Página personal de Agustín Celis

Categoría: Crítica crítica Página 1 de 2

Las brujas: una orgía de destrucción

Las brujas: una orgía de destrucción


La caza de brujas llevada a cabo por la Iglesia a partir del siglo XIII, y hasta bien entrado el siglo XVIII, constituyó una verdadera traición al dogma cristiano.

Como actuación criminal solo es comparable al Holocausto judío que llevaron a cabo los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Papas como Gregorio IX, Juan XXII, Inocencio VIII, Alejandro VI, León X, Justo II, Adriano VI, Gregorio XVI y otros tantos, demostraron ser tan psicópatas como algunos jerarcas nazis y casi todos los oficiales de las SS.

Es a los pontífices de Roma a quines cabe hacer responsables de aquella orgía de destrucción. Uno tras otro, fueron fomentando los crímenes a mansalva, los alentaron y los impulsaron, y posteriormente, cuando quedó mitigada la superstición en las brujas y su satánica promiscuidad, ni siquiera hubo una disculpa con propósito de enmienda, no se formuló ni una sola palabra de repulsa por los viejos crímenes, cometidos para erradicar una herejía inventada. Simplemente se acabó el desconeje, pero la Iglesia no deploró sus crímenes contra la humanidad, ni calificó como criminales a los Sumos Pontífices que los habían procurado. Como mucho, en 1657, una directriz de la Inquisición romana reconocía que, desde hacía mucho tiempo, no se había llevado a cabo de forma correcta ni un solo proceso contra la brujería.

Nada más. No se señaló a nadie como culpable. No se entonó un mea culpa. Y, sobre todo, no se inició un camino de rectificación al emprendido por tantos papas que habían conculcado una tradición que venía de antiguo y que negaba la realidad de las brujas. Se diría que la Iglesia, en aquellos siglos oscuros, prefirió renunciar a su propia doctrina con tal de alimentar la creencia en Satanás como fuerza maligna en perpetua disputa contra Dios.

A la Iglesia le interesaba que los creyentes vivieran con un continuo terror al maligno. Para ello, nada mejor que lanzar el bulo de la existencia de sus perversos agentes, las brujas, a las que había que aniquilar. De esta manera, se aseguraba el control sobre el orden social y el respeto de los creyentes por medio del miedo, convertido en pavor y espanto gracias al celo de esos profesionales del crimen que fueron los inquisidores. Como ya señaló Lea:

“La Iglesia aplicó su irresistible autoridad para consolidar la creencia en el alma de los hombres. En las bulas papales, se aludió reiteradamente a los poderes maléficos de las brujas debido a la credulidad implícita de los creyentes”.

¿Por qué hemos dicho que la caza de brujas europea, patrocinada desde Roma, fue una nueva traición al dogma cristiano? Muy sencillo.

En los primeros tiempos del cristianismo, los cánones eclesiásticos enseñaban que los creyentes debían ser instruidos acerca de las falsedades y apartarse de toda superstición nigromántica. Lo que condenaron los padres de la Iglesia fue la creencia en supercherías de todo tipo.

El propio San Pablo se mostró escéptico en todo lo tocante a la hechicería: “rechaza las fábulas profanas y los cuentos de viejas”, le escribió a su discípulo Timoteo.

San Agustín, a quienes no se hartarían de traicionar los papas de la Edad Moderna, condenaba la creencia en las brujas, y se mostró riguroso con quienes aceptaban tales fantasías; a los actos brujeriles los consideraba “ensueños” populares de la gente ignorante.

Entre los teólogos medievales, hubo partidarios de la teoría del “ensueño” expuesta por Agustín de Hipona. Estos santos varones, en lo que se ha dado en llamar, con total injusticia, los siglos oscuros, se negaron a dar crédito a los excesos del ignorante vulgo.

Una autoridad como Santo Tomás, consideraba la Superstición como un “exceso” opuesto al “defecto” de la Irreligiosidad, contrarias ambas a la “virtud” de la Religión.

¿Por qué? Pues porque Cristo, según queda expuesto en los Evangelios, venció a Satán. Jesús enseñó que el maligno carece de poder sobre el hombre, salvo cuando puede tentarlo para que haga el mal.

La superstición y las supercherías, el oscurantismo, según la auténtica doctrina cristiana, vendría a ser una contaminación del diablo en la mente de los hombres. Paradójicamente, a partir del siglo XV, la Iglesia Católica fomentaría las supersticiones para dar rienda suelta a todas sus depravaciones.

Traicionando su propio credo, volvió a inventarse una nueva herejía, la de las brujas, para asentar aún más su poder como siempre lo hizo, por medio de la violencia.

 En 1486, el libro más atroz que se ha escrito, y por encargo de un papa, el Malleus Maleficarum, afirmaba:

“La mayor de las herejías es no creer en las brujas”


Las Brujas: una orgía de destrucción

Linda maestra (1798), de Francisco de Goya


Esta afirmación, tan alejada de lo enseñado por los padres de la Iglesia, sería la gran consigna de los inquisidores. Todo aquel que se negara a aceptarla sería igualmente depurado.

Rechazaban así las enseñanzas de los cánones de la Iglesia.

Aún en el siglo XI, en el Canon Episcopi, podemos leer estas palabras que niegan la realidad de las brujas, a la vez que explican por qué la creencia en ellas resulta anticristiana:

“De hecho, una innumerable cantidad de personas, engañadas por esta falsa creencia, considerando estas cosas como verdaderas, se desvía de la justa fe y cae en el error del paganismo porque termina afirmando la existencia de alguna otra divinidad o potencia sobrenatural además del único Dios. Por este motivo, los sacerdotes, en sus iglesias, deben predicarle al pueblo continuamente para hacerle saber que ese tipo de cosas son enormes mentiras, y que estas fantasías son introducidas en las mentes de hombres sin fe no por el espíritu divino, sino por el espíritu del  mal”.

Es decir, que no solo se negaba la existencia de las brujas, sino que se desaconsejaba su creencia por ser este un modo de tentación para hacer caer a los hombres en el pecado y, en definitiva, para alejarlos de Dios.

Con la perspectiva que nos conceden los siglos, hoy sabemos perfectamente lo alejada que estaba de Cristo la Iglesia Católica en los siglos en que defendió, a sangre y fuego, la existencia de las brujas para, posteriormente, aniquilarlas.

Curiosamente, no fue la Edad Media, pese a su injustificada fama de época oscura, una era de persecución de la brujería. Hubo casos, por supuesto. La creación de la Inquisición medieval en 1231 no presagiaba nada bueno.

Pero esta fue instituida, en un principio, para erradicar la herejía cátara, aunque muy pronto se extendieran sus competencias a cualquier forma de disidencia. Ya en tiempos de Gregorio IX actuó en tierras alemanas Conrado de Marburgo. Fue este hombre un esforzado luchador contra la hechicería, perseguidor de una supuesta secta de luciferinos que, según se decía, estaban haciendo estragos entre la población. Solo en Estrasburgo llegó a quemar a ochenta personas. No obstante, se trató de un caso aislado. Su campaña criminal duró solo seis años. Murió asesinado en extrañas circunstancias.

En realidad, la Iglesia prestó poca atención al tema de la magia hasta el siglo XIV. Todavía en 1257, el papa Alejandro IV les recordó a los inquisidores, mediante bula, que no debían distraerse de su deber esencial, que era la depuración de los herejes, no la persecución de las brujas, que era aún competencia de las autoridades civiles como cuestionadoras del ordenamiento social.

En tiempos de Alejandro IV, la brujería no era considerada una forma de herejía. Aún así, en la época de Clemente V, los templarios serían perseguidos por la Inquisición. La principal acusación que pesó sobre ellos sería la de adorar a un enorme ídolo en forma de macho cabrío llamado Bafomet. También en este caso, la autoridad civil del rey Felipe de Francia, llamado “el hermoso”, se aliaría con la autoridad religiosa para acabar con la poderosísima Orden del Temple,  que había sido fundada en 1118 para proteger el Santo Sepulcro, y a los peregrinos que acudían a Tierra Santa, de la amenaza sarracena.

Pero el caso de los templarios, aunque declarados herejes por el Pontífice, puede que sea un ejemplo de lucha política más que religiosa. Hubo demasiados intereses económicos de por medio. Por este motivo, no nos detendremos en su estudio. Aunque eso sí, la historia de la Iglesia es también la historia de sus intereses económicos y de su ambición política.

La situación comenzó a cambiar con el papa Juan XXII. En 1320 promulgó la bula Super illius specula, donde estimulaba a los inquisidores para que buscaran nuevos, y más radicales, métodos de represión.

Es a e este pontífice a quien debemos la abolición de toda distinción entre la herejía y la brujería. Fue Juan XXII quien determinó que fuese actividad inquisitorial la búsqueda, persecución y exterminio de las brujas. Por los mismos años, el famosísimo inquisidor Bernardo Gui daría a conocer su Práctica Inquisitionis Haereticae Pravitatis, libro para uso de inquisidores, y donde ya aparecía la hechicería como crimen que debía atajarse de raíz.

En 1376, Nicolás Eymerich escribiría el no menos célebre Directorium inquisitorum, el más renombrado Manual de Inquisidores de la época, que no dejaría de reeditarse hasta el siglo XVII, y donde se daban por ciertas todas las fantasías y elucubraciones mentales, de una perversidad sin parangón, que se decían de las brujas.

No obstante, no eran más que los prolegómenos. La Iglesia Católica solo estaba calentando motores. Tal y como nos confirma Lea en su fundamental libro La Inquisición en la Edad Media, la persecución que se llevó a cabo entre los siglos XIII y XV no fue más que un preludio a “las ciegas y disparatadas orgías de destrucción que infamaron el siglo y medio siguiente. Parecía como si la cristiandad hubiera echado raíces en el delirio”.

El paso definitivo lo daría el Papa Inocencio VIII. Con él acabaría siendo traicionada la tradición de la Iglesia que condenaba la superstición.

Las palabras de San Pablo fueron olvidadas.

A las condenas de San Agustín les darían un nuevo uso.

A partir de Inocencio VIII, a la Iglesia de Roma le convino que los fieles creyeran en las supersticiones.

En diciembre de 1484 se promulgó la bula Summis desiderantes affectibus. Con ella, la brujería comenzó a ser una realidad temible.

Dos años más tarde, en 1486, el Sumo Pontífice le otorgó su suprema autoridad a dos dominicos psicópatas y sanguinarios: Heinrich Kramer y James Sprenger. Por orden del Papa escribieron el Malleus Maleficarum, el Martillo de las brujas, e iniciaron el verdadero desconeje en Alemania, que se extendería por toda Europa.

Este libro fue un auténtico éxito en su época. Durante tres siglos fue lectura obligatoria de inquisidores y jueces. Como bien dejó dicho el teólogo Peter de Rosa en su fundamental y heterodoxo libro Vicarios de Cristo:

“En la actualidad, es un libro de cabecera para informarse acerca de las penalidades impuestas a las brujas. Contiene un corpus teológico completo sobre hechicería que resulta insuperable por las insensateces presentadas como análisis científicos. Durante tres siglos se halló en el estrado de todo juez, sobre la mesa de todo magistrado. El prefacio de las numerosas ediciones de esta obra repleta de perdición era la bula de Inocencio VIII”.


En Las Brujas: una orgía de destrucción

Malleus Maleficarum, Lyon, 1669


Como curiosidad, quiero dejar dicho que en España, y pese a la justa fama que tuvo nuestra Inquisición como institución depravada, la caza de brujas fue mucho menor que en el resto de Europa.

Aunque también hubo casos, la Inquisición española estuvo siempre más interesada en reprimir otro tipo de manifestaciones heterodoxas, como el criptojudaísmo o el protestantismo.

Hasta 1582, la nigromancia y la astrología fueron materias que se impartían en las universidades españolas. Aquí, la brujería y la hechicería, salvo algunos casos muy puntuales, no acabaron de ser consideradas como formalmente heréticas, pues se consideraba que su práctica no cuestionaba el dogma religioso imperante ni el poder de la Iglesia.

Un ejemplo muy significativo de esto es La Celestina de Fernando de Rojas, de finales del siglo XV, donde la vieja alcahueta que protagoniza la obra practica la brujería sin sufrir persecución por ello, y donde estos conocimientos son tenidos como cosa habitual, incluso cotidiana, propios de la época y de la sabiduría popular.

En definitiva, los inquisidores españoles consideraron la brujería un mal menor. Hasta tal punto fue así que en 1614 la Inquisición española publicó unas celebres Instrucciones para tales casos, cuyos treinta y dos artículos recomendaban mantener la cautela y practicar la benevolencia en todo lo referente a estos delitos.

En Europa, pero sobre todo en Alemania y Francia, los siglos XV, XVI y XVII, con su Reforma y su Contrarreforma, conforman la Edad de Oro de la Brujería.

El mundo se llenó de íncubos y de súcubos.

Las posesiones diabólicas estuvieron al orden del día.

Los conventos vivieron bajo sospecha continua, pues los hombres y las mujeres de Dios fueron, al parecer, los más tentados por el maligno.

Fueron frecuentes los pactos con el Demonio.

Se celebraron los aquelarres, se practicaron toda clase de maleficios, de embrujamientos, de asesinatos mágicos.

Se pusieron de moda los bebedizos, los filtros de amor, los envenenamientos y los brebajes a base de plantas mágicas, y cualquiera que anduvo coqueteando con dichas pócimas fue considerado sospechoso, pues de ellos se valía Satanás para perder a los hombres y a las mujeres. Todo ello supuestamente, por supuesto.

En una época en la que impera la creencia de que todo en el mundo significa algo, de que todo tiene un sentido distinto del que aparenta, cualquiera que pretendiese alcanzar algún elevado significado espiritual corría el peligro de ser acusado de brujería, y su destino sería la hoguera.

La nigromancia, la astrología, la quiromancia, las diferentes clases de conjeturas obtenidas de mil y un elementos, los augurios sacados de los fenómenos atmosféricos, las suertes echadas de mil maneras y todo lo que sonara a esotérico, mágico o alquímico, todo fue escrutado por las instituciones que velaban por el mantenimiento de la ortodoxia, y todo fue razón y motivo para encender la hoguera.

  Los demonólogos de la época difundieron la creencia de que los brujos y las brujas estaban poseídos y habían hecho pactos con el Diablo, a quien adoraban en la ceremonia del Sabat o Aquelarre, y que todos ellos formaban una secta herética que pretendía constituir una Iglesia contraria a la Iglesia de Dios, es decir, una Anti-Iglesia de Satanás.

El famoso erudito del siglo XVI, Jean Bodin, autor de una obra titulada De la demoniomanía de las hechiceras, llegó a establecer los quince crímenes que con más frecuencia cometían las brujas, a saber:

  1. Renegar de Dios
  2. Blasfemar contra Dios
  3. Adorar al Diablo
  4. Entregar sus hijos al Diablo
  5. Sacrificar a los niños al Diablo antes de ser bautizados
  6. Consagrar los niños a Satanás desde el vientre de su madre
  7. Prometer al Diablo atraer a su servicio a otros muchos
  8. Jurar en nombre del Diablo
  9. No respetar ninguna ley natural y cometer incesto
  10. Matar a las personas
  11. Cocerlas y comérselas luego
  12. Alimentarse de carne humana y aun de la de los ahorcados
  13. Asesinar a otras personas por medio de sortilegios y venenos
  14. Acabar con el ganado, secar los frutos y causar la esterilidad de las gentes de bien
  15. Y, por último, pero es mandamiento que los agrupa a todos: hacerse esclavos del Diablo y obedecer sus órdenes.

Por todo ello hubo persecuciones, delaciones, seguimientos, juicios, causas abiertas y hombres, mujeres y niños llevados a la hoguera acusados de brujería, tratos con Satanás o posesión diabólica, frecuentemente de forma epidémica.

La acción de la justicia no tardaba en actuar. Se abría una investigación, se personaban los santos inquisidores en los lugares malditos, iniciaban sus diligencias, interrogaban a mansalva, torturaban con piedad, sentenciaban con rigor y, con cínica clemencia, entregaban a los reos al brazo secular para que fuesen ejecutados piadosamente. Y todo ello en nombre de Dios.

Durante estos siglos oscurísimos, la Iglesia renegó de las palabras de Cristo y acogió con entusiasmo estas otras del Éxodo:

“A la hechicera no dejarás que viva”.


Las Brujas: una orgía de destrucción

Las Brujas y sus encantamientos (1646), de Salvatore Rosa


Desde finales del siglo XV, en Europa hubo, o se inventaron, las siguientes epidemias de posesión y brujería, según un catálogo realizado por  L.F. Calmeil, y que Vicente Risco reprodujo en su extraordinario libro sobre Satanás. Algunas son  de sobra conocidas:

  • 1491-1494: En un convento de monjas de Cambrai (Condado de la Marche).
  • 1551: En Uvertet (Condado de Hoorn).
  • 1552: En Kintorp, cerca de Estrasburgo.
  • 1554: En Roma, con 84 personas afectadas.
  • 1555: En Roma, con 80 niños de un orfanato.
  • 1560-1564: En el convento de Nazareth, en Colonia.
  • 1566: En Findlingsteim, en Amsterdam, entre 30 y 70 niños.
  • 1590: En Milán, con 30 monjas.
  • 1593: En Friedeberg, Neumark.
  • 1594: En la marca de Brandeburgo, con 80 casos.
  • 1609-1611: El caso de las ursulinas de Aix.
  • 1613: En Santa Brígida de Lille.
  • 1628: Varias monjas de Madrid.
  • 1632-1638: El caso de las ursulinas de Loudun, con otros similares en Chinon, Nimes y Aviñón.
  • 1642: El caso de las monjas de Louviers, con 18 posesas.
  • 1652-1662: El caso de las monjas de Auxonne.
  • 1670: En Mora, Suecia, y en un orfanato de Hoorn (Holanda).
  • 1681: En Toulouse.
  • 1687-1690: En Lyon, con 50 personas.
  • 1732: En Bayeaux; una epidemia de posesos que duró diez años.
  • 1740: Diez casos entre las monjas de Unterzell, en la Baja Franconia.
  • 1857-1862: En Morzine, en la Alta Saboya, con 120 personas endemoniadas.
  • 1878: En Pledrau, cerca de Saint-Brieuc, y en Jaca (España).

Por último, y como conclusión, podríamos decir que las brujas existieron mientras hubo personas que creyeron firmemente en la existencia de su poder.

Nunca hubo tantas brujas como en los siglos en los que la Iglesia difundió el bulo de su realidad como herejía, contradiciendo su propio credo.

A partir del siglo XVIII, la cabeza mejor organizada del hombre ilustrado dejó de creer en los efectos de la brujería. Curiosamente, el setecientos es también la época en que comienza a cuestionarse el poder temporal de la Iglesia, la era de la progresiva aconfesionalidad de los estados, el siglo en que se inicia la laicización de las costumbres.

Pero asimismo, y para ser justos, también los hombres del clero iniciaron poco a poco un proceso de rectificación. A este respecto, debemos recordar una curiosa décima del padre Feijoo, benedictino, donde abomina, de modo evangélico, de las creencias de la masa, del ignorante vulgo. Valga como ejemplo de lo dicho:

“Por más que el vulgo dé
En que es visión portentosa
Una apariencia engañosa,
Y en ello obstinado esté;
Yo en ningún tiempo creeré
Que una tema es devoción,
Que es milagro una ilusión,
Que la sombra es realidad,
Que la ceguera es piedad
Y el error es Religión”.


Imagen destacada: El aquelarre, o El gran Cabrón (1819-1823), de Francisco de Goya


De Herejes y Malditos en la Historia, Agustín Celis Sánchez, Ed. Alba Libros, Madrid, 2006.


 

The Golden Rose, de Donato Giancola, 2007

Un mundo de seres fantásticos


Al final de nuestro libro sobre criaturas fantásticas, Alejandra Ramírez y yo incluimos una especie de epílogo que titulamos Los seres fantásticos en nuestro mundo, donde pretendimos crear algo así como un aula de exposiciones en el que poder hacer un rápido repaso a las obras y autores más relevantes que, de un modo u otro, hubieran tratado el fabuloso mundo de los seres fantásticos.

Desde el principio lo concebimos como un mágico museo de grandes creaciones artísticas, dividido en cuatro salas o secciones: «en la literatura, en el cine, en la música y en otras artes». Luego, cuando el libro fue publicado, nos dimos cuenta de que, por exigencias editoriales, esa parte de nuestro manual no contaba con el apoyo de ilustraciones que hubiera necesitado para ser visualmente más atractivo.

Aprovechando la ocasión que este blog me proporciona, y aun a riesgo de que la abundancia de imágenes pueda ralentizar la carga de la página, quiero subsanar esa omisión de nuestro Bestiario acompañando aquel texto con algunas de las ilustraciones que precisa.


Los seres fantásticos en la literatura

¿Qué sabemos de los más inconfesables intereses de los hombres de la prehistoria? En realidad no demasiado, aunque se hayan escrito tantos libros sobre ese tema. Pero de una cosa podemos estar seguros: ya en aquella época los hombres eran aficionados a manifestar lo que pensaban del mundo, lo que habían visto durante la jornada y hasta lo que creían saber de las generaciones que les habían precedido, y es bueno saber esto para tener una memoria común con muchos siglos de antigüedad.

Probablemente, las historias que hablan de seres fantásticos sean tan antiguas como el ser humano, y seguramente nacieron como nacen las canciones y los relatos populares; de la improvisación de un creador anónimo que se atreve a narrar lo que sabe, rodeado de un grupo que entiende su misma lengua, alrededor de un fuego, apoyado en el tronco de un árbol o contemplando el movimiento del agua a la orilla de un río. Los demás permanecerán en silencio, escucharán el relato y llegarán a aprendérselo, y desde ese instante pasará de generación en generación, modificándose en mil y una variantes hasta que alguien sea capaz de ponerlo por escrito. Pertenecerá a la tradición de los pueblos, y habrá innumerables versiones de la misma historia, quizá tantas como narradores haya tenido.

La literatura de todas las civilizaciones fue en un principio literatura oral, y no por carecer de testimonio escrito deja de ser literatura. También ahora, en nuestra época, existe una infinita cantidad de leyendas que podrían formar parte de la mejor literatura de todos los tiempos si fueran puestas sobre papel, y muchos de esos relatos hablan todavía de seres fantásticos, y puede que tengan siglos de antigüedad. A veces ocurre que un anciano nos cuenta una historia y al acabar comenta: “esta historia es muy antigua; me la contó mi madre cuando yo tenía diez años”. Pero obviamentete es mucho más vieja que la propia madre de ese anciano.

Hemos comenzado hablando de la literatura oral porque suele ser la gran olvidada. En un caso como el de los seres fantásticos es tan importante como la literatura escrita, o incluso más. Si no fuera por las leyendas que se cuentan en los pueblos no conoceríamos tan bien a estos personajes ni tendríamos tal cantidad de noticias sobre ellos, y por eso hemos incluido tantas historias en el libro, muchas de ellas pertenecientes a la memoria del pueblo, que ignora por completo quién pudo ser su creador. Y aún habría que decir más: muchos de los libros escritos sobre los seres fantásticos no son sino recreaciones artísticas de leyendas folclóricas. En estos casos, a sus autores les debemos el talento o la genialidad de haber construido verdaderas obras maestras a partir de la materia legendaria que llegó a sus manos y a la que supieron darle una forma literaria capaz de pervivir, pero no su invención. Así ocurre con casi toda la mitología clásica, incluidos Homero y Ovidio, pero también con los autores anónimos que dejaron por escrito los cuentos medievales, con Shakespeare, con Bram Stoker y con muchos otros.

Una de las obras que se disputan el honor de estar entre las primeras manifestaciones de literatura escrita es el Poema de Gilgamesh, y ya en él aparecen criaturas fantásticas, entre ellas el dragón y varias especies relacionadas con el inframundo. Fue escrito con caracteres cuneiformes y se conservan varias versiones distintas de diferentes periodos, aunque la más completa de todas data del segundo milenio a. de C. Estas criaturas fantásticas pertenecen a la mitología sumeria e influyeron en todo el oriente próximo, la mitología babilónica, la persa, la hitita e incluso la bíblica.

En realidad todas las mitologías de las antiguas civilizaciones abundan en seres que hoy pueden ser considerados como fantásticos, y por tanto la literatura que de ellas se deriva manifiesta su interés por ellos. Otro ejemplo destacado pueden ser los Upanisad hindúes, del siglo VI-IV a. de C., donde entre otros seres fabulosos aparecen las apsaras y los gandharvas, que guardan relación con las ninfas, las hadas y los duendes, aunque también con los íncubos, pues los gandharvas son espíritus capaces de poseer a mujeres mortales.


Seres fantásticos - Estatua de una apsará

Estatua de una apsará en Angkor Wat (Camboya). Fotografía de Manfred Werner


Mucho más cercana a nuestra cultura es, sin duda, la mitología griega, donde ya nos encontramos con abundantes obras que recrean las aventuras y desventuras de una multitud de criaturas inolvidables. Algunos de los autores más afamados son Homero, Hesíodo, Heródoto, Esquilo o Sófocles. Pero como en este repaso a la literatura nos hemos propuesto mencionar únicamente obras esenciales para el conocimiento de los seres fantásticos, recomendaremos solo dos: la Ilíada y la Odisea, ambas de Homero (s. IX a. de C.), donde aparecen un buen repertorio de personajes míticos. Tal vez haya que incluir una tercera: la Teogonía de Hesíodo (s. VIII a. de C.). Pero sigamos.

A menudo se ha dicho que la antigua Roma adoptó el Panteón griego y se adueñó de sus mitos. Y bueno, esto es verdad, pero no es totalmente cierto. Los romanos reorientaron los mitos y los adaptaron a sus intereses, pero no solo los de los griegos; a medida que fueron ampliando sus territorios fueron haciendo suyos los mitos de los pueblos conquistados. El resultado es una mezcolanza de mitología griega, egipcia, celta, etc. De este periodo histórico, sin duda el autor que mejor supo enriquecer su obra con seres fantásticos de leyenda fue Ovidio (43 a. de C.- 17 d. de C.); sus Metamorfosis son un compendio de narraciones mitológicas donde aparecen prácticamente todas las criaturas míticas conocidas en la época. De igual importancia, pero de distinto interés, es la Historia Natural de Plinio el Viejo, que murió en el año 79 d. de C. a consecuencia de la erupción del monte Vesubio. Su curiosidad y su ansia de conocimientos le hicieron acercarse demasiado al lugar de la catástrofe para dar posterior testimonio de este hecho. No podría hacerlo: los vapores de la erupción acabaron con su vida. En su inmensa obra, formada por 37 volúmenes, trata una enorme variedad de temas, entre ellos la zoología. Muchos de los seres fantásticos que nosotros estudiamos en nuestro Bestiario aparecen nombrados en la obra de este autor como animales reales. ¿Se equivocaba este sabio en sus conclusiones o desaparecieron dichas criaturas junto con la pérdida de la visión mágica del mundo?

Con posterioridad, quizás lo más relevante sean los muchos bestiarios que se escribieron debido al interés que la Iglesia mostró por este tema, que utilizó como instrucción moral y religiosa. Abundan los títulos, pero valgan como referencia el primero de ellos, el famoso Phisiologus, del siglo II d. de C., el De monstris, del siglo VI y el Liber monstruorum, ya en plena Edad Media. Autores como San Basilio, San Ambrosio o San Isidoro de Sevilla también incursionaron en este terreno. Criaturas como el ave Fénix, el basilisco, la rémora, el grifo, la anfisbena o el catoblepas son algunos de los clásicos en estos bestiarios, que inspiraron el simbolismo animal de arquitectos, pintores y escritores medievales.


Seres fantásticos - El Ave Fénix

El Ave Fénix en Las Crónicas de Nuremberg


También Dante Aliguieri (1265-1321) mostró interés por las criaturas fantásticas. En el Infierno que imaginó para la Divina Comedia aparecen como guardianes las furias, el can Cerbero, el Minotauro, los centauros, las harpías y los gigantes.

Mención aparte merecen las novelas de caballería y los libros de viajes fantásticos, más conocidos como novelas bizantinas, en los que, para mayor honra y fama de los protagonistas, figuran muchos monstruos con los que el héroe debe luchar y a los que siempre vence, siendo los dragones y los gigantes los más habituales.

Durante el Renacimiento y el Barroco, con la exaltación del hombre como medida de todas las cosas, se recuperó la cultura grecolatina, y con ella todos sus mitos y sus criaturas fantásticas. Pero nombraremos solo a dos autores: Luis de Góngora (1561-1627), con su Fábula de Polifemo y Galatea (1613), donde aparece recreada la ternura de un cíclope enamorado de una ninfa; y Shakespeare (1564-1616), que en muchas de sus obras demostró ser un hábil recreador de mitos y leyendas, no solo de la cultura clásica sino también de la tradición popular. El mejor ejemplo de esto último es El sueño de una noche de verano, escrita en 1595, donde la intriga corre a cargo de una serie de parejas y amores cruzados y no correspondidos, todo ello bajo el influjo de las hadas.


Desfile de Hadas, de Xavier Gordillo

Desfile de Hadas, de Xavier Gordillo


A partir del siglo XVIII se produce un curioso fenómeno. A pesar de que el escepticismo racionalista abolió la creencia en los seres fantásticos, hasta entonces muy arraigada en los países protestantes, propició su tratamiento literario. Será durante esta época cuando los relatos sobre criaturas imaginarias se conviertan en un subgénero claramente diferenciado; primero con intención satírica y moral, utilizando a las criaturas fantásticas para burlarse de la sociedad y del género humano, y posteriormente, ya cercano el Romanticismo, como historias de miedo gracias a la irrupción de la novela gótica. De la primera tendencia queremos nombrar Los Viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift (1667-1745). Como el más acabado ejemplo de la novela gótica,  y fruto de la confianza en la ciencia que comenzaba a sentirse en la época, tenemos el Frankenstein (1818) de Mary Shelley (1797-1851).

Desde entonces, se multiplican las obras donde los seres fantásticos cobran un protagonismo cada vez más relevante. Se multiplican los títulos, pero nombraremos solo obras maestras de indudable trascendencia. Ahora serán los fantasmas, las brujas, los muertos vivientes, los vampiros, los ghouls o las hadas los protagonistas de muchas obras. Arthur Machen, Lovecraft, Poe, Conan Doyle o Charles Dickens son solo algunos de los cultivadores. Pero subrayamos la importancia de dos autores: Lewis Carroll (1832-1898) y Bram Stoker (1847-1912). Alicia en el País de las Maravillas (1865) es, sin duda, una de las creaciones que más han contribuido a ampliar el horizonte de la literatura fantástica, para niños y para adultos. En cuanto a Drácula (1897), sigue siendo una fuente de ficción que no se agota a pesar del abuso al que se ha visto sometido el vampiro por excelencia.

Como curiosidad, y como rareza, nombraremos una obra aparecida a principios del siglo XX y que consiguió una enorme popularidad por el tema que en ella se trata. Es El Golem (1915), de Gustav Meyrink (1868-1932).


El Golem, de Gustav Meyrink


El siglo XX fue muy fecundo en el tratamiento de los seres fantásticos. Son tantos los libros de los que habría que hablar, que no caben en esta breve exposición que solo pretende recomendar una serie de obras fundamentales. Por sí mismo, el siglo XX necesitaría un ensayo para él solo. Eso sí, son de lectura obligatoria para todos los interesados en las criaturas imaginarias estos tres autores, de los que hemos tenido ocasión de hablar en nuestro bestiario: J. R. R Tolkien (1892-1973), autor de El Hobbit (1937), El Señor de los Anillos (1954-1955) y El Silmarillion (1977); Michael Ende (1929-1995), autor de Momo (1973) y La Historia Interminable (1979); y J. K. Rowling (1965-), autora de la saga de Harry Potter.


Los seres fantásticos en el cine

La historia del cine está desde sus inicios ligada a la ficción. Su propio formato le permite al hombre soñar y plasmar en el celuloide todo lo que alguna vez ha imaginado. Solo en el cine podemos ver volar a Superman, o a King Kong escalando el Empire State o a Harry Potter a lomos del Hipogrifo. Los seres fantásticos encontraron su medio de expresión en el cine, sobre todo en los géneros de ciencia de ficción y de terror. Pero el cine necesita argumentos. Algunos surgen de la imaginación del director, los menos, pues la mayoría de estas películas son adaptaciones de novelas o de cómics.

Frankenstein - Boris KarloffLa preocupación del hombre por los seres imaginarios quedó plasmada en los primeros años del cine, cuando en apenas tres años vieron la luz películas míticas como Frankenstein (1931), Drácula (1931), La momia (1932), King Kong (1933) y El hombre invisible (1933). Estas producciones tuvieron tanto éxito que no tardaron muchos años en surgir nuevas secuelas. solo del mito de Frankenstein se rodó en poco tiempo La novia de Frankestein (1935), La sombra de Frankenstein (1939) y El fantasma de Frankenstein (1942). La misma suerte corrió el legendario vampiro, que tras el éxito del Drácula protagonizado por Bela Lugosi en 1931, aparecieron La hija de Drácula (1936), El hijo de Drácula (1943) y La mansión de Drácula (1945), sin olvidar el clásico Nosferatu, dirigida por el realizador alemán F.W. Murnau en 1922 y basada en el mismo mito.

En estos primeros años se puede hablar de una auténtica fiebre del cine. Su precio asequible para todos los públicos, Nosferatuel atractivo de las sesiones dobles, que incluían un serie antes de la película, y el encanto del propio medio, lo convirtieron en la principal opción de ocio. La consecuencia fue un innumerable número de producciones de baja calidad y escaso presupuesto que daban salida al ávido mercado que exigía un título cada noche. Habrá que esperar hasta los años 60, cuando la televisión se extienda y se amplíen los medios de entretenimiento, para que este sector se normalice y regresen las producciones de calidad.

En 1945 un hecho histórico, el lanzamiento de la bomba atómica sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, da un giro en las películas de ciencia ficción, que se ven influidas por el pánico a las radiaciones de la energía nuclear y los peligros de la bomba atómica. En los años 50 surgen una serie de películas de serie B que muestran las mutaciones y las consecuencias de la energía nuclear en los seres vivos, con títulos como El ataque de los monstruos cangrejos (1955), Tarántula (1955), El increíble hombre menguante (1957), El ataque de la mujer de 50 pies (1958) o El ataque de las sanguijuelas gigantes (1959). También de 1955, y dirigido por el director Bert I. Gordon, es el filme Cíclopes, que retrata la odisea de un científico que se ve convertido en un monstruo de quince metros por culpa de la radiactividad. Destacamos este título no por su interés para la historia del cine, sino porque el Cíclope es uno de los seres que hemos tratado en profundidad en nuestro bestiario.

La momia, 1999Como hemos visto hasta ahora, los seres fantásticos iniciaron su andadura en la gran pantalla en los géneros de terror y ciencia ficción, del que nunca se apartarán, pero con el transcurso del tiempo acabaron introduciéndose en otros géneros como la comedia y el cine de aventuras. Un claro ejemplo lo encontramos en la película La momia (The Mummy, 1999), en la que su director Stephen Sommers retoma todos los tópicos del personaje de terror para crear una entretenida película de aventuras. En vista del éxito obtenido, el director se atrevió dos años más tarde con su continuación en El regreso de la momia (The Mummy Returns, 2001). En la misma línea, Chuck Russel dirige El rey Escorpión (2002).

Unos años antes el director Ron Howard ya había estrenado la película Splash (1984), la historia de una sirena moderna contada en clave de comedia, mientras que en 1989 la fábrica Disney lanzó su éxito La sirenita, una adaptación bastante libre del cuento de Andersen.

Pero será gracias a las adaptaciones cinematográficas de El Señor de los Anillos y del jovencísimo Harry Potter, Basilisco, Harry Pottercuando tengamos ocasión de ver desfilar a un gran número de seres fantásticos por la pantalla. De la obra de J.R.R. Tolkien, profesor de literatura inglesa medieval y autor de El Señor de los Anillos, surgirán personajes como los elfos, idealizados en el papel de Légolas, los enanos, los orcos, los hobbits, los ents o los trasgos; llevados al cine de modo magistral por el director Peter Jackson. A la imaginación de J.K. Rowling le debemos la saga de Harry Potter, adaptada también al cine, en la que encontramos, entre otros, al mágico Hipogrifo, al elfo doméstico, a los Pixies de Cornualles, al mítico ave fénix y al peligroso basilisco, aquí convertido en una serpiente de tamaño gigantesco que mata con su mirada.

Muchos otros seres de nuestro bestiario han tenido también sus minutos de gloria en el cine, este es el caso del Ghoul, que ha estado en las carteleras en dos ocasiones: una dirigida por T. Hayes Hunter y con Boris Karloff en el papel de Ghoul (The Ghoul, 1933), y una segunda de manos del director Freddie Francis y con Don Henderson en el papel de la bestia (The Ghoul, 1975). Más antigua es la película alemana El Golem (Der Golem), dirigida por Paul Wegener y Carl Boese en 1920 y estrenada en 1926. Ésta era la tercera versión que realizaba Wegener sobre el mito del Golem, aunque de la primera no se conserva nada y de la segunda apenas cinco minutos en la cinemateca de Munich.

Otra bestia mítica que ha traspasado la pantalla ha sido el ave Garuda, película dirigida por Monthon Arayangkoon en el año 2004 y basada en una antigua leyenda Tailandesa.

Más suerte ha tenido un personaje malvado de los cuentos infantiles, el ogro, que ha visto alterada su historia para convertirse en el entrañable Shrek, un ogro verde y bondadoso de animación creado por los Estudios DreamWorks en el año 2001.

No hemos incluido en nuestro bestiario a seres fantásticos surgidos de la pantalla del cine por ser muy reciente su creación y no tener el suficiente peso en el folclore, aunque bien merecerían un lugar en un bestiario del año 3000. Pensamos en personajes tan entrañables como los Gremlins, Eduardo Manos Tijeras, cualquiera de la saga de La Guerra de las Galaxias, de El planeta de los Simios o de La Historia Interminable.


Seres fantásticos - La Historia Interminable


No queremos terminar nuestro repaso a los “monstruos” del cine sin nombrar las versiones más recientes de mitos como el Vampiro, Frankenstein o el Hombre Lobo. No enumeramos todas las películas en las que han aparecido porque su listado es muy extenso. Nos conformamos con que no queden en el olvido películas tan hermosas como el Drácula de Bram Stoker (1992), de Francis Ford Coppola, o La sombra del vampiro (2000), dirigida por Elias Merhige y protagonizada por John Malkovich; un homenaje al Nosferatu de Murnau. Menos fortuna tuvo el actor y director Kenneth Branagh con su película Frankenstein de Mary Shelley (1994), mientras que el director Anthony Waller se atrevió en 1997 con una comedia terrorífica en clave de humor del legendario licántropo en su película Un lobo hombre americano en París. Otras versiones de gran éxito fueron Entrevista con el vampiro (1994) y Hombre lobo americano en Londres (1981).


Los seres fantásticos en la música

El hombre es un ser contradictorio por naturaleza. Por un lado, siente un impulso natural que le invita a comunicarse con los seres que le rodean, propio de un animal social como él; pero, por otro, su historia está llena de malentendidos y de guerras, de odios y de ambiciones que se enfrentan a su tendencia natural de ser entendido y escuchado. El hombre espera y anhela, pero sigue sin saber qué es lo que está buscando. Así ha sido la historia de los hombres desde el principio de los tiempos, una eterna búsqueda que le ha hecho creer en dioses y crear mitos. El hombre intenta desesperadamente expresar su mundo interior y poner forma a todo lo que siente y piensa. Así surgieron las lenguas, y la música, y la pintura y cualquier manifestación de las inquietudes del hombre que han venido a llamarse “artes”.

La música siempre ha acompañado al hombre en su vida y todos los pueblos se han expresado con ella, aunque varíen las formas utilizadas. Tan música puede ser el sonido emitido por las piedras cuando las golpeas que la melodía que se escapa de una flauta.

Si la música es uno de los recursos que han encontrado los seres humanos para dar salida a su mundo interior, es lógico que incluyan sus temores y sus sueños.

Hemos indagado en la historia de la música hasta encontrar seres fantásticos de los que forman parte de nuestro bestiario. Obviamente nos hemos tenido que retrotraer a una época reciente, donde quedara constancia de las letras o de los motivos musicales que impulsaron esa composición.

La reina de las hadas - Henry PurcellEn nuestro periplo por la música nos detuvimos primero en la obra de Henry Purcell, uno de los compositores ingleses más destacados del siglo XVII y máximo exponente de la llamada “semi-ópera”, un género, o semigénero, derivado de la ópera, en el que el argumento y la acción se desarrollan de modo dialogado, mientras se intercalan en ella piezas de música instrumental. A este género corresponde The Fairy Queen (la Reina de las Hadas), compuesto por Henry Purcell en 1692, adaptación musical de la obra de William Shakespeare El sueño de una noche de verano. Un siglo antes, en 1595, el genial escritor William Shakespearse había escrito esta deliciosa comedia plagada de hadas y duendes, que vio la luz por primera vez el 19 de febrero de 1596.

No fue ésta la única vez que la inmortal obra de Shakespeare fue adaptada a una pieza musical. En 1843, y con solo 17 años, el compositor alemán Félix Mendelssohn compuso su Sueño de una noche de verano, y ya en el siglo XX Benjamín Britten compuso una ópera con el mismo título.


El sueño de una noche de verano

La reconciliación de Oberon y Titania, de Henry Fuseli


En 1791 Wofgang Amadeus Mozart tampoco pudo sustraerse al encanto de la fantasía y compuso su ópera La flauta mágica, un precioso cuento de hadas que se estrenó el 30 de septiembre de 1791 y en la que el propio Mozart dirigió el estreno. La flauta mágica nos narra la historia de un príncipe llamado Tamino que cae desmayado cuando huye de un dragón. Tres hadas, damas de la Reina de la Noche, salen a su encuentro, matan a la bestia y lo salvan. Al despertar el príncipe, es informado por las damas de que la hija de la Reina de la Noche ha sido secuestrada y le enseñan un retrato. Cuando el príncipe Tamino ve el rostro de la joven Pamina se enamora perdidamente de ella y se ofrece para ir a su rescate. La Reina de la Noche le promete entregársela en matrimonio si logra liberarla. Para hacer más fácil su viaje, las tres damas le entregan una flauta mágica de oro y tres pequeños duendes le acompañan en su viaje. Antes de lograrlo, el héroe tendrá que sortear una serie de pruebas. Finalmente, Tamino logrará su propósito y entrará en el templo acompañado por Pamina, mientras son recibidos con cantos de alegría.


La flauta mágica, de Mozart


En 1876, el compositor ruso Piotr Ilich Tchaikovsky compone por un encargo de los Teatros Imperiales de Moscú su ballet El lago de los cisnes, basado en una antigua leyenda que narra los amores entre un hombre y una mujer cisne. En este caso él se llama Siefrid y es un joven príncipe, y ella es la hermosa Odette, convertida en cisne por el malvado hechicero Rotbard. Este encargo le llena de entusiasmo, pues era el primer ballet que componía, pero su estreno en marzo de 1877 no tuvo muy buena acogida entre el público, lo que le sumió en una profunda depresión. Como suele ser habitual, a la muerte de Tchaikovsky en noviembre de 1893 le siguió un resurgir de su obra. En 1895 se reestrena este ballet obteniendo el éxito que le fue negado a su autor en vida.

Afortunadamente para la historia de la música, este fracaso no le hizo rendirse, y en 1889 compone su ballet La bella Durmiente y dos años después su famoso Cascanueces, continuando la línea fantástica iniciada con su primer ballet.

El cascanueces de Tchaikovsky desborda imaginación y fantasía, a la vez que envuelve el escenario con un cuento que nos hace soñar. En él se narra la historia de una niña llamada Clara que recibe como regalo de navidad un soldado de madera que sirve de cascanueces. La niña juega con sus primos que tratan de rompérselo, pero finalmente lo coge y se duerme en su salón, mientras sueña que el salón está tomado por unos ratones gigantes y que su soldado cascanueces es un soldado de verdad, así como los soldados de su primo, que se enfrentan en una dura batalla contra los ratones. En su imaginación, la niña recorre el reino de las nieves y el reino de las golosinas, y conoce a la reina de las nives y a la reina de las peladillas, hasta que despierta y descubre que todo ha sido un sueño. Una de las danzas del ballet de Tchaickovsky es la Danza del hada Peladilla.

Contemporáneo de Tchaickovsky es el compositor alemán Richard Wagner, que en 1833 compone su primera ópera, Las Hadas, con lugares y personajes mitológicos, aunque la obra que lo hará inmortal es su famosa tetralogía El anillo de los Nibelungos (integrada por las óperas El oro del Rin, La Valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses), que compone entre 1853 y 1874. En esta dramática tetralogía, Wagner recrea la figura de las valquirias, las doncellas guerreras de Odín, en la segunda ópera de esta saga. El mito de las valquirias ha sido contado con mayor detenimiento en nuestro bestiario.

Por estas mismas fechas el compositor francés Charles Gounod compone su ópera Fausto (1859), basada en el famoso mito del hombre que hace un pacto con el diablo y le vende su alma a cambio de sabiduría. Este mito ha sido varias veces recreado musicalmente, como en 1846, cuando el compositor francés Héctor Berlioz se entrega a su cantata La condenación de Fausto, entre otros, aunque será el Fausto de Gounod el que tenga mayor prestigio.

Estamos en pleno siglo XIX, época en que la corriente del Romanticismo se extiende por toda Europa y abunda la temática fantástica. De principios del siglo XIX es el ballet La sílfide y el escocés, del compositor noruego Hermann von Lovenskjold, obra que estrenó en marzo de 1832 en la Ópera de París.

Y con este repaso entramos en el siglo XX, en el que se amplían las manifestaciones musicales que nos hablan de seres fantásticos, pasando por el rock, el heavy o la música de cantautor.

En 1976 el grupo musical Génesis le dedicó al Squonk uno de los temas de su disco A trick of the tail. En esta canción el mítico grupo británico de rock narra la leyenda de un cazador que se encuentra con el triste Squonk, al que trata de atrapar pero que acaba muerto disuelto en sus propias lágrimas.

El cantautor asturiano Víctor Manuel recoge en sus canciones las historias de muchos de los personajes de la mitología asturiana que hemos tratado en nuestro libro. Así, en 1976 canta en asturiano el tema la Danza del Cuélebre en su disco Canto para todos, que dos años después incluirá en castellano en su disco Soy un corazón tendido al sol. Siguiendo la temática fantástica le dedica a la Xana una canción del mismo nombre en su disco Luna, mientras que de la sirena y del Trasgo nos habla en su disco Ay, amor (1981).

No son los únicos cantautores que han recurrido a los seres fantásticos para sus canciones. En 1982 el cubano Silvio Rodríguez sorprendió a todos con su conocidísimo unicornio azul, mientras que Joaquín Sabina y Fito Páez invocan la vuelta de la fantasía en su canción Si volvieran los dragones (1998).

Y para que nuestro recorrido sea lo más amplio posible, no queremos terminar sin nombrar por lo menos al cantante alemán de heavy progresivo Hubi Meisel, que en el año 2003 sacó un disco llamado EmOcean, en el que incluye elementos de fantasía propios del mundo de las hadas, en su deseo de dejar de ser algo más que un cantante para ser un narrador de historias.

Probablemente el lector conoce muchísimos más nombres de grupos, composiciones y cantantes en los que han aparecido algunos de los personajes de nuestro bestiario. Enumerarlos todos sería una tarea casi imposible.


Los seres fantásticos en otras artes

Y es que el hombre no puede dejar de mirar en su interior y tratar de expresar todo lo que tiene en su mente o ve ante sus ojos. Gracias a esta “condena” nos sentimos más cercanos a los hombres que vivieron en otras épocas y que nos han dejado constancia de sus creencias a través de los cuadros, las construcciones arquitectónicas, la escultura, los tapices o cualquier otra manifestación artística.

Probablemente la primera incursión de los seres fantásticos en la cultura tuvo lugar en el periodo Paleolítico, cuando un unicornio aparece representado en las cuevas de Lascaux, en el valle del Vézère, al suroeste de Francia. Pronto comenzó su andadura el unicornio, que ha aparecido en cuentos, canciones, poemas, escudos heráldicos y tapices.


Seres fantásticos - Unicornio de Lascaux

Representación de un Unicornio en Lascaux


También muy antigua es la gran esfinge de Gizeh, construida por orden del faraón egipcio Kefrén en el tercer milenio a. de C. La esfinge es otro de los seres más representados en la historia de los hombres, como testimonian las avenidas de esfinges que los egipcios colocaban a la entrada de sus templos, que puede contemplarse en los templos egipcios de Karnak y Luxor, levantados entre el siglo XV y XVII a. de C. cerca de la ciudad de Tebas. Los griegos la utilizaban como motivo decorativo en su cerámica, como constatan algunas vasijas, mientras que los etruscos la esculpieron en bronce. En el arte mesopotámico aparece decorando los paneles del palacio real de Susa, junto al grifo, otro de los seres fantásticos más representados en la antigüedad y cada vez más olvidado.

El grifo, el animal fabuloso mitad león mitad águila, símbolo de poder y de grandeza de ánimo, ya aparecía en las pinturas murales de los palacios mesopotámicos, aunque la primera joya de la que tenemos constancia hecha con esta imagen es un brazalete de oro realizado en Persia durante la dinastía Aqueménida. Los romanos lo utilizaban con fines decorativos en frisos y candelabros y en la baja edad media era un motivo habitual en las gárgolas. Otra criatura fantástica que sirvió como adorno para los frisos romanos fue el centauro, que aparece en los frisos antiguos del palacio Espada de Roma. Y continuando con el recorrido del grifo a través de la historia del arte, nos detenemos en esta ocasión ante la Ermita de Nuestra Señora de Loreto, en la Higuera del Real, en Badajoz, para contemplar sorprendidos una enorme estatua de mármol blanco, conocida con el nombre de la “mamarracha” y que representa al mítico grifo. En las iglesias románicas estaba presente en los capiteles de puertas y ventanas, como guardián de los lugares sagrados.


SERES FANTÁSTICOS - GRIFO


Las representaciones de animales fabulosos fueron la fuente iconográfica principal de la escultura románica, así no debe sorprendernos el abundante número de animales y seres imaginarios que pueblan los capiteles de estas iglesias, como la anfisbena que adorna un capitel de la iglesia de Sarthe en Francia o la que se encuentra en otro en la iglesia de Valgañón, en La Rioja. Otros seres que también aparecen en motivos románicos son el basilisco, la harpía, los centauros, los dragones y las ninfas.

Al románico le sucedió el arte gótico, que destacó sobre todo por la arquitectura de sus inmensas catedrales. En esta época son frecuentes las gárgolas de piedra que controlan la ciudad desde las cornisas de muchos edificios de estilo gótico, muchas con forma de serpientes, leones o dragones.

Como su propio nombre indica, el renacimiento europeo supuso un renacimiento o redescubrimiento de la cultura clásica, introduciéndose en el arte los motivos mitológicos tan frecuentes en las manifestaciones del arte grecorromano, que continuarán en la época del barroco. En la pintura comenzaron a retratarse los mitos griegos, como encontramos en la obra de Rubens, Velázquez o Zurbarán.

Del pintor flamenco Petrus Paulus Rubens (1577–1640) destacamos los cuadros Hércules y el Cancerbero, Mercurio y Argos, Polifemo, Ninfas y sátiros, y Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros, que se encuentran todos ellos en el Museo del Prado de Madrid. También de temática mitológica es el cuadro Mercurio y Argos del universal pintor sevillano Diego de Silva Velázquez (1599-1660).


Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros

Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros, de Rubens


Una mención especial merece la serie de diez lienzos que el pintor religioso Francisco Zurbarán (1598-1664) dedicó a los Trabajos de Hércules. En el segundo de los cuadros de esta serie Zurbarán retrató la lucha de Hérculas con la Hidra de Lerna.

La época Barroca coincidió con el movimiento religioso de la Contrarreforma, lo que supuso un aumento de la temática religiosa en la pintura y un amplio número de cuadros que retrataban a vírgenes y ángeles. Ya en el Renacimiento los ángeles fueron representados como modelos grecolatinos; Miguel Ángel los imaginó como hermosos jóvenes y Tiziano difundió su imagen de “cupidos infantiles”. En la pintura abundan los cuadros que los retratan, aunque será el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682)  quien los inmortalice como tiernos niños de gran dulzura que rodean a la Inmaculada Concepción.

En los últimos años del siglo XIX y en los primeros años del XX surge un nuevo movimiento artístico por toda Europa, que en España recibirá el nombre de modernismo, y que supondrá un gusto por lo exótico, un aumento de las formas sinuosas y la introducción, de nuevo, de elementos fantásticos que añadan colorido. En España el máximo representante del modernismo en arquitectura será Gaudí, aunque no será el único arquitecto modernista que haga las delicias de todo visitante que se adentra en la ciudad condal de Barcelona. Del año 1887 es el edificio conocido como el Castillo de los Tres Dragones (Castell dels Tres Dragons), del arquitecto Domènech i Montaner, muestra del primer modernismo barcelonés y que está ocupado desde 1920 por el museo de Zoología. También de la misma época, aunque no modernista, es el edificio de la Aduana que se encuentra junto al paseo marítimo, delante del monumento a Colón, también en Barcelona, realizado por Enric Sagnier y Pere García Faria entre 1895 y 1902. En la parte superior de la fachada de este edificio pueden contemplarse diversas estatuas con figuras mitológicas, entre las que destacan dos hermosos grifos.

Y de Barcelona nos trasladamos al Parque del Retiro de Madrid para visitar la estatua del Ángel Caído, realizada por Ricardo Bellver en 1874.


El ángel caído de Bellver

El Ángel Caído de Bellver, en el Parque del Retiro, Madrid


Como vemos, los seres fantásticos han estado presentes en todas las manifestaciones artísticas del hombre, pasando por la pintura, la arquitectura, la música, la escultura, el teatro, el cine o la literatura. Aquí hemos querido hacer una pequeña enumeración de obras en las que han aparecido, sabiendo que mostramos apenas una milésima parte de lo que el hombre ha creado en su imaginación. Los seres fantásticos forman parte de nuestra vida, aunque no siempre le demos credibilidad. Los jardines los decoramos con enanitos, y las cabeceras de las camas con angelitos de escayola, en los brazos nos tatuamos hermosas hadas, en carnavales nos disfrazamos de demonios y a nuestros hijos le contamos la historia de la sirenita.

Después de todo esto, ¿aún cree que no existen los seres fantásticos en nuestro mundo?


De Bestiario, Agustín Celis y Alejandra Ramírez, Ed. Libsa, Madrid, 2006


Imagen destacada: The Golden Rose, de Donato Giancola, 2007


Mafia

¿Qué es la Mafia?


Ni siquiera los estudiosos del fenómeno criminal llamado Mafia se ponen de acuerdo sobre lo que es la mafia, y lo cierto es que la discrepancia de opiniones tiene sentido por la complejidad que acompaña en todo momento a dicho término, lo que en realidad lo hace aún más atractivo para quien trata de profundizar en su conocimiento. Tal y como afirma Joan Queralt:

“El estudio del fenómeno mafioso resulta apasionante, entre otras razones, por su carácter poliédrico: abarca los campos de la historia, la cultura, la antropología, la geografía, la economía, la esfera política, sea local, nacional e internacional, la psicología individual y colectiva, la sociología, la educación, la justicia, la ética, la religión…”

Dejando a un lado las frívolas opiniones de los mafiólogos que tratan de buscar justificaciones políticas, o incluso morales, a los crímenes de la mafia, dos son las posturas que más seriamente se aproximan al fenómeno:

  1. La primera corriente no duda en definirla como un exclusivo fenómeno de criminalidad organizada, lo que en rigor es totalmente cierto, pero no solo.
  2. La segunda, quizá más amplia, la define como un singular fenómeno político siciliano, que a su vez se alimenta de una serie de arraigados hábitos sociales que utilizan la violencia de modo sistemático para imponer sus condiciones, postura que no siempre ha sido bien entendida, pese a que explica de modo riguroso buena parte de la historia de la mafia, que a lo largo de los años ha sufrido importantes modificaciones y reestructuraciones internas.

Sea como fuere, lo más conveniente tal vez sea practicar el eclecticismo a la hora de aproximarnos al complejo mundo de la mafia, no sin antes recordar las palabras de uno de sus más lúcidos analistas. Oigamos de nuevo a Queralt:

“la mafia es, por naturaleza, flexible, cambiante, adaptable. Una organización pragmática que se adapta a cualquier situación concreta y que no se detiene jamás ante cualquier tipo de constricción que limite o impida su actividad. Como el agua que toma la forma del envase”.

La mafia es una organización de carácter delictivo, pero es también, y sobre todo, un modo de entender la vida, una especie de fundamentalismo que anula la individualidad de sus miembros, cuya identidad deja de pertenecerles cuando entran a formar parte de la identidad mayor de la sociedad a la que han accedido, la llamada Cosa Nostra.

Desde el mismo momento en que una persona se inicia en la mafia, comienza a diluirse como individuo para fundirse con el grupo. Se convierte en mafioso, en un hombre de honor, tal y como ellos se denominan, y en ese instante abandona su yo para ser nosotros; deja de ser él para ser Cosa Nostra.

No hay que olvidar que la mafia es una sociedad secreta de carácter iniciático. No es una simple banda de delincuentes movidos por la ambición. Es también un modo de sentir y pensar, un ambiente, un arraigado sistema de relaciones jerárquicas al que el mafioso accede para obtener la recompensa que la Organización promete.

¿Y qué es lo que la mafia promete a sus miembros? Una palabra basta para explicarlo: Poder. El mafioso es ante todo un hombre que sabe lo que es el poder y todo lo que ello implica. Un hombre de honor, por el solo hecho de pertenecer al universo ilegal de la mafia, se siente poderoso, porque el mundo en el que ha entrado a formar parte gira alrededor de la búsqueda de poder. Ser mafioso es ya de por sí un grado. Y por eso adopta una pose muy concreta y que el cine ha sabido reflejar a la perfección: la forma de saludar, de hablar, de dirigirse a los demás, de dar órdenes o incluso de mirar están destinadas a poner de manifiesto ese poder. Obvia decir que frente a este sistema de poder está el mundo paralelo, el de todos aquellos que no pertenecen a la mafia.

En este sentido resulta ya un clásico recordar las palabras del mafioso arrepentido Francesco Marino Mannoia al juez Roberto Scarpinato durante uno de sus interrogatorios. Preguntado por el ansia de riqueza que parece ambicionar todo miembro hecho de la mafia, Mannoia respondió airado lo siguiente:

“Ustedes, los jueces, están convencidos de que uno se convierte en hombre de honor por dinero… no han comprendido nada y nunca podrán comprenderlo… ¿Sabe por qué yo me convertí en hombre de honor? Porque antes era nuddu ammiscatu cu nenti y luego, en cambio, dondequiera que fuera, las cabezas se bajaban y esto para mí no tenía precio; valía mucho más que todo el dinero que he ganado y he gastado”.

Para Francesco Marino Mannoia, como para todos los miembros de la mafia, el poder no se debe confundir con el dinero. El dinero es solo un medio; el poder es el fin.

En cuanto a la expresión en dialecto siciliano nuddu ammiscatu cu nenti, Roberto Scarpinato aclaró ya en su día que hace referencia a lo que no cuenta, lo que no vale nada, lo que no es nada ni va a ninguna parte, expresión que explica con precisión meridiana el desprecio que los mafiosos sienten por todos aquellos que no pertenecen a su mundo, llámese este Mafia, Onorata Società o Cosa Nostra.


Amérigo Bonasera


Siguiendo con el mismo tema, pero trasladando la reflexión al mundo de la ficción, los lectores que hayan leído la novela El Padrino de Mario Puzo o hayan visto la película homónima de Francis Ford Coppola, dos de las obras que mejor han sabido reflejar el mundo de la mafia, recordarán sin duda la escena en la que el funerario Amerigo Bonasera se presenta ante Don Corleone para pedirle que vengue el honor de su hija, que ha sido brutalmente apaleada por unos jóvenes que habían tratado de violarla. Sin embargo, pronto se pone de relieve que el tal Bonasera no es un leal miembro de la mafia, pues antes de solicitar la ayuda del capo había acudido a las autoridades estadounidenses en busca de justicia. Y solo cuando descubre que la justicia que él esperaba no es la que va a recibir acude ante Vito Corleone para pedirle el favor de que mate a los agresores por dinero, lo que constituye todo un insulto, y así se lo hacer ver el Padrino:

“Creíste que América era un paraíso. Tenías un buen negocio y vivías muy bien. Pensaste que el mundo era un edén del que podías tomar todo lo bueno que quisieras. Nunca te preocupaste de rodearte de buenos y verdaderos amigos. Después de todo, para protegerte, estaban la policía y los tribunales. Nada podía ocurrirte; ni a ti ni a los tuyos. Para nada necesitabas a Don Corleone. Muy bien. Heriste mis sentimientos, y no soy de los que dan su amistad a quienes no saben apreciarla, a quienes me tienen por poquita cosa”.

Con estas simples palabras, el Padrino mafioso está poniendo sobre la mesa todo un sistema de pensamiento. De entrada establece una distinción clara entre el universo legal de los que no viven conforme a los principios de la Mafia y los “amigos” que saben apreciar su inestimable ayuda. Pero además le hace saber a Bonasera que él es poderoso, que no es “poquita cosa”, y que por tanto podría hacer lo que le pide, haciendo de esta forma que también Bonasera se sienta poderoso. De hecho, ¿qué mayor poder puede haber que el de ser capaz de quitarle la vida a una persona con total impunidad? Pero para esto, para tener poder, para conseguir que las cosas se hagan según nuestra voluntad, hay que aceptar las reglas del juego mafioso. No basta con pedir, hay también que dar, y así se lo dice Don Corleone a Bonasera:

“Ahora acudes a mí diciendo: “Don Corleone; quiero que haga justicia”. Y no sabes pedir con respeto. No me ofreces tu amistad. Vienes a mi casa el día de la boda de mi hija, me pides que mate a alguien y dices: “pagaré todo lo que me pida”. No, no. No te guardo rencor; pero, ¿puedes decirme qué te he hecho para que me hayas tratado con esa absoluta falta de respeto?”


Escena de El Padrino I


Evidentemente, no se trata de dinero. El dinero de Bonasera no hará que Don Vito se sienta poderoso. Lo que le pide es otra cosa: su amistad, su lealtad, su obediencia. Su respeto. En realidad Bonasera lo tiene fácil, es un trueque sencillo; Bonasera tendrá el poder de liquidar a los agresores de su hija si acepta entrar en el círculo de los Corleone, formar parte de su familia, jugar según las reglas de la mafia:

“En cambio, si hubieses acudido a mí, mi bolsa hubiera sido tuya. Si hubieses acudido a mí en demanda de justicia, aquellos cerdos que dañaron a tu hija estarían llorando amargamente desde hace tiempo. Si por desgracia, por circunstancias de la vida, un hombre honrado como tú se hubiese creado algún enemigo, este se hubiera convertido automáticamente en enemigo mío (..) y, créeme, te hubiese temido”.

Es el temor que el poderoso hombre de honor infunde en los otros. Un “hombre honrado”, dice Corleone, pero para el caso es lo mismo. Y el hombre de honor es el que pertenece a la “familia”, el que es amigo de sus amigos y acepta estar “disponible”, en el mundo de la mafia, como una pieza más del engranaje. Y solo cuando Bonasera pronuncie las palabras que quiere oír Don Vito, podrá tener la oportunidad de sentirse poderoso. Tras ese “quiero su amistad. Acepto”, al Padrino sólo le resta imponer sus condiciones:

“Bien, tendrás justicia. Algún día, un día que tal vez nunca llegue, te llamaré para pedirte algún pequeño servicio. Hasta ese día, considera esta justicia como un regalo de mi esposa, la madrina de tu hija”.

La aceptación de Bonasera opera aquí a modo de iniciación. Desde ese momento forma parte del universo mafioso, está “disponible”, y por tanto deberá cumplir las órdenes que se le dicten sin preguntar, sean cuales sean. No podrá negarse. No podrá desobedecer porque ha entregado su voluntad. Si le ordenan que asesine a alguien tendrá que hacerlo aunque no quiera, pues le va la vida en ello. La iniciación en la mafia viene a ser un verdadero pacto con el diablo. A partir de entonces, tendrá que subordinar sus propios intereses a los intereses de su capo, de la familia a la que pertenezca y de la organización.

El caso de la escena de El Padrino es evidentemente una ficción, pero creo que explica perfectamente lo que es la mafia, motivo por el cual he querido traerla a colación.


El Padrino


Por último, me apetece finalizar con unas conclusiones de Joan Queralt que pueden servir de punto de partida para todo el que pretenda acercarse al fenómeno criminal llamado mafia, y más concretamente al de origen siciliano:

“Pero no hay que engañarse: el estudio de Cosa Nostra es un viaje a una de las geografías humanas más desoladoras del planeta. Cosa Nostra es una isla dentro de una isla. Un sistema de geografía invisible, enfermo, totalitario, en el que la muerte ocupa el lugar de la vida y la obsesión por el poder sustituye a los afectos y las esperanzas. Sin sus estereotipos, sin los mitos difundidos por el cine y la literatura, incluso por ciertos historiadores, el submundo mafioso sólo ofrece un paisaje de violencia, miedo, traición y muerte. Es un universo claustrofóbico que devora a sus propios hijos, en el que todos finalmente son derrotados y donde no se conoce el honor ni el respeto a los otros. Las ecuaciones mafia antigua / mafia nueva, o mafia buena frente a mafia mala son falsas, como lo son la idea de la mafia como antiestado o las bondades de la mafia rural, dotada de un supuesto código de honor. La mafia antigua asesinó a hombres, mujeres y niños, todos ellos inocentes, como continuaría haciendo más tarde la denominada nueva mafia”.


 De La Historia del Crimen Organizado, Agustín Celis Sánchez, Ed. Libsa, Madrid, 2009


La invención de la herejía

La invención de la herejía


Introducción

Resulta curioso e instructivo saber que, etimológicamente, la palabra herejía deriva del griego hairesis (αἵρεσις), que significa doctrina o creencia. Así entendido, el hereje sería, por tanto, un simple creyente, un doctrinario que hace uso de su libertad de conciencia para acoger o aceptar una determinada confesión religiosa. En cambio, lo que aquí vamos a tratar de estudiar es el sentido histórico que la Iglesia Católica le dio a la palabra herejía, entendiéndola como una disidencia en materia de fe, como un desvío del dogma. El hereje será el disidente, el rebelde que acepta pero no acepta del todo la verdad revelada; aquel que se sale del tiesto, quien no reconoce la autoridad; el disolvente individuo que se atreve a negar los principios formulados desde Roma; el heterodoxo por cuenta propia, impenitente y obstinado, que sostiene sus posturas a pesar de las amonestaciones o amenazas; el cuestionador de lo establecido; ese molesto y pertinaz sujeto que interpreta a su modo las Sagradas Escrituras; el que, ignorando la tan repetida infalibilidad del pontífice como vicario de Cristo, osa proponer un desvío del credo dogmático, canónico y oficial; quien incurre en un error de carácter doctrinal según el parecer de la siempre Santa, Católica, Apostólica y Romana Iglesia nacida de las predicaciones de Jesús de Nazaret.

Ahora bien, este ensayo está planteado como una serie de sucesivas aproximaciones al tema de la herejía. No pretende ser ni exhaustivo ni concluyente. Podría considerarse por mi parte, más bien, como una primera, y pequeñísima, introducción a una ambiciosa Historia Universal de la Herejía que examinara con más detalle el apasionante asunto de los disidentes. Pero tal empresa la dejaremos para otra ocasión. Poco importan las ausencias conscientes que pueda haber en este libro, por muy importantes que parezcan. Como la Historia es una materia flotante y elástica, creemos que su estudio es una prisión perpetua, condenada a la inevitable adición o corrección de lo dicho, y lo que aquí hay escrito es tan solo lo dicho hasta ahora, y con eso basta por el momento.


Herejes y malditos

¿Por qué he colocado en el título, junto a la palabra herejes, el vocablo malditos? Muy sencillo. He llegado a la caprichosa conclusión de que el perfil de un hereje es el de un hombre en inútil pero reconfortante rebeldía. Su disidencia, considerada históricamente como destructiva, no es más, pero tampoco menos, que una fuerza disolvente con camino de ida y vuelta que ni destruye ni rasga aquello que amenaza, sino que, por el contrario, se vuelve del revés destruyendo a quien disiente. Hasta el más superficial repaso a las actuaciones de los más famosos herejes nos revela que su actuación es un suicidio diferido. El hereje, como el maldito, es un suicida que acaba destruyéndose a sí mismo al no encontrar asiento en el orden social impuesto. Lógicamente, el concepto decimonónico del malditismo, de raigambre romántica, no es más que una revisión literaria, adaptada a una época y a unos fines, de la vieja actitud del heterodoxo en materia de fe. Los poetas malditos del XIX comparten con los herejes algunas importantes señas de identidad; por supuesto la rebeldía, pero también la insolencia, la disparidad ideológica, la negación de lo establecido, la inadaptación social, el desahucio y, finalmente, el final trágico y casi baldío. Y digo casi porque siempre, o casi siempre, dejaron algo para el recuerdo o el estudio. Los poetas malditos, antes del suicidio, solían dejarnos una obra. Los herejes, antes de su relajación, con hoguera o sin hoguera, nos legaron una sombra de duda, unas actitudes, una filosofía que ensancha nuestro norte ético, una teología que abre nuevos horizontes, otra manera de estar en el mismo sitio y, en ocasiones, algunas verdades como puños que, tarde o temprano, acaban siendo aceptadas.

Por tanto, la invención de la herejía es también la invención del malditismo. Herejes y malditos van cogidos de la mano. De cara a la Iglesia de Roma, los herejes fueron, en tantos casos, disidentes tentados por el mal, e incluso por el maligno, y, paradójicamente, la historia de su invención corre pareja a la historia de la violencia en el seno del credo católico.


Aquella religión de Cristo

La última cena, de Da Vinci

La Última Cena, Leonardo Da Vinci, 1495-1497

Érase que se era la religión de la paz y el amor, fundada por Cristo, quien sufrió tormento en la cruz por causa del fanatismo de los hombres. Los cristianos santificaban la vida y abominaban de la violencia. Para ellos, el derramamiento de sangre era un pecado atroz. Por este mismo motivo se negaron a luchar en los circos de Roma. Sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que no hubo gladiadores entre los primeros cristianos. Los emperadores romanos exaltaban la lucha en los campos de batalla y los cristianos ignoraban la ley. Por ello, fueron perseguidos. En su huida para salvar la vida, llevaron la buena nueva a todos los confines del Imperio. Sus continuos ejercicios de proselitismo extendieron el salvífico credo por todo el mundo conocido y, al cabo, lograrían ser aceptados. Ocurrió a principios del siglo IV. Mientras fueron una piedra de disidencia en las entrañas de Roma, sufrieron idéntico tormento que el fundador de la doctrina que ellos practicaban. En cambio, cuando se convirtieron en una fuerza que amenazaba con destruir la gloria de Roma, fueron acogidos con entusiasmo.

La actitud de las autoridades de la época resulta razonable en todo momento desde una perspectiva política. ¿Cómo no iban los romanos a hostigar a la minoría cristiana que se negaba a luchar por la gloria de Roma? Pero cuando la minoría se convirtió en mayoría, ¿cómo podían no ser bien recibidos esos súbditos del Imperio?

Cuando el emperador Constantino, en el año 313, abjuró de su paganismo y aceptó la fe de Cristo, introdujo en la Iglesia una novedad de gravísimas consecuencias futuras. Cuando Roma se hizo cristiana, la Iglesia de Cristo se convirtió en Imperio Romano, y al hacerlo heredó también, a modo de perverso milagro, todo su legado represor. Esto, que en el siglo II era inconcebible, se volvió una realidad en el siglo IV. El apologista y teólogo romano Tertuliano lo dejó dicho en una de sus obras. Al valorar la inconciliable diferencia entre el cristianismo y los valores tradicionales de Roma, afirmó:

“El mundo puede que requiera de césares, pero el emperador nunca puede ser cristiano, ni un cristiano puede ser emperador”.


La Iglesia de Roma

Lo que resultaba tan incontestable hacia el año 197, no lo fue sin embargo en el año 313. Con olvido de toda obviedad, el emperador se hizo cristiano, pero el mundo siguió necesitando de los césares. Poco a poco, en la religión de Cristo se fue introduciendo la violencia de Roma. Si en la época de Tertuliano no había ni un solo soldado cristiano, hacia el año 416 el emperador de oriente Teodosio II decretaría, mediante edicto, que solo los cristianos tenían derecho a alistarse en el ejército. Si los primeros cristianos estaban dispuestos a morir antes que matar, después de Constantino estarán dispuestos a matar ad maiorem Dei Gloriam. Desde entonces, la historia de la Iglesia Católica es también la historia de sus crímenes. El relato de esos crímenes constituye lo que habremos de llamar la Historia Universal de la Herejía.

La cristiandad experimentó una transformación radical. En el mismo momento en que dejó de estar perseguida, se convirtió en perseguidora.

Se podría decir, incluso, que a partir de ese momento fue ya otra Iglesia, una Iglesia más preocupada en seguir existiendo que en la santidad de la existencia. Se podría decir, también, que su preocupación máxima no fue ya la predicación del sermón de la montaña, el mensaje de los Evangelios o la Gloria de Dios, sino el mantenimiento de la gloria de la propia Iglesia. Y así, todo aquel que amenazara con desestabilizarla sería condenado, represaliado, torturado y, finalmente, aniquilado. Cualquier clase de desavenencia sería declarada herética. Su ambición de universalidad sería su peor consejera. Y en nombre de esa universalidad irá traicionando, con el paso de los siglos, sus iniciales propuestas hasta convertirse, a partir de la Edad Media, con la triste iniciativa de la Inquisición, en la mayor organización represiva que ha conocido el mundo.

Todavía en el siglo IV existía la aversión por el derramamiento de sangre. San Agustín, que fue un enérgico luchador contra las primeras herejías que socavaban los cimientos de la Iglesia, abominaba de las ejecuciones, y se enfrentó a donatistas y pelagianos con la fuerza de la palabra y la razón. Las primeras herejías, anatematizadas en diferentes concilios, fueron depuradas sin violencia, pero no así las que siguieron. De algunas de ellas hablaremos en sucesivos capítulos.

Ahora bien, la exaltación de la violencia no fue lo único que heredó del Imperio Romano la cristiandad. Resulta de lo más sarcástico comprobar el camino que ha seguido la Iglesia de Cristo desde el Calvario hasta el Vaticano.

Si su fundador sólo ostentó el burlesco título que le otorgó Pilatos como “Rey de los judíos”, su principal representante en la Tierra lucirá títulos tan fastuosos y solemnes como Vicario de Cristo, Sucesor de los Apóstoles, Sumo Pontífice, Patriarca, Primado de Italia y hasta Soberano de la Ciudad del Vaticano. Pero sin duda el más irónico de todos, por lo difícil que le ha sido llevarlo con dignidad a tantos papas como ha habido, es el de Siervo de los siervos de Dios. Ocasión tendremos de apreciar lo poco servidores de sus siervos que fueron tantos pontífices a lo largo de la Historia, si es que alguna vez hubo alguno.

¿Y qué decir del clero de todos los tiempos hasta nuestros días? Nada más alejado de las predicaciones de Jesús de Nazaret que los títulos que engolosinan y engolosinaron a sus representantes: eminencia, ilustrísimo, señoría, reverendísimo, excelencia, y tantos otros. La Historia de las disidencias nos confirma que todo aquel que hizo notar estos excesos de la clerigalla, sería declarado herético.


La pobreza de Cristo

Y así llegamos a uno de los puntos más sensibles de la Iglesia Católica, y que tuvo su momento más álgido en plena Edad Media, la época que está considerada como una auténtica corrala de herejes que reivindicaban la tan discutida como traicionada pobreza de Cristo. Todo el que puso el dedo en la llaga sería considerado hereje. Motivo de herejía fue vivir conforme a las palabras del maestro:

“Atesorad para vosotros bienes en el cielo, donde nada se corrompe ni hay polilla que los deteriore”.

Así ocurrió con Gioacchino de Fiore, Gherardo Segalelli, Dulcino de Novara, Pedro Valdo de Lyon y hasta con el campeón de la pobreza, San Francisco de Asís, a quien debemos considerar un cuasi hereje por las continuas sospechas que sufrió ya en vida. La orden por él creada, la de los Franciscanos, no tardaría en dividirse por la distinta interpretación que hicieron los hermanos menores del capítulo sexto de la Regla de San Francisco, que determinaba que debía quedar excluida tanto la posesión privada como la posesión comunitaria de bienes, y que sólo está permitido el simple usufructo de las cosas.

Los llamados hermanos “conventuales”, quienes admitían la propiedad de bienes comunitarios, la aceptación de rentas fijas y la posesión de bienes raíces, serán los aceptados por la Iglesia de Roma. En cambio, los hermanos “espirituales”, que rechazaban absolutamente la posesión de cualquier bien, serían condenados como herejes. Más tarde, de los espirituales surgiría una sección aún más controvertida y combativa, los llamados “Ermitaños pobres”, también conocidos popularmente como Fraticelli, quienes serían considerados oficialmente como “hijos de la temeridad y de la impiedad”.

Estos últimos tuvieron la osadía de equiparar la regla del capítulo sexto de su fundador con el mismísimo Evangelio y, tras ser condenados por el Papa Juan XXII, afirmaron, en consecuencia, que el pontífice había perdido definitivamente su potestad de jurisdicción y de orden. Por ello, serían relajados en la hoguera. Irónicamente, hoy día, los parciales ejercicios de rectificación llevados a cabo desde Roma, han deplorado la actuación del Papa Juan XXII.

Es una triste burla que la Iglesia creada por quien afirmó, palabras más, palabras menos, que antes entraría un camello por el ojal de una aguja que un rico en el reino de los cielos, se convirtiera en una de las mayores empresas económicas del mundo. Lo fue siempre y lo sigue siendo aún hoy. Podríamos lamentarnos de todo ello con estas palabras de Petrarca, quien debió decirlo en voz baja para no despertar susceptibilidades:

“Me sorprendo cuando recuerdo a los predecesores del papa, contemplando a estos hombres cargados de oro y vestidos de púrpura. Parece que nos encontremos entre los reyes de Persia y Partia, ante los cuales hemos de inclinarnos y rendirles culto. ¡Oh, apóstoles y primeros papas!, toscos y demacrados como erais, ¿es para esto por lo que os afanasteis?”


La invención de la herejía

Pero la Iglesia de Roma no alzó su látigo justiciero únicamente entre sus adeptos alborotadores. Enemigos fueron los judíos y los musulmanes, a quienes, obviamente, no se les puede considerar como herejes, pero de los que conviene hablar aquí, no obstante, ya que jugarían un importantísimo papel en la represión de la herejía, tal y como iremos viendo. El odio desplegado por los cristianos contra los judíos a lo largo de la historia es de sobra conocido, y por eso no me detendré ahora en estudiarlo. Algo diremos cuando llegue el momento. Más interesante, y de más terribles consecuencias para el progresivo deterioro de la Iglesia, me parece el caso musulmán.

A partir del siglo VII un nuevo, e imparable credo, ensombrece el horizonte cristiano. El Islam, la religión predicada por Mahoma, se extiende como la pólvora de modo milagroso. África, Asia, y la Hispania visigoda caen bajo su influjo rápidamente. Desde los tiempos del Imperio romano, ninguna otra fuerza militar había amenazado a la cristiandad con tan belicosa acometida. Ni siquiera los hunos de Atila habían supuesto un peligro semejante. Solo Carlos Martel, el abuelo del emperador Carlomagno, conseguirá detenerlos en Poitiers. Occidente estaba a salvo, pero medio mundo había caído bajo el poder del Islam.

Resultaba comprensible. La fe predicada por Mahoma exaltaba la violencia y prometía un cielo sensual para todo aquel que luchara y muriera en nombre de Alá.  Para los musulmanes, la espada era la llave que abría las puertas del séptimo cielo, donde aguardaban las huríes, dulces doncellas virginales de mirada de gacela y exquisita sensibilidad que harían las delicias de todo aquel que muriera en el fragor de la batalla.

Era una tentación irresistible, una promesa sin parangón, una oferta inmejorable. Frente a ella, el ideal cristiano sólo anunciaba un cielo casto, angelical, de difícil acceso y donde quedaba reservado el derecho de admisión. No había color. Su expansión fue extraordinaria. En el año 637, Jerusalén fue conquistada por el Califa Omar I. A partir de entonces, la situación de los cristianos en Tierra Santa se fue volviendo cada vez más precaria, y cuando en 1071 la ciudad sea conquistada por los turcos selyúcidas, que destruyeron el Santo Sepulcro, se pondrá la primera piedra sobre la que se alzará otra Iglesia, nuevamente renovada, y cuya transformación será aún más perversa que la experimentada a partir del siglo IV.


La Jihad cristiana

Prédica de la Primera Cruzada por Urbano II en el Concilio de Clermont, de Gustavo Doré

Prédica de la Primera Cruzada por Urbano II en el Concilio de Clermont, de Gustavo Doré

En el año 1095, el papa Urbano II, en la ciudad francesa de Clermont-Ferrand, predicó la primera cruzada contra el infiel frente a un numeroso grupo de seglares y clérigos. Por arte de paradoja, el cristianismo heredará del Islam el concepto de la Jihad, la guerra santa, la aniquilación del enemigo en nombre de Dios. A imitación de las promesas eternas de Mahoma a sus creyentes, el papa de Roma otorgaría indulgencias plenarias al guerrero que muriera por la causa. El cielo estaba garantizado. La espada de líneas cruciformes se llenará de sangre por la gloria del Cristo que murió en la cruz. Los cruzados se convirtieron así en los muyaidines del cristianismo. Se exaltará la violencia. Todo estará permitido. De camino a Tierra Santa, los cruzados dejaron un reguero de sangre. A todo aquel que no comulgaba con la fe del Señor, se le ofrecía el bautismo o la muerte.

Los judíos fueron una presa fácil. En el año 1096, todos los judíos de la ciudad de Worms fueron masacrados. En 1099 fue reconquistada Jerusalén. La victoria fue gloriosa. ¿Qué duda podía caber después de esto? Dios debía de estar de parte del papa. Aunque Jesucristo solo predicó la paz y la mansedumbre, el papa de Roma prefirió ser, como Mahoma, un comandante de ejércitos, un administrador de justicia. No puede imaginarse mayor traición a las promesas que Jesús hizo en su sermón de la montaña:


“Bienaventurados los pobres de espíritu, 
porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los mansos, 
porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, 
porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, 
porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, 
porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, 
porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, 
porque ellos serán llamados los hijos de Dios.
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, 
porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan
y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa”.

Disidencia y represión

Inocencio III

¿Qué terrible influencia tuvieron las cruzadas de cara al tema de la herejía? Se creó un precedente. La Iglesia de Cristo dejó, definitivamente, de santificar la vida. Los ministros de Cristo proclamaron el derramamiento de sangre. La violencia fue exaltada. Se dio un paso decisivo. A partir de entonces, no habría misericordia para el enemigo. Todo aquel que amenazara, de palabra o acción, con destruir esta nueva Iglesia, tan alejada ya de su fundador, sería depurado. Al hereje, que siempre había estado condenado, se le otorgó la categoría de enemigo y, como tal, debía ser aniquilado.

Después de mil años de existencia, la Iglesia estaba corrompida desde su raíz romana. Las disidencias eran inevitables. Los grupúsculos que proponían un retorno a una espiritualidad más auténtica, más cercana a la primitiva Iglesia, comenzaron a multiplicarse. Como abominaban de lo impuesto desde Roma, serían declarados heréticos.

Es la época del movimiento patarino, del bogomilismo y del catarismo. Pero también de las hermandades pietistas como las beguinas y los begardos, condenados por su exaltación de una espiritualidad exacerbada. El poder del papa comienza a estar en entredicho. El clero, considerado corrupto por su tendencia a la simonía y el nicolaísmo, pierde puntos en favor de quienes predican una fe más indulgente, menos severa. Poco a poco, en el mundo cristiano, se van creando nuevas alternativas. La disidencia se hace fuerte. En el sur de Francia y norte de Italia, los cátaros hacen estragos. La autoridad de Roma se tambalea. Las herejías amenazan por vez primera con destruir el orden impuesto por los papas. A partir de principios del siglo XIII, se da otro paso decisivo. La Iglesia se aleja definitivamente de Cristo.

En 1209, el papa Inocencio III predica la cruzada contra el hereje. Ahora ya no serán los infieles quienes mueran a manos de la espada cruciforme, sino los propios cristianos. En poco menos de medio siglo, la herejía cátara es aniquilada por la fuerza de las armas. En 1231, otro papa, Gregorio IX, instituye la Inquisición. Todo sea por el mantenimiento del orden social. Con ella, comienza el verdadero desconeje.


El desconeje

Sesión de tortura, La Santa Inquisición

En alianza con la autoridad civil, será condenado a la hoguera o asesinado en la horca toda persona que se oponga a los enunciados pontificios o simplemente moleste. En 1252, el papa Inocencio IV instaura oficialmente el uso de la tortura en su bula Ad extirpanda. Los herejes carecen de derechos. En los manuales para uso de inquisidores que se escribieron en la época, podemos leer preceptivas como ésta:

“Mejor que mueran cien personas inocentes que un solo hereje quede en libertad”.

Comienza la era del terror. Todo les está permitido a los inquisidores, quienes, en tantos casos, se comportarían como auténticos psicópatas. Pareciera que ellos no podían equivocarse. Se diría que nada podían hacer que fuera reprensible. Quienes se atrevieron a cuestionar su autoridad, fueron declarados herejes. Intelectuales católicos como Siger de Brabante, Meister Eckhart, Guillermo de Ockham o Marsilio de Padua, entre otros muchos, estuvieron bajo sospecha o fueron condenados, y sus obras declaradas heréticas. En muchos casos, la herejía adopta la forma de protesta social. Muy poco hemos dicho de ellas en nuestro libro. Son las herejías nacionales. En Inglaterra estuvieron los lolardistas de John Wicliff; en Bohemia, los husitas al abrigo de la memoria de Jan Huss; en España, los herejes de Durango con Alonso de Mella a la cabeza.

Es también la era de las brujas. Europa vivió una auténtica orgía de destrucción. Lo veremos en el capítulo que hemos titulado “Las grandes herejías”. El 1 de noviembre de 1478 nace la famosísima Inquisición española, que estaría vigente hasta el 15 de julio de 1834. Sus víctimas predilectas fueron los conversos de judíos y moros, los judaizantes y moriscos. Y cuando faltaron estos grandes herejes, fueron perseguidos los protestantes, los alumbrados y quietistas, los fornicadores simples, los sodomitas, los bígamos y, en general, todo aquel que fuera tenido como diferente, amenazara el orden social establecido o adoptara una actitud heterodoxa en el plano social o en la vida religiosa. Hasta los místicos estuvieron en el punto de mira de los inquisidores.

Poco a poco, Europa fue preparándose para vivir una reforma espiritual. Era inevitable y fatal que ocurriera. Reformadores como Lutero, Calvino o Zuinglio serían condenados como herejes. No obstante, ya estos no pueden ser tenidos como tales. Comparten con los verdaderos herejes el anatema, la persecución, pero son ya cismáticos, representantes de una Iglesia paralela, de una auténtica alternativa a Roma. Ocasión tendremos, al estudiar el caso de Miguel Servet, de comprobar que dicha alternativa supuso un cambio de perspectiva, pero un cambio igualmente represivo para la libertad de conciencia del individuo.


La Congregación para la Doctrina de la Fe

Sede de la Congregación, en Roma

Sede de la Congregación, en Roma

Por último, en 1542 se creó la Inquisición romana, el Santo Oficio, la única que pervive aún hoy bajo el amable distintivo de Congregación para la Doctrina de la Fe. A partir del siglo XVIII, el concepto de herejía quedará bastante mitigado, e incluso llegará a desaparecer. En nuestra “Galería de Penitenciados” estudiaremos dos casos importantes, el de Melchor de Macanaz y el de Pablo de Olavide. Pero son ya casos tardíos. Poco a poco se va dejando de hablar de herejes. El siglo XIX traerá nuevas condenas, pero ya no se les da el título de herejes a los condenados, o sólo como excepción. Algunas de las más famosas condenas recaen sobre el naturalismo, el marxismo, el socialismo, el anarquismo o la masonería. Con la definitiva pérdida del poder temporal de la Iglesia Católica en 1870, se quiebra la vieja alianza entre Roma y la autoridad secular de los Estados europeos. ¡Bendita quiebra! Con ella, y por fin, a una condena del Pontífice no tendrá por qué suceder una persecución civil, y mucho menos una ejecución secular.


De Herejes y Malditos en la Historia, Agustín Celis Sánchez, Ed. Alba Libros, Madrid, 2006.


 Imagen destacada: Detalle de Auto de Fe presidido por Santo Domingo de Guzmán, de Pedro Berruguete.


La Santa María de Onetti, de Alberto Tenorio

Tres cuentos de Onetti


Onetti en mi vida

Tardé muchísimo tiempo en pillarle el punto a Juan Carlos Onetti. Creo que lo primero que me llamó la atención fue ese apellido que parece italiano pero que en realidad es de origen irlandés. Estoy hablando de lo que me ocurría hace veinte años. Me atraía el apellido y me gustaba su sonoridad vocálica. Lo conocía, por supuesto, pero no lo había leído. Entre los conocimientos de cultureta fino que poseemos todos los que hemos estudiado filología en una facultad de Filosofía y Letras, se encuentra el interminable listado de autores a los que conviene leer. Mucho antes de leerlos a todos ya conocemos sus nombres porque aparecen en los manuales de literatura y en los horrorosos apuntes que nos dan en la facultad y que, más que como invitación a adentrarnos en sus obras, sirven para disuadirnos de cualquier intentona de profundizar en sus escritos. Onetti figuraba en la nómina de los autores del boom, lo que no es exacto; por la sencilla razón de que Onetti en muy anterior al boom. En realidad es una fuente de agua pura de la que beben los autores de ese inaudito big bang que se dio entre las décadas del sesenta y setenta del siglo XX. Casi se podría decir que Onetti es el átomo que explota y origina y hace posible lo que luego serían las novelas del llamado boom. Uno de los átomos, al menos. Hay por ahí incluso quien afirmó en su día que Onetti es el “padrino oculto de la literatura latinoamericana”. Me parece una definición perfecta.

El caso es que, pese a la atracción que me provocaba el personaje, tardé bastante en decidirme a leerlo y, cuando por fin lo hice (comencé por Juntacadáveres), no terminé de entenderlo. No fue un amor a primera página, la verdad. Valoré la pulcritud de su prosa, la perfección de su escritura, el lirismo y la ternura de las imágenes, la crueldad de esa lucidez que no se amilana ante la fiera realidad y el humor de desollado vivo que encontraba en muchas de sus páginas, pero me faltó ese clic que le suena a uno en la cabeza cuando queda subyugado por una obra literaria. Una especie de interruptor que se enciende en el cerebro e ilumina las neuronas aportando una nueva visión del mundo.

Cuando leí por primera vez El astillero me pasó lo mismo, pero esta vez comprendí que había algo en mi manera de leer a Onetti que no estaba en armonía con su obra. El libro que tenía entre las manos y la forma de leerlo no concordaban, no iban de la mano. Y me di cuenta de que a Onetti no se le puede leer como a la mayoría de los autores. Ocurre a veces. Hay escritores que exigen una atención y un esmero especiales. Pienso, por ejemplo, en António Lobo Antunes, con el que me pasó lo mismo. Son como cajas fuertes que solo se pueden abrir dedicándoles un mimo muy personal, olvidándose del mundo, a base de concentración exclusiva en la ruedecilla que hay que hacer girar de un lado a otro, buscándoles la combinatoria, hasta que por fin oímos el clic y basta una última vuelta de tuerca para que la puerta se abra y podamos acceder al tesoro que la caja contiene.

Fue un cuento que para mí es muy especial el que me descubrió la manera de leer a Onetti. El que me hizo merecedor de su obra. Y lo digo sin recurrir a ninguna forma de exageración. Tú puedes hacer lo que quieras, pero la obra de Onetti hay que merecerla, y la única forma de merecerla es la que te digo; entregarse a ella con una atención total y exclusiva, sin imponerle esas tontas condiciones del lector pasivo que se cree que le está haciendo un favor al autor por leerlo. Eso no sirve. Porque leer a Onetti en condiciones es un honor y un privilegio del que uno debe hacerse merecedor con absoluta humildad; “con las rodillas de la mente dobladas”.

Hay muy pocos autores de los que uno pueda decir que ha leído y releído toda su obra. En mi caso, Onetti es uno de ellos. Vuelvo a Onetti continuamente. No pasa un año sin que no relea algo de él, y cada nueva lectura es un nuevo descubrimiento. Su obra es inagotable; no por amplia o abundante, sino por lo intensa que resulta, por lo sabia, por las múltiples posibilidades que ofrece de ampliar nuestro horizonte mental.

Por eso me he decidido a escribir esta entrada en el blog. Me apetecía recomendarte algo de Onetti. No una cualquiera de sus novelas, sino algún cuento que ofrezca las claves de su lectura, que te enseñe a leer a Onetti y te convierta en lector suyo. En lector de verdad, me refiero.

Como no quiero incurrir en el tópico del Top Ten, he pensado solo en tres de sus mejores cuentos. ¿Son mis tres cuentos preferidos de Onetti? No sabría decirte. Seguramente no. Pero en cualquier caso son tres cuentos perfectos, lo que no es decir poco. Repito: son tres cuentos perfectos, de la primera a la última palabra. No hay manera de encontrarles un pero, una falla, una zona de sombra…

Y un último apunte para terminar. Esto es una invitación, no una crítica literaria. No te alarmes, no voy a reseñarlos ni a comentar de qué van. Solo voy a procurar despertar tu interés. Me daré por satisfecho si logro que abras el google y hagas una búsqueda rápida de cada uno de ellos. Ignoro si están o no en Internet completos, pero tampoco me extrañaría. Tú mismo…

Bienvenido, Bob

¿Alguna vez te sentiste humillado por alguien? ¿En alguna ocasión viviste el drama de ser herido por alguien que estaba completamente equivocado y que aún no lo sabía? ¿Padeciste el dolor y la tragedia de una pérdida por culpa de la intervención caprichosa de un prejuicio que se encarna en un enemigo que no mereces? Si resulta que sí, seguro que sentiste el impulso de la rabia y la venganza. Es lo más normal del mundo, no te sientas mal por ello. Pero como a lo mejor resulta que eres una persona pacífica y comprensiva incapaz de actuar con violencia, pero con la suficiente crueldad en tu mente como para querer devolver el daño, quizás aprendas en este cuento la perversa forma que puede adoptar el desagravio sin perjudicar tu moralidad.

El infierno tan temido

Ya solo el título es envidiable. El infierno tan temido, ojalá se me hubiera ocurrido a mí. Y no solo el título. También la estructura, la forma de narrar, el escondido juego de voces que oculta la narración. Un cuento para gente engañada. Es decir, un cuento para todos. Fue El infierno tan temido el relato que me enseñó a leer a Onetti.

Presencia

Probablemente el último gran cuento que escribió Onetti, ya en su exilio madrileño, cuando tuvo que huir de los horrores en masa de la América Latina de los últimos años setenta del siglo XX. Algo de eso hay también en este relato. Mucho en realidad. Más bien en los márgenes, pero está presente, como una presencia invisible que nutriera la obra de significados ocultos. Se trata, con toda probabilidad, de su última obra maestra dentro del género de la narración breve. No es en absoluto un cuento de fantasmas, pero a mí me encanta considerarlo un cuento de fantasmas. Los fantasmas de los sueños y las mentiras a los que nos aferramos para mantener la ilusión y la cordura.

Juro que algún día escribiré un pequeño ensayo sobre esta maravilla del relato corto. Estoy convencido de que si hiciera un Top Ten con los títulos de los mejores relatos que me he leído en mi vida, de cualquier autor y de cualquier época, entre esas diez obras maestras estaría esta. Sin su existencia, sin su lectura obsesiva, sin su ejemplo nutritivo,  estoy seguro de que nunca hubiese escrito mi relato Mujer de terciopelo negro, que me sigue gustando bastante y que tanto le debe.

Onetti


Imagen destacada: La Santa María de Onetti, de Alberto Tenorio


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