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Jardín del Edén con caída del hombre - Rubens y Brueghel el Viejo - Algunas creencias sobre animales

Algunas creencias sobre animales


¿Por qué se ha creído que toparse con una serpiente en el camino es augurio de una desgracia? ¿Por qué antiguamente se creía que las brujas se transformaban en liebres para ir a los aquelarres? ¿Por qué razón piensan algunos que cruzarse con un gato negro da mala suerte? ¿Por qué en los diccionarios de los sueños, al analizar la presencia de animales en ellos, se dice que soñar con un cordero es un presagio de prosperidad? ¿Por qué los judíos y musulmanes no comen cerdo? ¿Por qué siempre en los cuentos infantiles e incluso en las películas de dibujos  animados los malos suelen ir acompañados de un cuervo? ¿Por qué era precisamente la cigüeña la que traía a los niños? ¿Por qué es la paloma el símbolo de la paz?

Que quede claro desde el principio, mi intención en este artículo no es responder a las preguntas sino enunciarlas. Y para que así conste sigamos hablando del tema.

El lagarto, por ejemplo, parece tener connotaciones positivas en el mundo de las supersticiones. Igual que se toca madera, se nombra al lagarto. ¿Por qué es esto así? Cualquiera sabe. Pero son contrahechizos, no cabe duda. “Toca madera”, dice el supersticioso, y efectivamente la toca. Y  para ahuyentar los malos presagios, por si acaso, por si las moscas, qué curioso, “lagarto, lagarto”.

En cuanto a las moscas, la simbología negativa está clara; son emisarias de mala suerte, por eso por si las moscas. No hay que olvidar que en el Éxodo son las protagonistas de la cuarta plaga que Dios envía a los egipcios:

“Esto dice el Señor: Deja ir a mi pueblo para que me ofrezca sacrificios. Porque, si no le dejas ir, mira que yo enviaré contra ti, contra tus siervos, y contra tu pueblo, y contra tus casas, un enjambre de tábanos; y las habitaciones de los egipcios y todos los parajes donde moraren se llenarán de tábanos”.

Por el contrario, las abejas son animales positivos. Quizá por el alimento que producen, la miel, que siempre ha sido muy estimada. Los griegos consideraban a las abejas espíritus independientes y las relacionaban con la fecundidad. Y en el mundo de la superstición gallega, en muchas de sus leyendas, se dice que en noches de luna llena se  puede ver el cuerpo de los muertos formando enjambres de abejas.

Probablemente la Biblia es responsable de muchas de las creencias que hay sobre los animales, y en especial el Deuteronomio, donde se hace la lista de los animales puros e impuros:

“No comáis manjares que son inmundos. Estos son los animales que podéis comer: el buey, la oveja, la cabra, el ciervo, la gacela, el gamo, la cabra montés, el antílope, el búfalo y la gamuza. Todo animal que tiene la uña hendida en dos partes y rumia lo podéis comer. Mas no debéis comer de los que rumian y no tienen la uña hendida, como el camello, la liebre, el conejo; a estos los tendréis por inmundos, porque, aunque rumian, no tienen hendida la uña”.

El desprecio por el cerdo proviene de este mismo pasaje:

“Asimismo tendréis por inmundo el cerdo, porque, si bien tiene la uña hendida, no rumia. No comeréis de la carne de estos animales, ni tocaréis sus cuerpos muertos”.

Pese a ser un rico manjar, todas las culturas tienden a considerar negativamente al cerdo, incluso es un insulto. Sin duda esto se debe a la suciedad que los envuelve. Es famoso el capítulo de la Odisea en el que la hechicera Circe, en la isla de Ea, castiga a los compañeros de Ulises convirtiéndolos en cerdos.

Pero la lista sigue:

“Comed de todas las aves limpias. No comáis de las inmundas, a saber: el águila, el quebrantahuesos, el buitre; el milano con toda suerte de halcones, y toda raza de cuervos”.

Efectivamente, pocos animales puede haber de tan mal agüero como el cuervo. Así aparece en las Églogas de Virgilio. Y en las Fábulas de Fedro se dice que fueron las Parcas las que les asignaron a estos animales la cualidad de agoreros. La literatura abunda en ejemplos sobre estos animales, que anuncian desgracias y convierten determinados acontecimientos en augurios de terribles penalidades. El propio Shakespeare, en su Julio César, hace que Casio hable a Messala de esta manera sobre los malos presagios que le corroen:

“Viniendo de Sardes, cayeron dos poderosas águilas sobre nuestra bandera de delante, y allí se encaramaron, alimentándose y cebándose de manos de nuestros soldados, que nos han acompañado aquí a Filipos; esta mañana han huido volando, se han ido, y en su lugar, cuervos, grajos y milanos vuelan sobre nuestras cabezas y nos miran desde lo alto como si fuéramos presa agonizante: sus sombras parecen un dosel funesto bajo el cual yace nuestro ejército a punto de rendir el alma”.

Y en una inolvidable escena de Macbeth, hace hablar así a Lady Macbeth en el momento de afrontar con resolución su propósito criminal. Se dirige a un mensajero:

“Ocúpate de él: Trae grandes noticias. Está ronco el mismo cuervo que grazna ante la fatal entrada de Duncan bajo mis almenas. Venid, espíritus que animáis los pensamientos de muerte; privadme ahora de mi sexo, y llenadme ahora de la más temible crueldad, desde la coronilla al pulgar del pie: espesad mi sangre, tapad el acceso y la entrada a la piedad para que ningún natural acceso de compasión haga vacilar mi fiero propósito, ni ponga una tregua entre él y la ejecución”.

Sin embargo, la cigüeña es un animal de buen augurio. Existe la creencia de que en las casas donde anidan las cigüeñas habrá felicidad. Y en los cuentos infantiles se nos ofrece una imagen entrañable de estos animales; son bienvenidas sus llegadas tras el invierno, y anidan en los campanarios de las iglesias, que son lugares sagrados.

Siempre me ha sorprendido también la imagen que se tiene de los loros como de animales fieles. Quizá se deba a la facilidad que tienen para imitar la voz humana y otros sonidos, pero también a la fama del loro llamado agapornis, inseparable, o pájaro del amor, que permanecen siempre juntos, monógamos, y no sobreviven demasiado tiempo a su pareja. Y cómo no, a la idea inculcada por las historias de piratas, siempre con su loro al hombro, como el viejo Long John Silver de La Isla del Tesoro.

La paloma encarna la pureza, la paz, la armonía o la candidez. El Espíritu Santo es una paloma. En el Talmud aparece como maestra de castidad. Y en la mitología griega habitaba en la encina sagrada del santuario de  Dódona, consagrado a Zeus. El oráculo de Dódona era uno de los más respetados de la antigüedad, y los sacerdotes predecían el futuro según fuera la actividad de las palomas en la copa de la encina. Siempre es un símbolo positivo. En el Cantar de los Cantares la amada aparece nombrada así:

“Levántate, amiga mía, beldad mía, y vente. ¡Paloma mía!, tú que anidas en los agujeros de las peñas, en las concavidades de las murallas, muéstrame tu rostro, suene tu voz en mis oídos, pues tu voz es dulce, y lindo tu rostro”.

Y un poco más adelante:

“¡Qué hermosa eres, amiga mía, qué hermosa eres! Son tus ojos como palomas detrás de tu velo”.

Imposible identificar a la paloma con algo sucio o negativo después de esta imagen. Pero también la paloma es protagonista de una de las escenas más esperanzadoras del Génesis. Se trata de aquella en la que Noé suelta uno de estos animales para comprobar que era posible divisar tierra.

“Esperando, pues, otros siete días más,  por segunda vez echó a volar la paloma  fuera del arca. Mas ella volvió a Noé por la tarde, trayendo en el pico una ramita de olivo con las hojas verdes: por donde conoció Noé que las aguas habían cesado de cubrir la tierra”.

También el cordero y el carnero son símbolos esperanzadores desde la antigüedad; probablemente los más positivos. Encarnan la inocencia y la benignidad. Ejemplifican el sacrificio. Hay que recurrir de nuevo a la religión para hallar ejemplos que dignifican la figura de estos animales. En el ritual católico de la misa, tras la Consagración se invoca la figura de Cristo diciendo: “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo”, en clara alusión al sacrificio de Cristo que comentan los Evangelios. No es la única alusión a este animal que encontramos en la Biblia. En el Génesis vuelve a ser elegido para ser sacrificado en lugar de Isaac, el hijo de Abraham, tras la prueba que Dios le impone a este:

“Alzó Abraham los ojos, y vio detrás de sí un carnero enredado por las astas a un zarzal, y habiéndole cogido, le ofreció en holocausto en vez del hijo”.

Y en la décima plaga narrada en el Éxodo, en la que el ángel exterminador recorre Egipto haciendo estragos en la población, este pasa de largo por las casas de los judíos al comprobar que sus puertas tienen el dintel manchado con la sangre de cordero. Es el origen de la Pascua, cuya etimología equivale a “saltado”, aludiendo a los hebreos que el Exterminador pasó por alto en la lista de los condenados. Y en otra mitología, la griega, el famoso vellocino de oro es el del carnero alado Crisomalo, cuya historia es la de un sacrificio. Los Dioses pretendían salvar a Frixo y Hele  (los dos hijos que el rey griego Atamante tuvo con la diosa Néfele) de las crueles intenciones de Ino, que pretendía que fuera su hijo quien heredara el trono. El Dios Hermes envió a Crisomalo en ayuda de los niños, pero solo pudo salvar a Frixo, a quien condujo sano y salvo hasta Cólquide, el país del rey Eetes. Y como agradecimiento a los dioses, Frixo sacrificó al carnero en el templo de Zeus y ofreció el vellocino a Eetes.

Pero la creencia animal más célebre de las extendidas por la Biblia quizá sea la de la serpiente. Ningún animal más odiado y temido que este. En algunos lugares se cree que las serpientes acuden a robarles la leche a las parturientas que dan de mamar a sus hijos fuera de la casa. Los libros de hechicería abundan en conjuros que precisan de escamas de culebras, de colas de serpientes maceradas, e incluso de las cenizas resultantes de quemar la piel mudada de un áspid viejo en luna llena. En la iconografía religiosa a menudo se ha representado a la Virgen María pisando la cabeza de una serpiente como emblema del pecado. El origen de esta superstición está nuevamente en el Génesis. La escena es bien conocida: tentó la serpiente a la mujer, que comió del fruto del árbol del bien y del mal y luego se lo dio a probar al hombre, que también mordió la fruta. A los dos se les abrieron los ojos y la conciencia y Dios los castigó, y también a la serpiente:

“Dijo entonces el señor Dios a la serpiente: porque has hecho esto, serás maldita entre todos los animales y bestias de la tierra: andarás arrastrándote sobre tu pecho, y tierra comerás todos los días de tu vida. Yo pondré enemistades entre tú y la mujer, y entre tu linaje y el suyo. Este quebrantará tu cabeza, y tú andarás acechando su calcañar”.

Y por último, el curioso caso del gato. Hoy por hoy es un animal de compañía muy apreciado, pero no siempre fue así. Se le empezó a reivindicar en el siglo XVII por la belleza de su porte y por su utilidad, ya que era utilizado como exterminador de ratas y ratones, principales causantes de plagas y epidemias en una época propensa a las pestes. También fue muy apreciado en el antiguo Egipto, donde se comenzó a domesticar hacia el año 3000 a. de C., e incluso se le llegó a incluir en la simbología religiosa de entonces; estaba considerado la reencarnación de los dioses en el momento de comunicar su voluntad a los hombres. A tanto llegó la adoración por estos animales que se les momificaba para permitir la supervivencia de sus almas. En la ciudad de Bubastis, en 1890, fueron halladas varias necrópolis con más de 300.000 momias de gatos. Esta antigua ciudad en el delta del Nilo era el centro de un gran santuario erigido en honor de la diosa Bastet, diosa egipcia del amor y la fertilidad, a la que se representaba en forma de gato, sentada con serenidad y rodeada o amamantando a muchos gatitos. Sin embargo, en Europa y durante la Edad Media, la Iglesia Católica alentó la creencia de que los gatos eran animales demoníacos, y emprendió una auténtica persecución contra ellos. En las hogueras de la noche de San Juan se extendió la costumbre de quemar gatos como un acto de purificación. Tal fue el aniquilamiento a que fue sometida esta especie, que a finales del s. XV estaban prácticamente extinguidos en Europa, lo que propició que las ratas camparan a sus anchas durante la terrible epidemia de peste bubónica o peste negra que asoló el continente a partir de 1348 y que causó una enorme mortandad en la población.


Publicado en Historias Curiosas, Agustín Celis, Ed. Añil, 2001.


Imagen destacada: Jardín del Edén con caída del hombre, de Peter Paul Rubens y Jan Brueghel, el Viejo, 1617


Ajedrez, o el arte de aprender a perder

Resulta que he iniciado en el Instituto una especie de taller de ajedrez con la única intención de fomentar entre la chavalería la afición por este juego que siempre me ha interesado. Como algunos días, durante el recreo, no salgo a desayunar, pues me he dicho que echarme unas partidas con algunos alumnos puede ser una saludable forma de pasar el rato. Eso sí, sin tonterías seudopedagógicas. Nada de planificación. Nada de programa. Ni objetivos ni contenidos ni procedimientos ni actitudes, por favor. En absoluto ese ripio del ajedrez como recurso educativo innovador a estas alturas. Pamplinas, las mínimas. Todo simple: un tablero, sesenta y cuatro escaques, treinta y dos piezas y dos jugadores valiéndose de su ingenio y de su astucia para vencer al contrario en singular batalla.

Ahora bien, aunque aún estamos muy en los inicios, vengo observando, con preocupación creciente, que algunos jovencitos están poco duchos en el noble arte de perder, tan necesario y útil en la vida, por otra parte.

¿Por qué es esto así? ¡Ah, gran pregunta! Una cuestión que algún día espero que sepan respondernos esos educadores irresponsables que durante años han venido convenciendo al personal de que en la vida está muy feo eso de competir porque se crean traumas profundos que luego ellos, como los hábiles psicopedagogos que son, han de tratar en el gabinete.

Muy al contrario, lo que trato de inculcarle a los chavales que juegan conmigo es una idea muy simple y a la vez muy sencilla de entender. Al jugador que tenemos delante, queridos niños, hemos de respetarlo en todo momento sin olvidar que debemos ser, a la vez y sin sentimentalismos, implacables con él. Porque así es el ajedrez. Un juego entre caballeros, pero un juego muy serio. Y tal y como dijo alguien de cuyo nombre ahora mismo no me acuerdo, probablemente el deporte más violento que existe. Y está bien que así sea porque ojalá toda violencia fuera como la que practicamos con esas dieciséis piezas que nos tocaron en suerte.

Se juega al ajedrez para pasar el rato y para tratar de vencer en la partida. Y si esto no ocurre, no pasa nada, nos echamos otra y en paz. Y al adversario se le da la mano al final del juego porque es la tradición y la manera de respetarnos como jugadores, conscientes siempre de que en alguna ocasión todos seremos vencedores y vencidos.

Ajedrez

El ajedrez, un juego de ingenio

* El ajedrez es un juego de ingenio, lógica y concentración que atrajo la atención de numerosos estrategas militares en la antigüedad. Es famosa la leyenda que habla de su origen. Los árabes lo introdujeron en Europa merced a la expansión del Islam que conquistaría la península Ibérica allá por el año 711, aunque también se difundió desde la India y a través de Rusia hacia el año 850.

El presunto inventor de este juego, según los árabes, fue Sessa, el visir del rajá Check Rama, y su intención fue tan lúdica como inteligente, pues le demostró al rajá que el soberano (en el juego el rey, aunque la más poderosa, la más débil de las piezas), en toda circunstancia necesita del pueblo (los peones) para gobernar frente a sus enemigos. Y tanto le gustó al Check Rama el invento de su visir que decidió recompensarlo otorgándole lo que él quisiera.

Aquí volvió a demostrar su ingenio Sessa, que le pidió que le diera un grano de trigo por la primera casilla o escaque del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, ocho por la cuarta, y así sucesivamente en una progresión geométrica hasta completar los 64 escaques del tablero. Al rajá le pareció una petición modesta y se la concedió, quizá sin comprender que la estrategia del visir lo convertía en el hombre más rico del reino, y lo endeudaba a él de por vida, pues la suma total era desorbitada; sólo en la casilla 64 el número de granos acumulados ascendía a 18.446.774.073.709.551.615 granos. Misterios del ajedrez y las matemáticas e ingenio de los hombres.

El rey de Castilla Alfonso X el Sabio fue un gran aficionado a este juego, y de sus talleres salió en 1283 el Libro de axedrez, dados e tablas, que es la más importante obra que se conserva de la Edad Media sobre tales juegos, además de ser la primera obra que cimenta lo que luego será el moderno ajedrez de estrategias, celadas y problemas. Otra curiosidad sobre el mundo inabarcable del ajedrez es la que se refiere a su evolución, pues no siempre se jugó como en la actualidad. En tiempos de Alfonso X se jugaba de acuerdo con las normas árabes, según las cuales la reina y el alfil avanzaban sólo una casilla en su movimiento. No sería hasta los ss. XVI y XVII cuando se comienzan a introducir cambios en el juego. La reina se convierte en la pieza más poderosa en cuanto a movimiento, el alfil avanza tantas casillas como desee o le permita la posición en movimiento oblicuo, al peón se le permite iniciar su salida con dos pasos, y se introducen dos jugadas revolucionarias, el peón al paso y el enroque.

Ajedrez - histórico

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* Publicado en Agustín Celis, Historias Curiosas, Ed. Añil, Madrid, 2001

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Amadeus / Mozart

De vez en cuando, en alguna que otra ocasión, pero con una frecuencia creciente, le permito a mi hijo Darío, que ahora tiene 10 años, leer algún libro (a lo que empieza a ser muy aficionado) no del todo adecuado para su edad, o incluso ver alguna película (a lo que aún es más aficionado) directamente no recomendada para un niño de tan pocos años. Soy consciente de que esto es casi anatema en la época ñoña que nos ha tocado en suerte. De enterarse, sé que más de un pedagogo santurrón, de los que tanto abundan hoy día, afearía severamente mi conducta y recriminaría con rigor evangelizador mi irresponsable proceder.

Pero qué quieren, estoy tan en contra de toda forma de mojigatería, incluso de la más aceptada y bien vista, que me he visto obligado a elaborar una forma propia de emboscadura que amortigüe un poco el avance paralizador del pensamiento melindroso y pacato que amenaza a diario con convertirnos a todos en individuos formalmente ecuánimes, escrupulosos, ingenuos y definitivamente idiotas.

Así las cosas, una de las estrategias que suelo seguir a la hora de educar a mis hijos consiste en no encerrarlos en una burbuja de felicidad entontecedora; en no privarlos del (por otra parte) inevitable contacto con lo inquietante cuando es una ficción quien lo procura; en no protegerlos en exceso del desasosiego quimérico, no real, que produce la cercanía de lo abominable en una invención de los hombres; y, sobre todo, en no negarles el necesario conocimiento que toda persona, saludablemente formada, debe tener del miedo que produce la fantasía. Y no solo del miedo; en general de todo aquello que puede amenazar con herirnos, y de cuya verdad las ficciones dan buena cuenta: las mentiras, los engaños, lo tenebroso, lo cruel, lo amenazador, lo siniestro.

Creo que es bueno no engañar a los niños sobre este punto capital de la existencia. Y en ese sentido la ficción, en todas sus variadas formas, puede resultar una aliada imprescindible. Se trata, en cierta manera, de otorgarles una manera de protegerse de la realidad; de aprender a protegerse de ella; de percibirla a través de otros y vivirla por medio de un personaje interpuesto. Vicariamente. Porque a los niños les ayuda mucho percibir los peligros del mundo a través de la experiencia de otros, para así aprender a asumirlos serenamente, sin la tragedia y la inseguridad que da el sufrirlos en carne propia. Con la experiencia pausada que da el saber que el contagio que nos provoca la ficción suele ser temporal, pero el conocimiento que nos aporta es siempre duradero.

De modo que esta noche le voy a permitir a Darío que vea conmigo Amadeus, esa obra maestra total, absoluta y definitiva que hizo Milos Forman en 1984 con ese pedazo de actor que es Fahrid Murray Abraham en el papel de Salieri, y que en esta maravilla del séptimo arte se sale del cuerpo y de la pantalla para hacer realidad un personaje (ficticio, vale; sin relación alguna con la realidad, de acuerdo) que encarna el concepto de perversidad en todas sus variadas e intercambiables formas; las de la adulación, la mendacidad, la envidia, la cruel venganza, la ambición sin límites…

No sé si Darío sabrá captar esta noche todo lo que en la ficción de Amadeus hay de verdad y de terrible, pero quiero creer que, más allá de la historia dramática que la película nos cuenta, algo comprenderá de cuanto expone sobre algunos de los peligros del mundo.

AMADEUS

MOZART

* Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) escribió su Réquiem por encargo del conde Walsegg zu Stuppach, quien desde hacía tiempo admiraba su talento. A principios de 1791 murió la mujer del conde y, sabiendo las penurias económicas y la terrible enfermedad que acuciaba al músico, le encargó una misa de Réquiem. Esta obra, la más inquietante y misteriosa de Mozart, siempre ha estado envuelta con un halo de leyenda sin duda propiciada por el oscuro interés que escondía el encargo del conde Walsegg.

Este ricohombre, aficionado a la música, tenía a su servicio a un criado llamado Leutgeb para las cuestiones musicales. Este solía contactar con compositores afamados para encargarles, previo pago de una suculenta cantidad, alguna obra que después el conde de Stuppach se encargaba de copiar de su puño y letra, y que más tarde publicaba y mandaba ejecutar como si fuesen suyas. El contrato se llevaba a cabo en el más absoluto secreto. Tal era así que Leutgeb aparecía embozado en una oscura capa para que nadie pudiera reconocerlo y relacionarlo con su amo. De tal manera que cuando llamó a la puerta del enfermo Mozart con tal encargo y tales pintas a este se le pasó por la cabeza la imagen de la propia Muerte que le encargaba una misa por su propia y desdichada alma.

Por supuesto aceptó el encargo y exigió el precio: cincuenta ducados. El visitante nocturno satisfizo la demanda e impuso las  condiciones: un mes de plazo, la renuncia a la obra y la promesa de que nunca, bajo ningún pretexto, trataría de averiguar la identidad de su acreedor. Y Mozart no tuvo más remedio que aceptar, su situación era lamentable.

Por aquel entonces, poco antes de su muerte, se encontraba cargado de deudas, enfermo de una dolencia renal crónica, agotado por el excesivo trabajo a que se sometía y sobre todo trastornado por los efectos de una gran depresión nerviosa. Necesitaba el dinero desesperadamente. Además, quería enviar a su mujer Constanze a Baden  para que cambiara de aires. Lo necesitaba.

Mozart no terminó la obra en un mes y pidió al emisario un nuevo plazo de entrega que le fue concedido. Poco a poco fue escribiendo cada una de las partes de su obra: el “Réquiem Aeternam”, el “Dies Irae”, el “Kyrie Eleison”, el “Domine Jesu”, etc., pero no llegó a completar su propósito de ver incluida en la obra toda su portentosa visión del Juicio Final. La completaría a su muerte su discípulo Franz Xavier Süssmayr.

Mozart murió el 5 de diciembre de 1791, y tras su muerte las partituras del Réquiem fueron entregadas al conde Walsegg, que como solía hacer se las adueñó y dos años más tarde hizo que se ejecutaran con su nombre.

Lo que hoy es el famoso Réquiem de Mozart es probable que fuese el famoso Réquiem de Walsegg si Constanze Mozart no su hubiese convertido a la muerte de su esposo en una imprescindible difusora de la obra de este. Por las mismas fechas en las que Walsegg estrenaba la obra en Wiener-Neustadt, Constanze la estrenaba en Viena incumpliendo el acuerdo de su marido con el conde.

Mozart

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* Publicado en Agustín Celis, Historias Curiosas, Ed. Añil, Madrid, 2001

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Otra vez Jack

Subyugado estos días por la lectura pausada de la novela gráfica From Hell, de Alan Moore y Eddie Campbell, me ha dado por rescatar un viejo texto que escribí hace años y que, como es recomendable hacer con lo ya hecho y publicado, me niego a retocar pese a cualquier error, omisión o inexactitud que pudiera contener.

FROM HELL

Pocos asesinos en serie han llegado a tener la notoriedad legendaria de la que aún hoy día goza Jack el Destripador. Su historia está envuelta en el más oscuro secreto, y la esperanza de descubrir su identidad parece que ha sido finalmente desestimada. Actuó en el otoño de 1888, y creó un estado de auténtico pánico colectivo en la población de la zona este de Londres, la más pobre y abyecta de la ciudad. Limitó su campo de acción a una zona de 2,6 kilómetros que comprendía Whitechapel, Stepney y la City de Londres, y asesinó a un total de cinco mujeres, todas prostitutas, aunque se ha llegado a decir que fueron unas ocho e incluso más.

Mary Ann Nicholls, Annie Chapman, “Long Liz” Stride, Kate Eddowes y Mary Kelly han pasado a la historia y a los libros como las víctimas de uno de los más sanguinarios criminales de todos los tiempos. Murieron degolladas, y sus cuerpos fueron rigurosamente desmembrados, posiblemente con un escalpelo, lo que hizo sospechar a los agentes de Scotland Yard que el asesino poseía bastantes conocimientos médicos. Todas ellas fueron  destripadas por la madrugada y salvo la última, Mary Kelly, cuyo cadáver fue hallado en su propia habitación, todas encontraron la muerte en oscuros callejones de la ciudad. Jack el Destripador consiguió pasar totalmente desapercibido entre aquel ambiente, lo que sorprende tanto más cuanto que los cirujanos de la época llegaron a estimar que la mutilación a la que Jack sometía los cuerpos requería en todos los casos más de una hora de precisa operación.

¿Cómo es posible que nadie viera nada en aquel Londres en continuo estado de alerta? Se ha llegado a sospechar que por alguna razón no del todo descubierta, las autoridades competentes prefirieron silenciar el caso, no dar nombres, archivar la investigación bajo aquel apodo de Jack el Destripador, cuya última salida se produjo el nueve de noviembre de 1888, apenas tres meses después de su primer crimen.

¿Cuál era la razón de este silencio? ¿Qué secreto se escondía detrás de la identidad del asesino de Whitechapel? ¿De verdad no dejó ningún rastro, ningún indicio en ninguna de sus actuaciones sobre el que construir una investigación fiable? Al parecer sólo se descubrió una única pista. Junto al cadáver de la cuarta víctima, Kate Eddowes, se halló un reguero de sangre que se extendía hasta una pared en la que una mano había escrito con yeso el siguiente lema: “Los judíos no tienen la culpa”, lo que sirvió para crear toda una serie de especulaciones sobre la preferencia religiosa del asesino, pero nada más, ya que no se estudió “in situ” este escrito. Curiosamente, y por alguna extraña razón que nadie llega a explicarse, el jefe de la policía de Scotland Yard, Charles Warren, ordenó que borraran aquella frase en el mismo momento en que se encontró el cuerpo de la víctima. ¿Qué misterioso porqué se ocultaba tras esta negligencia policial?

El caso fue cerrado inconcluso hasta 1992, año en que volvió a abrirse para solo hallar en él meras especulaciones, aunque no carentes de interés.  Entre los principales sospechosos se hallaban el abogado Montague John Druitt, cuyo cadáver fue encontrado en el río Támesis pocos días después del último asesinato; el doctor Neill Cream, que finalmente fue hallado culpable de otro asesinato y que en el momento de ser ahorcado pronunció la famosa confesión “Yo soy Jack el…”; James T. Maybrick, un loco comerciante de Liverpool que acabó sus días a manos de su mujer; Nathan Kaminsky, un judío polaco, misógino y demente que murió de sífilis en un manicomio en 1889; y por último tres altas personalidades de la Inglaterra de la época; Sir William Gull, médico personal de la reina Victoria; James K. Stephen, tutor personal del príncipe Albert Víctor; y el propio príncipe Albert, duque de Clarence, hijo del príncipe de Gales y segundo en la línea sucesoria al trono, quien desde su nacimiento y hasta su muerte sufrió de demencia.

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Publicado en Agustín Celis, Historias Curiosas, Ed. Añil, Madrid, 2001

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Con el paso cambiado

Como habría dicho Javier Marías, “no he querido saber, pero he sabido” que desde hace algunos años anda flotando en formato .doc, lista para la descarga, una antología de relatos cortos, titulada Cuentos españoles contemporáneos del siglo XX, en el que aparece mi relato La bondad del Invierno.

Es lo que tiene Internet, que depara esta clase de sorpresas. Ignoro quién es el espontáneo compilador de esta colección de cuentos,  la persona a la que debo el dudoso honor de encontrar mi nombre junto al de algunos de los más destacados cultivadores del relato breve en español. En todo caso, sea quien sea esta alma cándida y predispuesta, quiero hacerle llegar mi agradecimiento por la inclusión de que me hace merecedor en su humilde antología, si bien creo que me corresponde añadir una nota marginal, a modo de aclaración aguafiestas, en mi propio texto.

El relato La bondad del Invierno es el resultado de una obsesión. En cuanto a lecturas, prácticamente todo el año 2001 lo dediqué a informarme, de manera compulsiva, sobre la Guerra Civil Española. No sé cuántos libros me llegué a leer sobre el célebre conflicto durante esos meses, pero sin duda fueron muchos, lo que me ha terminado por provocar, a la larga, cierto empacho y hasta cierto recelo hacia todo “lo nuevo” que se escribe sobre tan delicado y manido tema. Qué sé yo por qué ocurrió, pero lo cierto es que aquel año me dio por ahí… y uno de los asuntos que más despertó mi curiosidad fue el relacionado con las guerrillas antifranquistas (los llamados maquis) que, de manera más o menos organizadas, trataron de resistir en algunas zonas de España hasta bien entrado los años cincuenta, con algún caso aislado aún en los sesenta.  Pero el cuento en cuestión, largamente planeado, contado una y otra vez en mi cabeza, no lo llegué a escribir hasta el mes de julio del año 2002. De modo que, en rigor, el relato incluido en la antología es un texto escrito ya en el siglo XXI, y no en el XX, lo que quizá lo convierte en la nota discordante de la colección, y a su autor, en este caso yo, en el típico soldado que, en medio de un desfile se descubre marchando, a la vista de todos, con el paso cambiado.

 Los relatos cortos incluidos en dicha antología son estos:

La primera gripe de Adán, de Bernardo Atxaga
Acerca de la muerte de Bieito, de Rafael Dieste
Navidad sin ambiente, de Miguel Delibes
El cuento de nunca acabar, de Ofelia Dracs
El Niño-Lobo del Cine Mari, de José Mª Merino
A modo de Sonata, de Alfredo Conde
La lengua de las mariposas, de Manuel Rivas
El árbol de oro, de Ana Mª Matute
El bonito crimen del carabinero, de Camilo José Cela
El paraíso era un autobús, de Juan José Millás
El tren que no conduce nadie, de Francisco Garcia Pavón
¿Cómo te quiere él?, de Maruja Torres
Peor que la muerte, de Eduardo Vaquerizo
Televisión basura, de Manuel Vázquez Montalbán
Con la técnica de Lovecraft, de Joan Perucho
El regreso, de Rafael Diester
El caracol del jardín misterioso, de Raúl Torres
El inquisidor, de Francisco Ayala
La confesión, de Miguel Ángel Mañas
El jardín de la Alegría, de Francisco Escobar Bravo
María, de Manuel Talens
El alma en pena de Fiz Cotobelo, de Wenceslao Fernández Flórez
Entre el Cielo y el Mar, de Ignacio Aldecoa
Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos, de A. Pereira
El caballero, de Álvaro Cunqueiro
La bondad del invierno, de Agustín Celis
Un curioso intercambio, de Juan José Millás
El reincidente, de Rafael Sánchez Ferlosio
Los chicos, de Ana Mª Matute
Los límites de la inocencia, de Salvador Company
Los hermanos «Dosenuno», de Patxi Irurzun
Sybil Vane, de Carmen Martín Gaite
Ragnarok en las playas de Ítaca, de Rafael Marín
Modelados en barro, de Alicia Giménez Barlett

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La bondad del invierno recibió el Premio Unión Latina de Cuento 2002, en el Concurso Internacional de Relatos “Juan Rulfo”, concedido por Radio Francia Internacional y la institución Unión Latina. El jurado que lo otorgó estaba compuesto por Fernando Aínsa, Miquel Barceló, Silvia Barón-Supervielle, Rubén Bareiro Saguier, Jorge Edwards, Claude Fell, Javier Fernández, Mercedes Iturbe, Alexis Márquez, Laura Mazzolo, Julio Ortega, Manuel Rivas, Patrick Rosas, Luis Sepúlveda, Aline Schulmann, Paco Ignacio Taibo II y Jorge Volpi

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