Astoria de Nueva York, Luciano organizó la Mafia en Estados Unidos. Entre otras medidas creó el Sindicato Nacional del Crimen y la llamada Comisión, estrechó las relaciones con las bandas mafiosas de judíos e irlandeses, que pasaron a formar parte del Sindicato, y estableció por todo el país una vastísima red de miles de asociados que, sin ser miembros hechos de la mafia, colaboraban con las 28 familias de Cosa Nostra en Estados Unidos.

El mismo año de la caída de Al Capone en Chicago, Lucky Luciano, desde Nueva York, hacía realidad una nueva estructura para el Crimen Organizado a todo lo largo y ancho del país. No es posible reseñar mejor el sueño criminal de nuestro hombre, que como lo hace Eric Frattini en su libro Mafia S. A.:

“Lucky Luciano convirtió a la organización de Al Capone en un juego de niños”.

Y, por supuesto, tuvo la habilidad y la inteligencia de no olvidarse de sus viejos amigos de la infancia:

  • Albert Anastasia se encargó de los ejecutores de la firma Asesinato S.A.
  • Frank Costello, de las relaciones diplomáticas con policías, jueces y políticos, corrompiendo así las instituciones oficiales que podían amenazar al Sindicato.
  • Joe Adonis, quien posteriormente sería conocido como Mr. A, haría tándem con Costello en las altas esferas, y organizando los garitos de juegos y apuestas.
  • Meyer Lansky se ocuparía de las finanzas y de mantener las buenas relaciones entre las familias
  • Vito Genovese sería el vicejefe de la organización.
  • Longy Zwilmann se ocupó de los negocios de Nueva Jersey y heredaría más tarde el imperio de Dutch Schultz.
  • Benjamín Siegel, el seductor Bugsy, representaría los negocios del Sindicato en Hollywood.
  • Y Louis Lepke Buchalter controló los negocios del juego en la ciudad de Nueva York.

En poco menos de veinte años, los miembros de aquella banda de delincuentes neoyorquinos se habían convertido en los amos de Estados Unidos.

Además de todo esto, se instituyó un órgano asesor del Sindicato dirigido por Meyer Lansky, al que se conoció como “el Gran Seis”, formado por tres miembros de origen judío (Meyer Lansky, Longy Zwillman y Jake Greasy Guzik, antiguo líder de la banda de Capone), y tres de origen italiano (Frank Costello, Joe Adonis y Tony Accardo, el Padrino de Chicago). Nueva York y Chicago se convirtieron así en las dos principales sedes de Cosa Nostra.


Lucky Luciano

Lucky Luciano, naturalmente, era el director de aquella impresionante orquesta. Pero un director que decidió ocultarse y actuar desde la sombra. A diferencia de Capone, a Luciano no le gustaba hacerse publicidad. En esto era un auténtico mafioso siciliano. Supo rodearse de un aura de misterio que le acabó beneficiando; de forma tácita, entre los hombres hechos de la Cosa Nostra, se estableció la norma de no pronunciar ni siquiera su nombre. Se referían a él como “el Jefe”, “el Gran Lu” o incluso “el Amo”. No obstante, y a pesar de todo su poder, el fiscal Thomas E. Dewey consiguió llevarlo a prisión en 1936.

Todo ocurrió a consecuencia de la afición de Lucky Luciano de rodearse de prostitutas. Por aquel entonces, la organización de Luciano controlaba ciento cincuenta prostíbulos con más de un millar de profesionales. La mayoría de estos garitos estaban controlados por Nancy Presser, una madame a la que Luciano recurría a menudo en busca de compañía especializada, y a la que pagaba elevadas sumas por sus servicios. Pero la casualidad intervino en el asunto y jugó en contra de nuestro hombre.

Lucky Luciano- Wanted

Resulta que Nancy Presser compartía piso con una chica llamada Betty, que era la novia de un policía. Muchas noches, Nancy le contaba a Betty lo que oía cuando estaba en compañía de Luciano, y después la otra iba y se lo contaba al agente, que empezó a interesarse por el asunto e inició una investigación. Los informes del agente de policía caerían al poco en manos del fiscal Dewey, quien llevó a Luciano ante los tribunales bajo la acusación de promover la prostitución y violar la llamada Acta Mann, una ley aprobada por el Congreso en 1910 que condenaba la trata de blancas para fines inmorales. Quien había organizado el crimen en Estados Unidos, sería encontrado culpable de sesenta y ocho delitos de proxenetismo y condenado a una pena de entre treinta y cincuenta años de cárcel sin posibilidad de conseguir la libertad condicional. El mismo día en el que se le leyó la condena, fue encerrado en la penitenciaria de mayor seguridad del Estado de Nueva York, en Dannemora, más conocida como la “Siberia” americana.

La historia de cómo conseguiría salir Lucky Luciano de la cárcel diez años más tarde, constituye en sí mismo una obra maestra de la Mafia en Estados Unidos, y da una visión cabal de hasta qué punto los miembros de aquella banda de delincuentes fueron, sin precedentes, unos verdaderos genios del crimen organizado.

La gran oportunidad llegó tras la entrada de EE.UU en la II Guerra  Mundial, pero sobre todo cuando el buque USS Normandie fue hundido, supuestamente por los submarinos nazis, en los muelles de Nueva York.

Tras esta desafortunada desgracia, el gobierno de la nación recurrió a Lucky Luciano en busca de ayuda. Por aquel entonces, Tony Anastasia, el hermano de Albert, era, dentro de la organización de Luciano, el señor de los muelles de Nueva York y Nueva Jersey. Ante el desastre del buque Normandie, el Servicio de Inteligencia Naval decidió colaborar con la Mafia para proteger los cientos de kilómetros de muelle y todos los puertos de la costa oeste. Lucky Luciano, desde Dannemora, dio la orden de proteger a la nación de la amenaza nazi.

Tras esto, gracias a una habilidosa campaña de propaganda dirigida por Frank Costello y Meyer Lansky, Lucky Luciano se convirtió en un héroe nacional. Ellos sabían de sobra que a los americanos les encantan los personajes que realizan hazañas increíbles, y la de Luciano, de cara a la opinión pública, era una heroicidad propia de un gran hombre. De la noche a la mañana, el mayor criminal de los Estados Unidos se había convertido en un salvador de la patria.

En las negociaciones posteriores, Frank Costello le exigió al gobierno que cambiara a Luciano a una prisión de menor seguridad, cosa que se hizo de inmediato. Su nuevo lugar de residencia sería la penitenciaria de Great Medow, en Albany. Y un año después de finalizada la guerra, se recompensó a Luciano con la libertad condicional por los servicios prestados a la nación. Curiosamente, el hombre que firmó su libertad fue el antiguo fiscal Thomas E. Dewey, ahora convertido en gobernador de Nueva York. Pero esta libertad debía disfrutarla en Italia, no en Estados Unidos.

En febrero de 1946, Charles Lucky Luciano fue deportado a su país de origen, adonde llegaría a bordo del buque USS Laura Kane. El día de su marcha rumbo a Europa, al espigón del muelle del que zarpó el barco en el que viajaba “el Gran Lu”, se acercaron sus viejos amigos Joe Adonis, Albert Anastasia, Meyer Lansky y Frank Costello. Deseaban presentarle sus respetos al gran Padrino que había sido expulsado de Estados Unidos.

Con la marcha de Luciano comenzó una nueva etapa en la Cosa Nostra, pero también en la vida de nuestro hombre.

De dos maneras se puede hacer carrera dentro de la Mafia. El mafioso inteligente puede recurrir a dos frentes:

  1. O bien la organización política de un territorio bajo su mando.
  2. O bien los grandes negocios que no precisan de lugar de residencia.

Hasta su marcha en 1946, Lucky Luciano exploró hasta sus últimas consecuencias la primera vía; a partir de este mismo año, y desde Nápoles, en Italia, se dedicó a explorar las inmensas posibilidades que ofrecían los negocios, tanto legales como ilegales, incluyendo los narcóticos, pero sin llegar nunca a establecer un control territorial.

Lucky Luciano puso la primera piedra del peligroso puente comercial que se establecería entre la Cosa Nostra siciliana y la Cosa Nostra norteamericana. Ese mismo año, y tras un viaje relámpago a la ciudad de La Habana, sería nombrado con toda justicia Capo di tutti Capi.

Dieciséis años más tarde, el 25 de enero de 1962, moriría a consecuencia de un infarto en el aeropuerto Capodichino de Nápoles. Aquel día había quedado con Martin Gosch, un productor y guionista de Hollywood que deseaba realizar una película sobre su vida. Según parece, Martin Gosch vio muy desmejorado aquel día al viejo mafioso. Cuando se acercó a él para saludarlo, las palabras de Luciano lo dejaron perplejo.

– Este jodido me va a matar – dijo el gran Lu.

– ¿Quién va a matarte, Charly? – le preguntó Gosch.

La respuesta de Luciano, antes de derrumbarse, fue demasiado misteriosa:

– Todos, todos ellos. Dile a Lansky que guarde el dinero.

Cadáver de Lucky Luciano


Asesinato S. A.

La firma Asesinato S. A. (la Murder Incorporated) fue el brazo ejecutor del Sindicato del Crimen durante décadas. Había sido creada por Lucky Luciano, pero estaba bajo el mando de Albert Anastasia (El Verdugo), quien se encargaba de imponer las sanciones disciplinarias dictadas por la Comisión.

No se trataba de una vulgar pandilla de asesinos. Muy al contrario; se regía por unas rígidas normas destinadas a hacer del crimen solo una cuestión de negocios, con el fin de evitar así las venganzas personales y las represalias.

Las ejecuciones recibían el nombre de “contratos”, y las dos normas básicas por las que se regían estos contratos eran las siguientes:

  1. La Murder Inc. solo estaba legitimada para llevar a cabo sus acciones sobre miembros del Sindicato, una vez ordenadas por La Comisión.
  2. Para no perder su influencia en las altas esferas, estaba totalmente prohibido concederle un contrato a policías, jueces, políticos, agentes federales, fiscales y cualquier otra clase de miembros del orden.

Con el fin de evitar suspicacias, a Asesinato S.A. pertenecían torpedos de todas las nacionalidades que constituían el Sindicato del Crimen en calidad de asociados a Cosa Nostra. El propósito de esta medida era dejar claro que detrás de las actuaciones de Murder Inc. no había nada personal, solo negocios.

Murder Incorporated

Grupo de asesinos de la Murder Incorporated


La muerte de Joe Masseria

El asesinato de Giuseppe Masseria se realizó siguiendo una especie de ritual que respetaba la más pura tradición siciliana. Al jefe que había de ser asesinado se le obsequió con un estupendo ágape y,  tras la comida, fue acribillado a balazos.

El 15 de abril de 1931, Luciano invitó a comer a Joe Masseria junto a dos importantes capos de la organización: Vito Genovese y Ciro Terranova. El lugar elegido fue un estupendo restaurante italiano de Coney Island llamado Nuova Villa Tammaro, propiedad de Gerardo Scarpato, quien además de ser un magnífico cocinero era amigo personal de Lucky Luciano.

El banquete dio comienzo a las doce y media del mediodía, pero sobre las tres y media de la tarde Vito Genovese y Ciro Terranova pidieron permiso para marcharse con la excusa de que debían atender una serie de diligencias en el Bronx, cuando en realidad iban a darles las instrucciones precisas a sus hombres y a esperar la señal de su jefe.

En el restaurante se quedaron Masseria y Luciano jugando a las cartas, y al poco, Luciano le pidió permiso a su padrino para levantarse e ir al baño, favor que el otro le concedió, como es lógico. Naturalmente, esa era la señal que los otros dos estaban esperando. Instantes después, con Luciano todavía dentro del baño, entraron cuatro hombres en el local y se dirigieron a la mesa en la que se encontraba Giuseppe Masseria. Sin demora, sacaron sus pistolas del calibre 38 y dispararon contra el cuerpo del Padrino, que recibió 25 balazos en la cabeza, el cuello y la espalda.

La Muerte de Giuseppe Masseria

Una representación gráfica del asesinato de Masseria


El asesinato de Salvatore Maranzano

 El 9 de septiembre de 1931, a Salvatore Maranzano se le ocurrió contratar a un asesino irlandés para acabar con la vida de Lucky Luciano y de su segundo al mando, Vito Genovese. Según declararía en 1963 Joseph Valachi ante el Senado de los Estados Unidos, Maranzano no solo pretendía asesinar a Luciano y Genovese, sino llevar a cabo un auténtico ajuste de cuentas con las nuevas figuras que podrían en un futuro ensombrecer su reinado.

Maranzano le confesó a Valachi, quien por entonces era su guardaespaldas, que después de vérselas con Luciano y Genovese se las vería con Capone, Willie Moretti, Frank Costello, Joe Adonis y Dutch Schultz. Pero el plan le falló con los primeros porque llegó a oídos de Luciano los propósitos del Padrino y resolvió darle una sorpresa aquel mismo día.

Salvatore Maranzano concertó una cita con los dos mafiosos para las tres de la tarde en su oficina del número 230 de Park Avenue. En aquel lugar estaba previsto que Vincent Coll, un psicópata al que todos conocían como Perro Loco, los asesinara. Pero nada de esto llegó a ocurrir.

Una hora antes del encuentro, dos ejecutores de Asesinato S.A., a las órdenes de Albert Anastasia, llamaron a la puerta de la oficina de Salvatore Maranzano, que en aquel momento se encontraba solo. Aquellos dos torpedos eran Abe Weinberg y Sammy Levine, quienes asesinaron a puñaladas a Maranzano antes de darle el tiro de gracia en la nuca.

Joe Masseria y Salvatore Maranzano


La Noche de las Vísperas Sicilianas

Algo parecido a la matanza que Salvatore Maranzano pretendía llevar a cabo eliminando a los jóvenes mafiosos que comenzaban a descollar dentro de la Mafia, fue perpetrada por Lucky Luciano durante los días 11 y 12 de septiembre de 1931 en lo que se dio en llamar la Noche de las Vísperas Sicilianas, cuando fueron aniquilados los más importantes mafiosos de la generación anterior (los viejos Pete Mostachos), cuyos métodos habían quedado obsoletos y que podían amenazar el nuevo orden establecido tras la creación del Sindicato del Crimen.


El sabotaje del USS Normandie

La verdad sobre el hundimiento del buque USS Normandie se conoce gracias a dos documentos de carácter biográfico:

  1. El primero de ellos son las Memorias póstumas del propio Lucky Luciano, donde reveló que fue un sabotaje perpetrado por miembros de la Mafia.
  2. El segundo documento, que vino a ratificar esta teoría, fue la Biografía autorizada que dos autores israelíes escribieron sobre Meyer Lansky.

El propósito de este sabotaje, lógicamente, fue avivar el pánico de la población civil y de las autoridades militares para que solicitaran la ayuda de Luciano en la protección de los muelles y los puertos de la costa oeste.

Uss Normandie

El Normandie en llamas, en el Puerto de Nueva York, 9 de Febrero de 1942


Meyer Lansky

Meyer Lansky

Imagen de la ficha policial de Meyer Lansky

Aunque nunca fue un hombre hecho de Cosa Nostra debido a su origen judío, Meyer Lansky (1902-1983) fue sin duda uno de los más importantes líderes de la Mafia en Estados Unidos. Amigo íntimo de Lucky Luciano desde la infancia, fue protagonista de los principales acontecimientos de la historia del Sindicato del Crimen durante seis décadas.

Sin el genial asesoramiento de este judío polaco, cuyo verdadero nombre era Maier Suchowljansky, es probable que nunca hubieran existido ni la Comisión, ni Asesinato S.A y ni siquiera las estrechas relaciones que mantuvieron entre sí durante todo el siglo XX las 28 familias de la Cosa Nostra.

Meyer Lansky fue un verdadero dirigente en la sombra, líder indiscutible de la Kosher Nostra judía y el máximo responsable de la expansión de los negocios del Sindicato en la Cuba de Battista y en el estado de Nevada. Después del asesinato de su amigo Bugsy Siegel, Meyer Lansky fue quien convirtió la ciudad de las Vegas en lo que hoy es, el mayor reino del juego que existe en el mundo.

Aunque desde 1970 sufrió la persecución implacable del FBI por distintos delitos federales, nunca consiguieron encerrarlo. Como a tantos cabecillas del Crimen Organizado, también a Lansky lo acusaron por impago de impuestos, pero curiosamente fue declarado “no culpable”. También en la década de 1970, Lansky quiso acogerse a la llamada “ley de no retorno” del gobierno de Israel, reclamando así la nacionalidad israelí, pero el gobierno judío prefirió no comprometer sus relaciones con la CIA y le negó la entrada en el país.

Meyer Lansky se establecería definitivamente en Miami, donde murió plácidamente en 1983. Sin lugar a dudas fue, junto a Johnny Torrio, la más brillante cabeza del Crimen Organizado.

Meyer Lansky niega la existencia de la Mafia

Fue casi una consigna de Cosa Nostra la negación constante de la propia existencia de la Mafia


Como curiosidad, la vida de Meyer Lansky inspiró a Mario Puzo y Francis Ford Coppola para la creación del personaje de Hyman Roth en la segunda parte de El Padrino. Al famoso gángster lo interpretó en la pantalla el actor Lee Strasberg.

Meyer Lansky - Lee Strasberg


 Louis Lepke Buchalter

Louis Lepke Buchalter - Wanted

Louis Lepke Buchalter (1897-1944), amigo de la infancia de Lucky Luciano, llegaría a convertirse en el más famoso gángster de la década de 1930. Además de dirigir los negocios del juego en Nueva York, fue uno de los históricos ejecutores de Asesinato S.A., y miembro asimismo de la Kosher Nostra de Meyer Lansky.

Debido a sus múltiples asesinatos, se convirtió en objetivo prioritario de la persecución del director del FBI Edgar J. Hoover y del fiscal Thomas E. Dewey, hasta que fue detenido en 1939. Encerrado en una prisión federal, en 1944 se convirtió en el primer mafioso que fue ejecutado en la silla eléctrica.

Louis Lepke Buchalter - Ejecutado en Sing Sing


  De La Historia del Crimen Organizado, Agustín Celis Sánchez, Ed. Libsa, Madrid, 2009


Enlaces recomendados sobre Lucky Luciano, en Jot Down: 

I, Érase una vez en Manhattan

II, La Guerra de los Castellammarese

III, Al César lo que es del César

IV, Amo de la Tierra y de los Mares

VEl Ocaso


Estatua de Giordano Bruno, de Ettore Ferrari

Impenitente, pertinaz y obstinado


Comencemos por el final de la historia. En la sentencia que le fue leída a Giordano Bruno el 8 de febrero del año 1600 nos encontramos con lo siguiente:

“Invocado el nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de su muy gloriosa Madre siempre virgen María, en la presente causa y causas llegadas a este Santo Oficio y que oponen al reverendo Giulio Monterentii, doctor en leyes, procurador fiscal de dicho Santo Oficio, por una parte, y a ti hermano Giordano Bruno, reo interrogado, procesado, hallado culpable, impenitente, obstinado y pertinaz por la otra: por esto nuestra definitiva sentencia, según consejo y parecer de los reverendos padres maestros de sacra teología y doctores de una y otra ley, nuestros consultores, proferimos en estos escritos, decimos, pronunciamos, sentimos y declaramos que tú, hermano Giordano Bruno, eres hereje impenitente, pertinaz y obstinado”.

Y un poco más adelante concluye:

Debes ser entregado a la Corte secular, y por eso te entregamos a la Corte de vos monseñor Gobernador de Roma aquí presente, para castigarte con las debidas penas, rogándole eficazmente que quiera mitigar el rigor de la ley en la pena de tu persona, que sea sin peligro de muerte o mutilación de miembro”. 


Hipocresía Inquisitorial

He aquí un perfecto ejemplo de la santa hipocresía inquisitorial. El reo, procesado, interrogado, torturado y sentenciado por el Santo Oficio era finalmente entregado a la autoridad civil, al poder secular, para que fuese ejecutado sin demora. Pero en la sentencia condenatoria se incluía una petición de clemencia para que su relajación se llevara a cabo “sin peligro de muerte o mutilación de miembro”, aun a sabiendas de que tal cosa es imposible. Como sin duda intuirán nuestros perspicaces lectores, nadie puede ser arrojado al quemadero “sin peligro de muerte”. Pero esta era la forma que el tribunal inquisitorial tenía de lavarse las manos. Con total hipocresía, como hemos dicho. Aún así, algún que otro historiador con puntas de capellán reivindicativo se acoge a dicha petición para afirmar, muy resuelto, que no pueden ser atribuidas a la Iglesia de Roma las ejecuciones de los reos, pues estas eran verificadas por la autoridad civil. Lo que no añaden es que el poder secular carecía de potestad para revocar tales sentencias. Y aún más, ¿se atrevería un juez seglar a indultar a un condenado, afirmando, con riesgo de incurrir en herejía, que el hereje no es hereje?

Pero entremos ya en harina para ver cómo un filósofo se convierte en hereje y es llevado a la hoguera por un exceso de pensamiento.


Giordano Bruno

Giordano Bruno nació en Nola, cerca de Nápoles, en 1548. Su verdadero nombre era Filippo, pero lo cambió por el de Giordano a los diecisiete años, cuando vistió el hábito de novicio de la Orden de los Hermanos Predicadores en el Monasterio de San Doménico Maggiore, sito en la ciudad de Nápoles. Allí se ordenó sacerdote en 1573, y dos años más tarde se graduó en teología.

Ahora bien, a este personaje no se le puede considerar un religioso en sentido estricto. A diferencia de otros teólogos que se deslizaron hacia la herejía por su heterodoxia en materia de fe, Giordano se desvincula muy pronto de sus pretensiones teológicas, derivando hacia un pensamiento puramente filosófico. Pero por aquel entonces la filosofía era una senda paralela a la de la religión, con la que en muchos momentos se cruza de modo inevitable. Y así, ya en 1576 va a entrar en disputas con sus compañeros dominicos por ciertas dudas doctrinales que le suscitaron las doctrinas protestantes, motivo por el cual abandona la vida monástica e inicia una verdadera peregrinación por Europa.

Desde este año, y hasta 1592, en que será encarcelado en una prisión inquisitorial, Giordano Bruno viaja por Roma, Lyon, Ginebra, Toulouse, París, Londres y finalmente Frankfurt. Son los años en que desarrolla toda su actividad como filósofo. Así se convierte en un pensador libre con ciertas preocupaciones en materia de fe, en el autentico iniciador del racionalismo moderno. Por toda Europa va dejando las huellas de su pensamiento, que publica aquí y allá en forma de libro. Los títulos de sus más importantes obras son éstos: De umbris idearum, Cantus circaeus, Sigillus sigillorum, Il candelaio, Cena delle ceneri, De la causa, Principio e Uno, De l’infinito, universo e modi, Spaccio della bestia trionfante, Cabala del Cavallo Pegaso e del Asino Cillenico, De gli eroici furori, De minimo, De monade, De inmenso et innumerabilibus y De imaginum compositione, que giran alrededor de cuestiones como el arte de la memoria artificial, el monismo panteísta, la negación de la autoridad filosófica del clero, las dudas sobre la Trinidad y la Encarnación del Verbo, la existencia de un alma universal, la infinitud del universo en contraposición a las tesis aristotélicas, la defensa del sistema copernicano o la exaltación de las virtudes civiles.


La filosofía de Giordano Bruno

La filosofía de Bruno es compleja y sobrepasa las pretensiones de esta crónica, por lo que me limitaré a decir que su conflicto con la iglesia de Roma, e incluso con la protestante, va a surgir de su planteamiento panteísta y de la valoración que él hace de la “religión natural” y de la “ética racional”. Para Bruno el universo es concebido como un todo unitario pero infinito, donde Dios coincide con la naturaleza, que va a ser considerada como un gran ser animado del que todos formamos parte. Así concebido, el universo no tiene centro, lo infinitamente grande coincide con lo infinitamente pequeño, pues es la expresión más acabada del infinito poder de Dios. En cuanto a la religión, Giordano Bruno parece entenderla como una herramienta necesaria para organizar la vida cívica de las masas que son incapaces de regirse por la razón, pero subordinada siempre al ámbito de lo racional, de la filosofía, de la que forma parte. Esta idea resulta ya totalmente revolucionaria, pues niega los postulados de Santo Tomás de Aquino, que consideraba a la filosofía como “esclava de la religión”.

Giordano Bruno, desde su absoluto racionalismo, venía a proponer una especie de pacto social entre los dos grupos de individuos capaces de hacer un uso adecuado de la racionalidad; al otorgarle a la religión una función cívica, los filósofos no debían implicarse en el gobierno de las masas populares, competencia que le dejaba a la teología, y los teólogos no debían entrometerse ni en la labor ni  en la vida de los filósofos, destinados a ampliar el ámbito de conocimiento del ser humano. Establecía de este modo una distinción entre la dimensión de la duda filosófica y la dimensión de la fe. Por supuesto que una persona puede tener dudas teológicas sobre los dogmas de la Iglesia, venía a decir Giordano, pero este es un problema individual de un ser pensante, y en nada perjudica ni al poder de la Iglesia ni a la gloria de Dios. Mucho antes que Galileo, ya el filósofo Bruno había planteado la saludable necesidad de distinguir entre esas dos esferas. Y ya entonces se encontró con la incomprensión de las autoridades eclesiásticas. Varias décadas después, Galileo Galilei, desde su absoluto cientifismo, intentará inútilmente proponer lo mismo, planteando la distinción entre la investigación científica de la naturaleza y la verdad de la fe.

En una Europa en guerra y dividida por las cuestiones religiosas, Giordano Bruno viajó a Ginebra en 1579 para estudiar en profundidad el calvinismo, pues sentía curiosidad por esta reforma opuesta al dogmatismo de Roma. Pero allí, en Ginebra, en la ciudad de Calvino, vivió su primer proceso y fue obligado a una retractación pública. No tuvo tan mala suerte como Miguel Servet, pero comprendió que la reforma protestante era tan autoritaria y fanática en sus fundamentos como la Iglesia Católica. De Suiza pasó a Francia; en Toulouse dio clases de filosofía durante dos años, y de allí viajó a París, donde se le concedió una cátedra de lector en el Collége de France. Comienza a ser reconocido como filósofo, pero también como “mago” interesado en las cuestiones astrológicas. Los estudios de mnemotecnia que había realizado Bruno desde su más temprana juventud lo relacionaban con ciertas tendencias esotéricas de mucho predicamento en la época. Según parece, su memoria era prodigiosa, y esto va a despertar interés en los círculos relacionados con el esoterismo y la magia, lo que le proporciona igual número de elogios que de censuras. Y posteriormente, cuando se complique la situación con las autoridades, preocupadísimas por el mantenimiento del orden establecido, se verá obligado a viajar a Inglaterra, donde escribe algunas de sus obras más famosas y donde permanece bajo el mecenazgo y la protección de Michel de Castelnau, el embajador del rey de Francia en Londres.


Giovanni Mocenigo

No se sabe con seguridad el motivo por el cual Giordano Bruno abandona Inglaterra, pero lo cierto es que en 1590 nos lo encontramos en la ciudad de Frankfurt, que ya entonces era lo que es hoy, el mayor mercado de libros de toda Europa. Puede ser que lo hubiese llevado hasta allí el deseo de buscar un editor para sus obras futuras. Pero son simples especulaciones. Lo único cierto es que Bruno se encuentra en Frankfurt cuando conoce a Giovanni Mocenigo, el hombre que precipitará su caída delatándolo por herejía ante el Santo Oficio.

El tal Mocenigo era un patricio veneciano de gran fortuna. Se había leído algún que otro libro de Giordano y había quedado asombrado por su portentosa sabiduría, pero sobre todo por el curioso aprovechamiento del arte de la memoria artificial. Giordano había escrito varios libros de mnemotecnia donde explicaba las maneras de potenciar la memoria, complejísimas, por otra parte, y que relacionaban esta difícil habilidad con la astrología y la magia. El tal Mocenigo debió de creer que la inteligencia de Bruno se debía a algún arcano misterioso que podía ser aprendido en varias lecciones. Sin duda, no tuvo en cuenta ni los años de esfuerzo ni los años de estudio. Creyó en el atractivo encanto del secreto, y pensó que cualquier secreto se puede comprar con dinero. Y él, claro, estaba en inmejorables condiciones como comprador. Decidió, por tanto, contratar a Giordano Bruno como maestro.

Desde agosto de 1591 hasta mayo de 1592, Giordano vive instalado en la casa de Mocenigo, en San Samuele, Venecia, donde se dedica a enseñarle a su discípulo las técnicas que se deben utilizar para potenciar la memoria, para convertirse en un verdadero memorión. Pero el otro es impaciente, desea poseer la cultura de Bruno, pero ya mismo, en pocos meses, por arte de magia. Y claro, como es lógico, no lo consigue. Por tanto, se siente engañado. Enseguida adopta la pose del que ha pagado por una mercancía que no posee. En una carta escrita de su puño y letra, comenta:

“Tengo aquí quien a mis expensas me ha prometido enseñarme muchas cosas, y ha tenido trajes y dinero en cantidad por esto; no puedo llegar a una conclusión; dudo si es un hombre de bien”.

Mocenigo es el paradigma del alumno que todo profesor debe evitar. Como es un hombre rico, no posee la rendida humildad que el que aprende debe mostrar ante quien enseña. Tampoco siente ningún respeto por Giordano. Por el contrario, Mocenigo se siente superior por ser el otro quien está a su servicio. La sabiduría la considera un trueque, una mera transacción comercial. Él es el que paga, y además ha pagado por adelantado; cree merecer una satisfacción. A todo esto se añade la envidia; siente el dolor por el bien ajeno. Giordano posee algo que él no posee, pero se siente con derecho a poseerlo. Los dos han contraído un compromiso, los términos del contrato están claros: dinero a cambio de sabiduría. Pero en los nueve meses de enseñanza la sabiduría no ha entrado en él. Mocenigo se siente engañado. Sólo falta que Bruno le dé una excusa y precipitará su caída. En esos nueve meses no se habrá convertido en un sabio, pero ha escuchado tantas cosas de boca de su profesor, tantas reflexiones alarmantes, que la Santa Inquisición estaría encantada de conocer a quien tales ideas propaga y defiende.


La denuncia

En mayo de 1592 Giordano manifiesta su deseo de volver a Frankfurt; quiere publicar una nueva obra, y así se lo dice a Mocenigo. Según el filósofo, no hay motivo para continuar con las clases. Mocenigo guarda silencio. No dice nada. Pero el 22 de mayo, por la noche, entra en la alcoba de su profesor con un criado y cinco gondoleros, y allí mismo lo atan para luego encerrarlo en un granero. A la mañana siguiente lo denunciará ante el Tribunal de la Inquisición de Venecia, y ese mismo día empapelan a Giordano en la Cárcel de San Doménico di Castello. Nunca más volverá a ser libre.


El largo proceso

Comienza así su largo proceso, que finalizará el 17 de febrero de 1600 con la relajación en la hoguera.  Durante estos ocho años la actitud de Giordano va a ser variable, o más bien voluble, aunque quizá fuese solo prudente, en un intento frustrado de salvar la vida hasta que llegó al convencimiento de que sería imposible hacerlo. Podríamos, incluso, establecer distintos periodos en su proceso a partir de la manera que tuvo de estar ante el tribunal. Entre mayo de 1592 y febrero de 1593 se halla en Venecia, interrogado por el tribunal veneciano, que tiene fama de clemente y compasivo, templado en el rigor hacia el reo, en comparación con el Santo Oficio romano. Pero eso sí, los métodos inquisitoriales son los mismos. Al haber sido denunciado por herejía se le presupone culpable. En ningún momento se le carea con su acusador, Giovanni Mocenigo. Y cuando por fin da inicio el primero de los interrogatorios, a Bruno, como reo, antes de leérsele las acusaciones, se le invita a exponerse, se le pregunta si sabe por qué ha sido arrestado. Esta era la primera de las trampas de la inquisición. Una respuesta afirmativa del reo echaba por tierra cualquier posible defensa posterior. Que una persona acusada de herejía conociera o sospechara los terribles cargos que se le imputaban, constituía, para los inquisidores, una indudable prueba de culpabilidad.

No hay que olvidar, además, que el delator había sido un rico patricio veneciano, Giovanni Mocenigo, quien lo había tenido hospedado en su casa durante muchos meses, y que por tanto había tenido ocasión de oír, en boca del propio Bruno, afirmaciones tan heréticas como las siguientes. Siempre, por supuesto, según la interpretación del propio Mocenigo:

“que es un gran error por parte de los católicos afirmar que el pan se transustancie en carne, que él es enemigo de la misa; que ninguna religión le gusta; que Cristo fue un pérfido que como hacía sus tristes obras para seducir a los pueblos, podía predecir que sería detenido; que en Dios no hay distinción de personas, porque esto sería imperfección de Dios; que el mundo es eterno, y que hay infinitos mundos, y que Dios los crea continuamente, porque dice que quiere tantos como pueda; que Cristo hacía milagros aparentes y que era un mago, al igual que los apóstoles y que él mismo podría hacer tanto y más que ellos; que Cristo no murió de buena gana y que escapó en cuanto pudo; que no hay un castigo de los pecados, etc., que las almas creadas por obra de la naturaleza pasan de un animal a otro.”

Y un poco más adelante:

“que no tenemos prueba de que nuestra fe agrade a Dios; y que no hacer a los otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros no basta para vivir bien y que se ríe de todos los otros pecados; y que se maravilla de que Dios soporte tantas herejías de los católicos”.

Son sólo algunas de las acusaciones que Mocenigo pronunció contra Giordano. Y ya estas bastaban para abrirle una severa causa. Pero además de la denuncia del patricio, sobre Bruno pesaban dos manchones imborrables.


Manchas en el expediente

Primero: en su juventud se había ordenado dominico, había disputado con sus hermanos de orden y, para colmo de osadías, había protagonizado una espantada escandalosa del monasterio en que se hallaba; no solo renunció al hábito de los hermanos predicadores, sino que lo hizo de modo ofensivo, por su propia cuenta y riesgo. Lógicamente, era inadmisible. Para los inquisidores venecianos Giordano Bruno no era simplemente un hereje que se las daba de filósofo, escritor y poeta. Era ante todo un dominico disidente que había deshonrado el hábito que había vestido y que ahora, además, incurría en herejía de forma escandalosa.

Y segundo: el tal Giordano Bruno había estado viviendo durante muchos años en tierra de herejes. Había residido en la Alemania de Lutero y en la Ginebra de Calvino. Se había granjeado fama imperecedera en la Inglaterra anglicana, en la herética Londres, y sin duda estaba contaminado. ¿O es acaso posible salir sin mancha de tal fango? ¿Se puede vivir en tan heréticos territorios y no adherirse a sus prácticas religiosas? No. Giordano Bruno era sin duda culpable. O ese al menos debía de ser el parecer de los inquisidores. Y hacia una sentencia de culpabilidad encaminaron todos sus esfuerzos.


La contrición

Ahora bien. Durante esta primera fase, Giordano mantuvo una actitud de humilde contrición. Conocía de sobra los métodos inquisitoriales y el final que le estaba reservado si no se andaba con mucho ojo. Cualquiera diría que buscaba, consciente y astutamente, la reconciliación. Ante los inquisidores de Venecia se muestra sinceramente arrepentido de los posibles errores que hubiera podido cometer. Pero eso sí, niega firmemente las acusaciones más vulgares (todas aquellas que rozan la blasfemia), a la vez que reconoce haber tenido dudas de carácter teológico.

Su defensa, en esta primera fase, es muy hábil. Comienza declarándose arrepentido de cualquier error, niega las más burdas acusaciones, se humilla ante los inquisidores, incluso se arrodilla ante ellos, los llama “Vuestras Señorías ilustrísimas”, y promete, después de haber reconocido sus dudas, una completa rectificación:

“Y si de la misericordia de Dios y de Vuestras Señorías ilustrísimas me es concedida la vida, prometo hacer una reforma notable de mi vida, recompensar el escándalo que he dado con otros tantos hechos edificantes”.

En esta primera fase de su proceso Bruno confía en poder ser rehabilitado en su antigua orden. Quiere salvar la vida, y nada le cuesta pedir disculpas. Puede que crea que el tribunal que lo está juzgando lo va a condenar a unos cuantos años de clausura en un monasterio dominico. Pero a la vez se ha mostrado como teólogo y filósofo. Ha expresado sus dudas teológicas abiertamente, ha expuesto sus teorías filosóficas ante un tribunal de la inquisición, aclarando que se trata de las dudas de un filósofo. Establece así una clara distinción entre el pensamiento racional y la fe. Sutilmente, está invitando a los inquisidores a sumarse al debate. Les propone unos argumentos, y les está pidiendo veladamente que los rebatan. Es más, en un momento de los interrogatorios, sugiere la posibilidad de ir a Roma para entrevistarse con el nuevo Papa, Clemente VIII, en cuya sensibilidad cultural confiará Bruno hasta el final de su vida. Sencillamente, los inquisidores venecianos se encuentran sobrepasados. No están juzgando a un vulgar hereje. Están ante un pensador profundo que posee vastísimos conocimientos de teología, que conoce la patrística, que nombra con soltura a Santo Tomás y a San Agustín, y que conoce a la perfección las Sagradas Escrituras. El proceso a Bruno sobrepasa al Tribunal de Venecia. Los inquisidores venecianos no se sienten capacitados para señalar dónde se encuentran los errores heréticos dentro de las tesis defendidas por Giordano. Así que deciden remitir la causa al Santo Oficio de Roma.


El Santo Oficio de Roma

En Roma se abre para Bruno una esperanza que acabará finalmente frustrada. Ingresa en el Palacio de la Inquisición el día 27 de febrero de 1593, y en otoño de ese mismo año un nuevo acusador se añade a la acusación de Mocenigo. Se trata de Celestino de Verona, un monje capuchino que estuvo con él preso en las cárceles venecianas y ahora se encuentra preso en Roma. Esta nueva denuncia complica su proceso. Hasta entonces solo había un testigo de las supuestas blasfemias heréticas del filósofo. A partir de ahora hay dos, y muy pronto se suman otros cuatro, que delatan a Bruno alegando que también ellos han oído de su boca afirmaciones injuriosas contra la religión. Sus nombres son éstos: Giulio da Saló, Francesco Vaia, Mateo de Silvestris y Francesco Graziano.

Entre las nuevas acusaciones hay algunas realmente originales. Según los nuevos testigos, en la celda le han oído afirmar cosas tales como que Moisés fue un mago muy astuto, que mintió al decir que había hablado con Dios y que las leyes que entregó al pueblo de Israel se las había inventado él solito; o que Caín hizo muy bien en matar a Abel, que era un simple carnicero de animales; o que es ridículo encomendarse a los santos; y otras blasfemias por el estilo. Encontramos en ello una buena muestra de la neurosis que se vivía en la prisión inquisitorial. Es la típica cadena de testimonios injuriosos que propiciaban los interrogatorios de los tribunales de la Fe. Creo conveniente incluir aquí una reflexión de Benazzi y D’Amico:

“este incidente revela el clima que se desarrolla entre las víctimas de la Inquisición: la sospecha recíproca, el abatimiento físico y espiritual, doblegan finalmente las conciencias de los menos fuertes, creando un clima que es el caldo de cultivo ideal para la delación, el engaño, la mentira, donde cualquier medio puede usarse para mejorar la posición, aun a costa de empeorar la de los otros”.


El juicio de Giordano Bruno

El juicio de Giordano Bruno. Relieve en bronce de Ettore Ferrari

El juicio

A partir de aquí comienza el juicio propiamente dicho. Una y otra vez, y durante meses, se sucede el cruce de acusaciones y defensas. Se interroga a los testigos, se toma nota de cuanto dicen, se hacen copias de las actas procesales y se le entrega a Bruno un ejemplar para que prepare su defensa. Giordano se dedica a la tarea con verdadera pasión de estudioso. Por primera vez desde que lo encerraron tiene derecho a papel y tinta. Al menos puede entregarse al estudio, aunque sea al estudio de los veintitrés cargos que se le imputan. Y el 20 de diciembre de 1594 entrega una memoria de ochenta páginas rebatiendo todas las acusaciones.

Ha terminado la causa. Solo queda esperar la sentencia. Si en Venecia se mostró arrepentido y suplicante, en esta segunda fase se revela animoso y dispuesto a rebatir dialécticamente a sus enemigos. Es el hombre pensante, el orador que se cree capaz de convencer a sus jueces. Le ha dedicado seis meses a su defensa y cree haber hecho un buen trabajo. Uno a uno, los cargos contra él han quedado en nada, puro humo. Giordano confía en la sentencia del tribunal, en la justicia de los inquisidores.

Pero la sentencia no llega. El 16 de febrero de 1595, el Papa Clemente VIII, en quien tanto había confiado Bruno, declara que no es posible sentenciar al reo sin conocer cabalmente toda su filosofía, de modo que solicita a los inquisidores que realicen una investigación exhaustiva de sus obras, para que éstas sean evaluadas.


Hereje impenitente, pertinaz y obstinado

Comienza así la última fase del proceso, la más rabiosamente disputada. Y es entonces cuando surge el hereje impenitente, pertinaz y obstinado. A partir de ahora ya no se trata de defenderse de las calumnias de unos testigos miserables. Ahora es su pensamiento lo que va a juzgar la Inquisición.

En el mes de diciembre de 1596, se le entregan a Bruno las tesis que han sido consideradas heréticas, y se le pide que prepare su defensa. Los inquisidores han hecho bien su trabajo. Allí están sus argumentaciones filosóficas, puestas en entredicho, sobre todo su teoría del universo infinito con infinidad de mundos, la tesis central de toda su obra. Y Giordano Bruno se defiende, no acepta las censuras del tribunal. Tres meses dedica al estudio de las nuevas acusaciones, y el 24 de marzo de 1597 entra en la sala de audiencia del Colegio de Jueces dispuesto a mantener sus posturas, distinguiendo entre los dos planos de los que ya hemos hablado aquí: el plano de la razón, destinado a la comprensión de la naturaleza; y el plano de la fe, mediante el cual se puede vislumbrar la palabra revelada por Dios.

Pero los jueces no aceptan sus argumentos. Ya no están dispuestos a tolerar lo que llaman las “vanidades” del filósofo. Pero tampoco Bruno está dispuesto a retractarse. Quien siete años antes había pedido perdón de rodillas por supuestos errores que no habían quedado definidos por los jueces, se empecina ahora en seguir manteniendo sus tesis filosóficas, ya declaradas oficialmente heréticas. Giordano se obstina. Los jueces le amenazan con el tormento. Giordano persiste. Después de siete años de prisión durísima, y a las puertas de la cámara de tortura, el filósofo se niega a aceptar que su filosofía sea errónea.

A finales de marzo de 1597 llega el tormento por vez primera. La sesión de tortura queda reflejada en el acta procesal con la fórmula “Interrogatur stricte”. Pero tampoco así se alcanza la retractación del procesado.

Lo que resta hasta el día de su muerte es más de lo mismo, pese a los tres años que hay entre la fecha de la primera tortura y el día de su ejecución. La evaluación de la defensa escrita por Giordano Bruno duró varios meses, y después quedó interrumpido el proceso debido a un viaje de toda la Corte Pontificia a Ferrara. En 1599 se retoma la causa. En el último año se repiten las torturas y se le conmina repetidas veces a abjurar de sus proposiciones heréticas. Los inquisidores dan muestras de paciencia y buena voluntad. Se diría que quieren privarle del tormento en la hoguera. Saben que será condenado, no puede ser de otro modo, pero preferirían que el castigo no fuese la máxima pena. El asunto es tan complejo que debe intervenir, en persona, el célebre cardenal y teólogo Roberto Bellarmino, quien, diplomáticamente, propone una solución intermedia. De todo el sumario se extraen ocho aseveraciones principales y se le invita a que abjure de ellas. Se trata de una especie de trueque: la abjuración a cambio de la vida. Si reniega de su filosofía no será condenado a la pena capital.

La respuesta de Giordano resulta asombrosa. En su penosa circunstancia aún se permite el lujo de plantear una negociación: abjurará de las ocho aseveraciones, las considerará como errores, pero con la condición de que tales errores sean considerados ex nunc, es decir, “por ahora”, ya que se trata de posturas que nunca antes se había planteado la Iglesia Católica y que aún tendrá que valorar cuidadosamente. Pero los jueces no aceptan. Aún continuarán las idas y venidas de Bruno ante ellos. Hasta que por fin toma una decisión: se rinde, aceptará las condiciones, se retractará por fin.

Pero tampoco esta vez lo hace de modo definitivo. Es el 5 de abril de 1599. Bruno entrega un memorial a los Inquisidores donde expresa sus reservas sobre dos de las proposiciones que han considerado heréticas. Su entrega no es definitiva. El tribunal se exaspera. Le están dando demasiadas oportunidades y no las aprovecha. El 16 de septiembre vuelve a las andadas. Entrega un nuevo memorial, esta vez dirigido al Papa. No sólo no se retracta de las dos últimas aseveraciones, sino que vuelve a manifestar su simpatía por las otras tesis ya condenadas. La situación es insostenible. La paciencia de los inquisidores se agota. A finales de noviembre le exigen la abjuración definitiva de toda su filosofía y Giordano se niega. Le dan un plazo de cuarenta días y lo ignora. Giordano considera que los jueces ni siquiera han intentado comprender sus tesis. Se niega a abjurar porque no hay nada de lo que retractarse. Todo es un gran malentendido. Sencillamente, Giordano Bruno estaba postulando una filosofía que sólo sería entendida dos siglos más tarde.

Cuando ya la causa está más que concluida y lista para sentencia, aún hay dos tentativas de que se retracte. La primera por parte de los propios inquisidores; la segunda por dos autoridades de la Orden de los dominicos. Pero la obstinación de Bruno es irreductible.

El 20 de enero de 1600 el Papa ordena que se emita su sentencia de muerte. El 8 de febrero se le lee a Bruno el dictamen definitivo. Entregado al brazo secular, el 17 del mismo mes sale hacia la plaza Campo de Fiori. Se le somete a la humillación pública del sambenito y al paseo a la vista del pueblo vociferante y ruidoso. Ya en la plaza, Bruno es atado al poste alzado en medio de la leña. El verdugo le colocará la mordaza y le prenderá fuego a la pira.

Dice la leyenda, y yo me la creo, que el día que se leyó el temible veredicto, Giordano Bruno escuchó en silencio las palabras que lo condenaban, arrodillado ante sus jueces. Y que sus únicas palabras fueron estas:

“Tal vez tenéis más temor vosotros al pronunciar mi sentencia, que yo al recibirla”.


De Herejes y Malditos en la Historia, Agustín Celis Sánchez, Ed. Albor Libros, Madrid, 2006.


 Imagen destacada: Estatua de Giordano Bruno en bronce, por Ettore Ferrari (1845-1929), Campo de Fiori, Roma


Página 1 de 4

Funciona con WordPress & Tema de Anders Norén

error: Content is protected !!