Página personal de Agustín Celis

Categoría: Mínima Inmoralia Página 1 de 2

Una elección equivocada

Una elección equivocada


Primero es tan solo una impresión. Llegas a un lugar desconocido y reconoces un entorno que intuyes que se te puede volver hostil. No te gusta lo que ves y piensas que has hecho una elección equivocada.

La intuición te dice que erraste el tiro. Que sabes que algo a tu alrededor no funciona del todo bien. Que permanezcas alerta.

Luego observas y estudias lo que te rodea y confirmas lo que ya entreviste. El lugar al que llegaste destila un humor acre y te deja en la boca el regusto amargo de la ceniza y el moho que impregnan los ambientes tóxicos.

Poco a poco te vas habituando a ello. A pesar de haber decidido no acostumbrarte te vas adaptando, como un líquido condenado a ser embotellado que adopta finalmente la forma del envase que lo envuelve.

No hay manera de evitarlo. Poco a poco descubres que es más fuerte que tú. Que la presión que ejerce sobre ti el recipiente que te cubre es más poderosa que el impulso de mantenerte fuera.

Un día descubres que estás dentro, que has caído en la trampa y que no has podido impedirlo. Formas parte del entorno. Eres solo uno más entre tantos. Y entonces decides que no queda otra que sobrevivir. Permanecer y salvarse. Continuar y resistir. Como un náufrago que aguarda desamparado la llegada de un tronco a la deriva al que agarrarse para no acabar hundido.


Imagen destacada: «Das kabinett des Dr. Caligari», 1919. Colección de la Cinemateca francesa, París.


 

Los límites de la Ficción

Los límites de la ficción


¿Nunca os sorprendió comprobar la rapidez con que la gente acoge como ciertas las historias que los demás les cuentan; la velocidad con la que asumen como real lo que puede que solo sea ficción?

¿No os admira la urgencia con la que a menudo acuden a vosotros para haceros partícipe de una historia a la que, indefectiblemente, otorgarán la categoría de verdadera solo porque aparenta haber ocurrido en lo que todos hemos convenido en llamar realidad?

¿Nunca sospechasteis del improvisado contador de esas historias?

¿Nunca dudasteis de sus palabras?

¿Nunca recelasteis de él y lo creísteis un farsante, un charlatán, un malicioso?

Y aun cuando aceptasteis creer que podría ser cierto lo que os contaban, ¿no permaneció en vosotros un atisbo de duda o un recelo?

¿Acaso descartasteis la posibilidad, nada peregrina, de que aquello que se os daba como verídico hubiese sido maquillado con una buena dosis de invención?

Si alguna vez os pasó esto que digo, ¿qué hicisteis? ¿Seguisteis en la creencia de que fue real lo que se os contó, o bien os instalasteis en la duda y lo juzgasteis solo como posible; es decir, como algo que bien podría haber ocurrido pero que quizá no ocurrió, o no al menos tal y como os fue revelado?

¿Nunca fuisteis testigo ocasional de la narración de un relato cuyo protagonista principal erais vosotros mismos?

En una charla con los amigos, en una cena en casa, en una agradable velada con personas de vuestra absoluta confianza, que os aprecian y hasta os quieren, ¿nadie habló nunca de vosotros y descubristeis con asombro que aquello que contaron no se ajustaba ni a lo que vosotros vivisteis ni a lo que vosotros sois o creéis ser?

Y cuando esto os ha ocurrido, si es que os ha ocurrido, ¿no os habéis visto convertidos de repente en un personaje de ficción, en una mera proyección imaginaria de la mente de otro?

Pensad, por ejemplo, en una experiencia vivida que creáis recordar bien, hasta el punto de ser capaces de contarla de nuevo con pelos y señales. Si es otro el que la cuenta, ¿no os parece entonces que brota de un territorio que os es por completo ajeno, o que no es del todo real, tanto si os la hacen creíble como si no?

Y si el contador improvisado de esa experiencia fue hábil y se dio maña a la hora de contagiar de fábula lo que podría haber quedado sepultado por la realidad y, por tanto, condenado al olvido de no haber sido relatado nunca, ¿no os halagó y os sentisteis agradecidos?

¿No os alegró comprobar que también vosotros, y vuestras insignificantes vidas, si es que alguna vez os parecieron insignificantes, pueden perdurar y volver a suceder en ese territorio brumoso y difuminado al que todos hemos convenido en denominar ficción, una y otra vez, y cada vez que vuestra historia sea contada o leída?


Imagen destacada: Space between the words, de Rob Gonsalves.


 

Goya - Desastres

La irracionalidad de la fe en política

Estoy  perfectamente capacitado para comprender, e incluso disculpar, la actitud del pícaro individuo que por falta de escrúpulos, tenencia de elásticas tragaderas, deseo de medro personal o mera supervivencia, decide retozar activamente, como un gorrino, en la promiscua cama redonda de la política de partidos. Como le dijo, palabras más, palabras menos, Don Vito Corleone a Virgil Sollozzo en ocasión gloriosa: «me es indiferente lo que la gente haga para vivir».

A quien soporto con dificultad, en cambio, es al supuesto espíritu puro que está convencido de lo que cree, al creyente ciego que, con ánimo proselitista, trata de convertirte a la nueva ideología «verdadera» y mira con sorpresa, asco, conmiseración u odio al «infiel» que aún no ha abrazado la novedosa doctrina del líder de turno; el que sea.

Basta que detecte los sutiles mecanismos de coerción que el credo ha implantado en su comportamiento para que yo lo considere un fanático, un tipo peligroso con el que hay que andarse con ojo, pues le creo capaz de cruzar, llegado el momento, los límites de la racionalidad con tal de ver realizados los sueños que su ideología le tiene prometidos, tanto más nocivo cuanto que sus actos están dictados por la irracionalidad de la fe en política.

 

Seguridades

Ese niñato que ven ahí sentado en el banquillo, con la mirada estremecida, recientemente asustado, extrañamente sorprendido por cuanto ahora le ocurre, en el fondo es un joven rebosante de seguridad. Absorto en la embrutecedora ignorancia de sí mismo, nunca le dio por confrontar sus propias acciones con la realidad. Nunca oyó el sonido de sus pasos. Nunca leyó en la mirada de los otros una desaprobación, una crítica o una condena. Quizá nunca la hubo. Quizá no le enseñaron a leerlas.

Ahora pretenderán ocultarlo, pero la verdad es que este jovencito no es más que otro ejemplo de un producto manufacturado en serie, diseñado con troquel, adiestrado con firmeza en la abdicación absoluta de la responsabilidad personal. Aun hoy, cuando sentado en ese banquillo espera el fallo que ha de condenarlo o absolverlo, puede que no tenga claro el motivo por el que un día fue arrestado. Quizá no entienda siquiera, cabalmente, cuál es su culpa. El grado de responsabilidad que tiene en la desgracia que provocó a otros.

En realidad no importa el delito. Rellénese en la línea de puntos el que corresponda a la causa: ………………………… Sobran los ejemplos: robo, allanamiento, intimidación, agresión con arma blanca, homicidio, asesinato, violación… ¡Qué más da!  Eso al menos debe de pensar él y sus iguales.

Lo que importa, lo que quedará al cabo, lo que un día será contado, es la sorpresa social, el desconcierto, estupor o asombro con que fueron acogidas en su día las respuestas del joven a las autoridades que le interrogaban. A todos sorprendió la farsa y el cinismo, la doblez de sus respuestas, las mil formas de eludir la verdad, sin mirarla nunca de frente, el repertorio de amaños para que el delito quedara impune, la capacidad para inventar mentiras, el talento para la mendacidad. Como un niño que jugara sin riesgo a inventar el horror. Parecía adiestrado para ello. Cualquiera diría que se lo enseñaron en casa, cuando se salía siempre con la suya protegido por papá y mamá. Cualquiera diría que reforzaron  en la escuela ese inicial aprendizaje, cuando se habituó a observar que nunca pasaba nada, que nada era punible, que palabras como prohibición, deber o autoridad no tenían significado alguno. Que la palabra infracción no existía. Que nada importaba ni valía porque tampoco nada tenía consecuencias.

Y al cabo esa es la seguridad que impera. En realidad no pasa nada. Puede estar seguro. A pesar de la farsa de juicio que hoy lo importuna, más la indignada mirada de tantos, en el fondo puede estar tranquilo. No tiene nada que temer. Pese a los seiscientos años y un día que el fiscal está dispuesto a pedir para que se pudra en la cárcel. No pasa nada. Sus abogados se lo han asegurado. Sea cual sea la condena…, por elevada que sea…, en realidad no cumplirá más de cuatro o cinco años. ¿Quién no se porta bien en una cárcel? En el fondo, tiene la seguridad, porque se lo han dicho sus abogados, de que le terminarán rebajando la pena por buena conducta, tras realizar, pongamos por caso a modo de ejemplo frívolo, un cursillo de dibujo técnico.

Problemas de identidad

¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, de Paul Gauguin, 1897.

Siempre le gustó fantasear con la posibilidad de ser otro. Cansado de ser él mismo, se inventaba posibles vidas para sobrevivir; mentía con frecuencia. En alguna ocasión, para no incurrir en la vulgaridad de ser solo uno, se atrevió a invocar sobre sí a una multitud. Creerse múltiple e infinito fue para él mucho más que una ilusión. Sabía que también somos lo que los demás se obstinan en ver en nosotros; aquello que la mirada, con el auxilio de la imaginación, desea o decide que seamos cuando nos miran. Saberse querido u odiado eran solo contingencias estéticas, mudanzas de una misma trama, variaciones sobre el mismo tema.

Estoy seguro de que momentos antes de colocarse la soga alrededor del cuello debió de pensar en todos los hombres que había sido; en todos los que fue sin que nadie lo supiera. Quizá también en todos aquellos que dejaba de ser; en todos los que ya nunca sería.  Con la sonrisa esquinada en la boca debió de valorar el triste sarcasmo de que encontraran un solo cadáver. “Suicidio”, dirían todos. Nadie pensaría en el asesinato múltiple, en el atroz genocidio que estaba a punto de cometer.

Ahora sé que apretó el nudo con la turbia sensación de saberse vencido y no reivindicado. Rara vez había sido quien decía ser. Nunca fue quien quiso.

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